por Marcelo Colussi
El año 2015 marcó un momento importante en la dinámica política del país: numerosas movilizaciones populares abrieron paso a nuevas formas de participación, ayudando a mandar preso a un binomio presidencial acusado de cuantiosos actos corruptos. Independientemente que aquellas reuniones sabatinas sin proyecto político claro, consistentes en cantar el himno nacional no pasando de mostrar el descontento hacia la corrupción de la casta política en una plaza, puedan haber sido manipuladas por el proyecto estadounidense como laboratorio para impulsar luego la estrategia de lucha anticorrupción en Brasil y Argentina (sacándose así de encima gobiernos no alineados con Washington), sin dudas abrieron nuevos horizontes.
Producto de esas movilizaciones -urbanas y clasemedieras si se quiere, muy “tibiecitas” quizá, pero movilizaciones sociales al fin- comenzaron a pasar cosas importantes. Ese movimiento trajo la politización de sectores juveniles, hasta ese entonces desconectados de cuestiones sociales. Se conformaron nuevos actores políticos, y entre otra de las consecuencias, los estudiantes de la Universidad de San Carlos lograron recuperar la histórica AEU -Asociación de Estudiantes Universitarios-, desplazando a mafias corruptas allí enquistadas. Vistas a la distancia, si bien no había una propuesta articulada de cambio profundo, las movilizaciones del 2015 dejaron algo positivo.
No dejaron todo lo que hubiéramos querido, porque la sociedad y el contexto político no daba para más. Fue la primera vez, luego de años de apatía, que se veían protestas de ese calado (llegó a haber100,000 personas en la plaza en la ciudad de Guatemala). La guerra vivida, con sus secuelas de miedo y despolitización que aún hoy están presentes, más los planes de capitalismo salvaje (eufemísticamente llamado “neoliberalismo”), crearon un clima de silencio y desmovilización social enorme en todo el campo popular. El 2015 vino a romper -al menos en parte- esa quietud.
Ahora han pasado cinco años. En lo sustancial, nada ha cambiado en Guatemala. La pretendida lucha contra la corrupción, en buena medida impulsada como estrategia regional por el entonces gobierno demócrata de Barak Obama, fue desapareciendo. El llamado “Pacto de Corruptos” (empresarios, casta política, militares, mafias del crimen organizado) fue enseñoreándose y copando crecientemente las diversas estructuras del Estado, ocupando los tres poderes. Sus ramificaciones cubren los diversos espacios políticos del país, desde alcaldías hasta ministerios, desde el Congreso hasta juzgados. Las economías “calientes” (narcoactividad, contrabando, tráfico de personas, contratistas espurios con obras grises aborrecibles) ocupan ya un 10% del producto bruto interno, con importante presencia en la población, generando diversos puestos de trabajo y clientelismo.
Esa nueva burguesía ascendente no siempre habla el mismo lenguaje que la oligarquía tradicional, que son los grandes grupos económicos que han manejado el país desde su fundación. Incluso más de alguna vez chocan. Pero desde que se implementó esa pretendida “cruzada anticorrupción” desde la Casa Blanca con la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala -CICIG- de Naciones Unidas, se unieron. Sus intereses no son exactamente los mismos: la aristocracia de abolengo mira con desdén a sus ex guardaespaldas, ahora devenidos “nuevos ricos”; pero como clase social dominante cuidan sus intereses por igual. De ahí que ambos sectores al unísono trabajaron para quitarse de encima esa molestia de la CICIG.
Se llega así a ese acuerdo llamado “Pacto de Corruptos”, evidenciado claramente en el manejo que viene teniendo el Congreso. Allí la conducta política mafiosa no tiene límites. Los pocos obstáculos que encuentra en su accionar, los pocos recursos que quedan para defender con decoro el estado de derecho: Procurador de Derechos Humanos, Corte de Constitucionalidad, algunos pocos jueces probos, son sistemáticamente bombardeados. El Estado pasó a ser un abierto y descarado botín, y la política partidaria -financiada tanto por la oligarquía tradicional como por la narcoactividad- es una deplorable práctica gansteril. Con este panorama político dominante, la estructura socioeconómica no cambia un milímetro. El país -una de las diez economías más prósperas de Latinoamérica- presenta tremendas asimetrías en la repartición de la riqueza: los sectores más beneficiados ostentan fortunas fabulosas, mientras 70% de la población sobrevive en pobreza y pobreza extrema. Eso no cambia en toda la historia, y en estos cinco años transcurridos desde el 2015 no se movió un milímetro. Por el contrario, se profundizó. Con la actual administración de Alejandro Giammattei, no se volvieron a mencionar los Acuerdos de Paz, y los militares (retirados y en activo) pasaron a ocupar cada vez más puestos de gobierno. Por otro lado, la represión y criminalización de la protesta social aumenta día a día.
Pero algo pasó en este tiempo. Por un lado, la insolencia impune de esta casta de políticos rentistas y mafias gansteriles llegó a un colmo inaudito con la aprobación del presupuesto nacional 2021. En un país históricamente golpeado por el empobrecimiento de su población, con un racismo que marca toda su historia, población ahora sacudida más aún por la crisis del COVID-19 y por el paso de dos huracanes devastadores (Eta e Iota), pasar un presupuesto que se burla de la desgracia crónica de la gente fue sentido como la gota que derramó el vaso. Esta banda corrupta enquistada en el gobierno tuvo el descaro de quitar fondos de programas sociales (lucha contra la desnutrición y Procuraduría de Derechos Humanos) para destinarlos al Congreso; y junto a ello, amplificó de un modo desmedido el presupuesto para construcción de obra gris, favoreciendo a empresas ligadas a ese Pacto de Corruptos, dejando fuera a los tradicionales grupos económicos. La reacción de ambos sectores no se hizo esperar. Producto de la protesta del sector empresarial -cuyo “vocero” oficioso: el vicepresidente Guillermo Castillo, llegó a pedir la renuncia del binomio presidencial- y de una amplia masa de población de a pie que el sábado 21 de noviembre se movilizó contra esa corrupción galopante, la actual administración debió retroceder, dejando sin efecto el presupuesto, llamando a su revisión. Valga decir que dicha manifestación popular fue brutalmente reprimida, mostrando que las mafias gobernantes están dispuestas a todo para mantener sus privilegios. De esa represión hay heridos y detenidos varios.
La suspensión de la aprobación del presupuesto muestra que, por un lado, la oligarquía tradicional sigue decidiendo los destinos del país. Pero muestra también que el pueblo en la calle es un definitorio factor de poder. A quienes no apostamos por la continuidad de este modelo, sea en su versión oligárquica tradicional o de nuevos ricos mafiosos, quienes pensamos que otra sociedad es posible -¡e imperiosamente necesaria!-, la movilización popular nos alienta. Hoy, 2020, no estamos ante la manipulación y la salida controlada de la crisis vivida en el 2015. Hoy hay un nuevo panorama político.
Las protestas sociales en toda Latinoamérica, en Medio Oriente, en Europa, que tuvieron lugar en el transcurso del año 2019, silenciadas luego por la pandemia de coronavirus, marcan un camino. Lo sucedido hace cinco años atrás en Guatemala sin dudas quitó el miedo a mucha gente en el país. Nuevos actores políticos juveniles se han sumado a esta dinámica. Si hace 5 años la consigna básica era la protesta contra la corrupción de los gobernantes de entonces hoy, una población que ha madurado mucho más políticamente, pide no solo la anulación del presupuesto y la limpieza de tanto politiquero corrupto, sino la instalación de una Asamblea Nacional Constituyente, con miras a la refundación del Estado.
Está más que claro que la población ya no tolera más los planes neoliberales que la han empobrecido mucho más de lo que históricamente ha sido; del mismo modo, está claro que hoy la población no aguanta más la corrupción e impunidad descaradas de funcionarios venales que se burlan de sus electores, y está más que claro también que la gente reclama cambios profundos. Una Asamblea Constituyente Plurinacional, como ha comenzado a demandarse, se abre en el horizonte como una posibilidad de cambio.
En la actualidad no existe todavía un movimiento popular aceitadamente organizado, con una conducción clara y un proyecto político transformador. Las izquierdas están fragmentadas, y en muchos casos, sin articularse en un proyecto que pueda tener real impacto de cambio profundo. Pero lo sucedido recientemente en Chile puede mostrar un camino. De todos modos, es preciso no perder de vista que una Constituyente no es suficiente para lograr todas las transformaciones que la sociedad requiere si no se tiene garantizado un verdadero poder popular, único reaseguro de cambios sostenibles. Aunque muy importante, no olvidar que es apenas un primer paso para cambiar algo estructural.
Si en el 2015 las consignas eran contra la corrupción del gobierno de Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti, ahora, en el 2020, se han profundizado y puede aspirarse a más. Del trabajo político con las bases populares, de la genuina y profunda organización que se podrá lograr con los desposeídos y excluidos de siempre (clase trabajadora, pueblos originarios, sectores precarizados y marginalizados de la riqueza social) dependerá la posibilidad de un cambio real de estructuras. No se ve todavía una instancia que vehiculice claramente esas luchas, pero ya se visualizan fuerzas políticas con raíces populares que en el 2015 no existían. A todo eso (organización popular, poder desde abajo, democracia participativa, grupos no burocratizados con propuestas transformadoras por fuera de la institucionalidad oficial) años atrás se le llamaba revolución socialista. Ese término ha ido saliendo del vocabulario político, así como el de lucha de clases. ¿Será hora de recuperarlos?