por Marcelo Colussi
Ser varón, ser un macho, es sinónimo de “hombría”. Esta condición, a su vez, se define por características consideradas inherentes a la masculinidad: energía, fortaleza, coraje. ¿Puede una mujer participar de las propiedades de la hombría? ¿Y un homosexual? Seguramente no. En todo caso, para ser una mujer “que se hace valer” (la Dama de Hierro Margaret Tatcher o Condoleeza Rice, la Mujer Maravilla o cualquier ejemplo de lideresa “exitosa”) hay que presentar una dosis de dureza. Los símbolos de la femineidad no se corresponden con una imagen violenta.
Lo que está claro es que, hasta ahora, todas las construcciones culturales de la masculinidad han apelado a la violencia, a la fuerza, a la agresividad como distintivo de su condición. Es decir: el triunfo se asocia con la superación sobre el otro, con su derrota.
Los modelos culturales con los que se han construido todas las sociedades hasta la fecha se centran en la hegemonía varonil. El poder, la propiedad, el saber, en definitiva: las consideradas por el patriarcado dominante como “cosas importantes”, son masculinas, varoniles. “El mundo de la mujer es la casa; la casa del hombre es el mundo”,reza el refrán. Las sociedades machistas han considerado siempre la fuerza como un valor en sí mismo. Fuerza va de la mano de éxito, virilidad es sinónimo de fuerza. Y el mundo sigue centrándose en el patriarcado, en la violencia como recurso último. Como en la época de nuestros ancestros: ¿quién manda? Quien tiene el garrote más grande. Hoy esos garrotes se llaman armas nucleares. El tamaño sí importa.
“La violencia es la partera de la historia”; al menos hasta ahora, eso es innegable, y todas nuestras matrices culturales siguen haciendo de ella el destino mismo de lo humano. La guerra ha sido y continúa siendo una de las actividades más importantes en la dinámica social. Por cierto: cosa de varones, de machos(aunque quien dirigía las torturas en Irak fuera una mujer, Janis Karpinski, una generala, que sin dudas “los tenía bien puestos”).
Nada es eterno felizmente (todos los dioses inmortales… al final desaparecieron), y esos patrones patriarcales comienzan a ser cuestionados. Pero solos no han de caer, por lo que necesitan un importante esfuerzo para seguir siendo puestos en dudas y modificados. Buena parte de ese esfuerzo, además, debe venir desde los varones. El machismo es un problema social, de todas y todos, por lo que no son solo las mujeres las que tienen ante sí un desafío. Son las sociedades en su conjunto las que deben cambiar. Metiendo preso al albañil que le silba a una mujer desde su andamio no se termina el problema: es un reto social.
Quizá hoy día en muchos países occidentales ya dejó de ser tema tan normalizado la violencia intrafamiliar; al menos, ya puede ser considerada un hecho delictivo y no un “derecho” masculino. Aunque en modo alguno ha desaparecido, valga aclarar. La violencia, además de la brutal agresión física, va tomando otras formas. La fortaleza masculina -si es que a eso se le puede llamar “fortaleza”- puede verse también de otras maneras:
• De entre casi 200 países, solo alrededor de 20 están conducidos políticamente por una mujer.
• Solo el 14.5% de los miembros de los parlamentos nacionales de todo el mundo son mujeres.
• El 7% del total mundial de gabinetes ministeriales son mujeres; las mujeres que son ministras se concentran en las áreas sociales.
• Dentro de Naciones Unidas las mujeres ocupan sólo el 9% de los trabajos directivos de mayor nivel.
• El 99% de los títulos de propiedad combinados de todo el planeta (acciones, tierras, bienes inmuebles, cuentas bancarias) está en manos masculinas.
• Las mujeres trabajan igual o mayor cantidad de horas y con similar o mayor esfuerzo que los varones por menor salario.
• El trabajo doméstico de las amas de casa -sin horario, continuo, perpetuo- no es justamente valorado ni reconocido como creador de valor.
• Los efectos no deseados de cualquier método anticonceptivo los padecen siempre las mujeres y no los varones (incomodidad, cambios hormonales, incluso esterilidad), debido a la forma en que están concebidos -es siempre la mujer la que tiene que “cuidarse”-, y el preservativo, prácticamente el único método con que se protegen los varones, puede causar en no pocos casos irritaciones y alergias a las mujeres-.
Ser varón otorga una cuota de poder sobre la mujer. Por tanto, implica en forma natural poder ejercer la violencia sin siquiera considerarla como problema. Ser un macho hecho y derecho lleva implícita la violencia como su rasgo distintivo. Eso está naturalizado.
¿Puede construirse una masculinidad sin necesidad de apelar a ese estereotipo violento? Eso lleva a pensar cómo construir un nuevo modelo de sociedad basado en la horizontalidad, en el compartir poderes y no en la imposición violenta y jerárquica del que “está arriba”.
Pensar hoy en si se puede ser varón sin ser violento es como pensar en una sociedad sin fuerzas armadas: quizá suene quimérico, pero ahí está el reto. La construcción de una sociedad nueva, solidaria y no basada en la fuerza bruta, va de la mano de nuevas y superadoras relaciones donde nadie domine a nadie. Como dijo el Subcomandante Marcos: “Tomamos las armas para construir un mundo donde no sean necesarios los ejércitos”.