Prefiero
despertar en un mundo donde Estados Unidos
sea proveedor del cien por ciento de
las armas mundiales.
(Lincoln Bloomfield, funcionario del
Departamento de Estado de Estados Unidos)
I
Cuando nuestros ancestros
descendieron de los árboles y comenzaron a caminar erguidos en dos patas hace
dos millones y medio de años, por vez primera en la historia fabricaron un
objeto, un elemento que trascendió la naturaleza. Ese inicio de la humanidad
estuvo dado, nada más y nada menos, que por la obtención de una piedra afilada;
en otros términos: un arma. ¿Es que
la historia de nuestra especie está signada entonces por ese inicio? ¿Las armas
están en el origen mismo del fenómeno humano?
Sí, sin ningún lugar a dudas. La
violencia es humana, no es un “cuerpo extraño” en nuestra constitución. Ahora
bien: ¿cómo fuimos pasando de la agresión necesaria para la sobrevivencia a la
violencia humana, al desprecio del otro, a la industria de la muerte actual? La
organización en torno al poder igualmente es humana; los animales, más allá de
sus mecanismos instintivos de supervivencia, no ejercen poderíos. Nosotros sí.
En esa dialéctica (¿quién dijo que un “blanco” vale más que un “negro”, o que
una mujer es “menos” que un varón?..., pero esa dialéctica marca nuestras
relaciones), el uso de algo que aumente la capacidad de ataque es vital. Lo fue
en los albores, como necesidad para asegurar la lucha por la sobrevivencia (la
piedra afilada, el garrote, la lanza), y lo sigue siendo hoy día. Ahora bien:
las armas actuales en modo alguno están al servicio de la supervivencia biológica;
las armas actuales, desde que conocemos que la historia dejó de ser la pura
sobrevivencia en alguna caverna y en constante lucha con el medio ambiente
natural, las armas de las sociedades de clases, entonces, están al servicio del
ejercicio del poder dominante, desde la más rústica espada hasta la bomba de
hidrógeno.
Sigmund Freud en su senectud,
como reflexión más filosófica que como formulación de la práctica clínica, con
la sabiduría que puede conferir toda una vida de aguda meditación, habló de una
pulsión de muerte: retorno a lo inanimado. De allí que el psicoanálisis pueda
hablar de un malestar intrínseco a toda formación cultural, a toda sociedad:
¿por qué hacemos la guerra? Se podrá decir que la organización social
vertebrada en torno a las clases sociales lleva inexorablemente a ellas (y por
tanto, a la producción de armas). Queda entonces en pie la pregunta: ¿pero por
qué el ser humano construyó esas sociedades estratificadas y guerreristas y no,
por el contrario, organizaciones horizontales basadas en la solidaridad? El
socialismo es la propuesta que apunta a construir esas alternativas. ¿Lo
lograremos alcanzar? ¿Será realizable lo que proponía el subcomandante Marcos
en Chiapas: “tomamos las armas para construir un mundo donde ya no sean necesarios los ejércitos”, o la pulsión de muerte nos arrastrará antes a la autodestrucción como especie?
Salvo poquísimas, insignificantemente pocas armas fabricadas para el ámbito de la cacería, la parafernalia armamentística con que hoy contamos los seres humanos está destinada al mantenimiento de las diferencias de clases. Es decir: seres
humanos matan a otros seres humanos para mantener su poder, y básicamente, para
defender la propiedad privada, para saquear a otros en nombre de la apropiación
privada. Y también para “resolver” conflictos de la cotidianeidad. Los
desquiciados que alguna vez, armas en mano, matan a otros congéneres como suele
suceder con bastante frecuencia en Estados Unidos, no es la pauta dominante.
Las armas están para otra cosa: ¿se fabrica un tanque de guerra o una mina
antipersonal para cazar lo que luego nos comeremos? Obviamente no.
Contrariamente al espejismo con
que –por error o por mala intención– se presentan las armas como garantía de
seguridad, es por demás evidente la función que en verdad cumplen en la
dinámica social: son la prolongación artificial de nuestra violencia. ¿De qué
estamos más seguros teniendo armas? Quienes nos matan, mutilan, aterrorizan,
dejan secuelas psicológicas negativas e impiden desarrollos más armónicos de
las sociedades son, justamente, las armas. O, dicho de otro modo, somos seres
humanos que hacemos todo eso valiéndonos de esos instrumentos a los que
llamamos armas, desde una pistola hasta un submarino con carga nuclear.
Pero las armas no tienen vida por
sí mismas, claro está. En realidad, son ellas la expresión mortífera de las
diferencias injustas que pueblan la vida humana, de la conflictividad que
define nuestra condición. Son los seres humanos quienes las inventaron, perfeccionaron,
y desde hace un tiempo con la lógica del mercado como eje de la vida social, quienes
las conciben como una mercadería más (¡vaya mercadería!).
Y somos nosotros, los seres
humanos organizados en sociedades clasistas hondamente marcadas por el afán de
lucro económico individual que el capitalismo dominante en estos últimos siglos
impuso, quienes transformamos el negocio de las armas (que es lo mismo que
decir: el negocio de la muerte) en el
ámbito más lucrativo del mundo moderno, más que el petróleo, el acero o las
comunicaciones.
II
Cuando hoy decimos “armas” nos
referimos al extendido universo de las armas de fuego (aquellas que utilizan la
explosión de la pólvora para provocar el disparo de un proyectil), el cual
comprende un variedad enorme que va desde lo que se conoce como armas pequeñas (revólveres y pistolas
–las más comunes–, rifles, carabinas, sub-ametralladoras, fusiles de asalto, ametralladoras
livianas, escopetas), armas livianas (ametralladoras pesadas, granadas de mano,
lanza granadas, misiles antiaéreos portátiles, misiles antitanque portátiles,
cañones sin retroceso portátiles, bazookas, morteros de menos de 100 mm.), a armas pesadas
(cañones en una enorme diversidad con sus respectivos proyectiles, bombas,
explosivos varios, dardos aéreos, proyectiles de uranio empobrecido), y los
medios diseñados para su transporte y operativización (aviones, barcos, submarinos,
tanques de guerra, misiles), a lo que hay que agregar minas antipersonales,
minas antitanques, todo lo cual constituye el llamado armamento convencional. A
ello se suman las armas de destrucción masiva, con poder letal cada vez mayor:
armas químicas (agentes neurotóxicos, agentes irritantes, agentes asfixiantes,
agentes sanguíneos, toxinas, gases lacrimógenos, productos psicoquímicos), armas biológicas (cargadas de peste,
fiebre aftosa, ántrax), armas nucleares (con capacidad de borrar toda especie
de vida en el planeta).
Siendo amplios en la definición,
si hoy día los teóricos de la guerra pueden hablar de una “guerra de cuarta
generación” sin derramamiento de sangre, pero conflicto que da resultados aún
más promisorios para el ganador que todas aquellas armas que provocan muerte y
destrucción, habría que hacer entrar allí la enorme batería de instrumentos que
permiten esta guerra “en las mentes”, guerra mediática y psicológica. ¿Son
también los medios de comunicación, en toda su amplísima gama, parte de ese
arsenal? En algún sentido, sí: computadoras, internet, televisores y teléfonos
inteligentes son “armas” que sirven no para matar, pero sí para neutralizar al
enemigo. El tema es complejo, y al menos dejémoslo planteado como interrogante.
¿Cómo hemos llegado a una guerra “sin efusión de sangre” pero más victoriosa
que cualquier invasión militar?
Toda esta cohorte de máquinas de
la muerte en modo alguno favorece la seguridad; por el contrario, constituye un
riesgo para la humanidad. El mito de la pistola personal para evitar asaltos y
para conferir sensación de seguridad es solamente eso: mito. En manos de la población
civil, muy rara vez sirve para evitar ataques; en general, sólo ocasionan
accidentes hogareños. Y en manos de los cuerpos estatales que detentan el
monopolio de la violencia armada, los arsenales crecientes –cada vez más
amplios y más mortíferos– no garantizan un mundo más seguro sino que, por el
contrario, hacen ver como posible la extinción de la humanidad (de liberarse
todo el potencial bélico atómico con que cuentan las fuerzas armadas de la
actualidad, la onda expansiva llegaría hasta la órbita de Plutón haciendo
fragmentar completamente el planeta Tierra, y pese a ese extraordinario poder
de disuasión, no estamos más seguros, sino justamente todo lo contrario). ¿Por
qué los misiles nucleares estadounidenses serían “buenos” (¿pacíficos?) y los
de Corea del Norte o los de Irán no?
No obstante la cantidad de vidas
cegadas y el dolor inmenso que producen estos ingenios infernales que la
especie humana ha inventado, la tendencia va hacia el aumento continuo de su
producción y hacia el perfeccionamiento en su capacidad destructiva. Así
entendidas las cosas, no puede menos que decirse que el negocio de la muerte
crece. Crece, y mucho, porque es rentable. ¿Se entiende el sentido de la tesis
freudiana entonces?
III
El negocio de
las armas no se parece a ningún otro. Debido a su relación con la seguridad
nacional y la política exterior de cada país, funciona en un ambiente de alto
secretismo y su control no está regulado por la Organización Mundial del
Comercio, sino por los diferentes gobiernos. En general –y esto es lo preocupante–
los gobiernos no siempre están dispuestos o son capaces de controlar las ventas
de armas de forma responsable. Asimismo, lo más frecuente es que las legislaciones
nacionales en la materia, si la hay, sean inadecuadas y estén plagadas de
vacíos legales. Además, los mecanismos existentes no son obligatorios y apenas
se aplican. ¿Quién de quienes ahora puedan estar leyendo este texto conoce en
detalle cuántas y cuáles armas dispone el gobierno del país en que vive?
¿Alguna vez fue informado de ello? Muchos menos aún: ¿alguna vez se le consultó
algo al respecto?
El negocio de las armas no es
transparente. Por no ser de conocimiento público se maneja con extrema cautela
sin estar sujeto casi a ninguna fiscalización. Por eso, las diversas
iniciativas internacionales de la post Guerra Fría para fiscalizar este tipo de
transacciones han resultado inútiles. Los intereses económicos, políticos y de
seguridad hacen de este rubro un sector misterioso y peligroso, intocable en
definitiva.
Desde el año
1998 los gastos en armas han comenzado una tendencia alcista después de haber
llegado a su nivel más bajo en la era de la post Guerra Fría. En el 2000 éstos
fueron de alrededor de 798.000 millones de dólares (25.000 dólares por segundo);
a partir de allí comenzaron a trepar aceleradamente, y la fiebre antiterrorista
desatada después del 11 de septiembre del 2001 los ha catapultado en forma
espectacular, sobrepasando ampliamente el billón de dólares anual. Por lejos,
hoy en día constituyen el rubro comercial más infinitamente rentable entre
todos, el que más volúmenes de dinero mueve y el que más rápido crece en
términos de investigación científico-técnica.
En el campo de
las armas todo es negocio, tanto fabricar un submarino nuclear como una
pistola. Incluso las llamadas armas pequeñas, con un poder de fuego más bajo
que otras de las tantas armas que llegan al mercado, son un filón especialmente
rentable. Más de 70 países en el mundo fabrican armas pequeñas y sus municiones,
y nunca faltan compradores, tanto gobiernos como personas individuales
(fundamentalmente varones). Las ventas directas de armas pequeñas (pistolas,
revólveres y fusiles de asalto) a otros gobiernos o entidades privadas
corresponden al 12 % de las ventas totales de armas en todo el planeta. El
resto está provisto –¿astucias de la razón o burlas de la historia? diría Hegel–
por los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas,
aquellos que se encargan (¿se encargan?) de la paz y seguridad del mundo: Estados
Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China. Estados Unidos es en la
actualidad el principal productor y vendedor mundial de armamentos, de todo
tipo, con un 50 % del volumen general de ventas (aunque el sueño de más de
algún funcionario de Washington, como lo dice nuestro epígrafe, sea aumentar
ese porcentaje).
Ante todo esto:
¿qué hacer? ¿Comprarnos una pistola para defendernos? Apelar a campañas de
desarme y de no uso de armas, al menos las pequeñas (pistolas y revólveres), es
loable. Pero vemos que eso no alcanza para detener el crecimiento de un negocio
poderosísimo. Apelar a la buena conciencia y al fomento de la no violencia es
una buena intención, pero difícilmente logre su cometido de terminar con las
armas ¿Con eso detendremos a multinacionales de poder casi ilimitado como Lockheed
Martin, Raytheon, IBM, General Motors?, ¿o a gobiernos que basan sus
estrategias de desarrollo nacional en la comercialización de armas? Cada nueva
guerra que comienza (y continuamente está comenzando una) responde a frías
estrategias mercadológicas pensadas en desapasionados términos comerciales.
¿Pulsión de muerte o no?
IV
La lucha contra
la proliferación de las armas es eminentemente política: se trata de cambiar
relaciones de poder. No es posible que los mercaderes de la muerte manejen el
destino humano. No es posible…., pero sucede. Eso es lo que marca la dinámica
internacional. Ahora bien: dado que es así, confiando en que otro mundo sí es
posible, que las utopías son posibles, debemos plantearnos alternativas.
Naturalmente el ser humano, desprovisto de alas, no vuela. Pero gracias a
nuestro inconmensurable deseo de lograrlo ¡ya llegamos al planeta Marte! Y eso
no se detiene. Cada vez, sin alas propias, volamos más lejos. Plantearse las
utopías es lo que nos hace caminar (o volar…, para el caso). Como decía alguna
pintada memorable del Mayo francés de 1968: “Seamos
realistas. Pidamos lo imposible”.
Hoy día la
producción de armas no es un negocio marginal, ligado a circuitos
delincuenciales que se mueven en las sombras: es el principal sector económico de la humanidad. Y como
consecuencia, esto significa que cada minuto mueren dos personas en el mundo
por el uso de algún tipo de arma (casi 3.000 al día, mientras que el siempre
mal definido e impreciso “terrorismo” internacional, si hablamos en términos
estadísticos, produce 11 decesos diarios). Desmontar esta tendencia humana del
uso de armas se ve como tarea titánica, casi imposible: es terminar con la
violencia, es terminar con las injusticias. Y ahí la reflexión freudiana cobra
sentido, en cuanto nos permite ver la magnitud monumental de la temática en
juego. ¿Se trata de luchar contra nuestra naturaleza? ¿Cómo ir contra esta
energía primaria, original?
Que la muerte
sea un destino ineluctable, de raigambre natural incluso, es una elucubración.
Quizá sí (es una hipótesis teórica, y como tal puede servir para explicar el
mundo. O tal vez no, y haya que desecharla); quizá sí, decíamos, y la
destrucción completa del planeta nos espera a la vuelta de la esquina por la
catástrofe termonuclear que podría producirse. Se supone que somos “muy”
racionales, aunque no se sabe qué “loco” puede dar la orden de lanzar el primer
ataque nuclear. ¿No podrá haber errores? Los actos fallidos (apretar un botón
por error, por ejemplo) son lo más normal de nuestra especie. Pero pese a que
la magnitud de la tarea propuesta pueda ser titánica, es absolutamente vital
seguir planteándosela como requisito para la permanencia de la especie, y para
una permanencia más digna. Quizá sea imposible terminar con la violencia como
condición humana, aunque eduquemos para la convivencia tolerante. Los países
más “educados” son los que más hacen la guerra, y con las armas más letales. Pero
es imprescindible seguir luchando contra las injusticias y apuntando a una
convivencia solidaria. Lo contrario es avalar el darwinismo social y la
supervivencia del más fuerte.
Plantear que “otro
mundo es posible” no significa que se terminará la conflictividad, que
viviremos en un paraíso bucólico libre de contradicciones y que el amor sin
límites se derramará generoso sobre todos los habitantes del planeta (¿alguien
se creerá eso todavía?). Pero sí alerta sobre que es necesario apuntar a una
sociedad que se avergüence, y por tanto reaccione, ante el negocio de la
muerte. La causa de la justicia no puede aceptar la muerte como business. ¿O sí? ¿Triunfará finalmente
la pulsión de muerte entonces? Apostemos firmemente porque sí es posible
cambiar el curso de la historia. Si pudimos llegar al planeta Marte y liberar
la energía del átomo, o domesticarnos y dejar de ser animales, ¿no será posible
plantearnos no seguir matándonos?