Algunos llevaban orgullosos chalecos donde se leía “Junta Vecinal” o “Ronda Campesina”. A otros se les veía pasear el logo de sus ministerios, sin emoción, decepcionados de trabajar un domingo.
Más difícil de leer era el idioma ancestral del vestido. El rojo ardiente de ese poncho, el profundo morado de esa pollera, el lazo de cuero, el sombrero de lana, los pallaes y los entramados señalan de dónde viene cada mujer o varón. Nuestras ropas señalan el territorio que habitamos, nuestra propiedad y compromiso con la tierra que criamos.
Parecía un evento del gobierno porque ya desde lejos también se distinguían los cientos de policías y militares, verdes, fosforescentes. Pero también parecía un acto popular con la gente sentada en círculos compartiendo su fiambre: papitas, queso, uchukuta. Más allá vendían chichita; más allá, comidita. Hay que trabajar, pues. Los campesinos no tenemos vacaciones, ni gratificación, ni seguro. Las campesinas peor, ni siquiera descansan del marido.
En la primera reforma agraria, un gobierno militar nos dio la tierra SOLO porque ya habíamos empezado a tomarla sin su permiso. Dejamos de servirles a los poderosos, tuvieron miedo de nosotros y la tierra fue para quien la trabajaba. Pero al mismo tiempo, nos impusieron una organización externa por sobre nuestras autoridades ancestrales, mantuvieron los privilegios para los poderosos, impulsaron el imaginario de los salvajes que rascan la tierra en las montañas y los civilizados que viven pulcramente en la ciudad. No tuvimos la oportunidad de pensar qué teníamos que hacer para lograr abundancia y buen vivir en nuestros territorios.
Hoy, 50 años después de la primera reforma agraria la migración a las urbes es incontenible y todavía se oye en las escuelas rurales: “estudia para que no seas como tus padres”.
En el Perú, un campesino, con suerte, puede vender un kilo de papas a un sol. Con esa moneda puede comprar 200 gr de fideo industrial de Alicorp, hecho de trigo transgénico que llega a 30 céntimos el kilo desde Canadá. También puede comprar una botella pequeña de aceite refinado, de soya transgénica de Bolivia. El arroz, la avena, el trigo, el maíz amarillo para los pollos y hasta papas se compran al extranjero. Por eso lo industrial cuesta barato, es comida tóxica y subsidiada.
Allí estábamos, en el lanzamiento de la segunda reforma agraria. Escuchando, primero, a los dirigentes repasar las necesidades del agro peruano en quechua y, luego, a los ministros prometer. Todos prometían. El Presidente Castillo prometió mercados de productores, compras de productos para los programas sociales, beneficios tributarios para las comunidades, cosechas de agua, irrigación.
Hubo uno que no prometió nada. No dijo nada. Era el ministro de Energía y Minas que parecía no querer estar allí y que, al menos, debió anunciar la prohibición de concesiones mineras en cabecera de cuenca. ¿Qué agua piensa cosechar el gobierno si concesiona las zonas de captación de agua?
Sin embargo, a pesar de estar ya curtidos por la mentira que es esta república corrupta, la gente escuchaba con esperanza, entendía bien esta nueva oportunidad para recuperar el destino de nuestros territorios y forjar el presente de nuestros pueblos.
¿Y el futuro? Cuando hablamos de la madre tierra o el medio ambiente, no se puede hablar así nomás del futuro.
La contaminación de nuestras aguas y chacras por los agroquímicos es tan grave que no habrá futuro si no paramos ya mismo. La destrucción de los bosques y la biodiversidad es tan grave que hemos desatado una pandemia de gripe mundial, sin contar las otras en- fermedades provocadas por químicos: asma, hipertensión, parkinson, autismo, etc., etc.
Hugo Blanco, director de este periódico, quien participó de las tomas de tierra en La Convención, Cusco antes de Velasco, encarcelado por la dictadura militar y luego deportado por el mismo Velasco, suele decir: “Los logros son del pueblo organizado, nunca de un gobierno ni de un caudillo”.
Puede ser que Castillo no se venda nunca. Puede ser que los ministros y congresistas se enfrenten sin retroceder a la bruta derecha y su prensa basura. Puede ser que los dirigentes no se vendan nunca a las transnacionales. Pero también podría ser que sí. Para apoyar el cambio o para rechazar el continuismo hay un solo camino: Autonomía y Organización.
No permitamos más patrones, ni caudillos. No dejemos a otros decidir por nosotr@s. Es nuestra tierra, son nuestros sueños, son nuestras vidas.
Llapa Runaq Hatariynin! Haylli Chaqra runakuna!