El 18 de marzo de 1871, los trabajadores y los sectores populares de la ciudad de París tomaban el cielo por asalto. La metáfora homérica, que alude a los titanes que tuvieron la osadía de irrumpir en el Olimpo reservado a los dioses, quedó estampada en una carta que ese mismo año Karl Marx le enviaba a su amigo, el médico socialista Ludwig Kugelmann.
A partir del día siguiente, la prensa oficial francesa denunció ante el mundo la temeridad del «populacho» que había formado su propio ejército y convocaba a elegir su gobierno comunal. En pocos días, la prensa de todo el globo se hacía eco de las imputaciones de su par francesa: la Comuna de París era obra de la Internacional, la temible Asociación Internacional de los Trabajadores. Y tras la internacional obrera se escondía un sabio maléfico, empeñado en destruir la obra de la civilización: el «prusiano» Karl Marx, aquel Prometeo que había robado el moderno saber burgués –la Economía Política– para volverlo contra la propia burguesía y entregarlo al proletariado.
Aunque la investigación histórica pudo demostrar sobradamente que en modo alguno la Comuna había sido obra de la Internacional, nunca como entonces la historia de esta asociación obrera alcanzaba semejante difusión global. La prensa del mundo, en Occidente y en Oriente, informaba a sus lectores sobre los fines de la Internacional, de sus congresos sucesivos, de sus líderes. Algunos diarios transcribían incluso sus proclamas. «Gracias a la Comuna, la Internacional se ha convertido en una potencia moral en Europa», señalaba Friedrich Engels tres años más tarde en una carta a Friedrich A. Sorge fechada el 12 de septiembre de 1874.
Al mismo tiempo, el nombre de Marx aparecía por primera vez en la primera plana de la gran prensa internacional, acompañado por grabados que revelaban al mundo su melena leonina y su rostro barbado. El mundo burgués comprendía que el comunismo no era una amenaza potencial, el producto febril de oscuros conspiradores o la lucubración racionalista de los constructores de utopías, sino un peligro real que de pronto podía acontecer en la ciudad que era el símbolo mismo de la civilización moderna. La Comuna abrigaba el fantasma del comunismo. Y aunque la Comuna de París lejos estuvo de adoptar un programa comunista, la presencia fantasmática de la Internacional era para sus detractores la prueba evidente de su estrategia final. «Commune» en francés quiere decir comuna, ayuntamiento. La Comuna de París no es más, literalmente hablando, que el ayuntamiento de la Ciudad Luz. Pero la palabra «commune» compartía la misma raíz que «communisme», lo que favoreció el deslizamiento de sentido. El término «comunismo», si bien formaba parte del vocabulario político de las vanguardias desde la década de 1830, no se difundió a escala internacional sino con los hechos de la Comuna.
La Comuna de París no respondió en modo alguno a un plan premeditado. Antes bien, fue hija de un encadenamiento de circunstancias imprevisibles: la Guerra Franco-prusiana, la derrota del ejército imperial francés, el sitio de París, el advenimiento de la Tercera República francesa al mismo tiempo que la unificación alemana bajo el Imperio de Guillermo I.
La catástrofe de los ejércitos de Luis Bonaparte en Sedán, en septiembre de 1870, había significado el derrumbe del Segundo Imperio francés y la simultánea proclamación de la República. El proletariado así como los sectores más avanzados del pueblo manifestaban una abierta desconfianza hacia la nueva Asamblea Nacional –dominada por monárquicos y republicanos moderados– y hacia el Gabinete que presidía Adolphe Thiers, a cuyos integrantes consideraban no solo dispuestos a aceptar las más humillantes y onerosas condiciones de paz impuestas por Alemania, sino también a traicionar la recién fundada Tercera República en pro de una nueva monarquía borbónica.
París había resistido un sitio de cuatro meses que culminó en enero de 1871 con la victoria del ejército prusiano y la proclamación de Guillermo I como emperador de Alemania, nada menos que en Versalles, en territorio francés. Pero como los ejércitos alemanes solo tuvieron cercada la ciudad capital sin atreverse a tomarla, el combativo y organizado pueblo parisino pudo rechazar la rendición, desafiando así a su propio gobierno. Tanto fue así que el Ejecutivo que presidía Thiers y la Asamblea Nacional decidieron instalarse en Versalles, intentando doblegar desde allí a la ciudad rebelde. El proletariado parisino no solo aquilataba una extensa tradición de luchas sociales y políticas sino que, además, contaba ahora con pertrechos y experiencia militar: las circunstancias históricas lo habían convertido en un proletariado armado, mientras el enemigo alemán o los republicanos burgueses no lograran desarmarlo.
En una inédita situación de doble poder, París se vio obligada a darse una forma de organización y de gestión, no solo para sostener su resistencia al gobierno de Versalles, sino incluso para asegurar su funcionamiento y su abastecimiento. La estructura política aquí creada tomó por base la Guardia Nacional, que había sido movilizada en septiembre de 1870 para asegurar la defensa de la capital y cuya tradición revolucionaria se remontaba a 1789. No era otra cosa que una milicia ciudadana, compuesta por todos los varones mayores de 18 años, con amplia mayoría de proletarios y artesanos. En febrero de 1871, la Guardia parisina creó una estructura electiva y piramidal, la Federación de la Guardia Nacional (de allí que se designase a los comuneros como «federados»), compuesta por los delegados de las compañías y los batallones de la milicia parisina; su cúspide la ocupaba un Comité Central.
La Comuna nació en París el 18 de marzo de 1871, cuando los artesanos y los obreros tomaron el poder en la ciudad. El pueblo parisino se había levantado al descubrir que el gobierno provisional intentaba arrebatarle por sorpresa las baterías de cañones que habían comprado por suscripción popular para defender la ciudad. Las fuerzas del ejército terminaron confraternizando con la población sublevada. Cuando el general Lecomte ordenó disparar contra la muchedumbre inerme, los soldados lo hicieron bajar de su caballo y lo fusilaron. Otro tanto hicieron con el general Thomas, veterano comandante responsable de la represión durante la rebelión popular de junio de 1848. En ese momento Thiers ordenó a los empleados de la administración nacional evacuar la capital. Ante el vacío de poder, la Guardia Nacional convocó de inmediato a elecciones comunales sobre la base del sufragio universal (masculino). Su Comité Central entregó entonces el poder provisional al consejo municipal elegido democráticamente, con predominio de republicanos radicales y blanquistas.
Sitiada París, primero por los prusianos y luego por los versalleses, los comuneros debieron gobernar una ciudad asediada. Promulgaron una serie de decretos (sobre educación popular, separación de la Iglesia del Estado, indulgencia con los alquileres impagos o abolición de los intereses por deudas) dictados por la urgencia y la necesidad antes que por la definición de un orden social cuyos trazos ni siquiera alcanzaron a definir durante sus dramáticos 71 días de vida.
Cercada en parte todavía por las tropas prusianas, hostigada por la prensa de Versalles con calumnias que a su vez replicaba la prensa internacional, empobrecida, incomunicada, aislada del resto de las fuerzas progresistas de la nación, la Comuna de París soportó con heroísmo durante más de dos meses el bombardeo y el asedio del gobierno provisional. Finalmente, el 21 de mayo el ejército de Versalles logró franquear la Porte de Saint-Cloud, y a lo largo de una semana conquistó militarmente una ciudad que le ofreció una dramática resistencia. Los encarnizados combates se sucedieron barrio a barrio, calle a calle. Los últimos 147 resistentes se parapetaron detrás de un muro del Cementerio de Père-Lachaise, donde fueron fusilados y enterrados en una fosa común.
El 28 de mayo –una vez concluida la llamada «Semana Sangrienta» y con ella la experiencia comunalista–, el saldo era de unos 30.000 comuneros muertos y 43.000 prisioneros, de los cuales 10.000 fueron condenados, unos a la cárcel y otros al exilio en Nueva Caledonia. París se mantuvo bajo la ley marcial durante cinco años.
Las interpretaciones
La experiencia de la Comuna fue leída de los modos más diversos, incluso durante su mismo decurso. Sus enemigos más encarnizados –aristócratas y clericales, monárquicos legitimistas y orleanistas, republicanos conservadores y moderados– coincidieron en denostarla, pero con argumentos diversos. Para los ultramontanos era abominable por el simple hecho de ser una revolución, y la leyeron como una consecuencia de la secularización de las costumbres que había impulsado la burguesía liberal. Los republicanos, que no podían condenar a la tradición revolucionaria de la que habían surgido, la vieron como el producto de la liberación de los «bajos instintos» de una plebe incontrolada compuesta por turbas frenéticas libradas a su propia suerte.
En la vereda opuesta, todo el arco de la izquierda revolucionaria de su tiempo la reivindicó como un hito inaugural. Las lecturas que hicieron las izquierdas eran de algún modo proyecciones de las múltiples tendencias políticas que convivieron en su seno, desde republicanos radicales a mutualistas, pasando por socialistas de las más diversas escuelas (incluso de la positivista); desde adeptos de la centralización política a ultranza (como los blanquistas, los seguidores del revolucionario Auguste Blanqui) hasta partidarios de las diversas corrientes federalistas, unas más radicales, otras más moderadas.
Como ya ha sido señalado, la Comuna no fue un producto de la Internacional. De acuerdo con lo que Engels expresaba en una carta a Adolph Sorge, fechada el 12 de septiembre de 1874, la Internacional «no había movido un dedo para darle vida». Y, a pesar de ello, la Comuna era «hija espiritual de la Internacional». Solo un tercio de los delegados y de los integrantes del Comité Central de la Guardia Nacional pertenecía a las secciones francesas de la Internacional. Y apenas 13 sobre los 90 fueron elegidos para la Asamblea comunal del 26 de marzo, en la que había emergido una «elite oscura» de ilustres desconocidos. Pero tampoco estos 13 revolucionarios llevaban adelante una estrategia común. Marx exhortaba desde Consejo General de la Internacional con sede en Londres a la clase obrera europea en general (y a la británica en particular) a la solidaridad con la Comuna, mientras que en la correspondencia que mantenía con algunos de los comuneros de París, como Auguste Serraillier, Léo Fränkel y Eugène Dupont, aconsejaba prudencia, señalando los inconvenientes que acarrearía el ataque abierto al gobierno republicano mientras durase la ocupación alemana así como el creciente aislamiento político de París. Marx consideraba imposible una victoria militar y aconsejaba a los comuneros negociar con Versalles una paz honrosa.
Pero no todos los dirigentes políticos franceses participaban del realismo de Marx; en especial, discrepaban los republicanos radicales y los blanquistas, los exponentes de la tradición jacobina. A esta vertiente insurreccionalista a ultranza se sumarían muy pronto los bakuninistas, con el propio Mijaíl Bakunin que había viajado a Francia apenas comenzada la guerra.
El 30 de mayo de 1871, apenas dos días después de concluida la Semana Sangrienta, Marx leía en el Consejo General londinense su célebre alocución, La guerra civil en Francia, una pieza magistral de equilibrio político. Había concebido un texto que, sin renunciar a sus ideas ni a su estilo, pudiera conformar a las distintas tendencias que convivían, no sin tensiones, en el Consejo. Antes que optar por una estrategia de debate público sobre las diferencias que separaban las diversas escuelas socialistas, Marx ensayó una lírica defensa de la experiencia comunera, en la que solo entre líneas es posible leer, por ejemplo, la crítica a los exponentes del insurreccionalismo neojacobino –«supervivientes y devotos de revoluciones pasadas»–, al exceso de escrúpulos democráticos de los republicanos moderados –que llevaron al Comité Central de los federados a delegar rápidamente el poder–, o a los herederos de Proudhon –que no se atrevieron a tocar la sacrosanta propiedad de la banca–. Estos y otros inevitables errores –como la demora de las milicias en marchar sobre Versalles– no podían oscurecer su mérito histórico, que no consistía en otra cosa que en su propia existencia. Ahora que había sido derrotada, que los hombres y las mujeres que la sostuvieron eran fusilados o detenidos, que la prensa burguesa derramaba por el mundo las calumnias más inicuas, la Comuna debía ser saludada por los trabajadores de todo el mundo como un primer ensayo, fallido pero heroico, de gobierno obrero, como «la forma política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación económica del trabajo».
En un primer momento, el Consejo General aceptó sin discusión la alocución de Marx y decidió su publicación en diversos idiomas. El comunero Charles Longuet, futuro yerno de Marx, tradujo al francés el texto original de Marx redactado en inglés, y más tarde Engels editaría la versión alemana. Pero en los días que siguieron, los dirigentes sindicales ingleses George Odger y Benjamin Lucraft retiraron su firma objetando los pasajes más duros sobre el gobierno republicano de Versalles. Marx se dio a conocer entonces como el autor intelectual de la alocución, pero su decisión no pudo evitar, junto con la renuncia de sus dirigentes, la salida de las trade unions británicas, uno de los dos pilares sobre los cuales se había fundado la Internacional en 1864. Esta defección, sumada al hostigamiento que las diversas secciones sufrieron después de la Comuna por parte de los gobiernos europeos y a la lucha de fracciones que comenzaba a desatarse abiertamente entre marxistas y bakuninistas, marcó el declive de la Primera Internacional.
Como señaló el historiador alemán Arthur Rosenberg, «el escrito de Marx sobre la Guerra Civil de 1871 tiene una importancia histórica excepcional». En desacuerdo con muchos de los métodos de la Comuna –en primer término, la insurrección misma–, le habría resultado tanto más sencillo deslindar cualquier responsabilidad sobre el curso que tomaron los acontecimientos. Sin embargo, no le importó mostrarse ante la opinión pública como quien tenía la razón, sino que, al contrario, «hizo suya audazmente la Comuna y desde entonces el marxismo tiene una tradición revolucionaria ante los ojos de la humanidad». Esta apropiación marxiana de la Comuna fue tan resistida por los anarquistas (para Bakunin no fue sino la expresión de un «travestismo verdaderamente grotesco») como canonizada por los comunistas de todo el mundo, desde los rusos que en 1917 hicieron de la forma comuna el precedente del sóviet, hasta los chinos de la Comuna de Cantón primero y de la Comuna de Shanghái después.
El folleto de Marx circuló en cientos (sino miles) de ediciones; usualmente, con un prólogo escrito por Engels para la edición alemana de 1891 que (en franco contraste con el análisis de Marx) presentaba la experiencia comunera como un ejercicio de «dictadura del proletariado». Muchas ediciones añadían también artículos de Lenin, en los que la Comuna francesa era asimilada al sovietismo ruso.
La difusión internacional
Los días de la Comuna mantuvieron en vilo al mundo entero, tanto al orden burgués como a los sectores populares. Los medios de prensa transcribían en primera plana los bandos de una y otra parte, los modernos magazines ilustrados reproducían escenas de los combates o de la vida comunera bajo la forma de grabados y litografías. Mientras la gran prensa burguesa reproducía las noticias más fantásticas sobre hechos de violencia y destrucción atribuidos a la plebe de París, los medios de prensa minoritarios de los republicanos radicales, de los federalistas españoles y de los socialistas de todo el mundo se empeñaban chequear la información y en publicar fuentes fidedignas. La Comuna impactó fuertemente en la prensa española así como en toda la América Latina.
Los exiliados de la Comuna refugiados en Londres, en Bruselas o en Ginebra comenzaron a publicar sus testimonios y sus balances en el mismo año de 1871. Una intensa folletería popular de celebración de la experiencia comunera y de denuncia a los procesos judiciales nutrió la cultura de izquierdas de las últimas tres décadas del siglo XIX, tanto anarquista como socialista, proyectándose incluso a comienzos del siglo XX. El republicano federalista español Manuel de Cala publicó entre 1871 y 1872 dos volúmenes titulados Los comuneros de París, con prólogo de Pi y Margall, que todavía se reeditaban en Buenos Aires en 1929. La vibrante Historia de la Comuna de 1871 del periodista socialista Lissagaray, publicada en Bruselas en 1876 durante el exilio de su autor, fue un verdadero best-seller de su tiempo. Eleanor, la hija menor de Marx y por aquel tiempo pareja de Lissagaray, la tradujo al inglés.
Del lado anarquista, la obra más popular fue la de Louise Michel, una educadora que había encabezado la manifestación de mujeres que impidió que los cañones parisinos pasaran a mano de los versalleses. La Commune. Histoire et souvenirs (La Comuna. Historia y recuerdos), publicado en París en 1898 cuando hacía ya varios años que su autora había retornado de su deportación en Nueva Caledonia, se tradujo enseguida al español en Barcelona, conociendo a comienzos del siglo XX sucesivas ediciones populares que se leían en todo el mundo de habla hispana. También alcanzó enorme popularidad La Commune(1904), una historia novelada de los hermanos Paul y Victor Margueritte, que fue traducida al español en Barcelona en 1932, en los albores de la Segunda República.
Los exiliados de la Comuna se esparcieron por Europa y América llevando sus relatos heroicos, sus programas políticos y sus rencillas internas. Allí donde se afincaban, lanzaban periódicos en francés, publicaban folletos y fundaban secciones de la Internacional. Fueron comuneros franceses quienes crearon la primera sección francesa de la Internacional en la Buenos Aires de 1872. Otros ex-communards se instalaron en Chile, Uruguay y Brasil, según las pistas que siguió Marcelo Segall.
Alicia Moreau, una de las figuras señeras del socialismo argentino, era hija del comunero Armand Moreau, que se había exiliado en Londres con su familia antes de instalarse en Buenos Aires. El movimiento socialista internacional celebró el 18 de marzo como una jornada popular, al menos durante tres décadas. Jóvenes intelectuales socialistas como Leopoldo Lugones y José Ingenieros lanzaron en la Buenos Aires de 1987 el periódico La Montaña, fechándolo el 12 Vendimiario del año XXVI de la Comuna, conforme el calendario revolucionario adoptado en 1871. Todavía a comienzos del siglo XX la portada del semanario socialista argentino La Vanguardia correspondiente al 18 de marzo estaba dedicada a homenajear a la Comuna. En el México de 1874 aparece un periódico bisemanal, La Comuna, que poco después nacionaliza la experiencia parisina y pasa a titularse La Comuna Mexicana. Dos años después, el periódico mexicano El Hijo del Trabajo daba a conocer las biografías de los principales líderes de la experiencia comunera.
La memoria de la Comuna se mantuvo viva en América Latina más allá del exilio francés. El socialista chileno Luis Emilio Recabarren y el anarquista peruano González Prada, entre muchísimos otros, le consagraron artículos en la prensa obrera de su tiempo. El Centenario de la Comuna fue celebrado en 1971 con reediciones de aquellas obras clásicas, con suplementos especiales que le consagraron periódicos y revistas, y con un Coloquio internacional realizado en París. El Berliner Ensable presentó entonces en París Los días de la Comuna, la pieza teatral de Bertold Brecht.
Todavía resonaban los ecos de Mayo de 1968, cuando los estudiantes de la nouvelle gauchele disputaron a la tradición comunista la herencia de la Comuna. Tan constantes fueron las referencias de los enragès a los episodios de la Comuna de 1871 que la compilación de Alain Schnapp y Pierre Vidal-Naquet sobre Mayo del 68 llevó por título Journal de la Commune étudiante.
Los herederos de la tradición leninista –los comunistas, los trotskistas y los maoístas–, venían celebrando en la experiencia comunera la dimensión insurreccional y los atisbos de una «dictadura del proletariado», remarcando siempre la «gran lección» de 1871: la clase obrera no puede triunfar sin un partido revolucionario. En un camino abierto por el movimiento situacionista, el filósofo francés Henri Lefebvre ofrecía en 1965 a sus alumnos de la Universidad de Nanterre una lectura alternativa, en la que el final trágico de la experiencia comunera no debía opacar su decurso como un acontecimiento lúdico y festivo.
Para Lefebvre, la Comuna habría sido una fiesta inmensa que el pueblo de París se habría regalado a sí mismo y al mundo, una fiesta «de los desheredados y de los proletarios, fiesta revolucionaria y de la revolución, fiesta total, la más grande de los tiempos modernos». Y a contrapelo de las lecturas hasta entonces dominantes, entendió que las notas que definían la experiencia comunera eran una espontaneidad incontenible, una gran pluralidad, su carácter internacionalista, su genio colectivo (desprovisto de grandes jefes), la ausencia de un partido que por detrás pudiera controlar todo lo que sucedía, así como un antibelicismo y anticolonialismo ejemplificados en el derribo de la Columna Vendôme, símbolo de las victorias napoléonicas. Lefebvre abrió el camino a aquellas lecturas contemporáneas que repusieron la historicidad de la Comuna, al extraerla de la genealogía que la inscribía como un prolegómeno de la Revolución Rusa de 1917. Esto no significa, ni mucho menos, que se trate simplemente de devolverla a Francia, porque la Comuna tampoco encuentra su lugar en la historia del republicanismo nacional francés.
En el mundo globalizado del siglo XXI, las apelaciones a las formas comunales son cada vez más frecuentes en las más diversas experiencias políticas de resistencia al poder, en las que no faltan siquiera las referencias expresas a la experiencia de 1871. «La referencia a la Comuna –escribe Deluermoz, el último gran historiador de este acontecimiento– parece alimentar las demandas cada vez más presentes de un poder más horizontal así como el principio de un ‘movimiento sin líderes’ que caracterizan a muchas de estas protestas contemporáneas».
Estas demandas sociales alimentan nuevos significados y recuperan otras imágenes, más próximas a la subjetividad política contemporánea. Es el caso de la Comuna de Louise Michel y la de tantas mujeres que a pesar de quedar excluidas del sufragio «universal», jugaron un rol crucial en la defensa de París. O de la Comuna de los artistas y de los poetas, la de Gustave Courbet y Honoré Daumier, la de Rimbaud y Verlaine. También es la Comuna del poeta Eugéne Pottier, autor de aquellos versos de «La Internacional» que, años después, con música del belga Pierre Degeyter, iban a convertirse en el himno de los trabajadores de todo el globo. O la Comuna de los laicistas y de los educadores. Está también la Comuna del general Jarosław Dąbrowski y la de tantos polacos e italianos que se batieron en París por una causa que consideraban universal. Está la Comuna de los clubes políticos, de los periódicos revolucionarios que libraban una lucha desigual con los grandes medios de prensa, la Comuna de los pasquines pegados en la pared, la Comuna que adoptó la bandera roja convirtiéndola, 150 años atrás, en emblema universal del socialismo y estandarte internacional de la liberación de los trabajadores.
La Comuna fue fecunda forjadora de imágenes y de símbolos que, a pesar del tiempo transcurrido, todavía le dicen algo a nuestro presente. La historiografía del siglo XXI vuelve a los archivos y elabora nuevos relatos del acontecimiento de 1871. La literatura y el arte de nuestro presente vuelven a ponerla en escena, tal como lo ensayó a comienzos de nuestro siglo el director británico Peter Watkins con su docudrama monumental La Comuna de París, apelando a actores no profesionales. Una actualidad que disgustaba a François Furet. El historiador liberal francés había sostenido que «ningún acontecimiento de nuestra historia moderna, y acaso de toda nuestra historia, ha sido objeto de tal sobreinversión de interés en relación con su brevedad». Eric Hobsbawm coincidía en cierto modo al señalar que la Comuna «no fue tan importante por lo que consiguió como por lo que presagiaba; fue más formidable como símbolo que como hecho». Justamente por eso, señalaba, los historiadores deberían «resistirse a la tentación de despreciarla retrospectivamente».
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