ESPAÑOL
Camaradas, compañeras y compañeros de Utopía Roja:
Desde hace varios años simpatizo con vuestra asociación política. En octubre del año pasado estuve en Italia, invitado a los actividades que la Fundación Ernesto Che Guevara llevaba a cabo en Sardeña. En esta oportunidad, mis conversaciones con Roberto Massari, Antonella Marazzi y Andrea Furlan me permitieron conocerla mejor.
Les escribo para solicitar mi admisión.
Soy polaco y he pasado la mayor parte de mi vida en Polonia, con dos interrupciones prolongadas: una estadía en Cuba, durante la segunda mitad de los Setenta, y una estadía en Francia, durante los Ochenta. Pertenezco a una generación que vivió el auge, la crisis y el derrumbe del llamado “socialismo real”.
A una edad tan joven que ni siquiera me atrevo precisarla, me despertaron a la vida política las grandes conmociones como la histórica derrota asestada en Dien Bien Phu al ejército colonial francés por el Ejército Popular vietnamita, el gran movimiento de masas por la democracia socialista en Polonia y la insurrección húngara en el otoño de 1956, o la dramática descolonización del Congo belga.
En aquel período de mi vida fui un seguidor apasionado del auge del nacionalismo árabe: la insurrección anticolonial en Omán por la independencia del Imamato ibadí, la Revolución iraquí y la Guerra de liberación nacional del pueblo argelino. La ayuda brindada por la izquierda anticolonialista francesa al FLN argelino me enseñó lo que era el internacionalismo proletario. Al mismo tiempo la denuncia, hecha por la Federación del FLN en Francia, de la política socialimperialista del Partido Comunista Francés era para mi la primera revelación de lo que pasaba de verdad en –y con– el llamado movimiento comunista internacional.
Sin embargo, en aquel entonces era la Revolución Cubana la que ejerció sobre mi una influencia decisiva: de la identificación con las luchas de liberación nacional en los países coloniales y dependientes, ella me llevó al socialismo y el marxismo. Para que esté claro: al socialismo y el marxismo, no al “socialismo real” y la “ideología marxista-leninista” profesada formalmente por los regímenes de Polonia y de los demás Estados del bloque soviético.
Me conmovió la increíble velocidad y radicalidad con las cuales la revolución en Cuba derrocó la dominación imperialista y el capitalismo. El 16 de abril de 1961, ante un pueblo en armas, Fidel proclamó el carácter socialista de esta revolución. Me di cuenta de que su curso hacía trizas de la teoría soviética sobre una “etapa de la democracia nacional” que los países coloniales y dependientes estaban supuestamente obligados a pasar antes de “madurar” para la revolución socialista. La lectura de un gran libro, La tragedia de la revolución china, escrito en 1938 por Harold Isaacs y prologado por Trotsky, me permitió comprender que una de las causas mayores del fracaso de numerosas revoluciones era justamente “esa política de esperar por las ‘calendas griegas’ para hacer revoluciones” que en La Habana denunciaba Fidel.
Lo que me causó entonces una enorme impresión era el enérgico y muy amplio apoyo prestado por la Revolución Cubana a los movimientos revolucionarios en América Latina y luego también en otras regiones del mundo. El ejemplo dado por esta revolución me convenció de que la política internacional de la revolución socialista significaba necesariamente una ruptura con la política de “coexistencia pacífica” que llevaban a cabo los Estados del “socialismo real”. El Che Guevara la denunció de una manera dramática e inolvidable diciendo: “La solidaridad del mundo progresista para con el pueblo de Vietnam semeja a la amarga ironía que significaba para los gladiadores del circo romano el estímulo de la plebe.”
Las ideas de Guevara, tanto sobre la extensión internacional de la revolución como sobre los problemas de la sociedad de transición desbrozaron ante mi un camino que conducía a la teoría de la revolución permanente y a la búsqueda del “otro socialismo”, alternativo al “socialismo real”. La biografía de Stalin escrita por Trotsky y la de Trotsky escrita por Deutscher me enseñaron toda una historia que se ocultaba en Polonia y en otros países del “campo socialista”: la historia de la degeneración de la Revolución Rusa y la contrarrevolución estalinista. Poco a poco comencé a comprender los terribles efectos históricos de esta contrarrevolución y de su incidencia a escala mundial. Otro libro, Los marxistas, de Wright Mills, sembró en mi espíritu los gérmenes de la idea de que el verdadero marxismo, necesariamente crítico, abierto y revolucionario, cuando vive, es heterodoxo.
Durante todo un período, me dediqué a estudiar las experiencias de los movimientos guerrilleros que, siguiendo de diversas maneras el ejemplo de la Revolución Cubana, surgían en América Latina. Bajo una fuerte influencia del Che, al igual que de Mao y Fanon, la perspectiva que me orientaba en estos estudios era “la lucha guerrillera basada en el ejército campesino” que “toma las ciudades desde el campo”. Sin embargo, para mi era obvio que una perspectiva como esta era inseparable de las experiencias de los movimientos campesinos como el que, bajo la dirección de Hugo Blanco, invadió y expropió los latifundios en el valle andino de La Convención, en Perú, como las Ligas Campesinas, dirigidas por Francisco Julião, en el Nordeste, o como los movimientos más antiguos de los llamados “fanáticos” en la misma región del Brasil.
Las obras de dos sacerdotes y sociólogos colombianos, Germán Guzmán y Camilo Torres (a este último leí antes de que cayera en la guerrilla), sobre “la Violencia” en Colombia se contaban entre las que más inspiraron mi primer escrito, El papel de la guerra revolucionaria en el desarrollo de la cultura. A comienzos de 1968, en La Habana, tuve la oportunidad de discutirlo con el monseñor Guzmán, así como con el militante revolucionario y poeta salvadoreño Roque Dalton o el comandante guerrillero y antropólogo venezolano Francisco Prada. Este opúsculo tuvo luego una difusión sorprendente: se publicó en Cuba, México, Venezuela, Argentina.
Me parecía que la segunda guerra de liberación de los pueblos indochinos y, en general, el auge de las insurgencias nacionales y sociales en el Tercer Mundo creaban las condiciones para el surgimiento, en el campo de las ciencias sociales, de una “antropología de la liberación”. Me la imaginaba como una “contraantropología de la insurgencia”, “puesta al servicio del conocimiento y la emancipación de los grupos sociales desposeídos por el capital”, y opuesta a la antropología de la contrainsurgencia, que se desarrollaba entonces al servicio del Pentágono. Lo planteé en mi ponencia enviada al IX Congreso Internacional de Ciencias Antropológicas, Etnológicas y Sociales, en Chicago en 1973, y luego publicada por Mouton de La Haya en dos libros de World Anthropology Series.
Fue en el curso de los debates en la revista Current Antropology en torno a la crisis generada en la antropología norteamericana por el papel que sectores de la misma desempeñaban en la contrainsurgencia que establecí una de mis relaciones más importantes, a saber, con André Gunder Frank. En Europa del Este yo era el primer partidario de su teoría de la dependencia. No obstante, estaba simultáneamente bajo una fuerte influencia teórica althusseriana y, por esta razón, estaba desgarrado entre la teoría de Frank y la teoría de los modos de producción, cuya conciliación resultó muy difícil si no imposible.
En Cuba, donde me había instalado en 1975, me alejé de la primera y abracé la segunda, tanto más que me dediqué a “leer El Capital”. En este mismo período, siguiendo a Raniero Panzieri y Quaderni Rossi, comencé a darme cuenta de que El Capital era una obra incompleta: le faltaba la “economía política de la clase obrera”, y que su inexistencia pesaba enormemente, de manera negativa, sobre la teoría y la práctica política marxista. Hoy lo confirma Michael Lebowitz, en su obra muy importante, Beyond Capital. Esta reorientación hacia la clase obrera que experimenté en Cuba la consolidó mi contacto con militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP) argentino. Aunque colaboré mucho con el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) chileno, adherí al PRT.
Su dirigente, Mario Roberto Santucho, ya había caído en combate contra la dictadura militar, y el PRT-ERP mismo estaba derrotado; funcionaba esencialmente en el exilio y se desintegraría algunos años más tarde. Como quiera que sea, me encontré, por primera vez en mi vida, en un partido obrero. Era un precioso vínculo con las extraordinarias experiencias del movimiento obrero argentino, que no solamente me permitío asimilarlas sino me armó y capacitó para asumir tareas militantes en la revolución obrera en Polonia. Ella estalló medio año después de mi retorno de Cuba.
La explosión de julio-agosto de 1980 se convirtió en un gran movimiento de ocupación de fábricas, llevando al país al borde de una huelga general y a una situación de dualidad de poderes. Por primera –y única– vez en la historia del “socialismo real”, la clase obrera conquistó el derecho de huelga y la libertad sindical. Adherí al Sindicato Autogestor Independiente “Solidaridad” [Solidarnosc] apenas éste comenzó a formarse, en mi ciudad natal. Lodz era uno de los mayores centros industriales de Polonia. Incorporado a una fuerza de tareas creada por la dirección regional del sindicato, participé en el otoño de 1980 en la fundación de Solidaridad en 40 empresas. Desde enero de 1981, fui uno de los dirigentes nacionales del movimiento por la “autogestión obrera”, comprendida como poder de los consejos obreros.
En mayo de 1981 fui elegido a la ejecutiva de la dirección regional de Solidaridad, desde la cual apoyé y orienté el movimiento de los consejos obreros que se desarrollaba con una velocidad vertiginosa. Trabajé también en la dirección de una de las dos coordinadoras interregionales de este movimiento –la más radical– que habían surgido. En otoño de 1981, en el histórico I Congreso Nacional de Delegados de Solidaridad en Gdansk, participé en la elaboración del “programa de la República Autogestora”, adoptado por este congreso. Durante el congreso, la lucha por la autogestión obrera se convirtió en el enfrentamiento central del movimiento obrero independiente con el régimen burocrático.
Fue también en aquel momento, durante las deliberaciones en Gdansk, que adherí a la Cuarta Internacional. Esta adhesión era un resultado natural de la interacción de tres factores: primero, mi identificación cada vez mayor con el pensamiento teórico y político de Trotsky, en el cual –sin el menor afán de disminuir a Lenin o Luxemburg– descubrí al más grande pensador marxista del siglo XX; segundo, la necesidad, que yo sentía cada vez más, de pertenecer a una organización política internacional, dotada de un programa de la revolución socialista mundial; y tercero, las formidables actividades que la Cuarta Internacional llevó a cabo en solidaridad con la revolución polaca y, después de su derrota, con la resistencia de los trabajadores polacos a la dictadura burocrática.
Con la instauración del “estado de guerra” y de un régimen militar, el 13 de diciembre de 1981, el poder burocrático aplastó al movimiento obrero independiente. Estos sucesos me sorprendieron en Francia, a donde había llegado tres días antes. Allí pasé los años Ochenta, hasta el derrumbe final del “socialismo real”. Milité en la Liga Comunista Revolucionaria que era la sección francesa de la Cuarta Internacional. Militar en ella era para mi era un verdadero privilegio político: estoy convencido de que la LCR era la mejor organización marxista revolucionaria activa en Europa del Oeste en la segunda mitad del siglo XX.
El movimiento obrero polaco jamás se levantó de la derrota que había sufrido en diciembre de 1981. La caída del “socialismo real” se convirtó en Polonia, como en los demás países del bloque soviético, en una verdadera catástrofe que era la restauración capitalista. La resposabilidad por este desastre histórico incumbe por entero a la capa parasitaria de la burocracia. Ella no sólo usurpó el poder que correspondía legítimamente a la clase obrera y jamás se le devolvió. Además, ejerciendo su dictadura, impidió la construcción del socialismo, socavando y destruyendo sus bases, desprestigiándolo y creando así las condiciones para la restauración del capitalismo.
Estoy trabajando en Polonia por la reconstrucción del movimiento obrero y la izquierda radical, anticapitalista y socialista, sin ceder a la aplastante impresión de que se trata de un trabajo de Sísifo.
Me parece que la adhesión a Utopía Roja es una buena idea.
(Varsovia, 24 de marzo de 2013)
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ITALIANO
DALLA POLONIA: ADESIONE A UTOPIA ROSSA, di Zbigniew Marcin Kowalewski
Compagne e compagni di Utopia Rossa,
da diversi anni simpatizzo con la vostra associazione politica. Nell’ottobre dello scorso anno sono stato in Italia, invitato alle iniziative organizzate in Sardegna dalla Fondazione Ernesto Che Guevara. In quell’occasione le mie conversazioni con Roberto Massari, Antonella Marazzi e Andrea Furlan mi permisero di conoscerla meglio.
Vi scrivo per chiedere la mia adesione. Mi presento brevemente.
Sono polacco e ho trascorso la maggior parte della mia vita in Polonia, eccetto due prolungati intermezzi: un soggiorno a Cuba nella seconda metà degli anni Settanta e uno in Francia negli anni Ottanta. Appartengo a una generazione che ha vissuto l’ascesa, la crisi e il crollo del cosiddetto «socialismo reale».
A un’età così giovane che non mi azzardo neppure a precisare, mi risvegliarono alla vita politica grandi emozioni come la storica sconfitta inflitta, a Dien Bien Phu, all’esercito coloniale francese da parte dell’Esercito popolare vietnamita, il grande movimento di massa per la democrazia socialista in Polonia, l’insurrezione ungherese nell’ottobre del 1956 e la drammatica decolonizzazione del Congo belga.
In quella fase della mia vita sono stato un appassionato seguace dell’ascesa del nazionalismo arabo: l’insurrezione anticoloniale in Oman per l’indipendenza dell’imamato Ibadì, la rivoluzione irachena e la guerra di liberazione nazionale del popolo algerino. L’aiuto offerto dalla sinistra anticolonialista francese al Fln algerino mi insegnò cosa fosse l’internazionalismo proletario. Allo stesso tempo la denuncia, fatta dalla Federazione del Fln in Francia, della politica socialimperialista del Partito comunista francese fu per me la prima rivelazione di che di cosa accadeva in realtà nel - e con - il cosiddetto movimento comunista internazionale.
Tuttavia, in quel momento fu la Rivoluzione cubana a suscitare in me un’influenza decisiva: dall’immedesimazione con le lotte di liberazione nazionale nei paesi coloniali e dipendenti, mi portò verso il socialismo e il marxismo. Che sia chiaro: al socialismo e al marxismo, non al «socialismo reale» e all’«ideologia marxista-leninista» professata formalmente dai regimi della Polonia e degli altri Stati del blocco sovietico.
Mi emozionò l’incredibile velocità e radicalità con cui la rivoluzione a Cuba sconfisse la dominazione imperialistica e il capitalismo. Il 16 aprile 1961, di fronte a un popolo in armi, Fidel proclamò il carattere socialista di questa rivoluzione. Ciò mi fece capire che l’esperienza cubana faceva a pezzi la teoria sovietica sulla «tappa della democrazia nazionale» che i paesi coloniali e dipendenti dovevano obbligatoriamente attraversare prima di «essere maturi» per la rivoluzione socialista. La lettura di un gran libro, La tragedia della rivoluzione cinese, scritto nel 1938 da Harold Isaac con l’introduzione di Trotsky, mi permise di comprendere che una delle principali cause della sconfitta di molte rivoluzioni era proprio «questa politica di aspettare le “calende greche” per fare le rivoluzioni» che Fidel denunciava all’Avana.
Ciò che allora mi provocò un’impressione enorme fu l’energico e amplissimo appoggio dato dalla Rivoluzione cubana ai movimenti rivoluzionari in America latina e poi anche in altre parti del mondo. L’esempio dato da quella rivoluzione mi convinse che la politica internazionale della rivoluzione socialista implicava necessariamente una rottura con la politica della «coesistenza pacifica» praticata dagli Stati del «socialismo reale». Che Guevara la denunciò in modo drammatico e indimenticabile affermando: «La solidarietà del mondo progressista con il popolo del Vietnam è simile all’amara ironia rappresentata per i gladiatori del circo romano dall’incitamento della folla».
Le idee di Guevara sia sull’ampliamento internazionale della rivoluzione che sui problemi della società di transizione, spalancarono di fronte a me un cammino che portava alla rivoluzione permanente e alla ricerca dell’«altro socialismo» alternativo al «socialismo reale». La biografia di Stalin scritta da Trotsky e quella di Trotsky scritta da Deutscher mi insegnarono tutta una storia che veniva tenuta nascosta in Polonia e negli altri paesi del «campo socialista»: la storia della degenerazione della Rivoluzione russa e della controrivoluzione stalinista. Poco a poco cominciai a comprendere i terribili effetti storici di quella controrivoluzione e della sua incidenza su scala mondiale. Un altro libro, I marxisti, di Wright Mills, seminò nel mio spirito i germi dell’idea che il vero marxismo, necessariamente critico, aperto e rivoluzionario, quando vive, è eterodosso.
Per tutta una fase, mi dedicai a studiare le esperienze dei movimenti guerriglieri che nascevano in America latina, seguendo in diversi modi l’esempio della Rivoluzione cubana. Sotto la forte influenza del Che, ma anche di Mao e di Fanon, la prospettiva che mi orientava in questi studi era «la lotta guerrigliera basata sull’esercito contadino « che «prende le città a partire dalla campagna». Tuttavia, per me era ovvio che una simile prospettiva era inseparabile dalle esperienze dei movimenti contadini come quello che, sotto la direzione di Hugo Blanco, invase ed espropriò i latifondi nella valle andina de La Convenciòn in Perù, come le Leghe contadine dirette da Francisco Julião nel Nordest, o come i movimenti più antichi dei cosiddetti «fanatici» nella stessa regione del Brasile.
Le opere di due sacerdoti e sociologi colombiani, German Guzmán e Camilo Torres (quest’ultimo lo lessi prima che cadesse durante la guerriglia), su «la Violenza» in Colombia, sono tra quelle che ispirarono il mio primo saggio, Il ruolo della guerra rivoluzionaria nello sviluppo della cultura. All’inizio del 1968, all’Avana, ebbi l’opportunità di discuterlo con monsignor Guzmán, e anche con il militante rivoluzionario e poeta salvadoregno Roque Dalton e il comandante guerrigliero e antropologo venezuelano Francisco Prada. L’opuscolo ebbe poi una sorprendente diffusione: venne pubblicato a Cuba, in Messico, Venezuela, Argentina.
Mi sembrava che la seconda guerra di liberazione dei popoli indocinesi e, in generale, l’emergere delle insurrezioni nazionali e sociali nel Terzo mondo, stessero creando le condizioni per il manifestarsi, nel campo delle scienze sociali, di un’«antropologia della liberazione». Me la immaginavo come una «controantropologia dell’insurrezione», «messa al servizio della conoscenza e dell’emancipazione dei gruppi sociali spossessati dal capitale», e contrapposta all’antropologia della controinsurrezione che si sviluppava allora al servizio del Pentagono. Esposi queste idee nella mia relazione inviata al IX Congresso internazionale delle scienze antropologiche, etnologiche e sociali, a Chicago, nel 1973, e successivamente pubblicata da Mouton de L’Aia in due testi della World Anthropology Series.
Fu nel corso del dibattito sulla rivista Current Anthropology a proposito della crisi generata nell’antropologia nordamericana dal ruolo che alcuni suoi settori avevano nella controinsurrezione, che stabilii uno dei miei rapporti più importanti, cioè quello con André Gunder Frank. Nell’Europa dell’Est io fui il principale sostenitore della sua teoria della dipendenza. Ciononostante, ero contemporaneamente anche sotto una forte influenza althusseriana e, per questa ragione, ero lacerato tra la teoria di Frank e quella dei modi di produzione, la cui conciliazione era molto difficile, se non impossibile.
A Cuba, dove mi ero stabilito nel 1975, mi allontanai dalla prima e abbracciai la seconda, tanto più che mi stavo dedicando a «leggere Il Capitale». In quello stesso periodo, seguendo Raniero Panzieri e i Quaderni rossi cominciai a rendermi conto che Il Capitale era un’opera incompleta - gli mancava «l’economia politica della classe operaia» - e che la sua inesistenza pesava enormemente, in modo negativo, sulla teoria e la pratica politica marxista. Oggi lo conferma Michael Lebowitz, nella sua opera molto importante, Beyond Capital [Oltre il Capitale]. Questo riorientamento verso la classe operaia che sperimentai a Cuba, fu consolidato dai miei rapporti con militanti del Partito rivoluzionario dei lavoratori-Esercito rivoluzionario del popolo (Prt-Erp) argentino. Sebbene collaborassi molto con il Movimento della sinistra rivoluzionaria (Mir) cileno, aderii al Prt.
Il suo dirigente, Mario Roberto Santucho, era già caduto in combattimento contro la dittatura militare, e il Prt-Erp stesso era stato sconfitto; funzionava essenzialmente in esilio e si sarebbe disgregato qualche anno dopo. Comunque sia, per la prima volta nella mia vita mi trovai dentro un partito operaio. Era un prezioso legame con le straordinarie esperienze del movimento operaio argentino, che non solo mi permise di assimilarle, ma mi fortificò e rese capace di assumere compiti militanti nella rivoluzione operaia in Polonia. Questa scoppiò sei mesi dopo il mio ritorno da Cuba.
L’esplosione di luglio-agosto del 1980 si trasformò in un grande movimento di occupazione di fabbriche, portando il paese sull’orlo di uno sciopero generale e di una situazione di dualismo di poteri. Per la prima - e unica - volta nella storia del «socialismo reale», la classe operaia conquistò il diritto di sciopero e la libertà sindacale. Aderii al Sindacato autogestito indipendente Solidarnosc appena questo iniziò a formarsi, nella mia città natale. Lodz era uno dei maggiori centri industriali della Polonia. Inserito in un gruppo d’intervento creato dalla direzione regionale del sindacato, partecipai nell’ottobre del 1980 alla fondazione di Solidarnosc in 40 imprese. Dal gennaio 1981 fui uno dei dirigenti nazionali del movimento per l’«autogestione operaia», intesa come potere dei consigli operai.
Nel maggio del 1981 fui eletto nell’esecutivo della direzione regionale di Solidarnosc, dal quale appoggiai e orientai il movimento dei consigli operai che si sviluppava con una velocità vertiginosa. Lavorai anche nella direzione di un dei due coordinamenti interregionali di questo movimento - la più radicale - che si erano costituiti. Nell’ottobre del 1981, nello storico I Congresso nazionale dei delegati di Solidarnosc a Gdansk, partecipai all’elaborazione del «Programma della Repubblica autogestita», adottato dal congresso stesso. Durante il congresso, la lotta per l’autogestione operaia si trasformò nello scontro centrale del movimento operaio indipendente con il regime burocratico.
Fu proprio in quel momento, nel corso delle deliberazioni a Gdansk, che aderii alla Quarta internazionale. Questa adesione era il risultato naturale dell’intreccio di tre fattori: 1) la mia identificazione sempre più totale con il pensiero teorico e politico di Trotsky, nel quale - senza con questo voler sminuire Lenin o Luxemburg - scoprivo il più grande pensatore marxista del XX secolo; 2) la necessità, che avvertivo sempre di più, di appartenere ad un’organizzazione politica internazionale, dotata di un programma per la rivoluzione socialista mondiale; 3) la formidabile attività che la Quarta internazionale organizzò in solidarietà con la rivoluzione polacca e, dopo la sua sconfitta, con la resistenza dei lavoratori polacchi contro la dittatura burocratica.
Con l’instaurazione dello «stato di guerra» e del regime militare, il 13 dicembre del 1981, il potere burocratico annientò il movimento operaio indipendente. Questi eventi mi sorpresero in Francia, dove ero arrivato tre giorni prima. Lì trascorsi gli anni Ottanta, fino al crollo finale del «socialismo reale». Ho militato nella Lega comunista rivoluzionaria che era la sezione francese della Quarta internazionale. Militare in essa, rappresentava per me un vero privilegio politico: sono convinto che la Lcr fosse la miglior organizzazione marxista rivoluzionaria attiva in Europa occidentale nella seconda metà del XX secolo.
Il movimento operaio polacco non si è più risollevato dalla sconfitta subita nel dicembre 1981. La caduta del «socialismo reale» si è trasformata in Polonia - come negli altri paesi del blocco sovietico - in quella vera e propria catastrofe rappresentata dalla restaurazione capitalistica. La responsabilità di questo disastro ricade interamente sullo strato parassitario della burocrazia. Non solo questa aveva usurpato il potere che apparteneva legittimamente alla classe operaia, ma mai lo restituì. Inoltre, esercitando la sua dittatura, aveva impedito la costruzione del socialismo, minando e distruggendo le sue basi, screditandolo e creando così le condizioni per la restaurazione del capitalismo.
Oggi in Polonia sto lavorando per la ricostruzione del movimento operaio e la sinistra radicale, anticapitalista e socialista, senza cedere alla schiacciante sensazione che sia un lavoro di Sisifo.
Credo che l’adesione a Utopia Rossa sia una buona idea.
(Traduzione: Antonella Marazzi)
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ENGLISH
FROM POLAND: A LETTER OF ADHESION TO RED
UTOPIA, by Zbigniew Marcin Kowalewski
Comrades, fellowmen and women from Red
Utopia:
For several years I have been a
sympathizer of your political association. In October of last year I went to Italy invited to the events which the Ernesto
Che Guevara Foundation was carrying out in Sardinia.
I had then the chance to better understand your association through the
conversations I held with Roberto Massari, Antonella Marazzi and Andrea Furlan.
I am writing to ask to be admitted.
I will briefly introduce myself.
I am Polish and have spent most of my
life in Poland, with two
prolonged interruptions: a stay in Cuba
during the second half of the 70’,
and a sojourn in France
in the 80’.
I belong to a generation who witnessed the momentum, the crisis and the fall of
so-called “real socialism”.
At such an early age that I wouldn´t even
dare to be precise about, I was awaken into political life by such great
commotions as the historical defeat that the Vietnamese Popular Army inflicted
to the French colonial army in Dien Bien Phu, the huge mass movement in favor
of socialist democracy in Poland and the 1956 Hungarian insurrection or the
dramatic decolonization of Belgian Congo.
In that period of my life, I was a
passionate follower of the rise of Arabian nationalism: the anti-colonialist
insurrection in Oman
in support of the independence of the Imam ruled zone of Ibadi, the Iraqi
revolution and the national liberation war waged by the Algerian people. The
help which the French anti-colonialist left offered to the Algerian NLF taught
me what proletarian internationalism could be. While the denounce made by the
NLF federation in France, of the French communist party’s social-imperialist
policy was the first revelation of what was really going on with –and within-
the so-called international communist movement.
Nevertheless, back then the Cuban
revolution was for me the most decisive influence: it took me, from the
identification with national liberation struggles in colonial and dependent
countries, to socialism and Marxism, and not to the “real socialism” and the
“Marxist-Leninist ideology” professed by the Polish regime and other states
within the Soviet block.
I was moved by the incredible speed and
radical action with which the Cuban revolution overthrew the imperialist
domination and capitalism. On April 16, 1961, before an armed population, Fidel
proclaimed the socialist character of this revolution. I realized that the
process was shattering to pieces the Soviet theory about “a phase of national
democracy” which colonial and dependents countries were supposedly forced to go
through before being “ripe” enough for socialist revolution. The reading of
such a great book as The tragedy of the
Chinese revolution, written in 1938 by Harold Isaacs with a prologue by
Trotsky, allowed me to understand that one of the major causes of failure for
many revolutions was precisely “that policy of waiting ad calendas graecas in order to make revolutions” as Fidel was
denouncing in Havana.
What caused me then a powerful impression
was the strong and wide support offered by the Cuban revolution to
revolutionary movements in Latin America and
later on in other regions of the planet. The example set by this revolution
convinced me of the fact that a socialist revolution´s international policy
necessarily meant to break with the “peaceful coexistence” policy carried out
by “real socialism” states. Che Guevara, in a dramatic and unforgettable
manner, denounced it by saying that: “The progressive world’s solidarity with
the Vietnamese people resembles the bitter irony which meant, for gladiators in
the Roman circus, to be stimulated by the plebs.”
Guevara’s ideas, either about the
international extension of revolution or about the problems of a transition
society, paved for me a way towards a theory of permanent revolution and a
search for “other socialism” as an alternative to “real socialism”. Stalin’s
biography written by Trotsky, and Trotsky´s written by Deutscher taught me a
whole history which was hidden in Poland as well as in other
countries of the “socialist field”: the history of the degeneracy of the
Russian revolution and of Stalinist counterrevolution. Step by step, I started
to understand the terrible historic effects of this counterrevolution and its
worldwide impact. Another book, Wright Mills’ The Marxists, instilled in me the idea that real Marxism,
necessarily critical, open and revolutionary, must be heterodox in order to
stay alive. Throughout this period, I devoted myself to the study of those
guerrilla movements which, following in various ways the Cuban revolution’ s
example, were arising in Latin America. Under a strong influence of Che, Mao
and Fanon, the leading perspective in those studies was “guerrilla struggle
based on a “rural army” which “occupies cities from the countryside”.
Nevertheless, it was obvious to me that such perspective was inseparable from
the experiences of rural movements like the one which, under Hugo Blanco’s
leadership, invaded and expropriated the land-masses in the Andes’ La
Convención valley, in Peru, or like the Ligas Campesinas, directed by Francisco
Julião, in the Brazilian Northeast, or like the older so-called “fanatical”
movements in that very same area.
The works of two Colombian priests and
sociologists, Germán Guzmán and Camilo Torres (the latter I read before he was
killed in the guerrilla), about “Violence” in Colombia were among the most
inspiring for my first writing, The role
of revolutionary war in the development of culture. At the beginning of 1968, in Havana,
I had the chance to discuss it with Monseigneur Guzmán, as well as with the
Salvadoran revolutionary militant and poet Roque Dalton or the Venezuela
guerrilla commander and anthropologist Francisco Prada. This short treatise had
later a surprising diffusion: it was published in Cuba,
Mexico, Venezuela and Argentina.
It seemed to me that the second
liberation war for the peoples of Indochina and, in general, the rise of
national and social insurgencies in the Third World were creating conditions
for the apparition, in the social sciences field, of an “anthropology of
liberation”. I could imagine it as “counter-anthropology of insurgence”, “put
into the service of knowledge and emancipation of those social groups
dispossessed by capital”, and opposed to the anthropology of counter-insurgence
which was then being developed to serve the interests of the Pentagon.
I put it thus in an account sent to the
IX International Congress of Anthropological, Ethnologic and Social Sciences
held in Chicago in 1973, which was later published by Mouton, in Den Hague in
two books of the World Anthropology Series.
It was during the debates of the Current Anthropology magazine around the
crisis which American anthropology was suffering due to the role played in
counter-insurgence by some of its sectors, that I made one very important
acquaintance, namely with André Gunder Frank. In Eastern
Europe, I was the first advocate of his dependence theory.
Nevertheless, I was at the same time under a strong theoretical influence from
Althusser and, for this reason, I was torn between Frank’s theory and the
theory of modes of production, whose conciliation was very difficult if not
impossible.
In Cuba, where I settled in 1975, I
moved away from the first and so much embraced the second one that I devoted
myself to “reading The Capital”. In this precise period, following Raniero
Panzieri and Quaderni Rossi, I
started to realize that The Capital
was an incomplete work: it lacked the “political economy of the working class”,
and that this insufficiency had enormous negative bearings upon Marxist theory
as well as political practice. That is today confirmed by Michael Lebowitz in
his crucial Beyond Capital. This
re-orientation towards the working class which I experienced in Cuba
was consolidated by getting in touch with militants of the Argentinian Partido Revolucionario de los
Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP). Although I
collaborated a lot with the Chilean Movimiento de Izquierda Revolucionaria
(MIR), I adhered to the PRT.
Its leader, Mario Roberto Santucho, had
already died in combat against the military dictatorship and the organization
itself was defeated; it was basically functioning in exile and would
disintegrate some years later. In any case, I found myself for the first time
in my life inside a working class party. It was a precious bond with the
extraordinary experiences of the Argentinian working class movement which
allowed me not only to assimilate them but also enabled me to assume militant
tasks in the Polish working class revolution which erupted half a year after my
return from Cuba.
The explosion of July-August, 1980,
turned out to be a great factories occupation movement which took the country
to the brink of a general strike and a duality of powers situation. For the
first –and only- time in the history of “social realism”, the working class
conquered the right to strike and to union freedom. I adhered to the
Independent Auto-Managed Union “Solidarity” [Solidarnosc] as soon as this started to form, in my hometown. Lodz was one of the biggest industrial centers in Poland. As part
of a task force of the union’s regional direction, I participated in the fall
of 1980 in
the foundation of Solidarity in 40 enterprises. Since January 1981, I became
one of the national leaders of the “workers auto-management” movement,
understood as power for the workers’ councils.
In May 1981, I was elected to the
executive branch of Solidarity’s regional direction, in which position I backed
and guided the movement of the workers’ councils which was growing at amazing
speed. I also worked in the direction of the more radical of the two
inter-regional coordinators of the movement. In the fall of 1981, in the historic
First National Congress of Solidarity’s delegates, in Gdansk,
I participated in the elaboration of the “program for the Auto-Managing Republic”,
adopted by this congress. During the congress, the struggle for the workers’
auto-management was the central confrontation between the independent labor
movement and the bureaucratic regime.
It was also at that moment, during the
deliberations held in Gdansk,
when I adhered to the Fourth International. This adhesion was the natural
result of the interaction of three factors: first, my increasing identification
with Trotsky’s theoretical and political thought, in which I discovered –with
no intention to overlook Lenin’s or Luxemburg’s’ the greatest 20th century
Marxist thinker; second, the also increasing need to belong to an international
political organization, endowed with a program for the socialist world
revolution; and third, the outstanding activities which the Fourth
International carried out in solidarity with the Polish revolution and –after
its defeat- with the Polish workers resistance against the bureaucratic
dictatorship.
With the instauration of the “state of
war” and of a military regime, on December 13 1981, the bureaucratic power
crushed the independent labor movement. These events happened three days after
my arrival in France
where I spent the rest of the 80’
till the final fall of “real socialism”. I became part of the Revolutionary
Communist League, the French section of the Fourth International. To do so was
for me a true political privilege: I am convinced that this was the best
revolutionary Marxist organization active in Western
Europe in the second half of the 20th century.
The Polish labor movement never recovered
from the defeat it suffered in December 1981. The fall of “real socialism”
meant for Poland,
as much as for the other countries of the Soviet block, a real catastrophe in
terms of capitalist restoration. The responsibility for this historic disaster
lies completely in the parasitic bureaucratic class which not only usurped the
power legitimately corresponding to the working class to never give it back but
also, by exerting its dictatorship, which prevented the construction of
socialism, undermining and destroying its basis and prestige, thus creating the
conditions for the capitalist restoration.
I am working in Poland for the
reconstruction of the labor movement and the radical left, anti-capitalist and
socialist, without giving in to the overwhelming impression that it is a
typical Sisyphus’ work.
It seems to me that the adhesion to Red
Utopia is a good idea.
Revolutionarily,
Zbigniew
(Warsaw,
March 24, 2013)
(Traduction: Omar Pérez)
* * * * *
PORTUGUÊS
DA POLÔNIA: ADESÃO À UTOPIA
VERMELHA, por Zbigniew Marcin Kowalewski
Camaradas e companheir@s de Utopia Vermelha,
Há vários anos simpatizo pela vossa associação política. No Outubro do ano
passado foi à Itália, convidado para iniciativas organizadas em Sardenha pela
Fundação Ernesto Che Guevara. Naquela ocasião graças às minhas conversas com
Roberto Massari, Antonella Marazzi e Andrea Furlan tive a possibilidade de um conhecimento
melhor.
Escrevo-vos para pedir a minha adesão. Apresento-me brevemente.
Sou polaco e passei a maior parte da minha vida em Polônia, excepto dois
entremeios prolongados: uma estadia em Cuba na segunda metade dos anos ’70 e uma
na França nos anos ’80. Pertenço a uma geração que viviu a ascenção, a crise e
a queda do chamado “socialismo real”.
Tendo uma idade tão jovem que nem ouso precisar, foi despertado à vida
política por grandes emoções como a histórica derrota infligida em Dien Bien Phu ao exército
colonial francês pelo Exército popular vietnamita, o grande movimento de massa
pela democracia socialista na Polónia, a insurreição húngara no Outubro de 1956 e a dramática descolonização do Congo
belga.
Naquela fase da minha vida foi un partidário apaixonado pela ascenção do
nacionalismo árabe: a insurreição anticolonial em Oman pela independéncia do
imamato Ibadí, a revolução iraquiana e a guerra de libertação nacional do povo
argelino. A ajuda oferecida pela esquerda anticolonialista francesa ao Fln
argelino ensinou-me o que fosse o internacionalismo proletário. No mesmo tempo
a denúncia da política social-imperialista do Partido comunista francês feita
pela Federação do Fln na França foi para mim a primeira revelação sobre o que
acontecia realmente no interior do (e com o) chamado movimento comunista
internacional.
Porém, naquela altura foi a Revolução cubana que me produziu uma decisiva
influência: partindo da identificação com a luta de libertação nacional nos
paises coloniais e dipendentes, aquela influência conduziu-me rumo ao
socialismo e ao marxismo. Seja claro: ao socialismo e ao marxismo, não ao
«socialismo real» nem à «ideologia marxista-leninista» formalmente professada
pelos regimes da Polónia e dos Estados do bloco soviético.
Deu-me emoção a incrível velocidade e radicalidade da derrota da dominação
imperialista e do capitalismo realizada em Cuba pela revolução. A 16 de Abril
de 1961, perante um povo em armas, Fidel proclamou o carácter socialista desta
revolução. Isto fez-me compreender que a experiência cubana esfrangalhou a
teoria soviética da «etapa da democracia nacional» que os paises coloniais e
dependentes deviam atravessar como fase orbigatória antes da maturidade para a
revolução socialista. A leitura dum grande livro, A tragédia da revulução chinesa, escrito em 1938 por Harod Isaac,
com a introdução de Trotsky, fez-me compreender que uma das causas principais
da derrota de muitas revoluções era precisamente «esta política de espera das
“calendas gregas” para fazer as revoluções», denunciada por Fidel na Havana.
Uma impressão enorme foi-me dada pelo apoio enérgico e amplíssimo que a
Revolução cubana deu aos movimentos revolucionários na América latina e depois
noutras partes do mundo. O exemplo desta revolução convenceu-me que a política
internacional da revolução socialista envolvia necessariamente uma ruptura com
a política da «coexistência pacífica» praticada pelos Estados do «socialismo
real». Che Guevara denunciou-a duma maneira dramática e inesquecível afirmando:
«A solidariedade du mundo progressista para com o povo do Vietnam parece a
ironia amarga contida no incitamento da multidão aos gladiadores do circo
romano».
As idéias de Guevara, quer sobre a ampliação internacional da revolução
quer sobre os problemas da sociedade de transição, foram abertura dum caminho
rumo à revolução permanente e à procura dum «outro socialismo» alternativo ao
«socialismo real». O ensinamento dado-me pela biografia de Estaline escrita por
Trotsky, e a de Trotsky escrita por Deutscher, foi que uma história inteira
ficava escondida em Polônia e noutros países do «campo socialista»: a história
da degeneração da Revolução russa e da contra-revolução estalinista. Devagar devagar
comecei a compreender os efeitos históricos terríveis daquela contra-revolução
e a incidência dela em escala mundial.
Outro livro, Os marxistas, por
Wright Mills, semeou no meu espírito os germes desta idéia: o marxismo
verdadeiro, necessariamente crítico, aberto e revolucionário, quando vive, é
heterodoxo.
Durante uma fase enteira dei-me ao estudo das experiências dos movimentos
guerrilheiros que nasciam na América latina, seguindo de maneiras diferentes o
exemplo da Revolução cubana. Sob a influência forte do Che, mas também de Mao e
Fanon, estes estudos estavam orientados pela perspectiva da «luta guerrilheira
baseada no exército camponês» que «toma a cidade partindo do campo». Porém para
mim tratava-se duma perspectiva naturalmente inseparável das experiências dos
movimentos camponeses, como o que dirigido por Hugo Blanco invadiu e expropriou
os latifúndios no vale andino de La Convención no Perú, como as Ligas camponesas
dirigidas por Francisco Julião no Nordeste, ou como os mais antigos movimentos
dos chamados «fanáticos» na mesma região do Brasil.
As obras de dois padres e sociólogos colombiános, German Guzmán e Camilo
Torres (tinha lido este último antes da sua morte na guerrilha), sobre «a
Violência» na Colómbia, foram entre as fontes de inspiração do meu primeiro
ensaio, O papel da guerra revolucionária
no desenvolvimento da cultura. No início de 1968, na Havana, tive a
oportunidade de discutir este ensaio com monsenhor Guzmán, e também com o militante
revolucionário e poeta salvadorenho Roque Dalton e o comandante guerrilheiro e
antropólogo venezuelano Francisco Prada. O meu folheto teve depois uma difusão
surpreendente: foi editado em Cuba, México, Venezuela, Argentina.
Parecia-me que a segunda guerra de libertação dos povos indochineses e, em
geral, o emergir das insurreições nacionais e sociais no Terceiro Mundo, criassem
as condições para a formação duma antropologia da libertação no campo das
sciencias sociais, que imaginava como uma «contra-antropologia da insurreição»,
«posta ao serviço do conhecimento e da emancipação dos grupos sociais desapossados
pelo capital», e contraposta à antropologia da contra-insurreição naquela
altura desenvolvida ao serviço do Pentágono. Apresentei estas idéias no meu
relatório enviado ao IX Congresso internacional de sciencias antropológicas, etnológicas
e sociais, em Chicago, em 1973, e depois publicada pelo Mouton da Haia em duas
partes na World Anthropology Series.
Durante o debate na revista Current
Anthropology sobre a crise produzida na antropologia norteamericana pelo
papel desenvolvido por alguns sectores na contra-insurreição, establecei um das
minhas mais importantes relações, quer dizer com André Gunder Frank. Na Europa
do Leste eu foi o principal partidário da sua teoria da dependência. Apesar
disso, eu estava sob uma influência althusseriana forte e, por esta razão,
estava dilacerado entre a teoria de Frank e a dos modos de produção, cuja
conciliação era muito dificil, se não impossível.
Em Cuba, onde estabelecei-me em 1975, deixei a primeira teoria e aceitei a
segunda. Sobre tudo porque me dedicava a «ler O Capital». Na mesma altura, seguindo Raniero Panzieri e os Quaderni Rossi, comecei a dar-me conta
de que O Capital era uma obra não
acabada – faltava-lhe «a economia política da classe operária» - e que esta
falta pesava enormemente, e negativamente, sobre a teoria e a praxe política
marxista. Hoje confirma-o Michael Lebowitz, na sua obra muito importante, Beyond Capital [Além do Capital]. Esta orientação para com a classe operária,
experimentada em Cuba, foi consolidada pelas minhas relações com militantes do
argentino Partido revolucionário dos
trabalhadores-Exército revolucionário do povo (Prt-Erp). Embora colaborasse
muito com o chileno Movimento da esquerda
revolucionária (Mir), aderi ao Prt.
O seu dirigente, Mário Roberto Santucho, já tinha morrido em combate contra
a ditadura militar, e o próprio Prt-Erp estava derrotado; funcionava
essencialmente no exílio e alguns anos depois desagregou-se. Seja como for,
pela primeira vez na minha vida estava dentro dum partido operário. Tratava-se
duma ligação preciosa com as experiências extraordinárias do movimento operário
argentino, o que não só me permitiu a assimilação destas experiências, mas me
fortificou e me deu a capacidade de assumir tarefas militantes na revolução
operária em Polônia.
Esta rebentou seis meses após o meu regresso de Cuba. A
explosão de Julho-Agosto de 1980 tornou-se um grande movimento de ocupação das
fábricas, conduzindo o pais à beira duma greve geral e duma situação de
dualismo de poderes. Pela primeira – e única – vez na história do «socialismo
real», a classe operária conquistou o direito de greve e a liberdade sindical.
Aderi ao Sindicato autogerido e independente Solidarnosc logo que se formou, na minha cidade natal. Lodz era um
dos maiores centros industriais da Polônia. Como membro dum grupo de
intervenção criado pela direcção regional do sindicato, participei na fundação
de Solidarnosc em 40 firmas no Outubro de 1980.
Desde Enero de 1981 fui um dos dirigentes nacionais do movimento pela
«autogestão operária», vista como poder dos conselhos operários.
Em Maio de 1981 fui eligido para o executivo da direcção regional de
Solidarnosc, desde o qual apoiei e orientei o movimento dos conselhos operários
que se desenvolvia com velocidade vertiginosa. Trabalhei também na direção dum
das duas coordenações inter-regionais deste movimento – a mais radical. Em
Outubro de 1981, no histórico I Congresso nacional dos delegados de Solidarnosc
em Gdansk, partecipei na elaboração do «Programa da República autogerida»,
adoptado pelo próprio congresso. Durante o congresso a luta pela autogestão
operária converteu-se num conflito central entre o movimento operário
independente e o regime burocrático.
Foi proprio naquela altura, durante as deliberações em Gdansk, que aderi à
Quarta internacional. Esta adesão foi o resultado natural do conjunto de tres
factores: 1) a minha identificação cada vez maior com o pensamento teórico e
político de Trotsky, onde – e sem por isso querer apoucar Lenin ou Luxemburg –
descobria o maior pensador marxista do século XX; 2) a necessidade – cada vez
mais forte – de pertencer a uma organização política internacional, com un
programa pela revolução socialista mundial; 3) a formidável actividade
organizada pela Quarta internacional em solidariedade com a revolução polaca e,
após a sua derrota, com a resistência dos trabalhadores polacos contra a
ditadura burocrática.
Após a instauração do «estado de guerra» e do regime militar, a 13 de
Dezembro de 1981, o poder burocrático aniquilou o movimento operário
idependente. Acontecimentos que me encontraram na França: tinha chegado tres
dias antes. Neste pais passei os anos ’80, até ao desmoronamento final do socialismo
real». Militei na Liga comunista
revolucionária, a secção francesa da Quarta internacional. Militar nesta
organização representava para mim um verdadeiro privilégio político: estou
ainda convencido de que fosse a melhor organização marxista activa em Europa
ocidental na segunda metade do século XX.
O movimento operário polaco não se reerguiu da derrota do Dezembro de 1981. A queda do
«socialismo real» tornou-se – como noutros paises do bloco soviético – uma
verdadeira catástrofe por causa da restauração capitalista. A responsabilidade
deste desastre pertence inteiramente à camada parassitária da burocracia. Não
só esta tinha usurpado o poder que legitimamente pertencia à classe operária,
mas nunca o devolveu. Além disso, a sua ditadura tinha impedido a construção do
socialismo, minando-lhe e desutruindo as bases necessárias, descreditando-o e
criando assim as condições para a restauração do capitalismo.
Hoje na Polônia trabalho pela reconstrução do movimento operário e da
esquerda radical, anticapitalista e socialista, sem ceder à sensação esmagadora
que seja um trabalho de Sísifo.
Acredito que a adesão à Utopia Vermelha seja uma boa idéia.
Revolucionariamente
Zbignew
Varsavia, 24 de Março de 2013
(Tradução: Pier Francesco Zarcone)