por Marcelo Colussi
“Estoy de puta madre”. “Estoy de puta, madre”.
La comunicación siempre guarda un equívoco
En la historia de las ideas diversas han sido las formas de presentar la “esencia” de lo humano. Quizá todas ellas (la racionalidad, -“animal racional” dirá Aristóteles-, el trabajo –“su esencia probatoria”, dirá Hegel y retomará Marx-, la relación con el otro -“La esencia del ser-ahí se funda en su existencia”- afirma Heidegger), en definitiva, de distinta manera están hablando de lo mismo; en otros términos, siempre ha quedado claro que el ser humano se diferencia del reino animal porque va más allá de lo biológico, hay un salto sin vuelta atrás respecto del instinto: ningún otro pariente natural piensa, inventa cosas, modifica el medio circundante, se constituye en tanto tal a partir del colectivo del que hace parte. En lo animal, el instinto lo explica todo; en lo humano no. Tampoco, ningún otro animal domina a otros de su misma especie por una pura cuestión de deseo (de poder), es racista o ejerce el patriarcado. Quizá todo ello: uso de la razón, ser trabajador, dialéctica amo-esclavo, son distintas caras de una misma moneda. Quizá también -sin ánimo de ser novedosos sino como una posible lectura más de un fenómeno harto complejo- podríamos decir que lo que nos define es la posibilidad de engañar.
Insistimos: no hay con esto del engaño como esencia, como atributo básico, ninguna novedad intelectual. El psicoanálisis y el genial descubrimiento freudiano (el inconsciente, “estructurado como un lenguaje”, agregará luego Lacan) no otra cosa dijeron: el ser humano es el único animal que habla, por tanto, que miente. Hacer uso de símbolos -más allá de los puros mecanismos instintivos- implica un engaño originario. Hablar es, por tanto, dejar siempre abierta la posibilidad de engañar. El símbolo, en tanto convención, roza esta arista del engaño: el discurso es la negación de la cosa concreta. Engaño no malicioso, podría decirse; engaño más allá de la intención. La ambigüedad semántica, la anfibología, el chiste en tanto juego de palabras, son piezas fundantes de lo humano. Y junto a ello, el engaño intencionado: doble moral, transgresión, manipulación descarada.
Claro que el psicoanálisis tiene un campo bien específico: la clínica. Ahora bien: esta idea del engaño en tanto esencia de nuestra humana condición puede ser llevada más allá del ámbito “psicopatológico”; más allá, incluso, de lo que Freud utilizó para presentar el ámbito del inconsciente: el sueño, la equivocación cotidiana, todo tipo de lapsus. Para toda madre, su vástago es siempre “la cosita más linda del mundo”. ¡Vaya engaño! Crecemos creyendo esa “mentira” originaria; nos constituimos y vivimos toda la vida soportando y dramatizando ese engaño. La ilusión (¿mentira?) de ser dueños de nuestras decisiones fundamentales, nos mantiene. “Yo miento, y cuando digo que miento, digo la verdad”, podrá decir Lacan.
Pero ese nivel de engaño, de mentira originaria y fundante, no es solo la dinámica del sujeto individual; toda la construcción del colectivo tiene que ver con ese mecanismo, con esa dialéctica. En ese sentido, el engaño hace parte fundamental de la arquitectura social. Si las luchas en torno al poder constituyen el motor mismo de la historia de toda la humanidad, el engaño está siempre implícito en ellas. El campo de lo político -escenario donde se vehiculizan las relaciones de poder- no es en definitiva sino el arte del engaño, de la manipulación. Esto no significa que los políticos profesionales, que la casta política -cualquiera sea en cualquier país- sean éticamente “malos”, malignos, perversos. No se trata ahí de “psicópatas” puestos en acción (aunque la “profesión” de político en nuestra sociedad actual implica cierta cuota de talante psicopático: ¿quién puede ser un mentiroso de profesión sin sentir vergüenza?). Significa, en todo caso, que el ejercicio del poder, de todo poder, se basa en un engaño primigenio. ¿Cómo, si no, podría darse que un grupo siempre numéricamente menor ejerza el poder sobre una mayoría? La fuerza bruta es determinante, sin dudas; pero inmediatamente surge la pregunta de ¿por qué esa mayoría no reacciona? ¿Por qué, siendo numéricamente mucho más grande, no se saca de encima, fuerza bruta de por medio, a ese pequeñísimo grupo que le domina? Porque más allá de las armas con que son dominadas, también juega un papel básico -quizá el fundamental- otro tipo de armas: el engaño.
“El cliente siempre tiene la razón”, “mi amor: eres lo más importante en mi vida”, “una empresa que piensa en usted”, “¡qué bueno era el finado!”, “usted no es un cliente: es un amigo”, “juro por dios y la patria”, el abrazo navideño cuando todos nos “queremos como hermanos”, etc., etc.: la vida social es una suma casi infinita de medias verdades, de frases hechas que siempre ocultan algo. Es decir: las relaciones humanas conllevan estructuralmente un núcleo de engaño. “el malentendido entre los seres hablantes (...) no es accidental ni contingente, sino estructural”, afirma Jacques-Allain Miller.
¿Pero por qué esto? ¿Por qué insiste y se repite infinitas veces este nivel de mentiras, de manipulaciones, de viles abusos? Decir simplemente que es “una humana tendencia” lo dice todo y no dice nada. Y lo peor es que, si nos quedamos con esa simple respuesta, no hay posibilidad de hacer nada al respecto (pudiera pasar por “natural”, casi de orden biológico, por tanto, no quedaría más que la resignación).
Es evidente -la experiencia de lo concreto aquí y ahora, así como la exégesis histórica lo revelan- que el engaño va de la mano de la constitución humana misma; el hecho mismo de hablar, de usar símbolos, nos torna en “mentirosos” (la comunicación siempre está fallida dando lugar al equívoco. Véase el epígrafe). El amor eterno, tantas y tantas veces jurado, dura… un corto tiempo (¿no es eterno?); y la preocupación por los otros es tal a partir de intereses egoístas: aunque la solidaridad es posible, el otro es, en principio, un instrumento para mi satisfacción, desde el pecho materno hasta el empleado a nuestro cargo, desde el cliente “cuya satisfacción es lo único que nos interesa” (¿alguien lo podrá creer?) hasta el “débil” del grupo con quien cometemos “bullyng”. Aunque la tradición cristiana pregone insistentemente el “amor incondicional” y el poner la segunda mejilla después de abofeteada la primera, la experiencia nos muestra que no todos podemos ser la Madre Teresa (felizmente incluso). ¿No hay algo de engañoso en esa actitud de samaritanismo total y absoluto? ¿Podría construirse un mundo de Madres Teresas abnegadas? Sin dudas que no, y de hecho hay muy pocas personas con esas características (¿“psicopatológicas”? cabría preguntarse). Nos somos dioses para poder perdonar todo, dar todo, estar volcado sólo hacia el otro. Los sueños, deseos e intereses -más allá de la Madre Teresa- son siempre en primera persona, egocéntricos e inmediatistas. ¿Por qué la Madre Teresa podía “dar todo por los otros” pero nunca tuvo pareja y murió virgen? ¿Cuál es el engaño en juego allí?
Que podamos -y debamos intentarlo con todas las fuerzas- ser solidarios, es una cuestión; pero ello no debe cegarnos ante la dificultad de establecer una ética universal de la solidaridad. La solidaridad es posible, a veces, en un mar de, digámoslo así, no mucha solidaridad. La ética cristiana pregona el amor para con todos los congéneres, pero no pasa de la caridad, que no debe confundirse con solidaridad de igual a igual, entre pares. Y la “cooperación internacional”, que otorga el Norte próspero al Sur paupérrimo, no pasa de ser una nueva estrategia de dominación disfrazada de altruismo. En otros términos: nuestra ética occidental y cristiana dice una cosa -amor eterno e incondicional, etc., etc.- pero hace otra. Sería tonto negar que el engaño está instalado. ¿No son toda una institución las y los amantes? Aunque se jure amor eterno, ahí están ellas y ellos (¿para qué hay tantos moteles, podríamos preguntarnos?). ¿No constituyen también una institución los hijos no reconocidos de los sacerdotes? Quizá, con más modestia, podemos aspirar a una ética no de la caridad (que presume que siempre hay uno por debajo mío, al que le puedo dar la limosna) sino de la igualdad (todos somos iguales, pero iguales de verdad, no sólo en los papeles). El socialismo lo intentó, y lo sigue intentando. Quién sabe cuándo se consiga, pero hay que seguir la búsqueda. El amor incondicional al prójimo, pregonado tanto por la Iglesia católica como por el Che Guevara, no va más allá del espejismo -en su nombre se pueden cometer los peores atropellos-; pero eso no quita que nos debamos plantear críticamente la cuestión: ¿estamos obligados a amar o a respetar al otro?
No intentaremos aquí profundizar más en los vericuetos de esta humana condición del engaño; pero sí, para no equivocarnos en lo que podemos aspirar en tanto proyecto humano, debemos entender bien qué significa fijar ciertas reglas mínimas de sobrevivencia. Aunque nos es tan difícil escapar a la mentira (más exactamente: no podemos escapar a ella, porque nos constituye), hay normas que le acotan su campo. Para eso están las leyes. Es decir: las formulaciones civilizadas de lo que se puede y lo que no se puede hacer, lo permitido y lo no permitido, lo que establece las pautas de funcionamiento de una sociedad. No podemos forzar el amor -y mentira que amamos infinitamente-, pero sí el respeto.
La ley funciona porque, pese a poder ser evitada, transgredida, burlada -esa es una constante posible en lo individual (¿quién, alguna(s) vez(ces) no pasó un semáforo en rojo con el vehículo, copió en un examen, evadió impuestos o se “tiró una cana al aire”?), tiene eficacia en lo colectivo. Aunque engañemos, aunque pasemos la vida engañando (en el ejercicio del poder ello es más evidente: ¿no es eso la ideología?, las élites económicas sobre las grandes masas trabajadoras, los varones sobre las mujeres, los dirigentes sobre los dirigidos), el todo social se resguarda a sí mismo con una ética, con una normativa de lo que no se puede transgredir. La ley, aunque injusta -“La ley es lo que conviene al más fuerte”, enseñó Trasímaco de Calcedonia- (las leyes cambian con la historia, y seguirán cambiando: la ley de la propiedad privada, por ejemplo, puede -y debe- cambiar. Alguna vez no existió, y podrá dejar de existir), la ley, decíamos, es lo único que le pone freno al engaño. Aunque quienes las manejen sean expertos en engaños, por supuesto.
La utopía marxista de “un mundo de productores libres asociados donde sobraría el Estado” suena promisoria. Por ahora no se le ve a la vuelta de la equina, pero se puede pensar en trabajar por un mundo de mayor justicia, de mayor equidad. Eso no excluye el engaño como razón de ser de lo humano (el nombre propio que cada uno porta es lo menos propio que tenemos, matriz de todas las posteriores mentiras con que construimos el mundo), pero una cosa no excluye la otra. Aunque el malentendido, la ambigüedad y por tanto cierto nivel de malestar en la relación interhumana sean estructurales, podemos -y debemos- seguir luchando por mayores cuotas de justicia, de equidad.