por Marcelo Colussi
Desde hace algún tiempo, la ciencia social estadounidense habla de Estados fallidos. Concepto engañoso, por cierto. Los Estados no fallan. Si en todo caso hay sociedades que viven en la mayor pobreza o, mejor dicho: con enormes asimetrías a partir de una inequitativa distribución de la riqueza entre clases, eso es producto de su propia historia, de su dinámica económico-social y política. Los Estados son el mecanismo que termina legalizando esa situación.
En ese sentido: ¡no fallan! Los Estados, contrariando la “ingenua” visión escolar que los muestra como árbitro social neutro, como organizador de la vida civil, en realidad representan la violencia institucionalizada de la clase dirigente. Los Estados capitalistas defienden la propiedad privada de los medios de producción. Punto. Si además pueden dar servicios públicos (salud, educación, infraestructura básica, seguridad): bien (tal como pasa en el Primer Mundo). Si no los dan (la cruda realidad del Sur global), “que la población se aguante”. En los países pobres los Estados no fallan: no ofrecen buenos servicios, pero controlan al milímetro la seguridad de los capitales. En el Norte, donde hay más recursos, su función es la misma: se permiten dar mejores servicios públicos, pero básicamente están para asistir a los capitales (recuérdese de la cantidad interminable de salvatajes que realizan ante las grandes quiebras).
Ahora en Guatemala estamos en el año del Bicentenario. ¿Qué se festeja? ¿Independencia de qué? Las grandes mayorías, pueblos originarios y mestizos pobres, no tienen nada que festejar. Continúan los mismos males de siempre, agravados en forma exponencial por la crisis sanitaria que se vive desde el año pasado. En otros términos: Guatemala sigue postrada. Si alguien tiene algo para festejar son los grupos privilegiados, herederos en muchos casos de los amos durante la Colonia, los mismos que ahora siguen detentando la propiedad del Estado-finca que es el país. Y seguirá postrada mientras continúe siendo un país con las características actuales: capitalismo pobre, dependiente, agroexportador, mirando siempre a su amo imperial de Estados Unidos, racista y patriarcal.
El Estado, ya con 200 años, trabaja solo para mantener los privilegios de la elite dominante. Además, hoy día está ganado por mafias que lo manejan con la mayor corrupción e impunidad. El final de la guerra interna hace 25 años, si bien abrió algunas expectativas, no cambió en nada la situación de base. Guatemala continúa siendo un país empobrecido. No confundir: no es un país pobre; sucede que la riqueza nacional está muy mal repartida, muy asimétricamente distribuida. Ese es el verdadero problema de fondo, el “pecado original” del país. El Estado, que no falla, “santifica” esa realidad.
La corrupción es un mal agregado a la situación estructural, la guinda sobre el pastel. Si los políticos que dirigen los organismos de Estado fueran probos y no se quedaran con vueltos o hicieran sus buenos negocios en las sombras, tal como sucede habitualmente, la situación no mejoraría para las grandes mayorías populares. Es un espejismo, que cada vez se profundiza más, pensar que la causa última de los males de la población estriba en hechos corruptos de los gobernantes. De ese modo se naturaliza la estructura económica, dando por supuesto que es un robo descarado que un político, luego de haber pasado por la administración pública, tenga una mansión y vehículos de lujo, pero es “natural” que un empresario o un terrateniente sí los pueda poseer. El problema de la pobreza generalizada del 70% de la población no estriba en la corrupción de funcionarios venales sino en la forma en que se reparte la riqueza. Los administradores de turno, por último -partidos políticos que llegan al poder gracias al financiamiento de esos grupos privilegiados- son meros “empleados” del gran capital. Su rapiña es nada al lado de la rapiña permanente de los finqueros terratenientes, de los banqueros, de los industriales. El salario mínimo, que lo cobra apenas la mitad de toda la masa trabajadora -urbana o rural, mientras que las amas de casa no cobran nada- cubre apenas un tercio de la canasta básica. Eso lo dice todo. Por ese motivo 200 personas diariamente migran en condiciones irregulares buscando el “sueño americano”, arriesgando su vida y su dignidad.
Guatemala tiene una economía robusta en términos macros. Es la más grande del área centroamericana, y la número diez en América Latina. Pero aquí hay índices socio-económicos desastrosos. Un país donde se produce mucha comida, presenta la mitad de la población infantil con desnutrición crónica. Un país donde cada fenómeno natural que llega -huracán, terremoto, erupción volcánica- se transforma en un desastre de proporciones gigantescas. Comienza la temporada de lluvias y hay cientos de miles de afectados. ¿Por qué? Porque la estructura económico-social no permite repartir equitativamente esa riqueza, y mucho menos, prevenir lo que se sabe que va a suceder. El Estado, manejado por cualquier administración -por supuesto: siempre de derecha, muy conservadora- no varía en su función. ¡Y no falla! Cuando tiene que reprimir la protesta social, ahí está actuando a la perfección.
El año pasado llegó la pandemia de COVID-19. ¿Qué sucedió? Fue una nueva tragedia. Dejó en evidencia que el sistema nacional de salud está colapsado, y que la posterior organización de la vacunación fue igualmente un desastre. ¿Por qué? Porque no se prioriza en absoluto el bienestar de la población, sino que el Estado simplemente es un gestor de los intereses de la elite, desconociendo en forma olímpica las necesidades populares.
La pobreza crónica que define a Guatemala -70% en situación de pobreza- no es producto solo de la corrupción de la clase política: es consecuencia de la estructura misma de la sociedad, donde un minúsculo grupo se lleva prácticamente todo, y el Estado es manejado por un Pacto de Corruptos que solo roba a cuatro manos favoreciendo los grandes negocios de esa elite y de nuevos sectores en ascenso, que tomaron auge luego de la guerra interna (siempre ligados a negocios no muy santos). Eso es importante puntualizarlo: existe una cultura de impunidad que permite la explotación más descarada, el robo de bienes públicos, la represión de la protesta social: pero todo ello -incluyendo la corrupción- es consecuencia del modelo económico vigente: capitalismo pobre y dependiente.
¿Se sabe todo esto? Sí, se sabe. Cada niño que muere de hambre, o que tiene hipotecado su futuro por la desnutrición crónica que le acompaña junto al trabajo que de pequeño ya debe realizar, cada casa que es llevada por la crecida de un río en temporada de lluvias, cada mujer violentada por cualquier “macho” exponente de la cultura patriarcal que prevalece, cada miembro de los pueblos originarios que es humillado una vez más por prácticas racistas que inundan la vida cotidiana, todo eso se sabe y se podría impedir. Es la crónica de un desastre anunciado, de un desastre que la elite dominante no tiene la más mínima intención de transformar. El Estado, manejado por mafias peligrosas, santifica todo esto.
Pareciera que la sucesión de presidentes cada cuatro años elegidos “democráticamente”, no termina de resolver los problemas. Eso evidencia no, como a veces se dice, que la gente no sabe elegir, sino que esta democracia formal no alcanza. ¿Habrá que buscar otra forma de democracia entonces?
Las movilizaciones populares marcan un estado de ánimo de la población: la gente ya no aguanta más la miseria, el abandono, la crisis agravada por la pandemia de COVID-19, la corrupción galopante en el Estado. La destitución de un miembro del Ministerio Público como Juan Francisco Sandoval -de los pocos no corruptos del elenco gobernante- por la Fiscal General, en un acto que demuestra hasta qué punto el Pacto de Corruptos (políticos, empresarios, militares, crimen organizado) está presente en la estructura estatal, produjo reacciones populares, una gran indignación, mucha cólera. Con esto se abre un nuevo capítulo en las luchas sociales. Ahora bien: las causas estructurales que pusieron en marcha la guerra hace 60 años no han cambiado en lo sustancial. La cantidad de muertos, heridos, dolor y sufrimiento de más de tres décadas de conflicto armado interno son un recordatorio de las injusticias que marcan la historia del país. Ahora no hay incendios inmediatos a la vista, pero cualquier chispa lo puede volver a encender. Las movilizaciones, por lo que se ha visto en otras partes de Latinoamérica, producen efectos políticos (la Constituyente en Chile, por ejemplo). ¿Cómo seguirá la historia en Guatemala?