“Nuestra
ignorancia fue planificada por una gran sabiduría”
Raúl Scalabrini Ortiz
“El
único país que tiene un proyecto serio de integración para el continente es
Estados Unidos. Aunque… claro que no es precisamente la más conveniente para
los pueblos de la región”, dijo
el Premio Nobel de la Paz, el argentino Adolfo Pérez Esquivel.
Sin dudas, aquello de “patio trasero” no es una mera
formulación retórica. ¡Es una cruda, descarnadamente cruda realidad! Durante
todo el siglo XX, y por como van las cosas también puede inferirse que el XXI,
la hegemonía de la gran potencia del Norte sobre Latinoamérica es
incontrastable. No hay dudas que en estos últimos años, digamos desde
aproximadamente el 2000 para acá, se han visto algunos hechos políticos que, en
mayor o menor medida, cuestionan la insultante y abrumadora hegemonía de
Washington para la región. Pero fríamente vistos, no alcanzan todavía a hacer
mella real en esa dominación. En todo caso –y eso es muy lícito– son una
expresión de deseos de quienes adversan al imperialismo, de quienes luchan por
la liberación de esas ataduras: intento de procesos integradores sin la
presencia de la Casa Blanca, una OEA algo más “democratizada”, la propuesta de
instancias que vayan más allá de ese organismo continental, presidentes
“progresistas” en varios países (Lula o Dilma Roussef en Brasil, Michelle
Bachelet en Chile, los Kirchner en Argentina), con un talante más o menos
anti-imperialista, o mandatarios que alzan su voz abiertamente contra el
imperialismo (el desaparecido Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia, Correa
en Ecuador). Expresiones todas que muestran nuevos tiempos: ya no es sólo Cuba
el país “díscolo”, ya no estamos en la Guerra Fría con sangrientas dictaduras
militares manejadas abiertamente por la Embajada estadounidense y con un
visceral discurso anticomunista. Pero en la realidad dura y descarnada, las
relaciones de opresión no sólo no han cambiado sino que, objetivamente, se han
profundizado en el área.
Nunca como hoy la estrategia militar hemisférica de la
Casa Blanca ha tenido tan cercado al sub-continente latinoamericano. Si bien es
muy difícil saber con exactitud la cantidad cabal de instalaciones castrenses
de Washington en la región (muchas se ocultan, se disfrazan, no se dan datos
precisos), estudios
serios hablan de más de 70 bases. Es obvio que la zona sigue siendo
prioritaria para su política hemisférica. Una de las más grandes y bien
equipadas, por cierto, está en la triple frontera
argentino-brasilero-paraguaya, donde “casualmente” se encuentra el Acuífero
Guaraní, la segunda reserva subterránea de agua dulce más grande del mundo. La
instalación de esa base en ese estratégico punto tiene como fundamento, según
el discurso oficial de la gran potencia, “la
preocupación del gobierno estadounidense por escuelas coránicas de Al Qaeda que
se habrían detectado en el área”. ¿Alguien en su sano juicio podrá creer
ese dislate, o eso simplemente es una ofensa más a nuestra inteligencia, a
nuestra dignidad?
Si alguien dijo alguna vez que Latinoamérica no
entraba en las prioridades de Estados Unidos, los hechos demuestran otra cosa: la
zona sigue siendo de importancia estratégica fundamental. Algunos años atrás,
el por entonces Secretario de Estado de la administración Bush (hijo), el
general Colin
Powell, pudo decir sin tapujos refiriéndose al proyecto de recolonización
buscado con los Tratados de ¿libre? comercio que obligó a firmar a los países
latinoamericanos (independientemente que la idea original de un tratado
colectivo –Área de Libre Comercio para las Américas, ALCA– no funcionara,
firmándose luego esos tratados bilaterales): “Nuestro objetivo con el ALCA es garantizar para las empresas
americanas el control de un territorio que va del Ártico hasta la Antártida y el libre
acceso, sin ningún obstáculo o dificultad, a nuestros productos, servicios,
tecnología y capital en todo el hemisferio.” El fin de todo ello es tener
una zona cautiva para enfrentar el avance de otros bloques y/o gigantes que
pueden disputarle la supremacía, como la República Popular China o la Unión
Europea.
Más
claro: imposible. La política continental de los grandes capitales
estadounidenses, sin importar quién ocupe circunstancialmente el Ejecutivo
(ahora un afrodescendiente “¿medio socialista?”) es mantener a su histórico
patio trasero como reserva estratégica. Reserva en un sinnúmero de aspectos:
mano de obra barata, mercado para sus propios bienes y servicios, fuente de
recursos naturales (petróleo, minerales estratégicos, agua dulce, biodiversidad
de las selvas tropicales). Para ello esta interminable cohorte de bases
militares con tecnologías de punta que controlan la región. El supuesto combate
al “flagelo” del narcotráfico puede servir como excusa perfecta. ¿O será cierto
que la DEA está terminando con el problema del consumo de drogas? O, también,
¿será real que estamos a punto de caer en manos de fundamentalistas talibanes
que invadirán el continente?
El
capitalismo actual, absolutamente globalizado y siempre conducido por la que
sigue siendo su potencia hegemónica: Estados Unidos, necesita cada vez más de
recursos energéticos y nuevos minerales para su aceleradísimo desarrollo
tecnológico. De ahí que asistimos a un nuevo despertar de las industrias
extractivas. Minerales estratégicos cada vez más sofisticados, amén del
petróleo y de los recursos hídricos como fuentes generadoras de energía, constituyen
el actual revalorizado nuevo botín en la mira. Y Latinoamérica, para su propia
desgracia, tiene mucho de todo eso.
En
relación a eso, una “piedra en el zapato” que aparece ante ese avance
arrollador del nuevo extractivismo está dado por la defensa de sus territorios
que en todo el continente americano están llevando a cabo grupos locales. De
hecho, en el informe “Tendencias
Globales 2020 – Cartografía del futuro global”, del consejo Nacional de
Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros
de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede leerse: “A comienzos del siglo XXI, hay grupos
indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020
podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de
los pueblos indígenas (…) Esos grupos
podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos
antiglobalización (…) que podrán
poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de
origen europeo. (…) Las tensiones se
manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas”.
Hoy, como dice el portugués Boaventura Sousa Santos
refiriéndose al caso colombiano en particular y latinoamericano en general, “la verdadera amenaza no son las FARC. Son
las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos indígenas y campesinos.
La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de Estados Unidos, para el
capitalismo como sistema] proviene de
aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se
encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo, riquezas
minerales], o sea, de los pueblos
indígenas”. Anida allí, entonces, una cuota de esperanza. ¿Quién dijo que
todo está perdido?
Pasadas las sangrientas dictaduras que asolaron la
región hasta la década de los 80, hoy pareciera repetirse el mismo libreto en
todos los países: fin de las dictaduras, imposición de planes de ajuste
estructural y privatización de empresas públicas, democracias formales
(“democraduras”, como las llamó Eduardo Galeano, democracias de cartón). Y aquí
viene lo que queremos destacar para este nuevo momento: con algunas variaciones
puntuales, más o menos en todos los países de la región se repiten los mismos
fenómenos: falta de politización y lucha ideológica por parte de las mayorías
populares, cultura de la pura sobrevivencia (tener trabajo ya es un lujo que hay
que cuidar a capa y espada), medios de comunicación frívolos y fútbol a granel,
explosión de iglesias evangélicas fundamentalistas y (¡hay que remarcar
fuertemente lo que sigue!): a) explosión de la delincuencia callejera, b) auge
imparable de la narcoactividad, c) grupos asociales con fuerte presencia en la
cotidianeidad (pandillas juveniles violentas, “maras” en Centroamérica, “barras
bravas” en el Río de la Plata), d) ¿linchamientos de civiles a manos de
civiles?
Toda esta complejidad social merece abordajes muy
pormenorizados. Sin dudas, hay diferencias en las historias de cada sociedad
donde se dan, y cada hecho debe entenderse en su singularidad local. Pero hay
cosas curiosas, que se repiten más o menos en forma similar. La situación de
pobreza generalizada que crearon los planes de ajuste estructural (llamados
comúnmente “neoliberales”, que en verdad no son sino un capitalismo salvaje y
descarnado), provocan respuestas más o menos similares en cualquier lado:
pauperización extrema de las poblaciones, aparición de cualquier estrategia de
sobrevivencia, y allí está la delincuencia como una posibilidad siempre a la
mano. Pero llama la atención –lo cual, insistimos, merecería estudios
comparativos muy elaborados para poder sacar conclusiones terminantes– la
“regularidad” de ciertos fenómenos. Terminan las “guerras sucias” internas en
todos los países de Latinoamérica (en general sin responsables a la vista
fomentando así la impunidad, y también en Argentina, donde si bien se juzgó a
militares, luego vinieron las amnistías del caso con lo que se reafirma la
impunidad y la corrupción), pero la “paz” nunca llega. En otros términos: las
guerras internas terminaron, pero en realidad nunca terminaron. El clima de
hiper control y militarización de la vida cotidiana, aunque “disfrazadamente”,
continuó. Ahora todas las sociedades están enfermas de esta nueva epidemia que
es la violencia delincuencial (¿nueva forma de control de las poblaciones?,
¿virtuales nuevos ejércitos de ocupación?)
Podría entenderse –sin con esto criminalizar la
pobreza– que la gran miseria económica que marca al continente lleva en forma
casi obligada a la comisión de hechos delictivos. Es probable, pero eso no
termina de explicar esta matriz que se repite casi al milímetro en toda la
zona. Ahora no hay ejércitos con estado de sitio controlando a las poblaciones
civiles…, pero hay virtuales “nuevos ejércitos” que, de algún modo, hacen la
vida difícil, que obligan a salir huyendo del centro de trabajo o de estudio
para dirigirse a las casas terminadas las jornadas, porque “la delincuencia” se
va enseñoreando de la situación, haciendo la cotidianeidad un infierno, que
llama a ser atendida con nueva “mano dura”.
Lo mismo puede decirse de la narcoactividad. En este
par de décadas, desde la finalización de las guerras internas (cada país con su
modalidad, con más o menos desaparecidos, con tierra arrasada en algún lado,
con asesinatos selectivos en otros casos, etc.) la “explosión” del tráfico y
consumo de drogas ilegales creció en forma exponencial. Y ahí está el gran país
del Norte con sus planes continentales “ayudando” a combatir el flagelo. Dicho
sea de paso, el consumo en Estados Unidos no baja nunca. ¿Qué combaten entonces
estos planes de ejércitos super sofisticados, si el tránsito de la droga desde
el Sur no se detiene?
Todo ello lleva a pensar que tras estos fenómenos: la
violencia delincuencial “desbocada”, las respuestas de “mano dura”, la
criminalización de la pobreza, la creación de un clima de sospecha paranoica
eterno, los grupos violentos y corruptos que no paran de crecer y ocupar
posiciones de poder (mafias ligadas al ejercicio político, entronización de una
cultura de la impunidad, brazos operativos discrecionales –las temibles
pandillas juveniles, el sicariato, etc.– ), todo eso podría tener un guión bien
concebido.
¿Quién mueve esos hilos? Es muy difícil, si no
aventurado, dar respuestas contundentes. Pero el solo hecho que puedan
entreverse planes maestros (así como los hubo durante las guerras internas,
planes regionales en algunos casos, como el Plan Cóndor para el Cono Sur), hace
pensar que todo este guión no es tan casual.
Hacer ciencia social rigurosa no es sólo dejar
abiertas preguntas. Eso es el inicio de toda investigación, imprescindible sin
dudas, pero no suficiente para dar las respuestas del caso. Llegar a
conclusiones válidas y útiles implica un trabajo de estudio pormenorizado,
sistemático, a veces lento y tedioso. El presente texto no es, en modo alguno,
una muestra de análisis científico de la realidad social latinoamericana. Pero
puede ser una primera intuición, quizá fundamental, para adentrarse en esas
investigaciones. ¿Por qué tan casualmente esas explosiones simultáneas, en
todos los países de la región, de los mismos fenómenos? ¿Por qué ese auge de la
delincuencia y el crimen organizado con patrones que parecen casi calcados?
Como mínimo, queda la duda. Y es ahí donde el análisis riguroso debería empezar
a echar luz.
Lo que sí puede concluirse es que, tal como dijera
Pérez Esquivel, esa “integración” de hechos, tendencias y fenómenos que
pareciera atravesar toda la región, como mínimo, llama a abrirnos razonables
dudas. Seguramente no es esa la “integración” que necesitamos.
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