Si estudiamos las formas de organización política que ha tomado cualquiera
de las sociedades donde encontramos grupos sociales enfrentados, lo que también
se conoce como “clases sociales”, desde que existe registro histórico de ello
(a partir de las sociedades agrarias sedentarias en adelante, hace unos diez
mil años), vemos que siempre es una pequeña elite la que guía los destinos del
colectivo. Fuera de una organización social de iguales, de pares donde todos los
miembros de la comunidad serían iguales, el estudio de toda forma de estructura
social que encontramos a través de la historia nos confronta con dirigentes y
dirigidos. Y siempre, invariablemente, los primeros son una minoría, y los
segundos una amplia mayoría.
¿Cómo ha sido posible, y sigue siéndolo, que unos pocos sojuzguen a
una mayoría? Apelar a una explicación biologista con reminiscencias de Darwin
donde “los más aptos” se impondrían, lleva implícita una valoración cuestionable:
¿podría la historia explicarse sólo por la idea de “triunfadores” (los mejores,
los más aptos) versus “perdedores” (los más débiles, los menos aptos). Si nos
quedáramos con esa pretendida explicación, se estaría avalando la idea de
“superiores” e “inferiores” (Pero, ¿acaso hay ciudadanos “mejores” y
"peores" entonces?).
¿Estamos ante la necesidad de un conductor, de un gran padre todopoderoso
que conduce a la masa? ¿Vericuetos de nuestra humana condición donde los más
fuertes (los más osados, los más aprovechados) siempre se las ingenian para
sojuzgar al colectivo? -léase: lucha por el poder-. ¿Mediocridad de la masa? El
debate está abierto, y por cierto es muy complejo.
Es evidente y totalmente constatable en la observación desapasionada
de la historia de la humanidad que, al menos hasta ahora, en esta sangrienta
dinámica de lucha de grupos enfrentados que ya lleva varios milenios, son
siempre minorías las que ejercen el poder sobre grandes mayorías. Ante eso
surgen inmediatamente las preguntas: ¿qué hay de la democracia, del “gobierno
del pueblo”? ¿Es posible? ¿Cómo?
En el vocabulario político actual “democracia” es, sin lugar a dudas, la palabra más
utilizada. En su nombre puede hacerse cualquier cosa (invadir un país, por
ejemplo, o torturar, o mentir descaradamente, o llegar a dar un golpe de
Estado); es un término elástico, engañoso en cierta forma. Pero lo que menos
sucede, lo que más remotamente alejado de la realidad se da como experiencia
constatable, es precisamente un ejercicio democrático, es decir: un genuino y
verdadero “gobierno del pueblo”. Como vemos, entonces, esto de la democracia es
algo muy complejo, complicado, enrevesado. Es, en otros términos, sinónimo de
la reflexión sobre el poder y el ejercicio de la política. Para ser cautos no
podríamos, en términos rigurosos, ponderarla como “lo bueno” sin más,
contrapuesta –maniqueamente, por supuesto– a “lo malo”. Siendo prudentes en
esta afirmación puede citarse a un erudito en estos estudios, Norberto Bobbio,
que con objetividad dirá que “el problema de la democracia, de sus
características y de su prestigio (o de la falta de prestigio) es, como se ve,
tan antiguo como la propia reflexión sobre las cosas de la política, y ha sido
repropuesto y reformulado en todas las épocas”.
Es obvio que si democracia
se opone a autoritarismo, la vida en regímenes dictatoriales torna la
cotidianeidad mucho más dura. En ese sentido, sin ningún lugar a dudas vivir
bajo una dictadura donde no existen garantías constitucionales mínimas, donde
cualquiera puede ser secuestrado por las fuerzas de seguridad del Estado,
torturado, asesinado con la más completa impunidad, es un atropello flagrante,
un calvario. Las penurias económicas son terribles; pero por supuesto una
dictadura antidemocrática es peor: morirse de hambre, aunque sea escandaloso,
no es lo mismo que morir en una cárcel clandestina de una dictadura.
En ese sentido no está de
más recordar una muy
pormenorizada investigación desarrollada por el Programa de las Naciones Unidas
para el Desarrollo (PNUD) en el 2004
en países de América Latina donde se destacaba que el 54.7 % de la población
estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera
los problemas de índole económica. Aunque eso conllevó la consternación de más
de algún politólogo, incluido el por ese entonces Secretario General de
Naciones Unidas, el ghanés Kofi Annan (“la solución para sus problemas no radica
en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente enraizada
democracia”), ello debe
abrir un debate genuino sobre el porqué la gente lo expresa así. Democracia
formal sin soluciones económica no sirve; pero la inversa, si faltan las libertades
civiles mínimas, tampoco es el camino.
Los primeros desarrollos del socialismo construido durante el siglo XX
(Rusia, China, Cuba) comenzaron a intentar equilibrar las injusticias económicas;
pero en cuanto al ejercicio del poder popular la cuestión sigue siendo una
asignatura pendiente. Se avanzó en eso, sin dudas, al menos en la intención (la
Revolución Cultural china, o los asambleas populares cubanas, son interesantes
experiencias). Pero aún estamos lejos de poder indicar una democracia popular
de base efectiva en el campo socialista. Por otro lado, con su involución hacia
fines de siglo, la sobrevivencia de lo que no arrastró la marea de destrucción
de todo ese campo (Cuba resistió y sigue de pie) se centró en eso: la
sobrevivencia ("período especial" se dijo en la isla), y el tema de
la democracia de base, del poder popular no fue el principal punto de agenda.
¿Se puede hablar hoy de poder popular en China? ¿Qué quedó de la “dictadura del
proletariado” en los países de Europa del Este?
En las democracias no socialistas, la pregunta en torno al verdadero y
genuino “gobierno del pueblo” también sigue siendo una pregunta abierta. Desde
el triunfo de las burguesías modernas sobre los regímenes feudales en Europa, o
de la consolidación de las colonias americanas de Gran Bretaña como Estados
Unidos de América con su empuje descomunal, la construcción del mundo moderno,
de las “democracias industriales o democracias de libre mercado” –como suele
llamárselas– sigue obedeciendo más que nada a una lógica donde unos pocos
factores de poder (básicamente económico) son los que controlan; el gobierno de
las mayorías, el verdadero y genuino poder de las mayorías, sigue siendo
también una asignatura pendiente. Quien manda, fundamentalmente, es el mercado.
No hay dudas que fue un paso adelante en relación con el absolutismo
monárquico; pero de ahí a gobierno del pueblo dista una gran distancia.
Tal como agudamente lo destacó Paul Valéry: “la política es el arte
de evitar que la gente tome parte en los asuntos que le conciernen”. Dicho en otros términos: los factores de
poder no ceden nunca en su dominación, en su posición de sojuzgamiento del sojuzgado.
La democracia que se construyó con la inauguración del mundo burgués moderno
(donde Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña marcaron el rumbo) se asienta en
la dominación de los grandes propietarios industriales. El pueblo gobierna sólo
a través de sus
representantes. Pero, ¿a quién representan los gobernantes? ¿Gobierna el
pueblo?
En la forma de Estado democrático parlamentario moderno, el surgido
hacia fines del siglo XVIII, se supone que los ciudadanos eligen a sus representantes
por medio del voto, y cada cierto tiempo estos gobernantes son reemplazados por
otros. La sociedad, entonces, se gobernaría a partir de la decisión de las
grandes masas soberanas. Pero a decir verdad los verdaderos factores de poder
nunca son elegidos por la población.
¿No es que los movimientos económicos los regula el mercado? Si es
así, son muchas las preguntas que se abren y quedan sin respuesta: ¿quién y
cómo decide los flujos de oferta y demanda, los porcentajes de desocupación que
hay, la acumulación de riqueza y la multiplicación de la pobreza? Si es el
mercado ¿qué decidimos con la rutina electoral de cada cierto tiempo? ¿Quién ha
salido de la pobreza asistiendo puntual a los comicios? ¿Quién decide las
políticas de las grandes corporaciones mundiales que fijan la marcha económica
de la población planetaria? ¿Alguien votó por ello? ¿Quién decidió, a través de
qué proceso de elección popular se estableció que todos tenemos que consumir,
por ejemplo, un refresco como Coca-Cola y no otro, agua potable o un refresco local
hecho con hierbas naturales? ¿Hubo algún plebiscito, referéndum o proceso
eleccionario para decidir las políticas comunicacionales de los grandes
monopolios de la información, aquellos que moldean nuestro punto de vista día a
día, minuto a minuto, los que imponen lo que se debe pensar y lo que no? ¿Se
consultó a la población planetaria para formar un infame Consejo de Seguridad
en el seno de la Organización de Naciones Unidas con derecho a veto formado
sólo por cinco Estados? ¿Por medio de qué elecciones populares se deciden las
guerras? ¿Hubo alguna consulta democrática para decidir la catástrofe
medioambiental que produjo la voracidad del gran capital? ¿Algún ciudadano del
mundo votó para terminar con los bosques, con la capa de ozono, para secar fuentes
de agua dulce? ¿Quién eligió, y por medio de qué mecanismo, lo que tenemos que
consumir para divertirnos? –léase: películas de Hollywood o videojuegos, cada
vez más extendidos… ¡y violentos!–. ¿Quién es el que decide sobre quién puede
tener armas nucleares y quién no: la gente con su voto? Y todos los llamados
“grupos vulnerables” (minorías étnicas, discapacitados, homosexuales,
seropositivos, niñez en riesgo, discriminados por el motivo que sea) ¿qué
participación real tienen en el ejercicio del poder? ¿Algún negro eligió
democráticamente ser pobre? ¿Alguna mujer decidió ser condenada a trabajar más
que un varón y a ganar menos?
Es decir, si se profundiza la estructura íntima de los sistemas
políticos, siguen surgiendo las preguntas: ¿a quién representan los representantes
del pueblo en las democracias formales? Los políticos profesionales de las democracias
parlamentarias, ¿representan a los pobres, a los excluidos, a las mujeres
hechas a un lado, a los indigentes, a los desesperados de toda laya que pueblan
la Tierra? ¿Por qué hay tan pocas mujeres, o indígenas, e negros en los cargos
electivos de cualquier país?
Las decisiones que marcan el destino del mundo –la economía, la guerra,
los modelos culturales dominantes– jamás se toman democráticamente. Luego de
decididas por unos pocos –la citada observación de Valéry es más que oportuna
entonces– se busca “evitar que la gente tome parte en los asuntos que le
conciernen” pero haciendo
creer que participa, que decide. En buena medida, hasta ahora eso es la
política. Tal como dijo alguna vez el escritor argentino Jorge Luis Borges: al
menos hasta ahora, tal como la conocemos, “la democracia es una ficción estadística”.
Ahora bien: esto abre una serie de reflexiones que es muy importante
desarrollar.
La idea respecto a que “la masa es estúpida y no piensa” es, como mínimo,
muy sencilla. Sin dudas, tal como se ha venido dando la organización de todas
las sociedades de clases, la minoría en el poder supo manipular a las grandes
masas. Pero eso no significa que la gente sea intrínsecamente tonta; menos aún,
que merezca ser tratada como tonta. No hay ninguna duda –la historia y la
experiencia lo enseñan– que la psicología de las masas presenta características
peculiares que no pueden entenderse desde el punto de vista de lo individual.
Puestos en masas, transformados en hombre-masa, todos desaparecemos como sujeto
para constituirnos en un colectivo y seguir la corriente; y es cierto que, en
tanto colectivo, en tanto grupo indiferenciado, no hay razonamiento crítico.
Pero esto no invalida la posibilidad de reflexión, y mucho menos, no autoriza a
la manipulación de la masa. ¿En nombre de qué, con qué derecho una elite puede
manipular a una gran mayoría? No se puede ser tan superficial, tan falto de
rigor científico y decir que “a la gente le gusta eso” Más que superficial, eso
escamotea la verdad –por no decir que es totalmente cuestionable en términos
éticos–.
Como formulación de ciencia social explicar algo en función de una presunta
“estupidez” connatural es restringido: la gente podrá ser “tonta” (ahí está
Homer Simpson como su ícono), pero hay límites a la tontera. Si fuéramos tan
tontos y prefiriésemos “naturalmente” nuestra condición de esclavos, seguiríamos
bajo el látigo del amo esclavista. ¡Pero hay Espartacos! Por todos lados en la
historia han surgido Espartacos, y siguen surgiendo. Y cada vez más las
poblaciones (esas masas manipulables a las que se intenta conformar con el pan
y circo –ayer gladiadores, hoy Hollywood, fútbol y telenovelas–), cada vez más
van abriendo los ojos, despertando, exigiendo derechos, dando saltos hacia
delante, aunque también sigan consumiendo los que se les ordena y pensando lo
que las usinas mediáticas informan. Cada vez más la historia nos muestra poblaciones
que se rebelan y protestan, alzan la voz, participan en su vida política.
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