Desde hace ya tiempo, por varias razones históricas,
la perspectiva de la revolución social en Europa ya no tiene aquella inmediatez
que aún se expresaba en los años 30 del siglo pasado. Esto, en los ambientes
libertarios, se manifiesta también con la ya consolidada carencia de un ideario
concreto en relación a los problemas fisiológicos inherentes al aspecto
constructivo de una sociedad libertaria, es decir basada en la democracia
popular directa. Algunos objetan que tal aspecto tiene escasa relevancia ya que
la construcción de la nueva sociedad es asunto de las masas revolucionarias. Si
así fuera de manera absoluta, no tendría sentido que operasen en el seno de
aquellas los libertarios, cuyo papel consiste en desplegar una función de
sensibilización, de clarificación y de orientación para la maduración
progresiva de la conciencia de clase de esas propias masas. En esta acción hay
un mínimo que no se puede eliminar:
indicar al menos las líneas esenciales de base a seguir, respecto a los
problemas y cuestiones de carácter “fisiológico”; fisiológico ya que incluso una
sociedad nacida de una revolución radical
debe ajustar cuentas con estos, aun cuando sean formulados de modo
distinto al del pasado. Naturalmente, si se quiere, todo esto pude ser
tranquilamente ignorado, y cerrarse de manera apodíctica en la mera reiteración
de los principios clásicos del anarquismo, o enclavarse en ciertas aplicaciones
dogmáticas de estos – como sea y donde sea – a guisa de elementos cardinales de
una identidad testimonial. La obra de clarificación y orientación a la cual se
ha hecho referencia debe, para ser constructiva, abandonar el optimismo ingenuo
desligado de la realidad (persistente por mucho que haga más mal que bien) y
optar por aquel realismo revolucionario que animara a un gran anarquista del
pasado – Christiaan Cornelissen – y su obra El
comunismo libertario y el régimen de transición. En realidad, la falta de
claridad y concreción en el aspecto constructivo de la nueva sociedad, tiene
notables efectos negativos, porque expone a
todo el movimiento libertario a las acusaciones de falta de concreción
(con frecuencia fundadas) que sus adversarios le echan en cara a manos llenas.
Sin embargo, las respuestas existirían, si solo se
dejaran atrás ciertos modos de pensar, abstraídos de toda realidad y dotados de
un carácter más fabuloso que revolucionario. La matriz de estos se encuentra en
un exasperado (y también inconfesado) individualismo que, en su esencia, tiene
bien poco de “social”, centrándose en la vieja y estéril posición del “haz lo
que quieras”, la cual absolutiza la acción autónoma del individuo/mónada. Ya
Luigi Fabbri había hecho notar, respecto al influjo de las ideologías burguesas
en el medio libertario, que,
«La
máxima importancia dada a un acto (...) de rebelión brota de la máxima
importancia que la doctrina política burguesa da a unos pocos hombres con
relación a todo el ambiente social (...). Así logramos constatar dos formas de
influencia burguesa sobre el anarquismo: una, directa, que se manifiesta en una
mayor importancia dada al hecho revolucionario a expensas del objetivo al cual
este debería tender, - y la otra indirecta,
de la literatura burguesa decadente (…) dirigida a idealizar las formas más
antisociales de rebelión individual (…). Lo mismo en cuanto a la cuestión de la
organización. Los anarquistas han siempre sostenido que no hay vida fuera de la
asociación y de la solidaridad, y que no es posible la lucha y la revolución
sin una organización prefijada de los revolucionarios. Pero a los burgueses les
resultaba cómodo pintarnos como partidarios de la anarquía en el sentido de
confusión y comenzaron a decir que somos amorfistas, enemigos de toda
organización y, con tal fin, sacaron a relucir a Nietzsche y luego a
Stirner…Muchos anarquistas cayeron en el jamo y se hicieron de verdad
amorfistas, stirnerianos, nietzscheanos y otras diabluras: negaron la
solidaridad, el socialismo; para terminar, algunos, con volver a colocar la
propiedad en el altar, favoreciendo precisamente el interés de la burguesía
individualista. Sus ideas se volvieron, en este sentido, - según la frase de
Filippo Turati- la exageración del individualismo burgués”. (1)
Nadie quiere poner en discusión
la importancia del individuo (cuyo contenido está en la respuesta a la
pregunta: “¿qué cosa es Fulano?”), ya que a este corresponde una persona (a la
cual se refiere la pregunta: “¿quién es Fulano?”, pero la respuesta debe
residir en la inefabilidad de la existencia singular). La persona es
irrepetible, es un valor único; y es eje del pensamiento y de la acción de los
libertarios, la defensa del individuo/persona ante los tentáculos de un orden
social basado en el dominio. Pero la cuestión del individuo/persona ha de ser
vista en una dimensión binaria, es decir concerniente a su relación con el
contexto asociado, lo que incluye también la defensa de este último, cuando sea
absolutamente necesario. Los primeros anarquistas de la Internacional eran
socialistas y comunistas porque se daban cuenta plenamente de la naturaleza y/o
realidad social del ser humano. Viviendo en sociedad, y estando llevado a ello,
el individuo/persona – conservando su valor ab-soluto (quiere decir abs-traído
de todo) – no es, en términos prácticos, para nada absoluto, y sí insertado en
densas tramas de relaciones sociales que son “otras respecto a él” y que, en la
mayoría de los casos, no son percibidas inmediatamente: piénsese en la casa, el
alimento, los transportes públicos y privados, en los suministros energéticos,
etc. Todo ello es fruto del trabajo y de la intervención de otros, a su vez
interrelacionados y que componen la llamada “sociedad”. El individuo/persona es
usufructuario de esto, de lo cual no puede prescindir y a lo cual contribuye
con su propio trabajo. Hay que tener esto en cuenta antes de afirmar la
autonomía total e incondicionada del individuo/persona ante la sociedad en
general y ante aquella nacida de una revolución, en particular.
Algunos parten del asunto del
individuo/persona como dato totalizante llegando al extremo de no considerar la
plena democracia directa como objetivo máximo y de preconizar una dimensión
ulterior de libertad total que, sin embargo, no queda mejor identificada. Por
lo cual, la sociedad nacida de una verdadera revolución social no solo sería de
democracia directa sino también anómica (sin reglas). Es bien conocido el uso
distorsionador y propagandístico que hacen los adversarios burgueses: un caos
total en el cual cada uno hace lo que le parece y, al final, los débiles son
quitados del medio, peor aun que en las
sociedades regidas por el dominio y la jerarquía, donde al menos las
leyes establecen derechos y deberes, y hay quien vela por su aplicación. Y al
hombre común le inspira temor la palabra “anarquía” (2). Las etimologías no son
meramente un aburrido ejercicio académico, sino que ayudan a esclarecer el
significado de las palabras usadas, según el principio de que si se habla mal
se termina por pensar mal también. En base a su étimo griego, anarquía significa – en referencia a la
esfera política- la negación del gobierno, de la señoría, del dominio;
negación, es decir, de una potestad objetiva e irremediablemente superior y
externa sea a la sociedad sea al individuo/persona. La anomia, por el
contrario, es la ausencia de νόμος, de regla o ley, según se la quiera llamar.
La nueva organización social y
las características de base de su derecho
Habiendo
preliminarmente aclarado que los “clásicos” no son fetiches que
adorar de forma acrítica y dogmática, sino puntos de referencia útiles para
comprender bien de dónde se ha partido para no perder la orientación, hay que
recordar que – no por casualidad – "Proudhon
y Bakunin aspiran a destruir el Estado, pero, ¡cuidado!, no el poder político.
Este deberá ser resuelto en las instancias de base, deberá ser ejercido desde
muchos y armónicos centros de decisión…” con una fórmula “de democracia directa
y de federalismo” (3). Por otro lado, la conocida expresión de Bakunin que
subvierte el esquema liberal –afirmando, en lugar de la libertad de los demás
como límite de la libertad individual, que es por el contrario mi libertad la
que necesita de la libertad de los otros para realizarse y explicarse- implica
justamente la estrecha interrelación entre el individuo y el contexto social. Antes
de adentrarnos en cuestiones teóricas, algunas
premisas e hipótesis políticas concretas. Dejemos rápidamente a un lado los
ejemplos que se podrían extraer maliciosamente de las tragicómicas asambleas de
consejo de vecinos, porque son expresión de situaciones y personajes fruto de
la típica sicología social burguesa. Tengamos en, cuenta, por el contrario, el
hecho que –como ha demostrado la experiencia del comunismo libertario en la
España revolucionaria de 1936- la práctica de la revolución en su dinámica
puede conducir a la superación de los egoísmos individualistas y de grupo en
términos cuantitativamente elevados. Y consideramos sin embargo que –a la
inversa- por un periodo de tiempo imprecisable y sucesivo a la revolución,
algunos estratos de la población permanecen refractarios a hacer suya la
realidad post-revolucionaria, dado que aún están insertados en una perspectiva
individualista; o que respecto a determinadas elecciones entran a jugar
intereses diversos y con frecuencia contrastantes. De lo cual muy bien
podríamos ser portadores los revolucionarios, los anarquistas o las personas
“neutrales”.
Se dice también, y en general se
puede estar de acuerdo con ello, que en el orden de una sociedad libertaria se
realiza un tránsito de la política a la administración. De hecho, en el curso
de la experiencia de la España revolucionaria los propios participantes en las
iniciativas de colectivización –en pequeño y en no tan pequeño- constituyeron
en el cuadro de la democracia directa los necesarios aparatos de decisión,
administración, contabilidad y estadísticas. En realidad, siempre prevalece la
necesidad de que los interesados establezcan “cómo” debe ser desarrollada la
actividad administrativa, porque si cada cual hace lo que quiere ya no hay
ningún comunismo libertario, sino caos, y la administración fracasaría por
completo, comenzando por el registro de
documentos y terminando por la gestión como tal. Lo cual se vería agravado por
un factor que en la óptica libertaria es fundamental: la rotación de las responsabilidades
establecida por las asambleas competentes. Por no hablar de las controversias
entre individuos que pueden siempre surgir, incluso cuando el comunismo
libertario reduzca los temas controversiales; o entre sociedad e individuos; o
entre organismos de la misma realidad u otras realidades federadas. Y dejamos
incluso a un lado las exigencias de defensa interna y externa, imposibles de
eliminar. La cuestión, por lo tanto, no está en la ausencia de normas, es decir
de un derecho, sino en la tipología y además en el enfoque de la valoración y
satisfacción de las exigencias y pretensiones individuales y de grupo, en
términos conciliadores, sancionadores y defensivos.
En los ponderosos volúmenes
jurídicos al uso de las universidades, se habla con frecuencia de un aspecto
del ordenamiento jurídico que siempre ha quedado a nivel de piadosa ilusión: la
“certeza del derecho”, aun tratándose de esa exigencia que, muy probablemente
en épocas remotas, condujo a la redacción de las normas sociales. Bien. Los
sistemas jurídicos estatales ignoran, y voluntariamente, esta exigencia: las
normas se sobreponen caóticamente en el tiempo, son frecuentemente oscuras y no
fácilmente relacionables con las precedentes; la práctica de las abrogaciones
no expresas sino implícitas, hace a veces muy difícil el determinar qué
elemento de la normativa precedente ha quedado en vigor; la interpretación de
las normas positivas no es un trabajo al alcance de todos, y con frecuencia
conlleva a resultados no previsibles a la sola luz de la “letra” de la norma. Todo esto crea una
situación tal que cuando nace una controversia, ¡el problema para los
interesados no está tanto en el tener razón cuanto en hallar un juez que la
reconozca! La exigencia primaria regulativa de una sociedad libertaria está
entonces:
. en
el garantizar la máxima democracia directa en lo concerniente a la
producción de las reglas sociales, y
limitarla a las situaciones realmente necesarias para individuos y sociedad;
. en
el darse normas fundamentales de claridad máxima, de modo que la certeza del
derecho sea una realidad y no un deseo;
. en el evitar lo más posible que el sistema jurídico
implique la necesidad de volver a confrontar una y otra vez el hecho concreto a
la norma abstracta (siempre insuficiente, por fuerza de las cosas, en el
abarcar la complejidad y el dinamismo de la vida social) ;
. y,
en consecuencia, en el practicar, a la luz de las normas fundamentales, la
investigación del “derecho concreto” que el caso individual contiene en sí,
teniendo presente el principio ciceroniano summum ius summa iniuria.
Dijo Kant que
los juristas están aún en busca de la definición exacta de derecho. Puede
parecer paradójico, pero es, en buena medida, cierto. Desde hace algunos siglos
hasta hoy, lo más fácil es proporcionar una definición formalista: el derecho
(o complejo de normas positivas) es aquello que el Estado produce y/o define
como tal, siendo este el monopolista de la fuerza y el derecho. A ello se añade
– inevitablemente- el complejo de interpretaciones efectuadas por los teóricos
del derecho y de los jueces, en los límites en los cuales hayan sido comúnmente
aceptadas por las cortes judiciales. Los contrastes son resueltos por la c. d.
Suprema Corte. Hasta hoy, al precisar las fuentes específicas del derecho, se delinea
un oligopolio productivo restringido que necesita de la fuerza para la
“vigencia” de su producto. Todo esto hay que evitarlo como la peste. Los
intentos de una definición sustancial del
derecho conducen a veces a ridículas tautologías, como esa según la cual
un derecho positivo estaría dado por la experiencia jurídica de un pueblo en
una fase histórica determinada. Lo cual es también justo en el sentido de que
el derecho no se reduce solo a las normas positivas, sino que el contenido
posible del término “jurídico” permanece irresoluto y suspendido. De todo lo
hasta ahora dicho se puede deducir, por lo tanto, que si históricamente una
sociedad basada en principios anarquistas puede subsistir (pero se la debe
desear y crear sus premisas estructurales organizativas y económicas) – y la
España libertaria ha demostrado ampliamente que no se trata de una utopía – una
sociedad a-nómica es por el contrario imposible por definición y concretamente. Se trata entonces
de razonar acerca del “tipo” de normas coherentes con una sociedad libertaria
nacida de la revolución social.
Hasta ahora se ha hablado de
“sociedad” para indicar una asociación estable de masa en la cual se enfrentan
(o deberían enfrentarse) las necesidades –fundamentales o no- del
individuo/persona y del agregado asociativo en cuanto tal. No obstante, en la
sociología política se ha introducido hace ya tiempo una distinción que tiene
su razón de ser objetiva, dado que a nivel esencial pueden identificarse dos
especies diferentes en el ámbito del género más amplio de la macro-asociación:
la sociedad y la comunidad. La segunda es antigua, mientras que la primera es
moderna. La esencia de la comunidad está en la profunda unidad de lo diferente
que vive en su interior y la constituye; de que la participación en ella no es
para el sujeto una alienación sino una realización. La sociedad, por el
contrario, está constituida por
«un círculo de hombres que, como
en la comunidad, viven y habitan (...) uno junto al otro, pero ya no están
vinculados esencialmente, sino esencialmente separados, permaneciendo separados
a pesar de todos los lazos, mientras que la [en la comunidad; N. d. R.]
permanecen vinculados a pesar de todas las separaciones (…) cada uno está por
su cuenta en un estado de tensión contra todos los demás (…) lo que uno posee y
goza es poseído y gozado contra todos los demás; no existe en realidad ningún
bien que sea tal para todos». (4)
Y en las sociedades capitalistas
esta es la regla general. Los comunistas anárquicos, por su parte, aspiran a la
creación de comunidades que tengan lazos federativos entre sí, dilatando al
máximo el sentido de la pertenencia, de la participación y la hermandad. Es en
esta perspectiva que se determinan y examinan los problemas que pudieran
surgir. En el interior del movimiento libertario se presenta, con frecuencia,
la superfluidad de las instituciones estatales en un orden societario
libertario, con el hecho de que en esta nueva dimensión habría de operar una
interiorización difusa de normas éticas cuya resultante supliría la acción del
Estado. Ahora bien, admitiendo que la posibilidad de vivir en una sociedad sin
Estado implicaría una revolución interior de cierta consistencia –la cual, si
bien no ocurre del todo antes, puede ser inducida por la propia experiencia de
la revolución- hay que considerar no obstante que la superfluidad del Estado
depende del hecho mismo de la reapropiación de sus prerrogativas por parte del
cuerpo societario en tanto que sujeto colectivo independiente y autónomo.
El discurso acerca de la
interiorización de las normas éticas fundamentales puede conducir fácilmente
–como sucede en efecto- a afirmar que el funcionamiento de la macro-comunidad
libertaria se basa en el derecho natural. Tratemos de poner orden en la
cuestión sin dejarnos arrastrar por fáciles entusiasmos. Acerca del derecho
natural (5) se ha discutido mucho, de manera filosófica, desde la época de los
antiguos romanos, y de modo más acentuado del Renacimiento en adelante,
pasando, sobre todo, por Ugo Grozio (Huig Van Groot) y su De jure belli ac pacis (El
derecho de la guerra y de la paz), de 1625. Hasta hoy, la doctrina del ius
naturale constituye uno de los puntos
cardinales de la ideología católica por el nexo entre derecho natural y orden
teológico de la naturaleza. Sobre este
argumento se han escrito bibliotecas enteras y doctas, mas para los no
especialistas en la materia (y, de todos modos, no solo para ellos) la
impresión es de una serie de vagas disquisiciones (ideológicas en el sentido
marxiano del término) con frecuencia carentes de sustentación. También porque
(tal como reconocen los propios gestores/teóricos del derecho natural) no se
trata de
« un código de leyes deducibles
racionalmente, de reglas que puedan determinarse hasta los últimos detalles con
precisión inmediata y con la única ayuda de la lógica (…) no puede hacerse una
casuística del derecho natural». (6)
Recientemente un escritor
libertario ha definido el derecho natural
«como un conjunto de principios
generales que cualquier derecho positivo que pretenda servir a la idea de
justicia (en vez de los intereses del grupo social dominante) debe respetar,
adaptar a las circunstancias concretas del lugar y de la época y tratar de
aplicar en la vida real ». (7)
El adjetivo "natural" remitiría
por lo tanto a una naturaleza humana definida en los términos de la
racionalidad y de la libertad, y no a una naturaleza externa y trascendente.
Parecería que todo está claro, pero no lo está. Nos quedamos siempre en lo
indefinido, no ya por lo que respecta a los principios generales: por ejemplo, unicuique
suum es un principio general
aceptable bajo todos los cielos y en cualquier contexto cultural. Que es lo que
después ello puede significar concretamente…es algo no resuelto incluso en el
interior de un contexto cultural dado, dependiendo de los varios subsistemas
ideológicos que lo compongan. Toda la problemática acerca del derecho natural reporta
– en definitiva- a una vaga dimensión ética (a una ética genérica del “buen
sentido”, se podría decir), integrándose a ella. En la base de todo, siempre
son recurrentes las cuestiones de la justicia y la libertad. Y está claro que
sin una noción de justicia bien precisa nunca hubiera habido revoluciones
sociales. Sin embargo, una de las más importantes conquistas de la cultura
contemporánea – por lo menos desde el surgimiento de las ciencias humanas en la
segunda mitad del XIX- consiste en la conciencia (que los intereses políticos y
económicos tienden siempre a ofuscar) de la pluralidad de las culturas y de las
dimensiones éticas incluso en el interior de una misma cultura. Derrumbando con ello las “certidumbres” estáticas
que se habían afirmado, con anterioridad, a partir del occidente europeo, y
trayendo como resultado un “relativismo” cultural y ético en contraste con
“verdades” que parecían consolidadas. Del
mismo modo, quien lucha contra el capitalismo contrapone al concepto de
justicia de la burguesía explotadora el concepto de justicia de los explotados,
que brota de la revelación de todas las mistificaciones burguesas y del
descubrimiento de la estructura interna de las relaciones clasistas. Y, en
cierto sentido, puede decirse que tanto la burguesía como los revolucionarios
se mueven en coherencia con sus “puntos de vista”, es decir con las situaciones
respectivas.
Seguir, por lo tanto, en la
hipótesis de un pretendido derecho natural como eje del funcionamiento de la
sociedad libertaria deja abierto del todo el problema de los contenidos que se
dan a aquellos que son, en realidad, solo principios muy generales de la
racionalidad humana, cuyas concretizaciones pueden variar según el contexto
cultural y sus subsistemas. De modo que, en cuanto a la práctica, dicen bien
poco pues tendríamos que ponernos de acuerdo cada vez con respecto a sus
traducciones concretas. Para algunos, por ejemplo, pagarle bien a un trabajador
asalariado y hacerlo trabajar, quizás, seis horas por día, será una cosa justa;
pero para un comunista anárquico ello constituirá siempre una forma de
explotación del hombre por el hombre, un modo de extraer plusvalía. Cambian los
ángulos de visión y, por ende, también los valores. Y se podría continuar. Hay que decir, por
otra parte, que los eventos de la vida asociada requieren de concretizaciones,
cada vez menos rarefactas, de esos principios muy generales con los cuales
todos pueden estar de acuerdo, aunque después piensen de modo opuesto en cuanto
a las cuestiones prácticas, que son aquellas que inciden en la vida de las
personas.
Se pueden hacer reflexiones
análogas sobre el concepto de “libertad” ¿Qué significa? Sobre este punto,
también, tenemos a nuestra disposición una ilimitada biblioteca, igualmente
inútil en el plano de la práctica. En términos generales, en la perspectiva
comunista anárquica es válida – por lo que respecta a la libertad- la
definición clásica de Bakunin, amante fanático de la libertad, pero
«no
de aquella libertad individualista, egoísta, mezquina y ficticia ostentada por
la escuela de Rousseau, como por todas las otra escuelas del liberalismo
burgués (…) No, yo entiendo por la única libertad que sea verdaderamente digna
de un hombre tal, la libertad que consiste en el pleno desarrollo de todas las
potencialidades materiales, intelectuales y morales que se encuentran en el
estado de facultades latentes en cada uno; la libertad que no reconoce otras
restricciones más allá de aquellas que han sido trazadas por las leyes de
nuestra propia naturaleza (…) Yo entiendo esta libertad de cada uno, que lejos
de detenerse como ante un límite ante la libertad de los otros, encuentra allí
su confirmación y su extensión al infinito(…) ». (8)
Una libertad, por lo tanto, que
se define en su socialidad. En la óptica comunista anárquica existen tres
categorías generales de “libertad”: la libertad “desde”, “para”, “con”. La
libertad “para” es solo posible si existe la libertad “con”, porque su
efectividad – dada la socialidad inherente al ser humano- depende del ser
libres junto a otros seres humanos. Ser libres significa ser responsables de
nosotros mismos con nosotros mismos y con los otros. Ninguno de nosotros es el
centro del universo, que si fuera lo contrario podrían resultar justificadas
las posiciones de extremo egoísmo. Nuestro ser centro personal no puede
prescindir nunca de las relaciones con los otros centros personales, que en la
concepción del comunismo anárquico terminan –por así decirlo- con ser
concéntricos. La libertad, escribió Proudhon,
«no existe más que en la sociedad. La libertad es
anárquica porque no admite el dominio de la voluntad, sino solo la autoridad de
la ley, es decir de la necesidad (…) es esencialmente organizativa». (9)
En cuanto al derecho natural,
para concluir el discurso, hay que decir sin embargo que este, con sus
principios generales que el derecho positivo debería después traducir en
práctica, termina por colocarse en un extraño empíreo situado entre la esfera
ética y la jurídica propiamente dicha. Tal que aparece igualmente anómala
atribuirle la calificación de “derecho”. Es propio de la norma ética el tener
una esfera de operatividad que comprenda la intención interior además de la
acción externa; con la consecuencia de que, estando la intención encerrada en
el “fuero interno”, y por ende accesible solo al sujeto interesado, el respeto
de la norma ética –con sus dos planos inseparables- no puede, en realidad, ser
totalmente coercible. La
coercibilidad concierne solo a la acción. La norma jurídica, por el contrario,
es
«un
imperativo que cae exclusivamente sobre una acción (ordenada o prohibida) en el
mundo sensible, independientemente de la intención», (10)
y su observancia es, por ende,
coercible. Se desprende de ello que, a nuestro parecer, el único derecho
existente es el positivo, mas no por
esto aquello que se coloca fuera de su esfera está privado de valor: por
ejemplo, las nociones singulares de justo e injusto conforman “exigencias
pre-jurídicas” cuya recepción en el
derecho positivo es el concreto punto de llegada de una lucha…Por lo cual el
problema se vuelve: ¿cuál derecho para una sociedad libertaria?
Las
normas sociales imperativas
Desde el punto de vista del
contenido las normas jurídicas pueden ser distinguidas, fundamentalmente, en imperativas
o constrictivas, no constrictivas (y/o derogables, programáticas y directivas.
El contenido, si embargo, no constituye un problema propiamente dicho, ni
siquiera para las normas imperativas. La
cosa, dicho así brutalmente, podría escandalizar a algunos, con motivo del hiato sustancial que se ha
creado con nuestros “clásicos”. En el Programa de la Fraternidad Internacional
Revolucionaria de 1865, Bakunin auguraba que, tras el derrocamiento del Estado,
las comunas se organizarían revolucionariamente, se darían a si mismas
representantes, una administración y tribunales revolucionarios, basados en el
sufragio universal y en la responsabilidad real de todos los funcionarios con
respecto al pueblo (11). Lo mismo se diga para las provincias y el país en su
conjunto. Y respecto a lo imperativo de las normas sociales parecen coherentes
y significativas estas palabras suyas contenidas en el c. d. Catecismo Revolucionario:
«Sin embargo la sociedad no debe en absoluto
permanecer desarmada contra los individuos
Parásitos, malhechores y nocivos. Debiendo ser el trabajo la base de
todos los derechos políticos, la sociedad (…) podrá privar de ellos a los
adultos que no siendo ni inválidos, ni enfermos, ni viejos, vivan a costa de la
caridad pública o privada (…) siendo inalienable la libertad de cada individuo
humano, la sociedad no tolerará jamás que un individuo cualquiera aliene
jurídicamente su libertad (…) Todas las personas que hayan perdido sus derechos
políticos serán privadas también del
derecho de criar y tener consigo a sus hijos. (…) Todo individuo condenado por
las leyes de una sociedad cualquiera, municipio, provincia o nación, conservará
el derecho de no someterse a la pena que se le haya aplicado, declarando que no
quiere ser ya parte de esta sociedad. Mas en este caso, la sociedad tendrá a su
vez el derecho de expulsarlo de su seno y de declararlo fuera de su garantía y
protección. Habiendo así recaído bajo la ley natural de ojo por ojo y diente
por diente, al menos en el territorio
ocupado por esta sociedad, el refractario podrá ser despojado, maltratado, e
incluso asesinado sin que aquella se preocupe por ello».(12)
Se dirá que Bakunin no es un
dogma, y estamos de acuerdo. Lo que nos interesa es que tales afirmaciones
provienen de un anarquista indiscutible y prestigioso, con implicaciones de
principio claras e importantes, aunque en ciertos aspectos algunas
consecuencias aparezcan marcadamente anticuadas. Además de la admisión de las
normas sociales imperativas, en Bakunin
halla espacio incluso el aspecto de las sanciones. La reconstrucción de ciertos
pasajes de su torrencial razonamiento (es notorio que él no privilegió la
sistemática) no siempre es fluida: no obstante, si por una parte sostiene la
más amplia libertad asociativa para cualquier fin, incluso contrario a los
intereses sociales; por otra parte afirmó claramente que
«En
caso de falta de cumplimiento de una obligación libremente contratada y también en caso de ataque abierto y probado
contra la propiedad, contra la persona y sobretodo contra la liberta de un ciudadano (…) ¡ la sociedad infligirá
al delincuente autóctono o extranjero las penas establecidas por sus leyes!». (13)
Y en James
Guillaume el derecho social de coerción en
defensa del grupo asociado y de sus principios fundadores, es afirmado con una
claridad en las orientaciones, incluso estructurales, que puede asombrar (o
escandalizar) a quien esté habituado solo a las fabulaciones actuales de
ciertos libertarios:
«Es
improbable que en una sociedad en la cual cada uno podrá vivir en plena
libertad del fruto de su trabajo, y encuentre todas sus necesidades satisfechas
en abundancia, puedan existir aún casos de hurto y bandidaje (…) No por ello
será inútil tomar precauciones por la seguridad de las personas. Este servicio que podría llamarse, si no
tuviese un significado demasiado equívoco, la policía comunal, no estará en
manos, como sucede actualmente, de un cuerpo especial: todos los habitantes
estarán llamados a tomar parte y a velar, por turnos, en las secciones de
policía que la comuna haya creado. (…) Evidentemente no se podrá, con el
pretexto de respetar los derechos del individuo y de negar la autoridad, dejar circular a un asesino o
esperar por que algún amigo de la víctima aplique la ley del talión. Será
necesario privarlo de su libertad y retenerlo en una casa especial, hasta que
se pueda, sin peligro, restituirlo a la
sociedad».. (14)
El hecho es que los mayores pensadores
y revolucionarios comunistas anárquicos, además de razonar acerca de las
posibles líneas organizativas de base de una sociedad sin Estado (ya sea para
aclararse las ideas, o para ser capaces de dar respuestas coherentes a las
inevitables objeciones de los adversarios), lo han entendido como organismo
externo y/o superpuesto a la sociedad, con todo lo que ha implicado e implica;
proyectando, sin embargo, un orden comunitario en el cual – excluido el
dominio – la autoridad emana de abajo hacia arriba, con una “globalidad” que
abarca lo político y económico. Tanto es así que, en esta óptica, Noam Chomsky
ha podido escribir que
«Los anarquistas a los que nos referimos [Bakunin y
Kropotkin; N. d. R.] han creído siempre que el control de la vida productiva
fuera “condición sine qua non para
una verdadera y significativa práctica democrática” (15). Y control de la
economía quiere decir ejercicio de autoridad y gestión por parte de los
trabajadores organizados.
En términos estructurales, la
organización de un agregado social anárquico ha sido representada
sintéticamente – y en modo clásico- por Chomsky:
«una red de consejos de los trabajadores y, a nivel
superior, la representación de otras fábricas y ramas de la industria y del
comercio, y así sucesivamente, hasta las asambleas generales de los consejos de
trabajadores a nivel regional, nacional e internacional. Desde otro punto de
vista, y en otra vertiente, puede imaginarse un sistema de gobierno basado en
asambleas locales, a su vez federadas regionalmente, las cuales se ocupen de
los problemas regionales, por ejemplo los que conciernen la ocupación laboral
y, por tanto, la industria, el comercio, etc., para luego pasar al nivel
nacional, a la confederación de las naciones, etc.». (16)
Nada que ver, por lo tanto, con
un mundo de mónadas autónomas que se comunican mal entre sí, sino más bien de
moléculas que entran en sistemas diversos, unas con otras, para la gestión
directa de los intereses comunes, y su defensa. Una realidad asociativa nacida
de una auténtica revolución social se concretará como democracia directa
radical y difusa, organizada desde la base y dotada de todos los instrumentos
internos para su subsistencia.
La
producción de las normas sociales
Aclarada toda una serie de
pasajes, habrá que ver qué tipo de normas, y cuál modalidad de producción de
ellas será compatible con una sociedad libertaria. El advenimiento del llamado
Estado moderno ha conducido progresivamente a una centralización de la
actividad de producción normativa que ya ha sido señalada. Actividad ya
concentrada –a diversos niveles- en el Estado y en las entidades periféricas
por él constituidas o reconocidas. Paralelamente, se ha reducido, hasta casi
desaparecer, la esfera de producción normativa por parte del cuerpo social (la
cual concierne directamente a los intereses concretos e inmediatos de las
poblaciones): es decir, la esfera de lo que se llamaba “derecho
consuetudinario”, el cual se realizaba a través de “formación espontánea”. En
el actual Código Civil italiano, en el art. 8 de las disposiciones sobre la ley
en general, el derecho consuetudinario viene llamado “usos” (término no casual
pues ya el nombre implica una degradación) y su operatividad queda reducida al
mínimo: “En las materias reguladas por las leyes y por las regulaciones los
usos tienen eficacia solo en cuanto sean recabados por aquellas”. El discurso
sobre el origen y la formación del derecho consuetudinario nos llevaría lejos
del tema. Aquí lo que interesa recordar es que ha existido –y que en los
derechos estaduales de hoy opera a niveles mínimos- una capacidad social de
formación del derecho independiente de la intervención del Estado.
Es natural que en una sociedad
libertaria esa capacidad de formación normativa reencontraría su más amplio
espacio originario, junto a los acuerdos logrados entre individuos y/o grupos;
con todos los eventuales correctivos postulados por el hecho de que los
derechos consuetudinarios pre-estatales se remontaban en general a una época
remota y no eran fácilmente modificables por iniciativas singulares que no
fueran expresión de dominio. De modo que, en los límites de lo posible, debería
tener un papel más indicativo e interpretativo, más que imperativo o
constrictivo, de los comportamientos sociales difusos. Por lo que concierne al
derecho positivo, no hay dudas de que los interesados reunidos en asambleas, o
sus delegados provistos de mandato, serían la fuente productiva de este, en
razón de los diversos ámbitos de competencia por materia y territorio. Volviendo a lo que se ha dicho acerca de la
“certeza” que puede concedérsele al derecho, y con motivo de la función
esencialmente de guía que el derecho debería tener en una sociedad libertaria,
hay que decir que las normas positivas deberían contener, sobre todo,
principios reguladores claros y ciertos, de modo de poder asumir la doble
tarea:
. de evitar l'ignorantia legis, a la cual nadie escapa, pero que notoriamente non excusat, con todas las implicaciones del caso;
. de lograr que no se reproduzcan
las “trampas” jurídicas cuya apertura y cierre – con frecuencia casual- es
monopolio de los “especialistas de la materia”.
En la formación de las normas
entran a jugar, además de la auto-nomía del individuo/persona, la autonomía del
cuerpo societario en cuanto tal; y es la resultante de las autonomías
individuales y de grupo la que forma la autonomía societaria o, mejor aun,
comunitaria. Allí donde no se alcance unanimidad en la formación de las normas
que sancionen derechos y obligaciones, o en su modificación, es obvio que no se
podrá ya hablar de carácter pactado en la base de las normas mismas. Esta
unanimidad, en cualquier caso, será siempre el fruto de una autonomía colectiva
que apunte a garantizar el desarrollo del sujeto, del cuerpo societario y de
sus autonomías; y para aquellos sujetos que hayan estado en contra de las
deliberaciones en cuestión, debería tener en esencia un valor
“regulativo/indicativo”, proporcionándoles el sentido de cuál será la
orientación de la mayoría la cual ellos, en su actuar, deberán tener en cuenta,
de modo de poder comportarse en consecuencia, asumiendo las responsabilidades
inherentes. El propio Stirner tuvo a bien
escribir que
«La condición originaria del hombre no es el
aislamiento o la soledad, sino la vida social». (17)
Y que, en
definitiva
«Hay una diferencia entre una sociedad que limita mi
libertad, y una sociedad que limita mi individualidad. En el primer caso hay
una unión, entendida como asociación. Mas, cuando mi individualidad está
amenazada, es entonces que ella se encuentra frente a una sociedad que
constituye un poder por sí y para sí, un poder por encima del Yo, que me es
inaccesible (…) que no puedo ni controlar ni utilizar (…). Ninguna asociación
podría fundarse ni existir sin alguna limitación de la libertad (…). Una
limitación de la libertad es, en cualquier caso, inevitable». (18)
Una de las observaciones que se
pueden hacer respecto a este problema concierne a las personas que, por varios
motivos, no tengan deseos de participar – como podría ser su derecho e interés-
en las deliberaciones colectivas. También esto vale como ejercicio de libertad
que un agregado social no puede menos que respetar. De ello se desprende, como
de costumbre, una responsabilidad. El haber preferido no expresar siquiera las
propias razones, eventualmente renunciando a influir en el resultado de las
deliberaciones, equivaldrá al silencio/asentimiento preventivo y, frente a una ya
formada y deliberada acción asamblearia, los motivos para la lamentación serán,
como es razonable, muy reducidos. Los presupuestos técnico/estructurales de un
proceso normativo efectuado desde la base, son en esencia dos; uno antiguo y
uno moderno. El primero consiste en la proliferación en la base de centros
colectivos de decisión, confederados a niveles crecientes. El segundo, en la tecnología
electrónica moderna que permite interrelaciones pluricéntricas en tiempo real. Inútil es decir que en la
base debe existir la más amplia posibilidad de acceso a las informaciones. Lo
que sí vale la pena subrayar es que hoy, no deberían existir obstáculos
técnicos para un ejercicio rápido de la democracia directa.
Además del proceso formativo, lo
extremadamente importante es que la normativa producida:
- sea exigua y no voluminosa;
- que deje amplio espacio a la autonomía
privada, interviniendo solo en los aspectos de interés absolutamente
colectivo;
- presente lo menos posible un carácter de
ordenanza, dando preferencia a los modelos de comportamiento considerados
más funcionales para la propia colectividad, sin, empero, tender a
transformarlos en exclusivos para así permitir a los individuos realizar
los propios intereses conjuntamente al interés general, desplegándose la
libertad individual dentro de los límites y prohibiciones que la colectividad, solo por sus exigencias
vitales, haya considerado necesarios.
Las normas del tránsito siempre
requerirán de normativas al detalle, no así las otras. Toda la normativa
producida por una colectividad libertaria, en síntesis, no podrá sino
inspirarse, para ser coherente con sus propias raíces, en lo que, por ejemplo,
escribiera Rudolf Rocker:
«La libertad (...) es (...) la posibilidad concreta para
todos los seres humanos de desarrollar plenamente en la vida las facultades,
las capacidades, los talentos que la naturaleza les ha dado y ponerlos al
servicio de la sociedad». (19)
Hay un aspecto que, de todos
modos, hay que subrayar: en una colectividad libertaria la situación es muy
distinta de la de una sociedad estatal, donde la ley es una creación monstruosa
(sobre todo la legislación administrativa) que apunta a regular al detalle una
serie infinita de actividades y aspectos de la vida privada y social. En la
colectividad libertaria las características esenciales –y por ende las exigencias-
actúan de modo que la producción de normas puede ocurrir solo allí donde sea
realmente necesario o indispensable, dejando libre campo a las autonomías
privadas y/o colectivas; y que – en general- la susodicha producción puede
concentrarse fundamentalmente en la determinación de landmarks (positivos y negativos), piedras miliarias o puntos de
orientación básica. Y dado que los mundos no se construyen en un solo día, es
el caso de recordar que a la par de la consolidación eventual de la
colectividad libertaria federada –y en los límites en los cuales esta no corra
el riesgo de verse comprometida en cuanto tal- habrá lugar para ampliaciones de
la esfera operativa individual y social para aquellos que, de ningún modo,
quieran adherirse a los principios y formas de desenvolvimiento de esta
colectividad. Tal vez, incluso, hasta el punto de incluir en la esfera de la
libre experimentación social, en ciertos casos, los acuerdos en los cuales una
persona se ve empeñada con respecto a otra, no en un plano de igualdad o
reciprocidad. Teniendo, no obstante, presentes dos indicaciones del viejo Bakunin.
La primera, que es cierta
«la imposibilidad de éxito de una
revolución nacional aislada»; (20)
y la segunda,
que
«La sociedad no podrá impedir que un hombre o una mujer,
se pongan, bajo contrato respecto a otro individuo, en relación de servidumbre
voluntaria, pero aquella los considerará como individuos que viven de la
caridad privada, y en consecuencia serán privados del goce de los derechos
políticos, por toda la duración de esta servidumbre». (21)
Un ámbito así conformado no podrá
menos que quedar restringido al máximo, considerando que la servidumbre
derivada del trabajo asalariado es – junto a la propiedad privada de los medios
de producción- uno de los componentes básicos del sistema capitalista que los
comunistas anárquicos trabajan para destruir y que es incompatible con el
principio fundamental del trabajo libremente realizado bajo control de los
propios productores.
Notas:
(1). L. FABBRI,
Influenze borghesi sull'anarchismo, Milano 1998, pp. 35 e
46.
(2). Sobre el
argumento, R. GIULIANELLI, L'Anarchia
nelle enciclopedie e nei dizionari italiani. Note sulla storia di un lemma,
en «Rivista Storica dell'Anarchismo», n. 1, 200, pp. 95-107.
(3). J. GÓMEZ
CASAS, Storia dell'anarcosindacalismo
spagnolo, Milano 1975, p. 77.
(4). F.
TÖNNIES, Comunità e Società, Milano
1979, pp. 83-84.
(5). G. FASSÒ, La legge della ragione, Bologna 1964.
(6). F. De ESCALANTE, El derecho natural entre la
"exigencia" ética y el "razonamiento" político, en «El
Derecho Natural Hispánico», Madrid 1973, pp. 96-97.
(7). A.
PERRINJAQUET, Anarchici senza legge? Chi
l'ha detto?, en «Libertaria», n. 2, 2001, p. 78.
(8). Citado en
D. GUÉRIN, Né Dio né padrone, Cremona
2001, pp. 133-34.
(9). J.
PROUDHON, La proprietà è un furto,
reportado en D. GUÉRIN, op. cit., p.
57.
(10). A.
PERRINJAQUET, op. cit., p. 77.
(11). Reportado en D. GUÉRIN, op. cit., p. 149.
(12). Ibidem, p. 153.
(13). Ibidem.
(14). J.
GUILLAUME, Idee sull'organizzazione
sociale, 1876, reportado en D. GUÉRIN, op.
cit., p. 242.
(15). N. CHOMSKY,
Anarchia e Libertà - Scritti e interviste,
Roma 2003, p. 53.
(16). Ibidem,
p. 60.
(17). M.
STIRNER, L'unico e la sua proprietà,
reportado en D. GUÉRIN, op. cit., p.
34.
(18). Ibídem, p. 35.
(19). R.
ROCKER, Anarcho-syndicalism, London 1938, p. 31.
(20). Reportado en D. GUÉRIN, op. cit., p. 147.
(21). Ibídem, p. 153.
Traducción: Omar Pérez