NARCOTRÁFICO: UN ARMA DEL
IMPERIO, 1, por Marcelo Colussi
EL NARCOTRÁFICO COMO
ESTRATEGIA POLÍTICA, 2, por Marcelo Colussi
Mesa redonda sobre el
narcotráfico
Para ahondar en el análisis
de esta problemática presentamos a continuación una serie de preguntas y
respuestas producto de una mesa redonda entre distintos investigadores y
conocedores del tema, y que nos permitimos sintetizar en forma de coloquio. Se
tratan ahí las cuestiones básicas del por qué del narcotráfico contextualizadas
en relación al caso colombiano.
Pregunta: Considerando el caso colombiano, ¿por
qué un campesino llega a convertirse en productor de un cultivo prohibido por
la ley?
Respuesta: Es un tema que tiene varias aristas. ¿Por qué un
campesino llega a sustituir los cultivos tradicionales por la coca? ¿Por qué
deja atrás el cultivo de maíz, de yuca, de papa, de plátano? Eso tiene que ver
con el modelo de país en juego. En Colombia históricamente el campesinado ha
estado relegado, en todo sentido. Su economía de autosubsistencia lo colocó en
una situación de desventaja; lo que producía iba destinado mayoritariamente
para su propio consumo, quedándole una pequeña cuota destinada a la
comercialización. Pero siempre las condiciones con que comercializaba le fueron
desventajosas. Eso es algo que se da en todo el campo latinoamericano, en
Colombia y en cualquier país de la región. Los campesinos trabajan sólo para
cubrir sus gastos, casi sin ninguna ganancia económica.
A su situación de precariedad
histórica debe agregarse la inseguridad con que han vivido estas últimas
décadas, dado que toda la región sur del país (los departamentos de Caquetá,
Putumayo, etc.) ha sido zona de guerra y el ejército continuamente ha estado
interviniendo en esa región. Como esa es el área clásica de la insurgencia, el
movimiento campesino también fue reprimido en la estrategia contrainsurgente.
Esa persecución política hizo que muchos campesinos prefirieran dejar sus
tierras y marcharan a la ciudad. Los que se quedaron, ante la nueva oferta de
producción de mata de coca que fue apareciendo hacia los años 70/80, fueron
optando por este nuevo cultivo. Eso les traía una serie de beneficios: tenían
ya asegurada la colocación de toda la producción, les pagaban un mejor precio
que los cultivos tradicionales, pagaban en efectivo, incluso le retiraban el
producto en su mismo lugar, dado que la cuestión del traslado fue un problema
crónico para los pequeños productores agropecuarios que viviendo en zonas
recónditas no tenían vías de desplazamiento para sacar su producción. Por el
contrario, las mafias que llegaron a proponerles estos nuevos cultivos, llegaban
hasta el sitio donde cada campesino sacaba su cosecha, y eso les facilitaba
grandemente la situación. Incluso, como otro beneficio, la producción de la
mata de coca es relativamente corta y fácil, dado que es una planta muy
resistente, distinto a otros cultivos tradicionales que requieren mayor
atención. Pueden tener hasta dos cosechas anuales. O sea que todo eso
representaba una gran ganancia: mejor pago y menos trabajo. Obviamente esas
condiciones hicieron que muchos campesinos se pasaran a ese cultivo sin
pensarlo dos veces. Ante la necesidad crónica en que vivieron siempre, la
posibilidad de encontrar un principio de salida a su precariedad los llevó a
este cambio en los cultivos, por pura sobrevivencia. Eso fue lo que detuvo el
éxodo hacia las ciudades, que no es otra cosa que llegar a engrosar los
cinturones de miseria urbana. Podríamos decir que la amplia mayoría del
campesinado aceptó este cambio. Aquí no había espacio para consideraciones de
índole moral, era una pura cuestión de sobrevivencia. En las montañas no está
presente el tema del narcotráfico o del consumo de droga como un problema. Eso
ahí no es evidente, para nada.
Visto en términos globales,
esta sustitución de cultivos que se dio en Colombia debe entenderse como parte
de estrategias generales de los poderes imperiales donde se decide qué produce
cada país, no en función de sus propios intereses sino atendiendo a las
conveniencias de Washington y su estrategia de dominación hemisférica. Por
ejemplo en México se sustituyó el maíz, cultivo tradicional, ancestral, la
cultura de los “hombres de maíz”, y recientemente, a partir de las políticas
neoliberales que fijan esa repartición internacional del trabajo por medio del
NAFTA, el Tratado de Libre Comercio para América del Norte, la nación azteca se
encontró con la paradójica situación en que debe importar el maíz producido por
granjeros de Estados Unidos, subsidiados por su propio Estado.
Las políticas neoliberales se
mueven con los mismos criterios para todas las mercaderías: las colonias
producen para los centros imperiales los productos terminados, a bajo costo, y
es el imperio el que se encarga de la comercialización. En el medio de todo eso
se insertan los distintos personajes del narcotráfico, los “malos de la
película” según el discurso mediático que nos han metido últimamente,
haciéndolos aparecer a ellos, a esas redes mafiosas de distribución de la
droga, como los verdaderos responsables de la circulación de esa nueva
mercadería. Pero si lo vemos desde la luz de las políticas en juego, no son las
mafias las que mueven el negocio en última instancia, sino que hay poderes más
arriba aún que son las que fijan esas estrategias globales.
Como ha pasado con cualquier
modelo de agroexportación, el país que es condenado a esa práctica se ve
arrastrado, contra su voluntad por supuesto, a una situación de dependencia
externa, y por tanto, de vulnerabilidad. Y en el caso de la droga colombiana,
con el agravante que ese producto específico, que va de la mano de toda una
cultura del dinero fácil vinculado a la criminalidad, se liga con un
desgarramiento profundo de todo su tejido social. De esa manera el país en su
conjunto va entrando en un proceso de descomposición, de guerra. Pero debe
quedar claro que es una guerra fabricada, impuesta. Y ahí es donde se ve cuál
es la verdadera estrategia que está en juego detrás de todo esto: se penalizan
criminalmente cultivos supuestamente ilegales, lo cual lleva a niveles de
violencia atroces con esta guerra prefabricada.
Pregunta: ¿Cómo, cuándo y por qué un cultivo –la
coca en este caso– pasa a ser ilegal? ¿A quién conviene decretar esa
ilegalidad?
Respuesta: La mata de coca es un cultivo ancestral de las
culturas aymará y quechua en los territorios de lo que hoy son Bolivia y Perú.
Esa planta hace parte de su alimentación básica desde tiempos inmemoriales,
hace alrededor de 5.000 años. De hecho tiene una amplia variedad de usos:
además de la alimentación, usada como harina, se emplea también en medicina, se
hacen infusiones, sirve como abono para plantas, como alimento para el ganado.
Su cultivo no es ningún crimen, es parte de una cultura milenaria. Sólo un 10%
de lo producido en Bolivia, por ejemplo, se destina a la elaboración de
cocaína. Vemos hoy de una manera evidente que para estas poblaciones es algo
normal su cultivo cuando los pueblos de Latinoamérica eligen líderes populares
que reivindican esas raíces, ese pasado reprimido por el discurso opresor llegado
de Europa que mantuvo silenciadas estas civilizaciones por siglos. Lo vemos,
por ejemplo, con la elección de Evo Morales en Bolivia, quien levanta y
reivindica, entre otras cosas, esa cultura ancestral, y por tanto, la
producción de la mata de coca, siendo él mismo un productor cocalero. Pero
curiosamente el principal productor de coca en el mundo en estos momentos es
Colombia, lugar donde no era práctica común su cultivo. Es decir que ahí se
introdujo siguiendo un plan previamente trazado. Por eso vale una vez más la
pregunta: ¿quién se beneficia con esto?
Se ha popularizado la visión
que quienes trafican con este producto, los narcotraficantes, pueden solucionar
los problemas económicos de la noche a la mañana como por arte de magia. Por
eso en Colombia se suele llamar a los mafiosos “los mágicos”. Es que, dadas las
dinámicas sociales que ha estado viviendo el país estas últimas décadas,
cualquiera que se acercara a las mafias del narcotráfico, “mágicamente” podía
cambiar su modo de vida y pasar a ser, por ejemplo de un desempleado, de pronto
alguien que maneja enormes cantidades de dinero, opulento, lujoso. Realmente
parece “arte de magia”. Hay numerosos ejemplos de esto, como el caso del padre
del actual presidente Álvaro Uribe Vélez. Gente que se acostaba hoy como
propietario de cinco fincas y mañana se levantaba con el doble, mágicamente.
Eso fue generando una cultura de admiración, y luego de adoración de estas
peculiares “magias”. Para la gran mayoría de la población, siempre en precarias
condiciones de sobrevivencia, el traficar con estos nuevos productos abría la
posibilidad de una solución definitiva a sus crónicas penurias. Así se fue
tejiendo una nueva moral de dinero fácil y de enriquecimiento casi instantáneo.
Y una vez instalada esa cosmovisión, esa ética tan peculiar, fue ya muy difícil
desarmarla. Por el contrario, se expandió siempre más y más.
Esa misma visión de las cosas
creó una cultura de la opulencia desvergonzada, de “nuevo rico”, para hacer ver
de manera ostentosa cómo la “magia” del nuevo negocio podía cambiar la vida en
forma acelerada. Y ello fue creando mitos: el mito del narcotraficante, del
mafioso que se enriquece y pasa a ser el nuevo centro de esta economía en
ascenso. Pero no hay que dejar de ver que esa opulencia repentina está asentada
en pies de barro. En definitiva: estos nuevos ricos que va creando el negocio
del tráfico de cocaína es una historia de vidas breves, de fortunas efímeras.
Dado que lo que se comercia es una sustancia ilegal, las fortunas que se tejen
y toda la actividad económica en torno a ella están estructuralmente marcadas
por la brevedad, por la inmediatez. Se hacen fortunas a velocidad de la luz,
pero a un alto costo: la muerte o la cárcel están siempre a la vuelta de la
esquina. No es una economía sustentable, no hay allí, con todo ese negocio que
se puso en marcha en estos últimos años, una verdadera posibilidad de desarrollo.
Todo lo cual ratifica que hay intereses muy poderosos que buscan mantener ese
estado de cosas porque, en definitiva, se benefician de esta “ilegalidad”.
No se puede construir un país
en base a esa economía ficticia; pero esa economía sí puede mantener al país en
funcionamiento, y con mucha población fascinada por ese camino rápido hacia la
solución de sus problemas básicos. Sin dudas una narcoeconomía no soluciona
nada a largo plazo; al contrario: genera un país en crisis continua, con una
violencia total, con una juventud que ansía esas supuestas soluciones mágicas,
aún sabiendo que sus historias de vida al entrar a los circuitos del
narcotráfico son cortas, muy cortas. Pero sin dudas, ante la presión de la
sobrevivencia y la falta de otras oportunidades, esa fascinación por la “magia”
del dinero fácil e inmediato terminó imponiéndose. O, al menos, esos poderes
que son los que se benefician con ese estado de cosas, terminaron imponiendo
ese modo de vida.
Aparentemente todos los que
están en la cadena de la comercialización de las sustancias prohibidas parecen
beneficiarse: el narcotraficante, el campesino que produce la mata, el pequeño
distribuidor que está parado en una esquina, el matón que hace trabajos sucios
para toda la cadena, etc. Pero visto en su conjunto, como sociedad, eso no
lleva a ningún lado sino a la guerra civil, tal como sucede hoy día. El
campesino, sin saberlo, termina siendo parte y alimentando la ilegalidad, y
también él pasa a ser parte de esa cultura delincuencial. Sin saberlo, o sin
quererlo, pasa a pertenecer a una práctica ilegal y es pasible también de ser
extraditado a Estados Unidos, o detenido y procesado en suelo colombiano. Por
ese supuesto dinero fácil y rápido que genera el negocio de la cocaína, toda la
sociedad queda en perpetua zozobra.
Pero en definitiva el resultado
final de ese supuesto florecimiento económico es lo que los poderes fácticos
quieren: se da la oportunidad de intervenir militarmente el país porque es
“peligroso”. Y Colombia, hay que decirlo claramente, es un país intervenido por
fuerzas armadas extranjeras. El país ha perdido toda su soberanía. Tiene
personal militar extranjero dentro de su territorio tomando decisiones que
deberían tomar colombianos; tiene bases militares extranjeras con gran capacidad
de operación, tres para ser precisos, y posiblemente una cuarta, al cerrarse la
de Manta en Ecuador. Es decir: hoy por hoy Colombia ha cedido vergonzosamente
su soberanía como país.
Por suerte algunos países
limítrofes, como el caso de Venezuela y Ecuador, han tenido una posición muy
digna en la defensa de su soberanía y han rechazado este papel de gendarme
regional que la estrategia de Washington le quiere hacer jugar al Estado
colombiano. El gobierno ecuatoriano, por ejemplo, ha rechazado las fumigaciones
con glifosato en su frontera común. Esa es una importante medida para detener
la avanzada del imperialismo. El glifosato está debidamente probado que es una
sustancia muy nociva tanto para el medio ambiente como para el ser humano.
Los campesinos que entran en
las redes de la producción de coca supuestamente tienen, según la propaganda
mediática más que nada concebida hacia fuera de Colombia, la posibilidad de
optar por otros cultivos sustitutivos que apoya el gobierno colombiano con
asistencia de Estados Unidos, en especial a través de la USAID, su Agencia para
el Desarrollo Internacional (la cara “buena” de la CIA, digámoslo así). Pero
todas esas maniobras no son sino payasadas, así de sencillo. En realidad el
primer interesado en no acabar con el actual estado de cosas, más allá de las
pomposas declaraciones oficiales, es el mismo Estado. Sin lugar a dudas, y
lamentablemente, hoy el Estado colombiano está secuestrado por estas políticas
estadounidenses de promoción del narcotráfico. Hoy en Colombia no mandan los
funcionarios colombianos: mandan estas políticas que perversamente fija la Casa
Blanca como parte de una estrategia de dominación hemisférica. O más aún:
global, como también con una situación más o menos parecida que ha generado en
el Asia con la producción de amapola afgana y su transformación en heroína, que
maneja a su gusto con la misma lógica que aquí, en suelo americano, hace con la
coca y la cocaína.
Pregunta: ¿Puede entenderse, entonces, que en el
asunto de la droga hay más que un buen negocio de alguna mafia? ¿Se trataría de
un mecanismo político implementado por los grandes poderes?
Respuesta: Exactamente. La estructura del Estado colombiano
está totalmente permeada por fuerzas que se manejan con esta estrategia del
narcotráfico. Y es importante puntualizar lo siguiente: no es que el aparato de
gobierno esté infiltrado por estas mafias malévolas. Es más complicado aún: el
Estado mismo avala esa política de fomento del cultivo ilegal, aunque oficialmente
la persigue e invita a los campesinos a hacer la sustitución de ese cultivo
ilegal de la coca por otros que promueve como supuesta alternativa. Los
escándalos que salen a luz permanentemente hablan claramente de esa política
que define al Estado. No son cosas excepcionales, mafias que se filtraron,
algún personaje maligno que aprovecha el aparato de gobierno para hacer su
negocio. Por el contrario: es una política calculada. Y en verdad, quien dirige
la batuta final es Washington.
Algo interesante: en alguno de
los documentos desclasificados del Departamento de Estado de Estados Unidos el
actual presidente de Colombia Álvaro Uribe Vélez aparece en el puesto número 82
de la lista de narcotraficantes identificados. Como lo señalara un documento de
la Defense Intelligence Agency de los Estados Unidos, elaborado en 1991 y
conocido más tarde: “Álvaro Uribe Vélez es un político colombiano y senador
que trabaja con el cartel de Medellín a altos niveles del gobierno. Uribe ha
estado ligado a actividades de narcóticos en Estados Unidos. Su padre murió en
Colombia por sus conexiones con los narcotraficantes. Uribe trabajó para el
cartel de Medellín”. Esto
quiere decir que la actividad política en su conjunto dentro del Estado colombiano
está regida por esta estrategia, desde el presidente hacia abajo. No es algo
casual, ocasional: hay una política que alguien trazó y se encarga de mantener
vigente. Álvaro Uribe, sin ambages, está reconocido como un integrante del
cartel de Pablo Escobar, y nadie lo persigue legalmente. Al contrario: llegó a la
primera magistratura del país. Durante su gestión como gobernador de Antioquia
asignó una enorme cantidad de autorizaciones para construir pistas de
aterrizaje al cartel de Medellín, para quien trabajaba. En ese período, corto
por cierto, se construyeron más pistas que en los anteriores 30 años.
Al desarrollar esta política de
utilización de las drogas como herramienta que le permite controlar, la Casa
Blanca se asegura tener como aliados –aliados forzados, en algún sentido,
chantajeados– a todos los actores políticos que están involucrados con el
narcotráfico, pues al ser éste ilegal, aunque Washington lo sabe y lo promueve,
puede mantener esa carta siempre escondida con la que presionar a los
funcionarios. Sin dudas desde mucho antes que Uribe fuera candidato
presidencial, el gobierno de Estados Unidos sabía de su participación en el
narcotráfico, pero no hay dudas que le conviene tener a alguien como él en la
presidencia del país. En realidad la Casa Blanca declara estar alarmada con
este flagelo, pero en verdad no hay tal. Usa todo este circuito para sus planes
imperiales.
En Colombia hay crisis, una
profunda y ya crónica crisis que no parece poder superarse en el corto plazo
tal como están las cosas, pero en modo alguno eso le preocupa a la política de
dominación del imperio. Por el contrario, eso es lo que busca. Aprovecha ese
estado de cosas para llevar adelante su política. Es una crisis provocada y de
la que se favorece. En esa estrategia el imperio toma y da, ajusta un poco las
cosas y luego da algo de soga. Ahora, por ejemplo, quizá intente lavar un poco
la cara la democracia formal, que está muy deteriorada por los recientes
escándalos que salieron a la luz pública durante el año 2007. Pero esas
denuncias no dicen nada nuevo que no se supiera ya: no es ninguna novedad que
en el país se vive una narcopolítica fríamente calculada, buscada, provocada.
Tal vez en este momento se hizo demasiado evidente la relación del Estado con
las estrategias contrainsurgentes de los paramilitares, por eso Washington
amaga con tomar alguna distancia del ejecutivo colombiano. Pero no son más que
reacomodos coyunturales. La política de fondo no varía.
El imperio necesita esa base
militar que es Colombia, no sólo para un eventual ataque a la vecina Revolución
Bolivariana en Venezuela sino como un centro de operaciones, monitoreo y
seguimiento para toda América Latina. Cuando el gobierno colombiano habla de
promover la sustitución de cultivos para los campesinos del sur del país, que
es el lugar donde fundamentalmente se cultiva la coca, las ofertas que hace,
siempre ayudado por el gobierno de Estados Unidos, son ridículas. Son apenas
unas migajas que no sirven en nada para cambiar la situación. Es que, en
realidad, no hay la más mínima intención de atacar el problema. Al contrario,
se busca que el mismo se perpetúe. En esa zona del país, que es la más
atrasada, la más postergada históricamente, se juega con la ignorancia de la
población.
El narcotráfico va de la mano
de las políticas neoliberales. Hay que dejar bien en claro que no es un
problema que generó la población colombiana sino que obedece a una política
diseñada en los laboratorios sociales del Pentágono. Es un arma de dominación
político-militar, y por otro lado es un gran negocio. Se calcula que entre un tercio
y la mitad de todo el dinero que mueve la industria de las drogas ilegales en
el mundo es lavado en la banca estadounidense. Hoy día se estima esa cifra de
dinero blanqueado es aproximadamente entre 300 y 400.000 millones de dólares.
De todo eso, a los latinoamericanos nos queda la crisis, la guerra civil, los
muertos, sociedades desgarradas, y sólo algunos dólares que mueven las mafias
locales. Pero debe quedar claros que si bien esos poderes locales, presentados
como los dueños del negocio por una interesada prensa internacional que, en
realidad, es la prensa del imperialismo, mueven una considerable masa de dinero
(muchísimo, para la lógica de sociedades empobrecidas donde el estilo fastuoso
de los nuevos ricos tiene el valor de riqueza fastuosa), su poder real es
limitado, dado que responden –por cierto sin saberlo– a una arquitectura
geoestratégica que no trazan ellos sino otros centros de decisión internacional
en el que ellos encajan.
El campesino productor, allá en
sus montañas, en los lugares más inhóspitos, más olvidados, es finalmente quien
menos se favorece con este negocio. Como son cultivos ilegales está siempre
ante la posibilidad de poder ser tratado como delincuente, caen siempre bajo
este supuesto combate al narcotráfico. Por supuesto que no se lo combate en
verdad, pero al montarse todo el discurso mediático que presenta esta guerra
sin cuartel contra la droga, como siempre el hilo termina cortándose por lo más
fino, siendo el productor campesino el que recibe la mayor carga represiva,
pues se le ataca en el único bien que posee, que es su parcela de tierra. Allí
fumigan, y las consecuencias de esas fumigaciones –que son siempre altamente
perniciosas– quedan para el campesino, su familia y su tierra. Las enfermedades
que provocan esas aspersiones en su cuerpo, o el daño que se ocasiona en su
tierra, no tienen precio. El que sale especialmente perjudicado, entonces, es
el pequeño productor, que más allá de obtener algún dinero en forma rápida
dedicándose al cultivo de la coca, a largo plazo termina siendo perjudicado por
esta política de fomento del consumo de drogas, tanto en su salud como en su
entorno ecológico.
Pregunta: Entonces, ¿efectivamente no existe
ninguna voluntad de terminar con el narcotráfico, al cual se lo presenta como un
terrible flagelo?
Respuesta: En realidad el supuesto combate al narcotráfico es
el montaje de una sangrienta obra de teatro. El imperio mantiene su hegemonía a
través de distintos tipos de intervenciones, que van de la mano, y que tienen
que ver con estos tres aspectos: económico, político y militar. Con esas tres
aristas, privilegiando una u otra según las coyunturas o los intereses particulares
en juego, perpetúan su dominación. En esa lógica hay que ver el nacimiento y
desarrollo del narcotráfico, y luego su supuesto combate.
Colombia no era un productor
histórico de hoja de coca; este cultivo no hacía parte de su tradicional
cultural como sí estaba presente en Bolivia y en Perú. La mata de coca fue introducida
en Colombia hacia fines de los 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado. Y el
auge del narcotráfico como gran problema, como nuevo monstruo mediático
satanizado justamente comienza para esa época, cuando comienzan a ponerse en
marcha las políticas neoliberales con las que las instituciones del Consenso de
Washington (Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional) sojuzgaron a
Latinoamérica en forma descarada desde esa época, mientras en lo político y
militar se mantenían sangrientas dictaduras a lo largo y ancho del continente.
Inicialmente Colombia era el laboratorio para producir la pasta básica para la
posterior producción de cocaína con hoja de coca boliviana. Posteriormente pasa
a ser productor de la hoja misma. Hubo ahí un movimiento en función de una
mayor rentabilidad para los carteles colombianos, y son ellos los que para la
década del 80 comienzan a manejar fuertemente el negocio. Casualmente en
Colombia opera ya por ese entonces un movimiento insurgente con largos años de
lucha y con considerable apoyo en el movimiento campesino. Es curioso,
entonces, que justamente ahí, en la zona de mayor presencia del movimiento
armado, comience a surgir la producción de coca en forma acelerada y masiva.
La hipótesis que liga el
surgimiento del nuevo demonio del narcotráfico como peligro a atacar para
justificar el avance contra el movimiento guerrillero colombiano cobra entonces
mayor lógica.
Pregunta: ¿Es todo el montaje del combate contra
el narcotráfico en la región latinoamericana una estrategia para justificar el
ataque al movimiento insurgente colombiano?
Respuesta: En parte sí. Aunque la estrategia de dominación
imperial va más lejos aún: se trata no sólo de golpear la posible insurrección
colombiana sino preparar condiciones para poder intervenir militarmente en cualquier
punto de América Latina. Sin lugar a dudas el satanizado comercio de drogas
ilícitas brinda la excusa perfecta para mantener bajo control militar toda la
región. Y a través del control militar viene luego el control de los recursos,
del petróleo, del agua dulce, de la biodiversidad de las selvas tropicales.
En el Plan Patriota que se
implementó recientemente en Colombia el objetivo central, claramente dicho, era
descabezar el Secretariado de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
–FARC–, así de simple. De todos modos los actuales planes implementados por
Washington en el interior del país, tanto el Plan Colombia como el Plan
Patriota, fueron fracasos desde el punto de vista político y militar. Pero lo
más paradójico es que también son un fracaso en términos de combate contra el
narcotráfico. Desde el momento en que se inició el Plan Colombia a la fecha el
área de cultivos de coca se duplicó. Es obvio, por tanto, que no hay el más
mínimo interés por terminar con ese cultivo.
En la década del 80 pudimos ver
cómo con dinero producto del narcotráfico, y en forma ilegal, se financiaba a
la Contra nicaragüense. Es decir que instancias del gobierno de Estados Unidos
usan descaradamente el tema de las drogas ilegales para desarrollar sus políticas
imperiales. De lo que se trata en Colombia es de mantener aislado, y si se
pudiera, de aniquilar, al movimiento armado y a todos los movimientos populares
organizados que luchan por un cambio social. Todo aquel que proteste, que alce
la voz, que tienda a la organización popular, sean campesinos, movimientos
indígenas, cualquier tipo de organización comunitaria, es barrida en medio de
esta guerra civil no declarada que se puede justificar perfectamente con la
guerra sin cuartel contra las mafias del narcotráfico. Pero es claro que si en
años de intervención militar las áreas sembradas con coca no se redujeron sino
que, por el contrario, crecieron, no hay tal combate contra la droga. Es un
combate frontal contra el campo popular organizado. Es un ataque a la
soberanía, es una forma de preparar condiciones para lo que nos rapiñarán en el
futuro. Es como denunciar que en la triple frontera entre Brasil, Argentina y
Paraguay hay “terroristas islámicos”. Eso no es sino una forma hipócrita de
poder penetrar en la zona para quedarse con el Acuífero Guaraní, la reserva de
agua dulce subterránea más grande del planeta. Así funciona el engaño del
tráfico de drogas: donde hay recursos vitales para el imperio, casualmente ahí
aparecen las plantaciones de matas “ilegales”.
Se sabe que el tema de la droga
implica un costo para la misma juventud estadounidense; pero ello también es
producto de un frío cálculo. Con la droga se saca de circulación la protesta
social, se estupidiza, se despolitiza. Más aún si los sectores que consumen son
potencialmente peligrosos para el sistema, como por ejemplo la población negra.
En ese sentido puede decirse que el capitalismo desarrollado, y más aún su fase
superior, el imperialismo, se dedica sólo a chupar la sangre de la gente como
buen vampiro. Todo el diseño del sistema tiene mucho de maquiavélico. Evidentemente
para la lógica de mantenimiento del sistema no interesa que un determinado
porcentaje de su población esté atrapado en las garras de la
tóxico-dependencia. Eso, por último, es funcional. Hoy día existen alrededor de
25 millones de consumidores de drogas fuertes en el mundo, y el sistema los
necesita. Eso es negocio, porque cada uno de esos consumidores paga la droga
que consume, y eso es lo que en definitiva quiere el sistema entendido en su
dinámica comercial: compradores, consumidores, gente que gaste dinero. Que el
sistema esté enfermo, que moralmente sea insostenible, que esté en ruinas, eso
no le importa a quienes detentan el poder. El sistema capitalista en su
conjunto no tiene salida; si no, no podría permitir/alentar una enfermedad
social como el consumo de drogas.
Además, tal como decíamos, la
dependencia respecto a una droga permite el control de toda esa población. El
adicto crónico restringe toda su vida a procurarse el narcótico, por lo que, en
otros términos, es un ser al que su historia personal lo quita de circulación,
lo margina como ser pensante-actuante con perspectivas críticas y/o
transformadoras sobre la realidad. El drogadicto se dedica sólo a la droga. Y
aunque parezca maquiavélico, satánico, monstruoso, esa es la razón de ser de
todo este circuito del narcotráfico: generar ganancias económicas y ser un
mecanismo de control social.
Es claro que a las altas
esferas del poder no le interesa terminar con este problema. Es más: para esa
lógica, el tema de la droga no es un problema, en absoluto. Es la savia que lo
alimenta; más que un problema, es una “necesidad”.
Pregunta: ¿Quiénes son, entonces, los que se
benefician finalmente con todo este entramado?
Respuesta: En realidad, cuando nos referimos a los factores
del poder, decimos básicamente el capitalismo estadounidense. Es decir: los
grandes capitales acumulados en territorio de Estados Unidos, y el poder
político-militar de su aparato de Estado, que es el que los defiende. Hoy por
hoy, el poderío de esa élite no se apoya tanto en la fortaleza industrial científico-técnica,
en una moneda fuerte respaldada en su salud económica sino, fundamentalmente,
en las armas, en la fuerza bruta. El núcleo del capitalismo que se desarrolló
en Estados Unidos como punto máximo del crecimiento del capital degeneró en un
monstruo que necesita la guerra como su sostén. Muy buena parte de su pujanza
económica se asienta en la industria de guerra, y su proyecto político
hegemónico como potencia unipolar luego de la caída de la Unión Soviética está
basado en la guerra. Sin guerra, Washington no tiene proyecto. Y de la misma
manera, con esa lógica, se inscribe el campo de las drogas. Las drogas son un
cáncer en términos de salud pública, definitivamente. Eso no es ninguna
novedad. Pero sin su tráfico ilegal al imperio se le dificultaría su papel de
potencia dominante. El imperialismo usa el tema de la droga en términos
económicos, a través del lavado de dinero, y en términos políticos, como excusa
para controlar. Estamos en presencia, por tanto, de un capitalismo mafioso, un
capitalismo que dejó de ser inventivo, creador, arrollador en términos de
pujanza como sucedió hace 200 años, cuando las colonias de cuáqueros del
Atlántico se veían como el futuro de grandeza que efectivamente construyeron.
Hoy ese capitalismo, si bien no agoniza, está mortalmente enfermo. Su aspecto
mafioso (guerrerista, basado en el chantaje, en la prepotencia, en los negocios
sucios) es lo que lo salva del derrumbe.
Es una infame mentira decir que
la estrategia de la Casa Blanca tiene que ver con el combate a las drogas. Todo
lo contrario: las alienta, porque las necesita. En Colombia no se plantaba la
coca anteriormente, y ahora es un cultivo de la mayor importancia. Lo mismo
pasa en el Asia Central. En Afganistán, por ejemplo: antes de la entrada de
Estados Unidos en el escenario se cultivaba amapola, pero nunca a los niveles
actuales. Desde el involucramiento del gobierno estadounidense en el área, ese
cultivo se triplicó. ¿Dónde está la preocupación por su erradicación? Eso no
existe, es sólo el discurso mediático.
El gobierno de Estados Unidos
lejos, muy lejos está de preocuparse sinceramente por el problema sanitario
ligado al consumo de las drogas. Por supuesto que no va a reconocer en forma
pública que todo esto hace parte de su estrategia de hegemonía global; pero ahí
está verdaderamente el núcleo de todo. Más allá de la declamación el negocio de
la droga le es necesario. Y ahí es donde vemos que todo el campo de la drogadicción,
visto globalmente, excede los marcos de un tema sanitario. Es un problema
político. Cuando Marx dijo que “la religión es el opio de los pueblos”, estaba
claro el mensaje. Hoy día, además de la televisión y los medios masivos de
comunicación, ese “opio” se perfeccionó, se desarrolló. Hoy día ese “opio”, o
las sustancias que se han ido desarrollando y hacen las veces de tal, se
comercializan con criterio de multinacional global con las fuerzas armadas
estadounidenses por detrás.
Que este ámbito es algo
concebido, estructurado y manejado con criterios políticos, con criterios de
geodominación política, hoy es ya algo sabido, documentado y debidamente
probado. Para muestra, lo ocurrido en todos los países socialistas. Allí,
anteriormente, no existía el negocio de la droga. La Unión Soviética era un
territorio relativamente libre de narcotráfico; una vez desintegrada, para la
década de los 90 del siglo pasado, en forma vertiginosa aparece tanto el
tráfico como la producción. Hoy día, a una década y media del colapso
soviético, en alguna ex república socialista que componía ese bloque como
Kirguistán, en el Asia Central, se calcula que el porcentaje de tierra
productiva dedicado al cultivo de drogas es uno de los más elevados del mundo.
Y las mafias del narcotráfico crecieron aceleradamente, ganando notoriedad
económica y política.
Otro tanto ocurrió en la
Nicaragua sandinista. Durante la década de revolución sandinista, entre 1979 y
1990, el país, con sus numerosas dificultades, casi no conocía la droga. Destrozado
por la guerra mal llamada “de baja intensidad” –baja intensidad para
Washington, para Nicaragua significó 17.000 millones de dólares en pérdidas,
con 50.000 muertos y miles de heridos y discapacitados crónicos como una pesada
carga– casi al momento mismo de retirarse los sandinistas del Ejecutivo,
floreció el narcotráfico. ¿Casualidad o estrategia política? Y en la Venezuela
Bolivariana nunca se dieron tantos decomisos de droga –fundamentalmente cocaína
colombiana en tráfico hacia Estados Unidos– como con la Revolución, más aún
luego del retiro de la DEA (la Drug Enforcement Administration, por su sigla en
inglés: la Administración de Drogas y Narcóticos) por una decisión política del
gobierno de Hugo Chávez. ¿Casualidad? Definitivamente: la droga es mucho más
que un problema de salud pública. Se maneja con criterios políticos, de
multinacional económica y de estrategia global. No es un problema de salud de
algunos muchachos desorientados. Es, en todo caso, un arma cultural.
Pregunta: Los grandes poderes, además de la
dominación militar, tienen infinidad de aristas con las que controlan sus áreas
de influencia, ya sea a lo interno o en relación a las colonias que manejan: lo
político, lo cultural, la dependencia técnica, etc. En el caso de las drogas
ilegales ¿cómo es el manejo que realizan?
Respuesta: El dominio cultural, la narcotización a que se
somete a las poblaciones a través de las drogas, o incluso a través del terror
que se ha ido construyendo en torno a las drogas como esfera ilegal, como reino
de la criminalidad, todo eso no es pura casualidad. Obedece a criterios calculados.
Siempre, desde el poder, mantener asustada a una población es un arma eficaz
para la dominación. A las masas se las puede asustar de muchas maneras: con las
religiones, con las supersticiones, con los nuevos fantasmas mediáticos de
fines del siglo XX como el siempre mal definido “terrorismo”. O con el
narcotráfico. Las drogas, en ese sentido, juegan un importante papel. O
desconectan de la realidad a quien las consume, transformándolo en un enfermo,
en un dependiente psicológico; o desconectan por toda la paranoia social que se
crea con el campo de la ilegalidad que las rodea.
El drogadicto es un enfermo
desde el punto de vista psicopatológico, sin dudas. Y no cualquier joven que
consuma droga ocasionalmente llega a ser un dependiente. Pero no hay dudas que
concebida socialmente, en términos globales, el campo de las drogas ilegales no
es sólo una cuestión de enfermedad. No estamos hablando de una pandemia
planetaria con una etiopatogenia que puede abordar la epidemiología, el
salubrismo como especialidad de las ciencias de las salud. El enfermo que no
puede vivir sin el tóxico, el drogodependiente que está dominado biológica y
psicológicamente por el tóxico, es un aspecto del problema. Aspecto de muy
difícil abordaje y resolución, por cierto. Pero “curando” drogadictos no se
termina el problema del narcotráfico. Hay otras esferas en el problema: las aristas
del poder, de enormes y diabólicos poderes globales que lucran con este aspecto
de la vida humana. El joven que entra al campo del consumo está muy
comprometido en su recuperación. Pero el problema no se agota en la recuperación.
¿Por qué cada vez hay más oferta de drogas ilegales? Se podría decir que porque
crece la demanda. Círculo vicioso engañoso, pero si así fuera: ¿por qué crece
la demanda? ¿Se “enferma” cada vez más la sociedad? ¿Se tornan cada vez más
“patológicos” los jóvenes? Con el abordaje sanitarista no se puede terminar de
entender el fenómeno. Es más que un problema de salud, de psicopatología.
El crecimiento del consumo va
de la mano de una estrategia de mercadeo de esta nueva mercadería. Como
cualquier producto nuevo debe ser introducido en el mercado, presentado,
posicionado; si así no fuera, nadie lo conocería, y por tanto, nadie lo
consumiría. Con las drogas ilegales, al igual que con cualquier nueva oferta,
hay políticas que lograr imponer los nuevos gustos, las nuevas modas. Las redes
de narcotráfico que funcionan en los distintos países latinoamericanos que
sirven de puente para hacer llegar la coca colombiana, o boliviana o peruana
transformada en cocaína al gran mercado estadounidense muchas veces –esto es un
hecho que crece cada vez más– reciben el pago de sus servicios no en metálico
sino en droga. Ello hace que para monetarizar su ganancia deban vender en sus
respectivos mercados locales ese producto. De ahí que el consumo crece no sólo
en Estados Unidos o Europa (principales fuentes de la demanda de los tóxicos)
sino también en todos los países, incluidos aquellos con economías débiles. De
la producción de cocaína colombiana, en la actualidad el 65% va para el mercado
de Estados Unidos, el 30% a Europa y el 5% restante a otros destinos. Hay
mercados, pequeños todavía, pero en franca expansión, que se localizan en las
áreas pobres del planeta. También allí, para decirlo con un término de la
mercadotecnia, hay “nichos de mercado” que se intenta hacer crecer.
Centroamérica, por ejemplo,
años atrás no consumía ni un gramo de cocaína, y hoy día es ya un mercado
considerable. ¿Se volvieron “enfermos drogadictos” de buenas a primeras los
jóvenes centroamericanos, o fueron víctimas de políticas planificadas? En esa
región, dos décadas atrás prácticamente nadie tenía un teléfono celular, y en
la actualidad las líneas móviles superan a las fijas. ¿De dónde salió esa
explosión de consumo de teléfonos celulares? Fue inducida, obviamente. Fue
impuesta por estrategias de comercialización. Otro tanto sucede con las drogas.
El gramo de cocaína que en las calles de Nueva York puede venderse a 100
dólares, en los años 90 fue promocionado en América Central con precios de
introducción de 10 dólares. ¿Se volvieron drogodependientes tantos jóvenes
centroamericanos simplemente por casualidad o hubo alguna decisión superior que
allí contara?
Existen técnicas mercadológicas
para fomentar el consumo de drogas ilegales no muy distintas de las que se
utilizan con otros productos. Por ejemplo, se la introduce regalando las
primeras dosis, buscando lograr la dependencia para, una vez obtenida, tener un
cliente fijo que hará lo que sea para comprar su ración. Eso, en definitiva, es
una forma de descuartizar una sociedad, dividirla, fragmentarla, manipularla.
El consumo de narcóticos va indisolublemente ligado a actividades ilícitas, por
la sencilla razón que el adicto termina robando o prostituyéndose para contar
con dinero en efectivo con que comprar su dosis. En tanto es ilegal y caro, ese
producto moviliza los peores recursos de cada quien. Muy distinta sería la situación
si la mercadería droga fuera legal, y por tanto más barata. Pero no hay ningún
interés en que eso suceda, más allá de las declaraciones formales. Por supuesto
que todo esto es jugar con fuego: si una sociedad “necesita” mantenerse con
circuitos como el de las drogas, o con la industria de la guerra, o acabando
los propios recursos naturales, por supuesto que atenta contra sí misma. Pero
eso es el capitalismo: no tiene salida.
El consumismo voraz que alienta
el campo del narcotráfico destruye en todo sentido. Física y psicológicamente a
quien consume; pero igualmente destruye las redes sociales proponiendo un
“sálvese quien pueda” salvaje, primitivo, donde la vida pasa a girar en torno a
tener o no tener la dosis diaria de droga. Como modelo cultural eso es de la
mayor pobreza. Pero es así como los factores de poder que manejan el mundo –y
también el negocio de las drogas– han optado por manipularnos. Con lo que vemos
que la estrategia es particularmente maléfica. El consumismo siempre es dañino
en términos éticos, pero con la droga el agravante es que, además de esta pobreza
en valores, está en juego también –y antes que nada– la vida misma.
La DEA tiene su actual política de “entregas
controladas”. Es muy discutible eso, porque nunca se sabe con exactitud qué
hace esta organización con la droga decomisada. Su mecánica consiste en
publicitar una determinada cantidad como droga incautada no mayor al 10%, pero
no queda claro qué hace con el resto. Por eso, justamente, se puede decir que
quien realmente juega el papel de controlador del narcotráfico, de distribuidor,
es la DEA, más allá de su supuesta misión de luchar contra el mismo. Y esto no
es mera declaración: está demostrado con cifras concretas, por ejemplo, que en
Venezuela luego de la partida del territorio nacional de la DEA por pedido
explícito del gobierno, aumentaron los decomisos de drogas ilegales. De hecho,
según el “Informe Mundial 2007” de la UNODC, es el tercer país en el mundo en
términos de decomiso. Lo cual es altamente significativo. Ahora, sin la
presencia de la DEA, se da una política antinarcóticos más efectiva. ¿Cómo es
posible? ¿Qué nos está significando? Esto nos lleva nuevamente a ese perverso
mecanismo que ha transformado el tema del narcotráfico en una llave para la
dominación. El verdadero papel que juega la DEA en los países donde interviene
es el espionaje. No actúa contra el tráfico ilegal de estupefacientes, de
ninguna manera, más allá de una cubierta oficial donde cumplen con esa función,
y por lo cual de tanto en tanto produce alguna incautación. Lo denunció
claramente el Ministro del Poder Popular para Relaciones Interiores y Justicia
de Venezuela, Pedro Carreño, el 2 de marzo del 2007: “a través de esta
organización salía del país una gran cantidad de alijos de drogas, por medio de
la figura de entrega vigilada, y nunca se obtenía información en el país y por
tanto determinamos que estábamos en presencia de un nuevo cartel de la droga”.
Como se ha dicho en más de una
oportunidad: el cartel más grande organizado e intocable del mundo es,
justamente, la DEA. Son los narcotraficantes legales, provistos del doble
discurso hipócrita que les permite condenar en unos lo que hacen a escondidas.
Y provistos, además, de toda la fuerza que les confiere ser la potencia
hegemónica unilateral sin límites a la vista, con absoluta disponibilidad de
recursos, intocables.
Se juegan, entonces, dos
modelos de cómo conducir la política exterior de un país: ceder toda la
soberanía y permitir que entre esta organización para espiar y controlar desde
dentro mismo, o plantarse con firmeza y quitarse de encima este mecanismo de
control. Eso último es lo que ha hecho, hoy por hoy, la República Bolivariana
de Venezuela, sacudiéndose de encima este caballo de Troya que es la DEA.
Felizmente vemos que en estos momentos en Latinoamérica comienza a darse una
ola de gobernantes nacionalistas que anteponen la propia soberanía nacional
sobre la entrega abierta, tal como sucede en Colombia. Se juegan, entonces, dos
modelos: o el apostar por un desarrollo propio, endógeno, pensando en el país
como unidad, o la entrega total a los intereses del imperio, al que lisa y
llanamente se acata sin chistar.
Es por eso que el tema del
narcotráfico queda corto si lo vemos sólo como problema de salud pública desde
la óptica del consumidor. Eso está, seguro que existe, y por supuesto debe ser
tratado en su justa medida; pero ante todo hay que ver el problema en su
globalidad como estrategia de penetración y control. Ese es el papel real que
juega la DEA y toda la construcción mediática que se ha venido haciendo del narcotráfico.
Pregunta: suele presentarse la imagen de los
narcotraficantes como los grandes acaudalados que manejan todo el negocio, como
magnates con gran poder. ¿Qué hay realmente tras todo esto?
Respuesta: Junto a esas fortunas fabulosas que crea el
narcotráfico va el problema de la deshumanización de la gente que se liga a
este fenómeno. A través de la búsqueda de esas fortunas, que en realidad es
para la gran mayoría de quienes están en este campo un objeto inalcanzable, a
través de esa búsqueda casi imposible vemos los grados de deshumanización y
degradación más grande que uno pueda imaginarse. En cierta forma podemos decir
que el narcotráfico es la historia de las “vidas cortas”. Todos los que se
ligan a él saben que tienen vidas cortas por delante, sea la mula, el jíbaro,
el sicario, el capo. Todas las cadenas de las mafias que están en el negocio
son historias muy cortas, siempre con los días contados. Nadie envejece junto
con este “oficio”. El vendedor callejero al detal termina cayendo preso
rápidamente, la mula hace unos cuantos viajes y se le termina su carrera. Todos
los que están implicados en el negocio terminan mal muy rápidamente; esa es la
cruda realidad, y no esa imagen un tanto estereotipada de los grandes
traficantes ostentosos con sus cadenas de oro y joyas, viviendo en casas con
grifería de oro y yacuzzis enchapados en oro, viajando en avionetas o carros
blindados.
Esa es la visión que se suele
transmitir cuando se habla del narcotráfico, una visión más bien peliculesca,
con ribetes hollywoodenses; pero la realidad verdaderamente es otra. Es una
historia sórdida de sufrimiento, de dolor, y siempre de muy corta duración. Por
ejemplo, la mujer colombiana pobre, que no tiene ningún recurso y que termina
prestando su vientre para transportar 90 dediles de 10 gramos cada uno, es
decir: casi un kilo de cocaína, para llevarlos a Estados Unidos por unos
cuantos dólares. Esa mujer, que está siempre al borde de la muerte si se le
revienta un dedil, o está al borde que la detengan y se le termina su carrera,
tiene una vida corta y no hace ninguna gran fortuna. Y esa es la realidad de la
gente que forma las filas del narcotráfico: gente pobre, sin salida, que se
presta a cualquier cosa para “mágicamente” solucionar su vida. Pero que no la
soluciona; que en poco tiempo, por el contrario, termina su vida, porque o la
detienen, o porque muere por sus mismas condiciones de vida. Son vidas cortas,
muy cortas.
Por otro lado, veamos la vida
del sicario, la vida del joven al que preparan para matar y al que le prometen
una gran cantidad de dinero para matar por encargo. Esa también es una vida
corta. Muchas veces las mismas mafias terminan matándolos para no pagarle lo
prometido. No hay futuro con esas soluciones pretendidamente mágicas. Son
supuestas salidas, pero en realidad muy limitadas, que se acaban muy
rápidamente, un año, dos quizá. En definitiva: más allá del espejismo, no son
salidas, no son soluciones.
Y con el capo pasa otro tanto:
son vidas siempre muy cortas, sus “reinados” no van más allá de los cinco años.
O terminan presos o muertos, ya sea por las fuerzas de seguridad o por luchas
internas con otros mafiosos por el reparto de sus zonas de influencia; pero
siempre son historias muy cortas. En todos los niveles del narcotráfico pasa lo
mismo: son historias efímeras, y es mentira que todos hacen fortuna.
Pregunta: ¿Hay soluciones reales al problema de
consumo creciente de drogas que se registra hoy día en el mundo? ¿Cómo encarar
ese reto? ¿A qué o a quién se debería apuntar para cambiar la actual situación?
Respuesta: Si bien es cierto que el consumo de tóxicos
depende de estructuras psicológicas, y ello no hace sino evidenciar las
flaquezas humanas presentes siempre en todo modelo cultural, la explosión de
consumo y la mercadotecnia que rodea la oferta de las drogas prohibidas en
estas dos o tres últimas décadas no es sino una política calculada por factores
de poder. Si se piensa en un trabajo serio de enfrentamiento del problema, no
hay que apuntar a las mafias del narcotráfico como las causas últimas del
problema. Ellos son, en definitiva, comerciantes, intermediarios; pero los
verdaderos responsables del fenómeno no son ellos. Hay que ir más arriba aún:
los que diseñan las políticas para el continente, o para el mundo. Y eso sale
de Washington. Las mafias, sin con esto quitarles su cuota de responsabilidad,
no son sino una pequeña parte de toda la cadena. Los mafiosos son unos
comerciantes que hacen su trabajo y no pasan de ahí; ganan dinero, mucho dinero
sin dudas, pero no tienen el poder de decisión sobre los términos macros del
asunto. Ese es un mundo sórdido que está enfrascado sólo en la obtención del
dinero del día a día a través de una práctica delictiva, pero no decide más
allá de eso. Las mafias no son las que idearon la política, ni quienes la conducen.
Por supuesto que funcionan con autonomía, pero eso es parte de las reglas del
juego de todo el andamiaje que se montó. El que decide, finalmente, no es el
capo de alguno de estos carteles latinoamericanos.
Quienes hacen la gran fortuna,
en definitiva, son los banqueros. Ellos siguen siendo los reputados dueños y
señores legales del asunto, en tanto que los mafiosos, aunque manejen fuertes
sumas de dinero, no tienen prestigio social. Se fabricó un mito en torno a
ellos, y por supuesto que para los sectores humildes, muchas veces marginales
de donde provienen sus cuadros, el hecho de pasar a manejar esas cantidades de
efectivo significa un enorme cambio cualitativo. Pero no son ellos, eternos delincuentes
siempre al borde de la muerte, quienes manejan las políticas mundiales de dominación
que, sin que lo sepan y sin habérselo propuesto, los ha puesto en esta
situación de “nuevos ricos” opulentos presentados como “los dueños del circo”.
El circo no lo manejan las mafias, definitivamente.
Incluso esos grupos mafiosos
gozan de buena reputación entre los sectores más excluidos, históricamente más
marginados. En las barriadas populares más paupérrimas, de donde salen los
personajes que engrosan las redes del narcotráfico en sus distintos segmentos,
no son considerados delincuentes que atentan contra la sociedad. Todo lo
contrario: son altamente valorados, envidiados en muchos casos. Un capo de
cualquier cartel juega el papel de un moderno Robin Hood. Los sectores más
postergados así los ven. Esos capos, en sustancia, son gente que viene de los
sectores más marginales y saben lo que es la miseria, el hambre, la exclusión,
porque de esa situación han salido. Cuando detentan las efímeras fortunas que les
provee el negocio del narcotráfico, en mayor o menor medida devuelven a sus
sectores de origen parte de ese recién obtenido botín. De ahí que los capos son
reverenciados en sus propios sectores. Es curioso, y altamente elocuente
además, que en general los grandes capos continúan viviendo –o si no viviendo
continúan siempre– muy ligados a las barriadas pobres de donde surgieron. Como
benefactores que se sienten, a su modo ayudan a sus poblaciones de origen. De
un modo paternalista, pero ganándose con ello el respeto y la simpatía de
quienes siguen en su crónica situación de marginados. Como vemos, siempre hay
en torno al tema del enriquecimiento súbito esta fantasía de lo “mágico”. Y a
toda la población le entusiasma esa posibilidad mágica de resolver sus problemas.
Claro está que son muy pocos los que logran amasar fortunas por medio de este
negocio; y por supuesto que a un costo muy alto: no dejan de ser marginales en
términos sociales, y siempre exponiendo su vida, porque el destino de todo capo
es, finalmente, la cárcel y la muerte. Sus reinados son siempre efímeros, pasajeros,
muy cortos. En todos los países latinoamericanos se repite ese patrón: su
bonanza no va más allá de los cinco a diez años. Después: cárcel o muerte. Y
aunque sigan manejando los negocios desde la prisión, su estatus social es la
de preso y no la de banquero. Eso hace una sustancial diferencia, más allá que
muchos banqueros son tan delincuentes como el peor capo mafioso.
El modelo cultural que se
desprende del relativo éxito social de los capos mafiosos es insostenible en
términos de patrón válido para el desarrollo. Esperar obtener estos golpes de
suerte mágicos que permiten de buenas a primeras resolver la vida no es sino
mantener una ilusión. Una sociedad no puede construirse en base a eso. Y mucho
menos, edificarse sobre donaciones paternalistas de estos Robin Hood. De todos
modos, producto de las manipulaciones mediáticas y aprovechando el caldo de
cultivo de la miseria y la desesperanza más profundas de amplios sectores sin mayores
expectativas, se ha generado una cultura de adoración del narcotráfico donde se
los valora, se los aprecia, y donde se vive esperando esos golpes mágicos. Pero
es evidente que no se puede construir una sociedad sobre estos pies de barro,
sobre estas ilusiones, aunque algún narcocorrido alabe el modelo.
Quizá lo más preocupante ante
todo esto es cómo el Estado colombiano no adopta medidas reales para frenar
esas políticas tejidas desde el imperio y para destruir esa cultura que se ha
entronizado en el país. Por el contrario, se ha generado una bomba de tiempo
que nadie quiere desactivar desde las estructuras de gobierno, porque en mayor
o menor medida muchos se benefician de la situación. Aunque debe quedar claro
que el costo de todo eso es terrible: la sociedad colombiana se está
desangrando.
Otros países de la región, como
Venezuela y Bolivia, están teniendo posiciones más firmes contra el imperio,
han puesto límites. Y eso es lo que los pueblos necesitan: detener estas
políticas de penetración cada vez más irreverentes del gobierno estadounidense.
Bolivia produce coca desde tiempos inmemoriales, y no por eso es un país de
narcos –aunque así lo quisiera presentar Washington–. Es decir: si hay voluntad
política para enfrentar estas cosas, se enfrentan. En Colombia hay una
oligarquía y un gobierno central complacientes con el gobierno de Estados
Unidos, por eso surgió y pudo expandirse este negocio del narcotráfico. Y hay
también una nueva oligarquía emergente, ligada a este negocio, que creció en
forma fabulosa en estos años, por lo que no ven todo esto como problema, sino
que, por el contrario, hacen lo imposible para que así continúe la situación. Y
la DEA, en vez de servir para detener el asunto, sirve para expandirlo más aún,
siendo una plataforma para desarrollar la guerra contrainsurgente contra los
grupos armados que actúan en el país. Ese es el trágico panorama real.
El mundo debe reaccionar ante
esta brutalidad que está sucediendo en Colombia. El campesinado colombiano está
siendo utilizado, masacrado, y todo de una manera artera, vil, condenándolo a
una guerra civil que no tiene solución en los actuales términos. Con otras características
puede decirse que en Colombia está teniendo lugar una invasión no muy distinta
a la de Irak en cuanto a sus resultados finales. En Colombia se da un continuo
asesinato, quizá peor que en Irak: además de la muerte física continua de
cantidades de seres humanos –es uno de los países más inseguros y violentos del
mundo– se intenta matar culturalmente al país. La cultura del narcotráfico no
es sino muerte. Y lo que pasa en Colombia es muestra de cómo el poder imperial
maneja el mundo.
A modo de conclusión: ¿qué
hacer?
El mundo de
las drogas ilegales, en tanto gran negocio a escala planetaria, pero más aún:
como mecanismo de control social, es algo manejado por los mismos actores que
deciden las políticas globales, las deudas externas de los países y fijan las
guerras. Dicho claramente: el mundo de las drogas ilegales es un instrumento
implementado –secretamente– por los grandes poderes, y más exactamente, por la
Casa Blanca, por el gobierno de la principal potencia del orbe: Estados Unidos
de América, en función de seguir manteniendo su hegemonía.
Sabiendo que no es simplemente
un problema de salud pública o una cuestión criminal de orden policial,
sabiendo que las dimensiones del asunto son gigantescas, con implicancias
militares a nivel planetario incluso, ¿qué podemos hacer los ciudadanos de a
pie para enfrentar todo eso, nosotros, los pueblos que seguimos padeciendo la
explotación y la exclusión social?
Hay que empezar por crear
conciencia, por desmontar la mentira en juego, por denunciar de manera pública
el mecanismo que allí se realiza.
Está claro que el problema
afecta a todos los ciudadanos comunes, tanto los del Norte como los del Sur. En
los países capitalistas desarrollados el problema es la cultura de consumo
establecida, consumo universal de cuanta mercadería se ofrezca y que incluye,
entre otras, las drogas. En el Sur, donde no es tanto la calidad de vida lo que
está en juego, sino su posibilidad misma, el problema tiene otras
connotaciones: es una buena excusa que sirve para la intervención directa,
política y militar. En ambas perspectivas, no obstante, se trata de lo mismo:
mecanismos de dominación político-cultural con los que el poder se asegura el
manejo de las poblaciones y los recursos. En ambos casos, también, para el
campo popular se trata de lo mismo: ¿qué hacer?, ¿cómo enfrentar este monstruo
que se ha ido creando y que se presenta como de tan difícil desarticulación?
La legalización es una clave
fundamental para empezar a cambiar todo esto; si se saca a las drogas de su
lugar de prohibido, seguramente va a descender en muy buena medida el consumo y
se va a terminar, o se va a reducir ostensiblemente, mucho de la delincuencia y
la violencia que acompañan al fenómeno. Pero la legalización no es la solución
final.
A partir de la misma condición
humana, finita, siempre necesitada de válvulas de escape ante la crudeza de la
vida, para lo que apareció el uso de evasivos –práctica que se repite en todas
las culturas–, a lo cual se suma la monumental inducción artificial a un
consumo siempre creciente, es muy difícil predecir si en un futuro inmediato
podremos prescindir absolutamente de las drogas. Pero el hecho de quitarles su
estigma diabólico, despenalizarlas, eso ya constituiría un paso adelante en el
manejo del tema. De todos modos, dado que en la actual situación estamos ante
una red tan fuertemente tejida, con intereses tan extendidos, quizá resulte
prácticamente imposible, dentro de los marcos sociales donde la misma surgió,
poder terminarla en totalidad.
Los planteamientos
policíaco-militares en relación al narcotráfico no son una verdadera respuesta
ante el problema. De hecho las políticas antinarcóticos que se despliegan por
todo el planeta, alentadas por Washington como parte de su estrategia de
dominación global, ponen siempre, y cada vez más insistentemente, todo su
acento en la represión. Se reprimen, eso sí, los dos puntos más débiles de la
cadena, los que menos incidencia tienen en todo el fenómeno: el productor de la
materia prima (campesinos pobres de las montañas más recónditas) y el
consumidor final. De esa forma no hay posibilidad alguna de terminar con el
círculo. Eso, en todo caso, marca que no hay la más mínima intención de
afrontar el problema en forma seria. Muy por el contrario, reafirma que es un
“problema” artificial, provocado, manejado desde una óptica de control
político-militar planetaria. La angustia humana que lleva a consumir los
diversos consuelos químicos de que disponemos no es artificial; lo es el manejo
político que se viene haciendo de él desde hace unas tres décadas, con fines de
dominación.
A esto se suma el manejo
hipócrita que se hace del tema, pues mientras por un lado la estrategia de
hegemonía global de Washington levanta la voz contra el flagelo del
narcotráfico, al mismo tiempo su principal instancia presuntamente encargada de
combatirlo, la DEA, funciona de hecho como el más grande cartel del trasiego de
sustancias ilícitas en el mundo. Doble discurso inmoral con el que es imposible
afrontar con seriedad el asunto y que ratifica, en definitiva, que no hay
interés en terminar con el mismo.
En Cuba hay algo emblemático:
el caso del general Arnoldo Ochoa, héroe de la guerra de Angola, y otros tres
oficiales del Ejército. Cuando se descubrió que participaban en una red de
narcotráfico, se les fusiló. Eso fue realmente una respuesta fuerte del Estado
a este problema social, con un alto contenido político e ideológico. Y de hecho
Cuba, más allá de la sucia campaña mediática internacional con la que quiere
involucrársela en el negocio de las drogas ilegales, no tiene problemas de
narcotráfico. ¿Se tratará de fusilar unos cuantos mafiosos para terminar con el
problema? No, sin dudas que no; los entramados en torno al poder mundial que
hoy día se construyeron con este mecanismo son infinitamente complejos. En
definitiva, el consumo inducido de drogas es parte medular del mantenimiento
del sistema capitalista, tanto como lo es la guerra. Atacar el narcotráfico,
por tanto, es dar en el corazón mismo del poder. Por eso en un país socialista
se puede fusilar a narcotraficantes considerándolos delincuentes peligrosos mientras
que la DEA, la agencia pretendidamente dedicada a la lucha contra los
narcóticos, termina funcionando como el principal grupo mafioso de
narcotráfico. Está claro que el proyecto del capitalismo no es terminar con el
negocio; al contrario: lo necesita. Para muestra, lo sucedido en la República
Bolivariana de Venezuela, donde luego de la salida de la DEA por expreso pedido
de las autoridades del país, los decomisos de estupefacientes subieron
significativamente.
Dicho de otra manera: el
sistema capitalista se apoya cada vez más en pilares insostenibles. Si la
guerra, el consumo de narcóticos o un modelo de consumo voraz que está
provocando una catástrofe medioambiental sin salida, si esas formaciones
culturales son las vías sobre las que transita, eso marca que, como sistema, no
tiene salida. Si la muerte y la destrucción son su alimento imprescindible,
definitivamente no sirve al desarrollo de la humanidad. Por el contrario, es el
camino que conduce a su destrucción.
En un sentido es casi
imposible, al menos hoy, pensar en un sujeto que a través de la historia no
haya necesitado este soporte artificial de las drogas. De hecho, hasta donde
podemos reconstruir, nuestra historia como especie, nuestra misma condición de
finitud nos confronta con esa angustia de base que nos lleva a buscar apoyos en
determinadas sustancias químicas. Son nuestras “prótesis” culturales, que
hablan, en definitiva, de nuestras flaquezas originarias. Es difícil, cuando no
imposible, hablar de “la” condición humana, una condición única, ahistórica;
con modestia podemos hablar de la condición de ser humano que conocemos hoy. El
sujeto de referencia, aquél del que podemos hablar en este momento, es una
expresión en pequeño de la dimensión socio-cultural general que lo moldea; por
tanto es una expresión de finitud girando en torno a valores egocéntricos y
donde la lucha en torno al poder juega un papel central. Esa es, al menos,
nuestra realidad constatable hoy; si la edificación de una nueva cultura basada
en otros principios da lugar a un nuevo modelo de sujeto, a nuevas relaciones
sociales, y por tanto a una nueva ética, está por verse. En todo caso, hay ahí
un desafío abierto. Con mayor o menor éxito, el socialismo lo ha intentado
construir en estas primeras experiencias del siglo pasado. Si aún no se logró,
ello no habla de la imposibilidad del proyecto. Habla, en todo caso, de su
dificultad, de la lentitud en cambiar modelos ancestrales. ¿Quién dijo que
cambiar la ideología patriarcal, machista, xenófoba y egocéntrica que conocemos
en todas las culturales actuales es tarea fácil? La duda, en todo caso, es ver
si ello será posible cambiar. La apuesta nos dice que sí. ¿O estaremos
condenados a sociedades centradas en la división de clases y en el triunfo de
los “mejores”? ¿O habrá que aceptar un darwinismo social originario?
Siendo crudamente realistas,
nuestra situación en este momento es que estamos en el medio de un mundo
manejado criminalmente por unos pocos grandes poderes basados en enormes
capitales privados y con un espíritu militarista furioso; y son esos factores
de poder los que han puesto en marcha la estrategia del consumo de drogas
ilegales como parte de su política hegemónica. Una vez más, entonces, la
pregunta inicial: ¿qué hacemos ante este estado de cosas?
Llamar casi
ingenuamente al no consumo de drogas sabemos que no alcanza. En todo caso, con
bastante más modestia –o visos de realidad–, se podrían pensar estrategias para
minimizar el consumo. ¿O podremos terminar algún día con la angustia de base
que genera estas huidas a paraísos perdidos? De momento, nadie en su sano
juicio podría concebir un mundo donde los evasivos no fueran necesarios; pero
lo que sí podemos intentar es generar una nueva sociedad donde ningún grupo
aliente las conductas de las grandes mayorías imponiéndole tendencias,
obligándolas a consumir en función de proyectos basados en el beneficio de unos
pocos.
Los gobiernos revolucionarios,
o con proyectos alternativos al neoliberalismo salvaje de estos últimos años,
están proponiendo nuevos caminos. No se trata de seguir los dictados del
imperio, hacer buena letra para no ser descertificado y apoyar la estrategia de
represión que se ha puesto en marcha. Reprimiendo al usuario o al campesino
productor de las materias primas, no se termina con el problema de las drogas
ilegales. Para atacar el consumo con alguna posibilidad cierta de impactar
positivamente hay que implementar políticas que vayan más allá de la represión
policíaco-militar; hay que poner énfasis en la prevención en su sentido más
amplio.
Pero terminar
con el narcotráfico tal como hoy lo conocemos implica, por fuerza, luchar en
términos políticos por otras relaciones sociales. Se trata, inexorablemente, de
una nueva sociedad: nuevas relaciones de clases, nuevas relaciones entre
países. Es decir: un mundo nuevo, una nueva ética, un nuevo sujeto. Sin ese
marco no es posible considerar seriamente el narcotráfico, sabiendo que él es,
en definitiva, un instrumento más de dominación de la clase capitalista global
liderada por el aparato gubernamental de Washington.
Sólo la construcción
de una sociedad nueva que supere las injusticias de lo que ya conocemos en el
ámbito de la iniciativa privada basada en el lucro y que recupere críticamente
lo mejor que hayan producido las primeras experiencias socialistas del siglo
pasado, sólo así podremos pensar de verdad en terminar con el altísimo consumo
inducido y el tráfico de sustancias psicoactivas como gran problema de salud a
escala planetaria. Sólo una sociedad nueva a la que llamaremos socialista,
quitándonos de encima el miedo y la esclerosis que nos produjeron las pasadas
décadas de neoliberalismo feroz, sólo una sociedad con esas características,
centrada en la equidad, en la búsqueda de justicia por igual para todas y
todos, sólo eso será lo que podrá desarmar esa estrategia de muerte que hoy, al
igual que el siempre mal definido “terrorismo”, ha implementado el imperialismo
para seguir manteniendo sus privilegios disfrazando el control social con el noble
fin de un combate contra un problema real. El peor enemigo de la sociedad, en
definitiva, no son las mafias delincuenciales que trafican con drogas ilegales;
el enemigo sigue siendo el sistema injusto que usa esa barbarie para beneficio
de unos pocos privilegiados.
Nadie asegura
que los seres humanos, por nuestra misma condición de finitud, no sigamos
apelando por siempre a estos apoyos externos, estos evasivos que constituyen
las drogas. Pero sí podemos –y debemos– buscar modelos de sociedades más justos
donde ningún poder hegemónico decida maquiavélicamente la vida de la humanidad,
tal como sucede hoy día con el capitalismo desarrollado. Una sociedad que no
ofrece salidas, que se centra cada vez más en los “negocio de la muerte” como
son la guerra, la catástrofe ecológica provocada, el consumo imparable de
drogas, la apología de la violencia, no es sino una barbarie, es la negación de
la civilización. Los “incivilizados” no son los pueblos que aún están en el
neolítico y con taparrabos, tendenciosa imagen holywoodense que ya se nos
internalizó. La barbarie está en la sociedad capitalista que no ofrece salida a
la marcha de la humanidad, que tiene como sus dos principales quehaceres la
guerra y las drogas, primer y segundo rubros comerciales del mundo.
En ese
sentido, entonces, hacemos nuestras las palabras de Rosa Luxemburgo para
mostrar que sin cambio social no es posible terminar con esta cultura de muerte
llamada capitalismo que nos envuelve día a día, destruyendo valores morales y
el propio medio ambiente. Es decir: “socialismo o barbarie”.
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