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Agentes de la GPU, 1935 |
La mañana del 8 de marzo de 1933, después de cinco años de semi-cautiverio, Victor Serge fue interceptado en Leningrado, mientras cruzaba la calle 25 de Octubre, y trasladado a la sede local de la GPU.1 “Los detalles de esta detención se mezclan, en mis recuerdos, con la anterior [que tuvo lugar en 1929]; aunque puedo decir que ambas fueron bastante dramáticas”, cuenta Vlady. “Conservo, clarísima, la imagen de un desbarajuste en el estudio de mi padre, de costumbre tan ordenado: los cajones estaban abiertos; los cuadros, papeles, libros y fotos tirados en el piso; mis abuelos, mi mamá y mis tías gritaban y lloraban. De repente uno de los militares pisó con desprecio una foto que teníamos de Trotsky y mi tía Esther susurró que la recogiera. Yo, sin pensarlo, corrí a buscarla y la limpié con afecto en la cara de los esbirros, lo cual quedaría como gran hazaña en la memoria de la familia. Creo que esto pasó en la primera detención, porque yo era muy pequeño; de la segunda tengo recuerdos un poco más precisos. Teníamos, por entonces, a tres agentes de la GPU viviendo de planta en la casa: abrían cartas, registraban las visitas y las conversaciones telefónicas, y maquinaban en contra de nosotros con los otros inquilinos del inmueble. Yo sabía qué hacer porque mi padre me había adiestrado desde chiquito a enfrentar situaciones de este tipo”.
Aquella mañana del 8 de marzo, Vlady estaba, como todos los días, en la escuela. Cuando regresó encontró a Liuba, su madre, hundida en una de sus crisis psicóticas y a sus tías que, sin éxito, intentaban calmarla. El adolescente no tardó en entender lo que estaba pasando. Horas después sonó el teléfono: era Serge quien, desde la GPU, había obtenido permiso de hablar, y deseaba comunicarse con su hijo. Le explicó lo que estaba pasando, le rogó no olvidarlo (sabía que podía pasarle lo peor), le pidió que fuera valiente, que siguiera dibujando y que se hiciera cargo de su mamá que ahora lo necesitaba más que nunca. No había mucho que hacer: Liuba fue internada pocas horas después en un hospital para enfermos mentales. Vlady pasó una de las noches más difíciles de su vida y el día siguiente no tuvo el valor de ir a la escuela. Salió a caminar sin meta machacando su rencor. Atraído por la música de un coro sacro, se metió a una iglesia pero, en lugar de calmarse, tuvo un ataque de rabia.
“En mi familia nunca escuché una palabra contra la religión, pero aquel día estaba yo tan desesperado que me pregunté cómo puede la gente seguir engañándose”. El muchacho había heredado algo de la calma proverbial de su padre, quien, incluso en las situaciones más difíciles, raramente perdía el control de sí mismo. Vlady tenía, entonces, casi trece años y sabía perfectamente bien quién era y en qué andaba metido Serge. Aunque estaba consciente del peligro, había desarrollado una especie de orgullo, el sentimiento de pertenecer al reducido grupo de personas que conocía la verdad.
“Nosotros sabíamos quién era Stalin y quién era Trotsky. Éramos los verdaderos revolucionarios, y teníamos que ser fieles a nosotros mismos, sin importar los costos”.
Vlady volvió a la casa pasando por la flamante sede de la GPU donde, con toda probabilidad, estaba detenido su padre. Era este un edificio moderno e imponente –construido en lugar del antiguo palacio de justicia derrumbado en marzo de 1917– que dominaba el río Neva de un lado, y la céntrica perspectiva Volodarsky del otro. La silueta inmóvil de dos guardias armados destacaba al pié de dos inmensas columnas de granito. De repente, casi sin darse cuenta, cerró los ojos y se echó a correr, enfilando hacia la escalera de mármol que subía al primer piso. La casualidad quiso que un funcionario de mediano nivel pasara en aquel momento y, comprendiendo que el nivel de peligrosidad del adolescente era nulo, paró a los guardias que ya le venían alcanzando. Intrigado, el hombre le intimó que pasara a su despacho.
–¿Qué pasa? ¿Qué quieres?
–Mi padre. Ustedes detuvieron a mi padre.
–Y ¿cómo se llama?
–Kibalchich.
–Ya no está aquí.
–No le creo.
El militar no era una mala persona. Cogió el teléfono y, frente a Vlady, habló a la sede central de la GPU, en Moscú, para saber dónde estaba Serge. Le contestaron que estaba detenido en la Lubianka.2
Era cierto. Serge permaneció casi tres meses en Moscú para los interrogatorios, además de unos cuantos días en la cárcel de Butirki. No fue torturado; pero sí muy presionado con el argumento de las supuestas confesiones de Anita (Rusakova). Su estrategia defensiva fue muy inteligente: no negó tener profundos desacuerdos con la política del régimen, pero rechazó haber realizado actividades conspiradoras y declaró no tener vínculos organizativos con la Oposición de Izquierda desde 1927, año de su expulsión del partido. Al final, la sentencia no fue demasiado severa: tres años de deportación a Orenburgo por “conspiración contrarrevolucionaria”.
He aquí los recuerdos de Serge: “Estuve 85 días en una celda de la GPU sin leer y sin ninguna ocupación, sin noticias de mis queridos. Setenta de estos días los pasé en un aislamiento total, sin derecho al aire en el patio gris reservado a gente más recomendable. Ahora me enviaban 2.000 kilómetros más lejos. Un buen camarada y yo casi nos morimos de hambre”.3
El 8 de junio de 1933, Victor Serge llegó a su residencia forzada escoltado por agentes de la GPU. Vlady y Liuba lo alcanzaron unas semanas después, acompañados por el abuelo de Vlady, Alexander Rusakov, quien regresó enseguida a Leningrado. Además de ropa y enseres, cargaban un grueso baúl de madera con la máquina de escribir Remington de Victor, sus archivos, manuscritos y algunos libros.
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Casa de Orenburgo |
Plaza militar de cierta importancia, puente geográfico y también político hacia la Siberia, Orenburgo contaba entonces con unos 150.000 habitantes. La ciudad –situada al sur de los Montes Urales, en el cruce de las grandes llanuras que separan a Asia de Europa– era un crisol de pueblos y religiones: kazaks, cosacos, tártaros, kirguizios y uzbeks de observancia islámica o tribal, además de judíos y cristianos ortodoxos de etnia rusa. En tiempos del zar, las caravanas de camellos traían mercancías orientales para intercambiarlas.
La región conoció un auge importante a principios de siglo, cuando la construcción del ferrocarril Orenburgo-Tashkent atrajo a nuevos habitantes, en su mayoría colonos rusos, quienes, poco a poco, se volvieron la etnia mayoritaria. En 1933 quedaba muy poco de aquella prosperidad. El comercio era un recuerdo del pasado y la ciudad estaba ahora en franca decadencia por los estragos de la guerra civil, la carestía y las colectivizaciones forzadas.
Gran parte de la población se dedicaba a la agricultura; había un taller de reparación de trenes, alguna industria, un campo de aviación y muchas instalaciones militares. El centro lucía algunos imponentes edificios gubernamentales, una gran avenida, y un mirador con vista en el río Ural. De ahí se veía el estratégico puente del ferrocarril, siempre resguardado por soldados con ordenes de disparar a la menor provocación. La máxima autoridad local era un hombre gordo y de cara hinchada, típico representante de la nueva casta dominante. A menudo Victor y Vlady pasaban por su isbá, muy bien pintada y llena de flores, como era de rigor entre burócratas. Se llamaba Georgi Malenkov y en los años sucesivos alcanzaría las cumbres de la burocracia soviética.4
Orenburgo tenía historia. En el siglo XVIII había sido la capital del efímero reinado de Pugachóv, el cosaco rebelde que casi logró derrumbar el zarismo. Los cosacos tenían reputación de ser soldados invencibles y los zares, en lugar de perseguirlos, los empleaban como cuerpo militar escogido. Hacia finales del siglo XVIII, sin embargo, los orgullosos guerreros de las estepas se sentían amenazados por la política centralista de la zarina Catalina la Grande. Emiliano Ivanovich Pugachóv (1742-1775), un valiente capitán que había servido en la guerra contra Turquía (1769), se insubordinó después de una crisis mística, proclamándose zar. Para diciembre de 1773, el caudillo rebelde había juntado un ejército de 30.000 cosacos a caballo y marchaba rumbo a Moscú. Las tropas de la zarina lograron derrotarlo únicamente a precio de una terrible batalla en la que hubo millares de muertos. Era agosto de 1774. Traicionado por sus tropas, Pugachóv fue capturado al poco tiempo y públicamente ejecutado a principios de 1775. Su sacrificio quedó en la imaginación del pueblo ruso como una etapa en la larga marcha hacia la emancipación.
En tiempos recientes, los cosacos habían sostenido el antiguo régimen, pero en Orenburgo el caudillo Vasili Chapáyev (1887-1919) había puesto 40.000 hombres al servicio de la causa revolucionaria. Sus gestas dieron vida a una nueva epopeya, cuyo recuerdo todavía estaba vivo. La ciudad reclamaba también alguna herencia literaria. Alexander Pushkin, el gran novelista de principios del siglo XIX, había ambientado aquí La hija del capitán, novela que tiene como marco histórico la revuelta de Pugachóv.
En los días sucesivos a su llegada, Serge logró alquilar la mitad de una modesta isbá situada en un barrio cosaco, no lejos del río. La renta era de unos 30 rublos al mes, lo cual representaba la totalidad del subsidio que la GPU le otorgaba en cuanto deportado sin derecho a trabajo.
“La porción que nos correspondía –cuenta Vlady– comprendía un corredor donde se guardaba le leña, una pieza que cumplía las funciones de estancia, cocina y estudio y, separada por una delgada pared de madera, la pequeña alcoba de mis papas. En la parte central había una gran chimenea, única fuente de calor en los terribles inviernos y, a la vez, estufa para cocinar. Del lado opuesto, cerca de las tres ventanas que daban a la calle sin pavimento, estaban la mesa redonda donde mi padre escribía y el baúl con sus manuscritos. En la pared colgaban unos daguerrotipos del siglo XIX con retratos de la familia Kibalchich, además de dos fotos de Trotsky y una de Pilniak. Completaba el adorno un mantel de tercio pelo amarillo –color que Serge amaba sobremanera porque era lo que más le había faltado en la cárcel– y un bonito frasco de cristal azul, también recuerdo de familia. No había luz eléctrica, así que para leer, dibujar y escribir empleábamos lámparas de petróleo”. Los caseros eran gente muy sencilla, y las relaciones nunca llegaron más allá del respeto recíproco. Aunque no sabían mucho de política, intuían la delicada situación de los deportados y les manifestaban simpatía. La dueña, una señora grande y huesuda, leía las cartas y fumaba como un soldado. Un día apareció el marido, andrajoso, harapiento y sin rasurar. Mientras Serge lo observaba con curiosidad, el hombre, como para disculparse, murmuró una palabra: konokrad (ladrón de caballos). Acababa de salir de la cárcel.
Tenían dos hijos, ambos un poco más grandes que Vlady, y estaba también la abuela, una señora enjuta, siempre envuelta en trapos, tanto en invierno como en verano. Los primeros meses fueron muy duros. Para un adolescente inquieto y enamorado de la pintura como Vlady, Orenburgo era la frontera del mundo, el sitio en donde terminan la vida y los sueños: “lo que todavía no alcanzo a entender, sin embargo, es por qué la deportación se quedó en mi memoria como una época luminosa”.
Los cielos eran verticales e insólitamente altos en las estepas y las temperaturas extremosas: hasta 45 grados en verano, y menos 45 en invierno. En julio el calor era tan intenso que las dunas de arena a un lado del río Ural parecían incendiarse. En diciembre el cielo asumía violentos tonos de azul cobalto y la blancura de la nieve cegaba los ojos. Entonces los rayos del sol iluminaban las estepas como hilos de seda colgantes de la inmensa cúpula del cielo. Vlady y Victor miraban con asombro aquellos paisajes extraños. Cada quien a su manera, ambos lograron salir adelante y pronto se despertaron tanto el sentido plástico del hijo, cómo la imaginación literaria del padre, quien compuso poemas de una belleza asombrosa: “la arcilla primordial –escribió– tiene aquí tonos coralinos, y el sol siembra tremendos clavos rojos”.5 Sea como fuere, Orenburgo era considerado un destino afortunado entre los deportados, sobre todo en relación con los campos de concentración, verdaderas máquinas para quebrar espíritus. Serge, además, no tenía la condición de “prisionero”, sino de “deportado”, lo cual implicaba ciertas libertades. Podía moverse libremente, pasear por la ciudad y por los bosques aledaños, aunque no tenía autorización de viajar, ni de trabajar. El control policial existía, por supuesto, pero no era tan pesado como en otras partes. “Este es un sector tranquilo de la deportación –escribía–. Nada de persecución. Muchos camaradas tienen trabajo. Yo no”.6
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Victor Serge y marinero |
La situación material se mantuvo difícil a lo largo de los tres años. Lo que dio animo a Serge –y que a la postre salvó a la familia– es que logró mantener una relación epistolar con el resto del mundo, en particular con sus camaradas franceses. “En la experiencia que me toca vivir, la única cosa que me fortalece es la amistad y solidaridad que me llega de muy lejos –geográficamente hablando– y sin la cual hace mucho tiempo hubiera yo concluido mi tramo de camino en este bajo mundo. (…) Aquí ningún trabajo, ninguna posibilidad de recursos materiales en la espantosa indigencia que nos rodea”, escribió el 28 de mayo de 1934 a su amigo Henry Poulaille.7 La severa carestía que, como resultado de las delirantes colectivizaciones estalinistas, azotaba a la URSS –6 millones de víctimas, según cálculos recientes–, estaba llegando a su fin, sin embargo la situación era todavía muy crítica.8
“Fue terrible –recuerda Vlady–. Muchos niños se morían de hambre en las calles. Nosotros la pasamos muy mal y sobrevivimos en gran parte gracias a los francos que, de vez en cuando, mi padre recibía de la venta de sus libros en Francia o de las subscripciones organizadas por la revista La Révolution prolétarienne”. Todo era un problema, incluso conseguir leña y comida. Hacían largas colas, incluso de noche, para recibir un tosco pan negro con espesa corteza y una miga que parecía pegamento caliente y cemento fría. La dieta se completaba con una sopa, un poco de verdura, generalmente col agria, a veces papas, y, muy de vez en cuando, huevos o pescado.
“La primavera nos trajo dificultades de abastecimiento que son difíciles de imaginar –leemos en la misma carta a Poulaille–. La comida cotidiana es un verdadero problema, incluso cuando se puede pagar. Hace ocho días que sólo comemos pan”.9
A veces recibían paquetes de comida –azúcar, café, arroz, harina–, libros y medicinas enviados desde París por Magdeleine Paz y Henry Poulaille. Entonces hacían fiesta. En una ocasión le enviaron aceitunas, algo completamente desconocido en las estepas. Vlady las cortó partes iguales para que sus compañeros de escuela tuviesen el gusto de probarlas. La familia dependía mucho de estos envíos y cuando la GPU les retenía el dinero o la comida –y sucedía a menudo–, la pasaban muy mal.
La salud de Liuba complicaba terriblemente las cosas: la pobre mujer sufría horrores y les hacía la vida, literalmente, imposible. Sus condiciones empeoraron cuando, a los pocos meses de llegar a Orenburgo, llegó la triste noticia de la muerte del abuelo, el viejo obrero anarquista Alexander Rusakov. “Fue un dolor terrible para todos. Recuerdo que, por primera vez, vi a mi padre llorando –cuenta Vlady– (la segunda fue, muchos años después, cuando, ya en México, fuimos a visitar a Natalia Ivanovna, la esposa de Trotsky)”.
Las crisis de Liuba, que antes eran intermitentes, se hicieron cada vez más frecuentes: gritaba, se tiraba al suelo y rompía todo lo que tenía a su alcance. Y cuando volvía a la normalidad, tenía fuertes depresiones y sentimientos de culpabilidad: –no sirvo para nada, soy un estorbo, les hago daño, es mejor que me vaya… Vlady comprendía que su madre lo estaba abandonando para hundirse en los abismos de la locura. En adelante no participaría más en su futuro. Desde entonces, y hasta la muerte de Liuba medio siglo después, sintió hacia su madre un extraño sentimiento de sternuta mezclada con resentimiento. Serge, por su parte, sufría en silencio, pero cuando se relacionaba con Liuba procuraba conservar una expresión dulce y tierna.
Hacia la primavera de 1934, las cartas que enviaba a Europa se hicieron más dramáticas: “si sigue así mi esposa está perdida. (…) Su desequilibrio es para nosotros una pesadilla permanente en estas condiciones más que primitivas y en este ambiente. (…) Consumamos muchos narcóticos e hipnóticos. Reconstituyentes no; ¿para qué? Si lo que falta… ¡son los alimentos! Mi esposa parece víctima de un proceso esquizofrénico que el traumatismo psíquico no deja de agravar. Este último año ha sido terrible y funesto. Liuba se debilita cada día más, sufre enormemente y hace de nuestra vida de Robinson un modesto sucedáneo del infierno. Las curas que podrían aliviarla un poco son posibles sólo en institutos especializados y mis solicitudes para internarla en un hospital han quedado sin respuesta (es cierto que fui expulsado del sindicato). Internarla aquí sería lo peor, antes de esto preferimos cualquier cosa. La enferma sufrió, recientemente, explosiones de una violencia inaudita que agotaron mis fuerzas y las de mi hijo”.10
Estas palabras nos dan una idea del calvario de Victor y de los muchos esfuerzos que hizo para salvar a su esposa. Pronto se hizo evidente que Liuba no podía seguir viviendo en familia; en otoño, ya embarazada de Jeannine, se marchó a Leningrado para recibir tratamiento profesional y vivir con su madre, la abuela Olga. Serge y Vlady se quedaron solos en la isbá, gozando de un corto intervalo de calma relativa. La nueva situación produjo un efecto muy benéfico sobre el adolescente: “Serge me aconsejaba en mis lecturas, tanto en el ámbito de la literatura como del ensayo y la historia. Me hablaba del mundo occidental, de la democracia, de los sindicatos… Me leía poemas en voz alta, a menudo en francés, y creció en mí, con su apoyo, la pasión por el dibujo, que cultivaba desde niño. Aunque era muy difícil conseguir los útiles, hice muchísimas acuarelas, algunas de la cuales conservo hasta el día de hoy. Recuerdo unas espléndidas noches de otoño, con la chimenea prendida y la trémula luz de la lámpara de petróleo que esclarecía la mesa redonda en donde nos sentábamos los dos, el uno frente al otro. Él escribía y yo dibujaba. A su lado todo se volvía bello para mi, incluso las terribles asperezas de la realidad rusa”.
Después de la partida de Liuba, una mujer empezó a frecuentar la casa, Tatiana Dimitrovna. Trabajaba como enfermera y era una persona dulce y atractiva, incluso elegante, muy diferente de los otros habitantes del barrio. Tiempo después Serge le dijo a Vlady:
–Tatiana estará un tiempo con nosotros.
La relación no causó ningún trauma al adolescente. “Yo quería mucho a mi mamá, pero no entendía los asuntos de celo ni las pasiones amorosas. Lo que sí comprendía era que mi padre necesitaba un poco de paz y de tranquilidad. Sabía que durante muchos años él había hecho todo lo posible para ayudarla y sabía, además, que en caso de lograr la libertad, no la iba a abandonar en la URSS”. Este nuevo amor no distrajo a Serge del trabajo, lo cual no deja de ser una hazaña mayor, considerando los gravísimos problemas materiales y familiares que enfrentaba. “Escribo, escribo. Debo crear, trabajar para no volverme loco, para cumplir con mi tarea aquí en la tierra; para ser útil, para dejar atrás un poco de emoción y de pensamiento. Trabajar es resistir”.11
Muy pronto puso manos a la obra, redactando las novelas Les Hommes perdus y La Tourmente, respectivamente tercera y cuarta del ciclo Les Révolutionnaires. Y volvió a la poesía –genero que había cultivado esporádicamente desde niño– con el cuaderno Résistance. Editó, asimismo, las notas sobre el comunismo de guerra, que iban a integrar el libro L’An II de la révolution russe, y entrevistó a los sobrevivientes del ejército de Chapáyev, con el objetivo de escribir un libro sobre el tema. A excepción de los poemas, reconstruidos en París y publicados por Maurice Wullens en 1938, todo este material se perdió o fue secuestrado por la GPU cuando Serge salió de la URSS.12
Acerca de las novelas tenemos, sin embargo, algunos interesantes fragmentos en la correspondencia. El 19 de septiembre de 1933, es decir, a unos cuantos meses de llegar a Orenburgo, Serge informó a su editor, Rieder, que estaba escribiendo otra novela y que pensaba terminarla en el curso del invierno. Se trataba de “la relación de las luchas de los anarquistas concluidas en 1913 con el sorprendente affaire Bonnot. De este drama, en el que estuve involucrado, intento dar una explicación social y humana, mostrando hombres vivos”.13 El programa se cumplió ya que, en mayo de 1934, escribió a Poulaille: “terminé Les Hommes perdus y mandé el manuscrito a Romain Rolland. Espero le llegue porque es la única base material para mi sobrevivencia en los próximos años” (sobra decir que el manuscrito nunca alcanzó a Rolland ni a Rieder).
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Vida bajo deportación |
Seguían los comentarios del autor: “mi libro no es obra de memoria ni de imaginación aunque tenga algo de ambas; definí el género: testimonio. (…) Le confieso que me costó bastante escribirlo. Agitar durante meses rebeliones empujadas hacia un callejón sin salida, y que desembocaron en crímenes, ideas exaltadas y débiles, absolutas y pobres, esforzarse para hacer vivir unos hombres que se perdieron en la manera más desoladora, y todo eso gira entorno a la guillotina, al suicidio, a la prisión –es una cosa bastante pesada. Espero que el libro sea denso, salí de él como de una pesadilla; no me da placer abrir el manuscrito. Lo que me sostuvo en este esfuerzo es el sentido del deber, el deber del testigo y la aspiración de aligerarme, una vez por todas, de aquella historia”. En la misma carta hay registro de la cuarta novela de Serge, La Tourmente, en donde pretendía reconstruir la atmósfera del año 1920, apogeo de la revolución. “Está a buen punto. Vuelvo a ella como se emprende un camino al aire libre. ¡Qué Dios nos acompañe!”.
La desdicha –una más– es que Serge terminó las dos novelas, pero les fueron decomisadas por la GPU, al salir de la URSS en abril de 1936. De nada sirvieron las múltiples solicitudes que Vlady hiciera personalmente cuando el régimen se abrió en la época de Gorbachov. A más de veinte años de la caída del régimen soviético, siguen extraviadas en los sótanos de alguna dependencia de la policía rusa.
1 Policía secreta soviética.
2 Lubianka es el nombre popular del cuartel general de la policía secreta soviética (Checa, GPU, NKVD y luego KGB, por sus siglas en ruso) y la prisión anexa en la plaza Lubianka de Moscú.
3 V. Serge, De Lenin a Stalin, Ediciones Iman, Buenos Aires, 1938, pág. 112. Para la redacción de este capítulo empleé, entre otros materiales, la trascripción de una plática entre Richard Greeman y Vlady realizada a finales de los años sesenta, así cómo el Tríptico Trotskiano (México, D.F., 1992, Instituto del Derecho de Asilo y las Libertades Públicas), texto redactado por el propio Vlady.
4 Georgi Malenkov (1902-1988). Miembro del Ejército Rojo en 1919, ingresó al Partido Comunista en 1920 y al Comité Central en 1925. En 1953 le sucedió a Stalin como secretario del Partido y jefe del gobierno, cargos que entregaría, ambos, a Nikita Kruschev (1894-1971), el primero a los pocos días, y el segundo en 1955. Después de un intento de remplazar a su rival, fue expulsado del partido y deportado a Siberia.
5 V. Serge, Pour un brasier dans un désert, Plein Chant, Bassac, Francia, 1998, pág. 11.
6 V. Serge, De Lenin a Stalin, op. cit., pág. 75.
7 Carta conservada en el Fondo Victor Serge del Musée Social de París. Publicada en italiano por Attilio Chitarin, Lettere inedite di Victor Serge, Rivista di storia contemporanea, Loescher, Torino, Italia, 1978, págs. 426-445.
8 Alain Blum, Naître vivre et mourir en URSS, Payot, París, 1994. Citado en Jean Meyer, Rusia y sus imperios, 1894-1991, México, CIDE/FCE, 1997, pág. 217.
9 Carta del 28 de mayo de 1934. En Chitarin, op. cit., pág. 440.
10 Op. cit., cartas del 28 de mayo y del 7 de agosto.
11 V. Serge, De Lenin a Stalin, op. cit., pág. 76.
12 Maurice Wullens (1894-1945), maestro, anarquista y sindicalista, fundador de la revista Les Humbles (1916-1940).
13 A. Chitarin, op. cit., pág. 439.