Desde hace ya unas décadas, hacia fines del
siglo XX, fue estableciéndose como una táctica militar un tipo amplio y difuso
de acciones al que se le ha dado el impreciso nombre de “terrorismo”. Quienes
otorgan ese nombre tienen una idea determinada de lo que entienden por él; pero
quienes lo reciben en realidad jamás se autodefinen como “terroristas”. De
hecho, el autor de estas líneas aparece mencionado en un listado de la
Fundación contra el Terrorismo en la república de Guatemala, pudiendo afirmar
que yo no me considero para nada un terrorista. ¿Lo seré sin saberlo? ¿En qué
consiste exactamente ser un terrorista?
Si bien puede haber grandes diferencias entre
los que así son designados, nadie que reciba ese mote se reconoce -mucho menos
se ufana de ser- “señor del terror” sino, en todo caso, luchador social. Con lo
que vemos que es muy difuso el término, equívoco, hasta incluso engañoso. En
verdad ¿quién es “terrorista”? ¿Qué significa con precisión ser un
“terrorista”?
Siendo estrictos, no hay una definición unívoca del término. En todo
caso, puede advertirse desde el inicio que su nombre mismo ya presenta una
carga negativa: evoca el terror. Un acto terrorista, por tanto, más que
significado político -según la lógica con que usualmente se usa en Occidente-
es sinónimo de “salvajismo”, comportando un mensaje ético, emotivo, más cercano
a lo visceral que a la conceptualización racional. Carga que no tiene, por
ejemplo, la llamada guerra convencional. Quien mata en guerra es un héroe.
Ninguna bomba inteligente de alta tecnología es asesina, es terrorista, pero sí
lo son, por ejemplo, quienes resisten a la ocupación estadounidense en Irak. O,
según las nuevas leyes antiterroristas que vamos viendo por diversos países
latinoamericanos, quienes se oponen a las industrias extractivas de capitales
globales (minería, explotación petrolera o gasífera), o quienes simplemente
alzan su voz como protesta por la carestía de la vida. ¿Tiene sentido eso, o se
trata sólo de un discurso de dominación, un ejercicio de poder? En el Manual de
Entrenamiento Militar de la Escuela de las Américas de Estados Unidos puede
leerse como una sana recomendación para sus alumnos, por ejemplo: “aplicar torturas, chantaje, extorsión y
pago de recompensa por enemigos muertos”. ¿Eso es guerra limpia o
terrorismo? Más aún: ¿es posible que haya guerra limpia? El terrorismo, ¿en qué
categoría entra?
Pero entonces, en definitiva: ¿qué es el terrorismo? ¿Hay alguna
definición seria al respecto? De hecho se han aportado varias, pero los mismos
ideólogos que debaten sobre sus propiedades no terminan de encontrar una
versión convincente. El Departamento de Estado de los Estados Unidos de América
en uno de sus Informes anuales sobre “Tendencias del Terrorismo Mundial”, antes
de definirlo siquiera comienza diciendo que “la
maldad del terrorismo siguió azotando al mundo este año, desde Bali hasta
Grozny y hasta Mombasa. Al mismo tiempo, se libró intensamente la guerra
mundial contra la amenaza terrorista en todas las regiones, con resultados
alentadores”, con lo que, ante todo, se parte de una valoración: el terrorismo
es intrínsecamente “malo”. Acto seguido lo caracteriza diciendo que “se constituye, tanto en el ámbito interno
como en el mundial, en una vía abierta a todo acto violento, degradante e
intimidatorio, y aplicado sin reserva o preocupación moral alguna”.
El ex presidente George Bush declaró durante su mandato que “no se cansará, no titubeará y no fracasará
en la lucha por la seguridad del pueblo estadounidense y por un mundo libre del
terrorismo. Seguiremos sometiendo a nuestros enemigos a la justicia o les
llevaremos la justicia a ellos”. Claro que esa justicia puede ser la
invasión militar, obviamente, pasando por sobre el derecho internacional y las
resoluciones de la ONU. En nombre de la lucha contra este declarado “flagelo”,
está visto que puede hacerse cualquier cosa. ¿Tan malo es el “terrorismo” que
da lugar a todo tipo de intervención, incluidas guerras preventivas -hasta con
armamento nuclear, como llegó a pretender en algún momento la Casa Blanca
contra Irán muy recientemente- o hay ahí “gato encerrado”? Obviamente el hecho
de concebir una situación tan tremendamente compleja como ésta en los maniqueos
términos de “buenos” y “malos” (versión hollywoodense por cierto) nos advierte
que ahí hay demasiada mentira acumulada.
De acuerdo a datos suministrados por el mismo gobierno federal de
Washington, el “terrorismo” mata en el mundo, en promedio, 11 personas por día,
la misma cantidad que muere por hambre… ¡en menos de un minuto!, o que contrae
el VIH cada cinco minutos. Pero curiosamente la Casa Blanca utiliza 100 veces
menos presupuesto en su lucha contra el SIDA que lo que emplea para su guerra
preventiva contra el “terrorismo”. ¿Acaso representa una mayor amenaza a la
seguridad de la especie humana el siempre mal definido e impreciso “terrorismo”
que la pandemia de SIDA que hoy día nos aqueja, o la hambruna crónica que sigue
habiendo?
El tema es complejo, y estamos dominados por un cargado discurso
ideológico que la manipulación mediática de estos últimos años nos legó y sigue
alimentando a diario: algunos soldados (en general blancos, rubios, amantes de
la libertad y la democracia según se nos dijo -y de la Coca-Cola-) suelen ser
los “buenos” en toda esta urdida historia, y los “terroristas” -que
curiosamente no son blancos…ni toman Coca-Cola- suelen ser los “malos”.
¿Son prácticas “terroristas” las guerras de guerrillas, las guerras de
liberación nacional, las luchas anticolonialistas? ¿Cuándo empiezan a ser
“terroristas” las acciones militares? Por cierto que el campo conceptual es
amplio, difuso, cargado ideológicamente. Si lo que busca el “terrorismo” es
crear conmoción y pavor -según una sesgada visión-, eso fue lo que logró, por
ejemplo, la invasión angloestadounidense en Irak, a punto que así se designó
oficialmente la operación (“Conmoción y pavor”); y no se la llamó “invasión
terrorista”. ¿Quiénes son más “terroristas”: las guerrillas antiimperialistas
latinoamericanas o los grupos musulmanes antisionistas?, ¿el ejército israelí o
la ETA vasca?, ¿las tropas rusas en Chechenia o los comandos chechenios en
Rusia?, ¿las bombas nucleares que podrían lanzar Estados Unidos o Israel sobre Irán
o los zapatistas de Chiapas?
Como vemos, las posibilidades que pueden caer bajo el arco de
“terrorismo” son por demás de amplias: una bomba en un restaurante, una
emboscada a una unidad de un ejército regular, un ataque aéreo de un país
contra otro, son todas acciones igualmente violentas, con resultados similares:
muerte, destrucción, terror en los sobrevivientes. ¿Cuál de ellas es más
“terrorista”? Y por otro lado -quizá esto es lo esencial-: ¿quién las define
como “buena” o “mala”?, si se quiere: como “terrorista” o como “no-terrorista”.
Es obvio que el término no es nada inocente; su utilización arrastra una
tácita condena: habría una violencia legítima -la que puede ejercer un Estado
contra otro, o la que ejerce contra insurrectos que se alzan contra el orden
constituido-, y una violencia no legítima a la que le cabe el mote -por cierto
despectivo- de “terrorismo”. La diferencia estriba no precisamente en una
consideración ética (la violencia es siempre violencia, y ninguna es más
“buena” que otra) sino en un ordenamiento jurídico que se desprende, en definitiva,
de relaciones de poder.
El atentado contra las torres del Centro Mundial de Comercio de New York
en el 2001 es un acto terrorista, pero no lo es -al menos así lo presenta la
prensa oficial que moldea la opinión pública mundial- un manual militar como el
citado más arriba. ¿Cuál de las dos lógicas en juego es más “terrorista”? Y si
fuera cierto que la destrucción de esos edificios fue un acto auto-provocado
por el gobierno federal de Washington para justificar su proyecto de guerras
preventivas, ¿eso es terrorismo o no? Es terrorismo de Estado, pero la prensa
oficial no habla de eso. Pinochet, en su lucha contra los “terroristas
subversivos”, ¿no era él un terrorista por los métodos empleados? ¿No fueran
las peores expresiones de terrorismo de Estado las guerras sucias que
ensangrentaron los países latinoamericanos las décadas pasadas? Pero oficialmente
esas fueron guerras “contrainsurgentes” y no “terroristas”. ¿Quién lo decide?
Si lo distintivo de un acto “terrorista” es la búsqueda de población civil
no combatiente como objetivo, el 80 % de los muertos en las guerras habidas
desde el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 a la fecha se encuadra
en este concepto; actos, sin duda, por los que ningún militar ni político ha
sido juzgado en calidad de “terrorista”. ¿Podría ahora abrírsele un juicio al
presidente de Estados Unidos como terrorista por las dos bombas atómicas
utilizadas contra población civil? ¿Por qué no?
Hoy por hoy, en un mundo absolutamente dominado por los montajes
mediáticos, en forma insistente se ha ido metiendo la idea del “terrorismo”
como uno de los peores flagelos de la humanidad. De manera casi refleja suele
asociárselo con maldad, crueldad, barbarie; y por cierto, en esa visión parcial
e interesada, esas prácticas nos alejan de la civilización supuestamente
democrática, presunto punto de llegada de la evolución cultural (léase:
economías de mercado con parlamentos formales). Dentro de esa lógica hemos
terminado por no poder distanciarnos de la falacia impulsada por los planes de
dominación geoestratégicos de Washington de “terrorismo
= malo, estamos contra él o somos un terrorista más”. Merced al
impresionante juego manipulatorio de los medios masivos de comunicación suele
ligárselo a cualquier forma de protesta, en general conectada con los países
más pobres y postergados. En esa dimensión, hoy pasan a ser terroristas cualquier
trabajador desocupado que protesta, o quien reclama aumento de sueldo, o un
estudiante que pide más presupuesto para educación. De hecho, el autor de estas
líneas podría serlo.
Todo estos montajes son intrínsecamente perversos, traicioneros, sádicos,
propio de fanáticos fundamentalistas. Un “terrorista” -según ese orden
discursivo- es un delincuente subversivo, un apátrida; en definitiva: un
monstruo inhumano. Por supuesto que los autores del manual de la Escuela de las
Américas, aunque inciten a la tortura y a la corrupción, no son “malos”, porque
lo hacen en nombre de la guerra contra el terrorismo, que es, a no dudarlo, una
“guerra buena”.
¿Quién en su sano juicio podría alegrarse y festejar por la muerte
violenta de unos niños, de una señora que estaba haciendo sus compras en el
mercado, de un ocasional transeúnte alcanzado por una explosión? Pero ahí está
la falacia, lo perverso del mensaje sesgado con que el poder se defiende: se
presenta la parte por el todo, mostrando sólo un aspecto -con ribetes
sentimentales- de un conjunto mucho más complejo. ¿Alguna vez los medios
muestran las escenas dantescas que sobrevienen a los bombardeos “legales” de
una potencia militar? ¿Alguna vez se habla de las monstruosidades propiciadas
por la pedagogía del terror de un manual como el de la Escuela de las Américas?
¿Sufre más una víctima que la otra? ¿Es más “buena” y “respetable” una
violencia que otra? Y fuera de un amarillismo oportunista bastante execrable
que constituye una grosera pornografía de la pobreza, ¿cuándo el hambre del
mundo es considerado un verdadero problema por los poderes tomándose acciones
reales en su contra?
Está claro que la dimensión del fenómeno es infinitamente más compleja
que la malintencionada simplificación con que los poderes fácticos presentan el
problema. El maniqueísmo n juego, en definitiva, ahoga las posibilidades de
soluciones reales. Son tan víctimas los civiles que mueren en un atentado
dinamitero hecho por un grupo irregular como los que caen bajo el fuego de un
ejército regular. ¿Por qué los regulares serían menos asesinos que los
irregulares?
El mundo sigue siendo injusto, terriblemente injusto; la distribución de
la riqueza que el sistema capitalista crea es de una inequidad espantosa. El
hambre sigue siendo principal causa de muerte de la población mundial, hambre
evitable, hambre que debería desaparecer si se repartiera algo más
equitativamente el producto social que creamos los humanos. Esa injusticia
estructural en las relaciones interhumanas es el principal exterminio que
enfrentamos a diario; pero eso no es la gran noticia, de eso no se habla mucho.
Hoy el “terrorismo internacional” se presenta como el peor de los apocalipsis
concebibles, y en la lucha contra él -así nos dicen al menos- vale todo.
Es por eso que sigue teniendo vigencia lo que, en 1981, firmaban
numerosos Premios Nobel como “Manifiesto contra el Hambre”, y que debemos
seguir levantando como principal estandarte por un mundo mejor: “Cientos de millones de personas agonizan a
causa del hambre y del subdesarrollo, víctimas del desorden político y
económico internacional que reina en la actualidad. Está teniendo lugar un
holocausto sin precedentes, cuyo horror abarca en un sólo año el espanto de las
masacres que nuestras generaciones conocieron en la primera mitad de este siglo
y que desborda por momentos el perímetro de la barbarie y de la muerte, no
solamente en el mundo, sino también en nuestras conciencias. […] El motivo principal de esta tragedia es de
carácter político.”
Por tanto el enemigo y principal amenaza para la humanidad no es el
impreciso y siempre mal definido “terrorismo”; sigue siendo la injusticia,
aunque nos hayan querido hacer creer estos años que estaba un tanto pasado de
moda hablar de ella.
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