(Un joven ex marero de alguna barriada “peligrosa” de Guatemala)
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Ciudad de Guatemala |
En términos generales, en todo momento las juventudes fueron discordantes con la ideología y los modos culturales dominantes. Para un mundo adultocéntrico, la rebeldía juvenil siempre constituye una afrenta. Así pasó con cualquier “grito juvenil” que se alzó como contestatario. Pero en los imaginarios colectivos actuales –ganados por un pensamiento conservador que va de la mano de la visión neoliberal que recorre el mundo, montada en la globalización del libre mercado, el éxito y el “sálvese quien pueda”– la juventud, más que una esperanza, suele asociársela a violencia, droga, y de ahí a circuitos de criminalidad, a marginalidad peligrosa. Sin negar que esta conexión en verdad pueda suceder en alguna ocasión, desde esa óptica conservadora y prejuiciosa “juventud” –al menos una parte de la juventud: la juventud pobre, la que marchó a la ciudad y habita los barrios pobres y plagados de violencia, la que no tiene mayores perspectivas– es intrínsecamente una bomba de tiempo. Por tanto, hay que prevenir que no estalle. Y ahí están a la orden del día las campañas de prevención para evitarlo.
En estas últimas décadas se ha ido construyendo una visión de la juventud donde esa rebeldía, que incluso décadas atrás estuvo puesta al servicio de ideales de transformación social, es entendida más bien como un “peligro” en ciernes. Más aún si se trata de la juventud de los barrios excluidos, de las barriadas pobres de las principales urbes. En la Ciudad de Guatemala ello ha pasado a ser ya un estigma solidificado: joven de barrio pobre es equivalente a peligroso. Por tanto: hay que prevenir. Surge así una serie de programas “preventivos”.
¿Prevención de qué? ¿Qué se está previniendo con los programas de prevención juvenil? ¿Cuáles son los supuestos implícitos ahí?
La idea de prevención que se maneja pareciera que apunta a prevenir que los jóvenes delincan, pero no que sean pobres. Este último punto pareciera no tocarse; lo que al sistema le preocupa es la incomodidad, la “fealdad” que va de la mano de lo marginal: ser un marero, ser un asocial, no entrar en los circuitos de la integración. Lo que está en la base de este pensamiento es una sumatoria de valores discriminatorios: estar tatuado, utilizar determinada ropa o provenir de ciertas áreas de la ciudad ya tiene un valor de estigma. ¿Qué se busca prevenir entonces con esas acciones?
Desde ya no todos los jóvenes representan ese modelo de supuesta peligrosidad que dictamina la conciencia dominante, de joven como sinónimo de sospechoso. Por supuesto, hay muchas más opciones. Como contraparte deberían indicarse, por un lado, casi en la antípoda del supuestamente violento y peligroso, el joven “integrado”, aquel que podríamos llamar “comprometido” desde estos nuevos esquemas de participación que parecieran darse ahora, con un compromiso light, despolitizado, en sintonía con la idea de responsabilidad social empresarial, que puede hacer parte de cualquier voluntariado, muy a la moda hoy día. No es el “comprometido” de décadas atrás, cuando “compromiso” significaba abrazar ideas de cambio, de transformación social, que llevó a muchos, incluso, a optar por el camino de una lucha armada.
De todos modos, no todo se reduce al simplismo de “integrados” exitosos y “marginales” peligrosos; además puede anotarse una enorme variedad de jóvenes donde se da un entrecruzamiento de figuras, de modelos socio-culturales: aquel que no quiere participar en nada, el desinteresado, el que “llena su cabeza de rock”, el que se mete a una iglesia. Lo que sí es claro es que la juventud politizada y con ansias revolucionarias de años atrás, la juventud con ese tipo de “compromiso” al que nos referíamos más arriba, hoy no está presente. Quizá no desapareció por completo, pero al menos está invisibilizada.
A partir de todo lo anterior es importante preguntar cómo se van construyendo las categorías que usamos, aquellas con las que miramos la realidad. Entonces, ¿qué previenen las campañas de prevención de la violencia para los jóvenes? Según un prejuicio muy extendido en la sociedad guatemalteca, se identifica casi automáticamente violencia con delincuencia. Por tanto, al hablar de “prevención de la violencia” se está hablando de “prevención de la delincuencia”, de la transgresión.
Según el instalado prejuicio dominante, hay un continuum entre violencia urbana y juventud. En ese sentido, la mayoría de las campañas de prevención de la violencia que se desarrollan tienen por objetivo prevenir que básicamente los jóvenes no ingresen a circuitos transgresores. En ese planteamiento se filtra un preconcepto: los jóvenes de las colonias urbano-precarias son potenciales delincuentes. ¿Por qué no plantear, entonces, que se prevengan las causas por las que hay colonias precarias, que sin duda son un caldo de cultivo para la aparición de conductas en conflicto con la ley penal a partir de una compleja sumatoria de factores? ¿Por qué no prevenir que no haya pobreza, precariedad, exclusión?
En realidad, y contrariando el prejuicio mencionado, la gran mayoría de jóvenes no ingresa en pandillas. El estereotipo –mediático en muy buena medida– que identifica sin más colonia pobre con “cueva de delincuentes” es así puesto en duda. Es evidente que en los sectores marginalizados de las grandes ciudades, donde se dan asentamientos precarios, poblamientos desorganizados, improvisados, atentatorios contra la calidad de vida de quienes ahí residen, hay un marco que propicia conductas transgresoras, porque desde los orígenes los habitantes de esos lugares han sido transgredidos. De hecho, vivir en esas adversas condiciones ya es una transgresión contra esos moradores, pues se violan elementales derechos humanos. Pero es sumamente peligroso criminalizar la pobreza: violencia urbana hay en todos lados y con distintas modalidades. En las barriadas pobres, evidentemente, hay altas cuotas de violencia; la cuestión es entrever sus causas (que son múltiples y complejas) y proponer vías de alternativa. Pero sin olvidar nunca que la violencia se esparce por todos los rincones de la sociedad. La forma suprema de la violencia: la guerra, la deciden y llevan a cabo (¡y se benefician!) los sectores más privilegiados, los más alejados de la pobreza. No olvidarlo nunca. ¿A qué pobre se le consulta para iniciar una guerra?
Cuando se pregunta por “la violencia” nunca aparece, al menos en primer término, la violencia de género, o el racismo. Mucho menos, la violencia estructural1. De todos modos es sabido que esas violencias (las que pusieron en marcha la guerra interna en Guatemala, la más mortífera de todos los conflictos bélicos intestinos de estas últimas décadas en Latinoamérica)2 no aparecen en principio como principal problema. Hay una rápida identificación de violencia con delincuencia; pero en esa caracterización no aparece, por ejemplo, el delito de cuello blanco. ¿Cuándo cae preso un banquero, un empresario explotador, un gran evasor fiscal? “Es delito robar un banco”, decía Bertolt Brecht, “pero más delito aún es fundarlo”.
Junto al prejuicio que identifica barrio pobre con violencia, o joven de estos barrios con potencial pandillero, existe otro más, que entiende la prevención como “entretenimiento” de los jóvenes (actividades recreativas varias) para que estén sanamente ocupados…, o la colocación de más alumbrado público en lugares oscuros. Y otro más aún, consistente en entender la salida laboral de jóvenes de estas colonias como la preparación en determinados oficios (albañilería, herrería, carpintería) o, desde hace algún tiempo, y en buena medida a instancias de la cooperación internacional, que es quien lo promueve, en actividades lúdicas (malabares, zancos, pintores de graffitis).
Obviamente, se traslucen ahí determinados paradigmas donde un joven de estas colonias llamadas “marginales” (¿al margen de qué?, nos preguntamos) puede (¿debe?) convertirse en un “ciudadano respetable” a través de su incorporación al circuito laboral por medio de lo que puede esperarse “normalmente” de un habitante de estas colonias. Es decir: que sea un/a trabajador/a honesto/a (léase: un asalariado/a que no protesta, o una buena ama de casa, fiel y buena madre).
Ello encubre, sin embargo, otro prejuicio: para salvarse de ser un marero, un joven debe seguir repitiendo el sistema, lo ya consabido: un asalariado/a que no protesta, una buena ama de casa. “¿Solo malabares en los semáforos o carreras técnicas (oficios) se nos puede ofrecer? Revisar eso. ¿Por qué no doctores o ingenieros también? ¿O astronautas? ¿Estamos condenados a ser obreros de maquila?”, se preguntaba el joven ya citado en el epígrafe, ex marero, ahora músico profesional de hip hop.
Cuando desde las estructuras dominantes se piensa en realizar prevención, se piensa en cómo mantener el estado de cosas dado, evitando que aparezca este “cuerpo extraño” de la violencia. Pero no se piensa, por ejemplo, en la violencia estructural (telón de fondo primigenio que posibilita la aparición de estos delincuentes de barrio, que no son los de cuello blanco, por cierto) ni tampoco en la violencia de género, el machismo-patriarcal dominante que da lugar a una cultura de violencia normalizada y ya aceptada. O la herencia dejada por la guerra, muy poco o nada trabajada desde el Estado. La impunidad de los eternamente impunes ¿no es también una forma de violencia, quizá la primera y más importante? Uno de los primeros cronistas de la colonia española en lo que hoy día es Guatemala, Bernal Díaz del Castillo, en el siglo XVI pudo decir sin ninguna vergüenza, impunemente: “Vinimos a estas tierras a servir a su Majestad, a traer la fe católica y a hacernos ricos”. Parece que eso se ha perpetuado, y esa violencia sigue presente sin solución de continuidad al día de hoy. Matando y esclavizando una buena cantidad de indígenas, muchos se hicieron ricos efectivamente. Y el guardaespaldas que años después cuidó esas fortunas durante la reciente guerra civil, el ejército, profundizó esa impunidad. Para muestra, lo sucedido con su ícono por excelencia, el general José Efraín Ríos Montt: condenado por genocidio a 80 años de prisión inconmutables, pasó solo un día detenido, y luego su situación quedó en el aire. La impunidad reinante, desde el cronista del siglo XVI hasta la situación actual, ¿no es acaso la más monstruosa forma de alimentar la violencia?
La experiencia cotidiana, e investigaciones serias realizadas sobre la materia, permiten concluir categóricamente que la gran mayoría de jóvenes de las barriadas pobres, desestimando el prejuicio dominante, rehúye a la violencia, cumple las normas sociales de convivencia, y si bien vive en un clima de hostigamiento y dificultades, prefiere escapar a las conductas transgresoras. ¿Cómo hacen los jóvenes –y también los adultos– para sobrevivir en medio de ese clima agresivo? La respuesta más frecuente es escondiéndose, no metiéndose en nada: “de la casa al trabajo o al centro de estudio, y de allí a la casa”. “En estas colonias no se vive; ¡se sobrevive!”, expresó un líder comunitario consultado sobre el asunto.
¿Por qué un joven de estos barrios, prejuiciosamente llamados “áreas rojas” o “marginales”, se integra a una pandilla, a una mara? Primera cuestión: la amplia mayoría, el 90% de los jóvenes, no lo hace. Hay suficientes estudios consistentes que así lo evidencian. La gran mayoría sigue los patrones llamados “normales” de integración social: estudia, trabaja, busca sobrevivir, asume con resignación que es un pobre de un sector pobre, repite el sistema, acepta y reproduce los valores de su medio, vive inmerso en las dificultades normalizadas de su entorno, y si no encuentra salidas, se va como inmigrante irregular a Estados Unidos. Solo una minúscula porción se integra a la vida pandilleril.
Por otro lado, quizá lo más importante: alguien se integra a una mara porque eso es siempre una salida posible. En el medio de la pobreza, la exclusión histórica, el cierre de oportunidades y la marginación crónica que sufren, el ingreso a uno de estos grupos está siempre abierto. La mara funciona como “familia sustituta”, y no habiendo muchas más oportunidades, algunos (10%) dan ese paso.
Es común, casi obligado, hablar hoy día de “prevención de la violencia juvenil”. Ahora bien: cualquier iniciativa de prevención de la violencia urbana tiene que partir de un enfoque integral, basado en el reconocimiento de que la violencia no es más que el síntoma de un conjunto de problemáticas sociales concentradas en áreas precarias urbanas. “Si de chiquito te marginan, te toca trabajar de lustrabotas, te tratan mal, te ningunean…, llega un momento que no te da vergüenza ponerle la pistola en la cabeza a alguien para robarle. Es casi una venganza ante tantos golpes recibidos”, reflexionaba un muchacho integrado a maras.
Las explicaciones de estos fenómenos tan complejos deben ser estructurales, por lo que no es suficiente implementar programas que entretienen o distraen a la juventud sin que los jóvenes sean parte de proyectos macro y de largo plazo –tanto de duración en las colonias donde se implementen como en su efecto en el sujeto–. Es decir, que sean programas enfocados en el desarrollo integral del individuo desde su niñez hasta ser adulto y que le otorguen recursos personales, sociales y profesionales para poder contribuir positivamente a su entorno y ejercer autonomía en su vida.
En vez de prevenir que alguien sea un “mal” ciudadano, mejor prevenir que sea un “marginado” por la sociedad. Pero viviendo en un barrio marginal, con hambre, sin educación, en medio de la exclusión sistemática, recibiendo prejuicios invalidantes todo el tiempo, sin encontrar muchas opciones para ser ese “ciudadano ejemplar” más que siendo un asalariado mal pagado o un ama de casa resignada, la puerta de entrada a la transgresión está siempre abierta. Valga esta última reflexión como síntesis de lo que debería ser una verdadera prevención: “En el mundo hay 150 millones de niños en la calle. Ninguno de ellos vive en Cuba”. Lo mismo podría decirse de un joven marero. ¿Por qué allí no hay niños ni jóvenes marginados que roban o extorsionan? No porque se les enseñe a hacer malabares en un semáforo o se les ponga una cancha de fútbol en sus barrios, sino porque son tratados integralmente como seres humanos con dignidad.
1 Definimos violencia estructural siguiendo a Johan Galtung como la “opresión” de uno sobre otro y la “explotación” en cualquier de sus formas sociales.
2 200,000 muertos, 45,000 desaparecidos, más de un millón de personas desplazadas internamente y hacia el exterior, de acuerdo a los datos aportados por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH: 1999).