Consideraciones preliminares
Es necesario hacer un par de consideraciones iniciales para poder hablar de las exhumaciones y del trabajo psicológico que se realiza en ellas. Sin esas precisiones, se corre el riesgo de no poder transmitir correctamente la complejidad del fenómeno en juego.
Comencemos diciendo que en el Occidente moderno, desde el Renacimiento en adelante, marcándose más aún con la revolución industrial dieciochesca, la idea de ciencia vino a destronar, en buena medida pero no totalmente, a la religión. El sufrimiento espiritual (lo que hoy día podría entenderse como una parte del objeto de la ciencia psicológica) también pasó a formar parte del universo de la investigación académica. Pero con el mal comienzo de estar concebido desde la ideología taxonómica imperante, tomando como referente el modelo de la descripción biológica. De ahí que el dolor moral –el malestar– pasó rápidamente a ser “enfermedad mental”, psiquiatrizándose desde su momento inaugural.
La psiquiatría manicomial fue la respuesta al “trastorno” psíquico, estableciéndose desde ahí (fines del siglo XVIII) la figura del médico psiquiatra (el alienista), del hospital para locos –el “loquero”– y del padecimiento espiritual como discordante, como anormal. Inicio que dejó una marca a fuego, imborrable ahora, por la que se liga indisolublemente salud mental con su par antitético: enfermedad mental, locura.
No fue sino hasta el siglo XX que se abrió una pregunta con intención científica respecto de la subjetividad, del dolor psíquico, del sufrimiento humano en sentido amplio, intentando ir más allá de la descripción y el enjuiciamiento quasi moral que la visión psiquiátrico-positivista implicaba. Es ahí cuando nace el psicoanálisis.
Con todo esto queremos decir que siempre han existido mecanismos para afrontar el sufrimiento subjetivo, el malestar “espiritual”. Sacerdotes, guías espirituales, shamanes o psicólogos –con distintos proyectos, con distintas metodologías– han dado respuestas a estos temas tan recurrentes, eternos entre los humanos. ¿Cuál es la mejor respuesta? Desde ya, así formulada, la pregunta es absolutamente inválida. Todas las ofertas dan alguna respuesta: por eso subsisten, por eso son buscadas como posibles opciones. Y las respuestas siguen multiplicándose al día de hoy, pudiéndose agregar libros de autoayuda, las más rebuscadas “técnicas” de “superación personal”, consejerías varias, a lo que deben sumarse los evasivos de siempre: alcohol etílico (en sus interminables presentaciones) y psicotrópicos (desde plantas naturales a las más sofisticadas drogas químicas actuales).
Ahora bien: los mecanismos de resolución individual de este tipo de problemáticas son bastante más comunes en la cosmovisión occidental moderna, donde la subjetividad se afirma, desde el cogito cartesiano en adelante, como condición del desarrollo del capitalismo. El “yo” ha destronado al “nosotros”, cosa que no sucede en otras culturas. Entre los pueblos mayas, definitivamente la concepción dominante de la vida es comunitaria, todo se juega en el ámbito de lo colectivo.
Las ciencias occidentales modernas (hoy día paradigma obligado de todas las ciencias, prototipo globalizado del saber riguroso) formulan conceptos que pretenden tener validez y efectividad práctica universalmente. En las ciencias naturales nadie pondría en tela de juicio la validez general de sus conceptos. En Alemania, en la Amazonia o en el Tíbet la conceptualización, por ejemplo, de los átomos puede hacerse desde los mismos parámetros científicos. Y también las reacciones físico-químicas de los habitantes de esas áreas: sus mecanismos respiratorios, sus procesos neurofisiológicos o excretorios, aquellos sustratos químicos que se activan con el miedo, o con el amor. El problema se plantea cuando lo que está en juego son los objetos de las ciencias sociales, que implican un compromiso personal del científico en juego, donde aparecen el poder y el deseo: allí la neutralidad queda en entredicho. Se abre entonces un interrogante epistemológico: si las ciencias naturales son universales, ¿no lo son también las sociales? Los conceptos que formula la psicología (insistamos: los conceptos, no las técnicas de intervención) ¿no se aplican igualmente a alemanes, amazónicos y tibetanos? ¿O habrá que pensar que funciona distintamente el psiquismo de cada una de estas personas?
Para decirlo muy rápidamente con algunos ejemplos: la repetición de las religiones –distintas cada una de ellas, pero religiones al fin– debe entenderse desde los mismos parámetros universales: temor a lo desconocido, necesidad de satisfacción espiritual, esquemas que organicen la vida socialmente en tanto axiologías. El síndrome de estrés postraumático, nombre con que, según la Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades y Problemas Relacionados con la Salud de la Organización Mundial de la Salud, se conocen los cuadros clínicos con que nos encontramos a diario en la población afectada por la violencia de la guerra y cuyos familiares son exhumados, es una formación que se repite allende las culturas. Ante pérdidas grandes, ante catástrofes inmanejables o ante la posibilidad real de la muerte, todos los humanos reaccionamos más o menos igual, independientemente que esas reacciones estén tamizadas por el tejido cultural.
En tal sentido, se puede hacer una lectura científica del sufrimiento experimentado por cualquier persona que ha sido víctima en la guerra, encontrándose siempre el mismo esquema: “una experiencia vivida que aporta, en poco tiempo, un aumento tan grande de excitación a la vida psíquica, que fracasa su liquidación o elaboración por los medios normales y habituales, lo que inevitablemente da lugar a transtornos duraderos en el funcionamiento” (según lo formulara Freud en sus “Lecciones introductorias al psicoanálisis”, de 1915-1917). Ello –la experiencia lo demuestra– se da siempre con más o menos similares características en cualquier latitud. De aquí que la Clasificación Internacional de Enfermedades antes aludida (CIE-10 de la OMS) puede encontrar regularidad en la sintomatología concomitante en cualquier lugar que el mismo se produzca:
• Episodios reiterados de volver a vivenciar el trauma en forma de reviviscencias o sueños.
• Sensación de “entumecimiento” y embotamiento emocional, de despego de los demás, de falta de capacidad de respuesta al medio, de anhedonia y de evitación de actividades y situaciones evocadoras del trauma. Suelen temerse e incluso evitarse las situaciones que sugieren o recuerdan al trauma.
• Estado de hiperactividad vegetativa con hipervigilancia, incremento en la reacción de sobresalto e insomnio.
• Los síntomas se acompañan de ansiedad y depresión y no son raras las ideaciones suicidas.
La población maya de Guatemala lleva más de 500 años sufriendo hondamente, a partir de la conquista española (o primer genocidio). En estas últimas décadas ese dolor se vio cruelmente incrementado, a partir de la guerra interna en la que se vio implicada (segundo genocidio). La cosmovisión maya, que en sí misma es una concepción místico-espiritual de la vida –y de la muerte–, ha sido el mecanismo de protección que permitió sobrevivir a los pueblos originarios. El no haber perdido su identidad histórica, el haber podido conservar su cultura, su espiritualidad, todo eso funcionó como colchón para aminorar los efectos de tan grandes y masivos ataques externos.
Finalmente, como parte de esta introducción necesaria para situarnos en lo que seguirá, y siguiendo una vez más a Freud en su “Psicología de las masas y análisis del yo” (1921), es necesario tener claro que “en la vida anímica individual aparece integrado siempre, efectivamente, «el otro», como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio psicología social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado”. Con ello se pretende ir más allá de la cuestionable (y artificial, incluso indefendible) dicotomía de “psicología social” y “psicología individual”. De hecho (¿lamentablemente, podría agregarse?) esa diferencia continúa manteniéndose entre los trabajadores de salud mental, muchas veces encontrándose más diferencias que cercanías entre quienes se dicen “psicólogos sociales” y (o versus) “psicólogos clínicos”. Ello complica la práctica más que facilitarla. En realidad –permítasenos como una última consideración previa– esa cuestionable división esconde algo que sí, en realidad, es una diferencia: la posición ideológico-política del trabajador, del sujeto de carne y hueso concreto que ejerce una determinada práctica.
Un psicólogo, un trabajador de salud mental puede trabajar en función de mantener el statu quo, o de transformarlo. Eso está en su proyecto ético-político. El aparato conceptual con que orienta su práctica no es, en sentido estricto, ni de izquierda ni de derecha. En todo caso, apelando a esa falsa diferenciación apuntada, si labora para no cuestionar nada de lo establecido no es por hacer “clínica individual”; por lo tanto, quien se dedica a lo “social” es un revolucionario por el solo hecho de salir del consultorio y moverse en un espacio público. El compromiso social (político, ideológico) está en el proyecto en función del cual cada quien trabaja. Se puede ser totalmente antisistémico, subversivo y alternativo con lo constituido, tanto desde un aula de clases, desde un consultorio –con o sin diván psicoanalítico– o produciendo un material cultural, y no por atender un grupo en una comunidad (con una camisa con la imagen del Che Guevara, podría agregarse provocativamente). Los grupos neoevangélicos que pululan cada vez más en las comunidades empobrecidas, urbanas y rurales, tanto de Guatemala como de toda América Latina, van al barrio, a la aldea (¡y vaya si van! ¡Las inundan!). ¿Tiene “compromiso social” por eso? ¿Para qué se va a una comunidad? Ahí está la clave.
Hay en todo eso un equívoco que debe despejarse claramente, para no identificar psicología social con supuesta propuesta de izquierda: la ingeniería humana, por ejemplo, desarrollada por la tradición estadounidense, es una cabal demostración de lo que pueden ser las técnicas de manipulación social, del trabajo con grupos, con grandes colectivos. El estadounidense Steven Metz, para graficarlo con algún ejemplo, dice sin ambages en qué consiste esta pretendida psicología social: “[Se] busca generar un impacto psicológico de magnitud, tal como un shock o una confusión, que afecte la iniciativa, la libertad de acción o los deseos del oponente”. O, complementando esa noción de intervenciones psicológicas masivas: “En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”, según lo dicho por el ideólogo polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinski. En síntesis: no por ser supuestamente “social” una intervención conlleva toques de contestación, de alternatividad. La pretendida diferencia entre estas psicologías puede llevar a callejones sin salida, más centradas en prejuicios que en aproximaciones críticas a la realidad.
Sanando el dolor en Guatemala
En Guatemala se desarrolló la segunda guerra interna más prolongada de Latinoamérica durante el siglo XX (36 años de duración, desde 1960 a 1996), y sin dudas la más cruenta. Ella fue consecuencia de una asimetría histórica que al día de hoy no ha cambiado, lo cual coloca al país como uno de los más desiguales de toda la región, con grados de explotación y exclusión social monumentales, y un 60% de su población bajo el límite de la pobreza. A ello se amarra un racismo histórico que recorre toda la sociedad, donde ser “indio” es sinónimo casi automático de exclusión, todo lo cual se articuló, finalmente, con la Guerra Fría librada por las entonces dos grandes superpotencias, guerra que en Guatemala se vivió como “muy caliente”. Las armas y las estrategias venían de estos dos grandes bloques de poder; los muertos y heridos los ponían los guatemaltecos, fundamentalmente los pobres, y más aún los campesinos mayas, los más pobres y excluidos de toda la población.
Dicha guerra civil (o “conflicto armado interno”, como eufemísticamente se le llama para quitarle responsabilidad al Estado –que reprimió a través de sus cuerpos de seguridad: ejército, policía y fuerzas paramilitares–, presentando estas acciones como “choques” o “enfrentamientos” pero no como lo que en verdad son: crímenes de guerra) tuvo como grandes contendientes, por un lado, a la oligarquía nacional con su ejército y al proyecto hegemónico estadounidense (custodiando su “patio trasero”), y por otro, a la guerrilla de izquierda, que tenía como base social, en muy buena medida, a la población maya.
Según los informes aportados tanto por la instancia de Naciones Unidas específicamente creada para documentar esos hechos, la Comisión para el Esclarecimiento Histórico –CEH–, como por el Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica –REMHI– de la Iglesia Católica, los datos hablan de no menos de 200,000 muertos, 45,000 personas desaparecidas, 100,000 desplazados fuera del país, un millón de desplazados internos y más de 600 masacres de tierra arrasada, ocurridas todas en el Altiplano Occidental, región maya por excelencia, donde tuvo su base social el movimiento armado revolucionario.
Estas dos tácticas de “guerra sucia” –la desaparición forzada de personas (fundamentalmente en áreas urbanas, con víctimas más selectivas) y las masacres de tierra arrasada (en el Occidente del país)– afectaron, además de los cuerpos, la psicología de las víctimas. En realidad, teniendo en cuenta esa “psicología social” ideada por estrategas de Washington, lo buscado con esas operaciones era justamente desarticular, fragmentar, neutralizar todo tipo de organización y protesta social. Las masacres de población maya cumplieron a cabalidad su cometido.
En el desarrollo de las mismas, cometidas por el ejército o por las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC, grupos de campesinos también mayas forzados a integrarse “voluntariamente” a estas fuerzas paramilitares, estrategia que sirvió para romper los tejidos comunitarios creando una irreconciliable división que aún persiste en parte), se procedió a realizar terribles atrocidades: violación sistemática de mujeres, quema de viviendas y sembradíos, matanza de animales de crianza, torturas y ejecución de la mayor parte de las poblaciones atacadas. En general, esos muertos fueron enterrados en fosas comunes, excavadas por las propias víctimas antes de su ajusticiamiento. La población que podía escapar –en condiciones de absoluta precariedad– se ocultó en las montañas para salvar sus vidas, relatando luego las monstruosidades sufridas. En ocasiones la aviación complementaba la llegada de las fuerzas terrestres, bombardeando indiscriminadamente. El 60% de las aldeas indígenas atacadas quedó completamente arrasado.
Todo ello, como parte de esas operaciones psicológicas fríamente calculadas, sirvió para crear un clima de terror que inmovilizó a las comunidades, haciendo así casi imposible la avanzada del movimiento insurgente. La estrategia del ejército/asesores estadounidenses consistió en “quitarle el agua al pez” a la guerrilla. La inmensa mayoría de víctimas que dejó la guerra interna son mayas –el 82%, según datos de quienes estudiaron esta historia–, lo que permite tipificar lo ocurrido como genocidio.
Firmada la paz en 1996 –manteniéndose inamovibles las causas estructurales que dieron lugar al conflicto–, como parte de las acciones post-bélicas y a partir de las recomendaciones de organismos internacionales se comenzaron a desarrollar exhumaciones de los numerosos cementerios clandestinos que fueron quedando.
Las exhumaciones, en tanto parte de un ceremonial místico-religioso, constituyen una práctica muy antigua en la historia humana. La arqueología nos enseña que las mismas se encuentran presentes ya desde la prehistoria. Ahora bien, hasta donde se conoce actualmente, nada indica que las mismas hayan hecho parte de la cultura maya clásica. El sentido de prueba forense para el ámbito de la justicia es algo muy reciente, de estas últimas décadas, y nacido en el orden técnico-jurídico occidental.
El proceso de investigación antropológico-forense surgió en Guatemala como una forma de aportar pruebas para demostrar y actuar en contra del genocidio que tuvo lugar durante los años de guerra. El impulso de las mismas básicamente proviene de organizaciones que reivindican el trabajo con derechos humanos. Algo interesante a destacar aquí es que todo este esfuerzo está concebido desde una posición político-ideológica no maya (hay que apurarse a aclarar que no por ello es anti-maya, obviamente, pero que no viene desde la cosmovisión clásica de los pueblos que fueron los más castigados durante el conflicto). Al trabajar con los familiares sobrevivientes de las masacres se ve que el pedido de justicia, de castigo a los culpables de los atropellos, no es lo que primeramente destaca. ¿Qué espera de todo esto la población cuyos familiares son exhumados: justicia, resarcimiento, reparación psicológica?
Las investigaciones antropológico-forenses constituyen la posibilidad de aportar pruebas en los tribunales. Pero junto a ello –y quizá más que ello– sirven como bálsamo para los familiares de los muertos. Las exhumaciones realizadas en otros contextos históricos y culturales (Bosnia tras la guerra de los Balcanes, Argentina tras la guerra sucia que dejó 30,000 desaparecidos, las de personas judías luego del Holocausto en Europa) apuntan fundamentalmente a la aportación de evidencias probatorias de los presuntos ilícitos, con miras enjuiciatorias y condenatorias. En Guatemala, en las comunidades donde tuvo lugar la política contrainsurgente de “tierra arrasada” y “castigo ejemplar” (montada sobre una práctica discriminatoria ancestral que se articuló con el “ladinizar a los indígenas” que guiaba la intervención del ejército), la búsqueda de la justicia no parece ser, al menos en principio, lo fundamental en los familiares de la población masacrada. Eso es, más bien, el pedido de grupos urbanos políticamente comprometidos y alineados en el campo del trabajo en derechos humanos, más aún en su vertiente cívico-política. Según el testimonio de los familiares sobrevivientes, lo que se espera en las comunidades es que “sus muertos estén bien enterrados”.
Un interés no se contrapone con el otro. En todo caso, y esto no debe perderse de vista, hay dos cosmovisiones en juego, quizá no antitéticas, pero sí diferentes.
El culto a los muertos en la tradición maya es distinto al occidental. La experiencia de diversos procesos exhumatorios pareciera indicar que el interés central de la población que busca familiares enterrados está depositado en su cosmovisión espiritual en torno a los muertos. Lo esperado no es tanto la reparación emocional a partir del trauma vivido (muerte, destrucción, pérdida material, ataque a la dignidad propia y comunitaria) –si bien eso está presente– ni la reparación jurídica de una ofensa, sino el poder brindar un adecuado descanso, dentro de los cánones culturales fijados, a las personas muertas en esas circunstancias traumáticas.
Quizá la misma forma de organización socio-cultural maya, priorizando lo comunitario sobre lo individual, sirve como resguardo preventivo y/o terapéutico en relación al dolor psicológico. Una cultura con un alto componente espiritual y vertebrada en torno a lo comunal resguarda especialmente de la “descompensación” individual, para decirlo con términos clínicos. Toda persona, independientemente de su historia socio-cultural, se conmueve ante las pérdidas. Más aún si las mismas tienen lugar de un modo traumático. Eso es el síndrome de estrés postraumático. Ahora bien: diferentes culturas pueden ofrecer diversas respuestas a ese dolor: mayor o menor estoicismo, mayor o menor dramatismo con que se vive la pena, diferencias en el compartir los sentimientos con los semejantes, mayor o menor introversión, etc.
¿Qué esperar de las exhumaciones?
¿Curan, calman, tranquilizan psicológicamente las exhumaciones? En otros términos, si no es como aporte de pruebas para un posterior juicio, ¿para qué le sirven a la población cuyos familiares son desenterrados?
Las exhumaciones tienen un valor altamente simbólico. Si cumplen con una misión reparadora es porque, incluso independientemente que se encuentren todos los restos de personas desaparecidas, o que todos ellos puedan ser debidamente identificados, sirven para dar crédito a una historia elidida, reprimida. Y es una verdad psicológica constatada en toda circunstancia que lo reprimido siempre retorna, sea en la forma de síntoma, de angustia, de cualquier trastorno conductual. La historia que se recupera a través de la exhumación es la de un pasado reprimido que ha estado ahí por años –por décadas– sin desaparecer, haciéndose presente “patológicamente” en distintas manifestaciones comunitarias y que, fundamentalmente por el terror todavía imperante en cada sobreviviente, nunca se había podido expresar abiertamente. En tal sentido, la exhumación cumple con una función liberadora; liberadora de afectos congelados, de realidades y fantasmas aterrorizantes, aunque no se encuentren todos los restos que se buscaban.
Es necesario agregar rápidamente que la población no busca tanto una reparación psicológico-individual (nadie se siente “enfermo mental”) sino, antes bien, una contención social: lo que se espera es que los muertos puedan comenzar a “descansar bien”. Pareciera que los dispositivos espirituales comunitarios tienen un papel decisivo en la forma de afrontar y resolver el sufrimiento. El hecho que “los espantos no deambulen más por los cementerios clandestinos” tiene, definitivamente, un valor reparador, de promoción de salud.
El trabajo de acompañamiento psicológico que se realiza en estos procesos consiste, básicamente, en poder abrir espacios donde la población hable de su sufrimiento, pueda encontrarle sentido a sus vidas y a todo lo vivido con las atrocidades sufridas, donde pueda cerrar sus ciclos de duelos no resueltos. En ningún momento estas intervenciones están planteadas como tratamientos psicoterapéuticos propiamente dichos, siendo siempre abordajes grupales. Eventualmente, y sólo en muy pocos casos puntuales, alguna persona demanda una atención más personalizada a partir de sus síntomas, del “susto” que aún la acongoja, de ciertos síntomas específicos que no se resuelven en la dinámica grupal: alguna crisis de ansiedad, alguna sintomatología psicosomática o episodios depresivos.
La experiencia acumulada a partir de numerosas exhumaciones acompañadas con equipos de salud mental enseña que la población no sufre sólo por la masacre vivida sino –y quizá fundamentalmente– por la suerte corrida posteriormente por los muertos. Es aquí donde se advierte en su cabal dimensión el registro comunitario de la vida de los pueblos mayas y las diferencias con la cultura occidental. Las exhumaciones liberan del sufrimiento a la comunidad y permiten que todos estén mejor: los muertos, porque ahora podrán ser dignamente enterrados, y los vivos, porque ya no quedan atados al sentimiento de no separación debida con los que se fueron.
Las exhumaciones, vistas en este contexto, tienen entonces un alto valor psicológico, reparador. Pero no debemos confundir esto con la siempre difícilmente conceptualizada salud mental. El concepto de salud mental sirve como guiño conceptual, como referente para significar buena calidad de vida. La salud, en todo caso –y haciendo nuestra la definición clásica de la OMS–, no es sólo la ausencia de enfermedad sino el estado de bienestar físico, psíquico y social. El término “salud mental” indefectiblemente está permeado por su carga psiquiátrica, excluyente (la frase “yo no estoy loco” es su complemento casi obligado). Estar loco es pecaminoso, una carga casi moral. “¡Te vamos a mandar al psiquiatra!”, en tanto respuesta obligada al estado de locura, es una amenaza atemorizante.
¿Puede haber, entonces, una salud mental desde la cosmovisión maya? Mezcla un tanto complicada. Solamente podría decirse que sí, si entendemos salud mental en tanto comunitaria y como sinónimo de (buena) calidad de vida. “Buen vivir”, podría decirse. Hay, de hecho, prácticas culturales mayas que aportan comunitariamente elementos para promover un buen estado espiritual. Si lo deseamos, podemos llamar a eso salud mental, pero teniendo la precaución de no identificarla con la práctica excluyente y manicomial con la que viene asociada según la psiquiatría occidental. Quizá la formulación reparación psicosocial se ajusta más a la realidad de lo que son las prácticas que se llevan a cabo en los procesos post-bélicos: recuperación de la historia, procesamiento de las heridas psicológicas, promoción de una cultura de no violencia superadora de la lógica militar anterior, inversión fuerte a futuro en la educación de las nuevas generaciones. Todo esto se puede (y se debe) hacer apelando a los medios de que se disponga: respetando y promoviendo las culturas tradicionales, aprovechando las técnicas occidentales debidamente probadas, combinando ambas perspectivas, etc.
En algunas circunstancias la realización de las exhumaciones despertaron problemas comunitarios: reapertura de viejas rivalidades, odios que estaban dormidos, ánimos de venganza. A nivel individual también mueven sentimientos muy profundamente, en algunos casos produciendo situaciones de descompensación allí donde, en principio, se veía un cierto estado de equilibrio emocional: nuevamente se tocan heridas, se reviven momentos traumáticos, aflora el dolor. Pero visto en términos globales cabe preguntarse si es pertinente todo esto, si la exhumación realmente ayuda a los familiares y allegados de las víctimas, si aporta a la superación del fantasma de la guerra, si contribuye a la consolidación de los procesos de paz post-bélicos.
En otros términos: ¿qué autoriza, en términos éticos, en términos históricos, a llevar adelante una investigación antropológico-forense y a un acompañamiento psicológico de la misma? Por lo pronto un primer nivel de respuesta es la autorización legal: la exhumación es parte de un proceso judicial que la misma comunidad afectada ha pedido, por lo que eso, en sí mismo, ya es legitimidad suficiente para llevarla adelante. Por otro lado, y aunque en principio pueda constatarse, a veces, un aumento en el nivel de conflictividad de las comunidades a partir de su realización, cualquier trabajo de reparación psicológica que intenta revisar la historia de un proceso “problemático” ha de producir dolor al revivir el episodio traumático. Pero ello puede ser necesario como paso temporal para un fin superior, más abarcador.
Vistas globalmente y habiendo despejado algo de este equívoco respecto a la salud mental y la cuestionable dicotomía entre “individual” y “social” (“la psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio psicología social”), podría decirse que las exhumaciones en su conjunto (coordinando adecuadamente sus distintos componentes: el antropológico-forense, el psicológico, el legal) tienen un valor de reparación psicosocial tanto individual como grupal-comunitaria. Por lo tanto, esto no es un patrimonio de especialistas psicólogos. Es una cuestión mucho más multidisciplinaria.
La historia que está en juego en todo el proceso de investigación antropológico-forense no es ni grata ni placentera; su rememoración seguramente puede despertar angustias (así como las puede provocar en los equipos técnico-profesionales que lo llevan adelante). Pero en definitiva afrontar ese pasado es mucho más sano (aunque algo doloroso) que intentar acallarlo. Es esto lo que autoriza, en términos humanos, a promover esta “arqueología” de la historia sangrienta vivida y sufrida recientemente por la población campesina más indefensa: en definitiva, promueve bienestar, promueve salud. Y no sólo en los sobrevivientes, sino también –esto es muy importante– en el colectivo social: la violación de las leyes no debe quedar impune. Minimizar o simplemente acallar lo que aconteció años atrás en Guatemala refuerza la impunidad, por tanto la angustia, la exclusión, la debilidad de los más débiles, y de ese modo la posibilidad que las atrocidades vuelvan a repetirse. Permitir que se diga claramente lo que pasó es una forma de promover bienestar.
En tal sentido, olvidar la historia abre la posibilidad de repetirla. A propósito: “No olvidar para no repetir”, puede leerse en un cartel a la entrada de Auschwitz-Birkenau, antiguo campo de concentración nazi en Polonia, hoy convertido en “museo de la memoria”. Esa debe ser la consigna última del trabajo psicológico en acompañamiento de las exhumaciones: sanar las heridas y apuntalar la construcción de una cultura de no violencia (que no es lo mismo que decir una cultura del amor: “Comprender todo no significa perdonar todo” –Freud–).
A modo de conclusión
A partir de la experiencia de acompañamiento psicológico de numerosas exhumaciones realizadas en Guatemala (departamentos de Quiché, Huehuetenango, Alta Verapaz y Chimaltenango) puede decirse que efectivamente cumplen una función reparadora, en el sentido más amplio del término. Encontrar los restos de los familiares o allegados desaparecidos y poder darles una adecuada sepultura –según el rito mortuorio que fuere– no hay dudas que tiene un alto valor positivo. Los seres humanos necesitamos despedir a nuestros muertos, cerrar ciclos, vivir y resolver la separación con los objetos amados que ya no están. De hecho no hay formación cultural que no presente estos dispositivos, que no tenga una forma de velorio (aceptación y procesamiento de la pérdida, esto es: proceso de duelo, que incluso, en algunas culturas, puede ser muy alegre y festivo, despidiendo alborozadamente al muerto) y entierro (adiós definitivo).
El trauma vivido en el conflicto guatemalteco por la población civil más golpeada no fue sólo la pérdida de personas queridas –al igual que en cualquier guerra– sino la manera en que esa pérdida se dio: sin posibilidad de defensa, sin posibilidad de llorar a los caídos, sin poder enterrarlos debidamente, teniendo que ocultar por años el sufrimiento que ello trajo aparejado. Se entiende que exhumar los restos de estas fosas clandestinas abre la posibilidad de dignificar una historia terrorífica, vergonzante incluso, de la que casi no se pudo hablar hasta el momento de la exhumación, que creaba al mismo tiempo un sentimiento de culpa y de vergüenza. En un sentido amplio puede considerarse a las exhumaciones como una forma de resarcimiento.
Muchas veces, si bien las exhumaciones se inician siempre forzosamente con el pedido formal de las comunidades ante una instancia legal, los procesos desarrollados abren la pregunta en cuanto a si efectivamente se mejora la situación de una población, si se contribuye a resolver, en parte al menos, la conflictividad heredada de la guerra, si se ha seguido fielmente lo que la comunidad realmente demanda.
Podría pensarse que las investigaciones antropológico-forenses son un elemento que tiene que ir unido indisolublemente a toda una intervención comunitaria amplia de la que hacen parte, pero de la que no pueden desprenderse. Hacer una exhumación en un lugar al que se llega sólo para esa tarea puntual (aunque lleve acompañamiento en salud mental comunitaria) puede ser discutible; en algunos casos puede ayudar a muchas personas a comenzar a atreverse a hablar de algo muy temido, muy oculto. Puede, incluso, ayudar a tranquilizar a familiares sobrevivientes hondamente apenados por no haber podido enterrar debidamente a sus muertos. Pero puede también terminar siendo una buena intención y no más que eso, que por diversas razones no genera cambios reales en la dinámica intracomunitaria en relación a los efectos dejados por la violencia de la represión política. Quizá ayuda, pero no se le saca todo el provecho que se podría a un esfuerzo de esa magnitud.
Hay que aclarar rápidamente que estos temas son controversiales y quizá no admiten una respuesta definitiva. Pero en términos generales quizá se podría aportar más a la consolidación del proceso de justicia post-guerra, si las exhumaciones se enmarcaran en un trabajo de resarcimiento comunitario más amplio. En tal sentido, por supuesto, el Estado debería ser el garante obligado de tal intervención; es él el instrumento supraindividual que cobija a toda la población habitante de un territorio. Pero la realidad en Guatemala confronta con que esa iniciativa ha quedado prácticamente abandonada por la política pública, realizándose las exhumaciones que se puedan a través del esfuerzo, siempre parcial y en dependencia de fondos externos, de organizaciones no gubernamentales. Ello evidencia que no hay esfuerzos reales de país, de proyecto nacional serio tras todo esto; las acciones desarrolladas por las ONG evidencian, por el contrario, que el Estado se desentiende del tema y que esas problemáticas se abordan sólo a través de “paños de agua fría”: importantes sin duda, pero irremediablemente parciales.
No hay dudas que las causas estructurales que pusieron en marcha la guerra –injusticias históricas representadas por un Estado excluyente y racista– se mantienen inalterables. Ese Estado, más allá de haber hecho un pedido de perdón formal bajo la presidencia de Álvaro Colom por los excesos cometidos durante el conflicto armado, sigue en déficit con su población. No hay, ni parece que vaya a haber, una política sostenida, real y vigorosa para sanar las heridas dejadas por la guerra. Más allá de un raquítico y cuestionable Programa Nacional de Resarcimiento que realiza un precario trabajo de resarcimiento –a punto de cerrarse en cualquier momento–, el tema de la recuperación de la memoria histórica y de la reparación real y efectiva de las secuelas psicológicas de la represión vivida siguen esperando. El trabajo psicológico en las exhumaciones es apenas un granito de arena; imprescindible, sin dudas, pero tremendamente pequeño en relación a la magnitud de lo que la sociedad guatemalteca necesita.
Con todo lo anterior se apunta a considerar críticamente no el trabajo de salud mental de acompañamiento en exhumaciones sino las exhumaciones mismas, en tanto un todo multidisciplinario, como un eslabón de una cadena compleja. Por ejemplo: en una comunidad donde se sabe que hay cementerios clandestinos producto de la guerra, quizá sería de más impacto generar un proyecto multifacético que promueva la recuperación de la historia y el diálogo (para lo que pueden ser de especial importancia los equipos de salud mental con psicólogos bien preparados, sin plantearse si son “clínicos” o “sociales” sino que puedan ayudar a desentrañar el sufrimiento a través de distintas modalidades de abordaje, trabajando con víctimas y victimarios –pues los Patrulleros de Autodefensa Civil siguen viviendo ahí–), ligando eso, hasta donde sea posible, con proyectos de mejoramiento material (productivos, becas para capacitación, infraestructurales) y en el que, luego de un tiempo de intervención y dejando que la misma población lo proponga como una necesidad, pueda surgir la exhumación ayudando al trabajo de retejido social.
Es altamente significativo que el grueso de las exhumaciones realizadas en Guatemala en su escenario de post-guerra civil hayan estado financiadas por el gobierno de Estados Unidos, el mismo que movió todos los hilos de esa guerra. Eso puede llevar a pensar qué agenda hay allí verdaderamente. Desde ya debería descartarse un presunto “lavado de conciencia”. Los poderes imperiales no tienen nada que lavar; tienen, por el contrario, intereses que defender. Una exhumación realizada con el mismo dinero que ayudó a la masacre, como mínimo, abre dudas.
Las exhumaciones deben concebirse y ser parte de una perspectiva de reparación amplia que incluye necesariamente el mejoramiento de la calidad de vida de la población (situación socioeconómica, sistema de justicia, ausencia de miedo, participación ciudadana efectiva), y no sólo una intervención jurídico-forense. En definitiva la salud mental comunitaria, como expresión de ese buen vivir, no es sino el indicador de la calidad de vida de todo un pueblo. Si no se concibe como parte de un proceso de cambio real, mucho más amplio que un movimiento controlado de supuesta recuperación de la memoria histórica dentro de marcos ya preestablecidos (el que paga pone las condiciones), se corre el riesgo que la exhumación no pase de ser un gesto políticamente correcto, pero falto de impacto transformador.
En adición, el trabajo psicológico allí desarrollado (llámese “psicología social” o como se prefiera) puede también, si no se plantea críticamente todo lo anterior, contribuir a fomentar el silencio en vez de la palabra liberadora. Y nunca debemos olvidar que el silencio no es salud, que lo único que abre puertas en nuestro ámbito psicológico es la palabra, el no quedarse callado, el hablar.
Un caso de acompañamiento: “la grupalidad es camino a la sanación”
En febrero de 1999 se llevó a cabo la investigación forense en la Aldea Chupol, municipio de Chichicastenango, departamento de Quiché. Allí, el ejército masacró a la población en el año 1982; 17 años después, habiéndose firmado la paz, a partir de orden judicial la Fundación de Antropología Forense de Guatemala –FAFG– procedió a realizar la exhumación de un cementerio clandestino donde se sabía que habían sido enterradas muchas personas, con el debido acompañamiento psicológico del Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial –ECAP–. La investigación permitió encontrar 21 osamentas, pudiéndose identificar sólo una de ellas. Los familiares y allegados a las víctimas ansiaban poder indentificar más restos, pero la dura realidad fue esa.
Todos los habitantes de la aldea participaron masivamente del proceso exhumatorio. Las expectativas eran muchas en relación a poder identificar la totalidad de los restos, o al menos una buena parte; la decepción no fue poca cuando se logró hacerlo sólo con una osamenta. Pero de todos modos la grupalidad, el espíritu comunitario, el sentirse plenamente un colectivo cohesionado –lo que le pasa a uno afecta a todos– permitieron sentirse recompensados a todos los habitantes de la aldea y alrededores, y no sólo a la familia de aquella víctima identificada.
El trabajo de acompañamiento psicosocial, comenzado desde antes de iniciarse la excavación propiamente dicha y continuado hasta que se transportó la última osamenta hacia el laboratorio en la ciudad capital, complementado luego con el apoyo durante la inhumación definitiva, ayudó a cohesionar más aún al grupo. La dinámica espontánea del colectivo de Chupol, reforzada por la intervención del equipo de psicología, permitió vivir lo sucedido no como una reedición de la tragedia sino como el final de un ciclo tormentoso. En ese sentido, contribuyó a superar las angustias del pasado y a continuar su camino en la vida.
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