Consideraciones preliminares
Es necesario hacer un par de consideraciones iniciales para poder hablar de las exhumaciones y del trabajo psicológico que se realiza en ellas. Sin esas precisiones, se corre el riesgo de no poder transmitir correctamente la complejidad del fenómeno en juego.
Comencemos diciendo que en el Occidente moderno, desde el Renacimiento en adelante, marcándose más aún con la revolución industrial dieciochesca, la idea de ciencia vino a destronar, en buena medida pero no totalmente, a la religión. El sufrimiento espiritual (lo que hoy día podría entenderse como una parte del objeto de la ciencia psicológica) también pasó a formar parte del universo de la investigación académica. Pero con el mal comienzo de estar concebido desde la ideología taxonómica imperante, tomando como referente el modelo de la descripción biológica. De ahí que el dolor moral –el malestar– pasó rápidamente a ser “enfermedad mental”, psiquiatrizándose desde su momento inaugural.
La psiquiatría manicomial fue la respuesta al “trastorno” psíquico, estableciéndose desde ahí (fines del siglo XVIII) la figura del médico psiquiatra (el alienista), del hospital para locos –el “loquero”– y del padecimiento espiritual como discordante, como anormal. Inicio que dejó una marca a fuego, imborrable ahora, por la que se liga indisolublemente salud mental con su par antitético: enfermedad mental, locura.
No fue sino hasta el siglo XX que se abrió una pregunta con intención científica respecto de la subjetividad, del dolor psíquico, del sufrimiento humano en sentido amplio, intentando ir más allá de la descripción y el enjuiciamiento quasi moral que la visión psiquiátrico-positivista implicaba. Es ahí cuando nace el psicoanálisis.
Con todo esto queremos decir que siempre han existido mecanismos para afrontar el sufrimiento subjetivo, el malestar “espiritual”. Sacerdotes, guías espirituales, shamanes o psicólogos –con distintos proyectos, con distintas metodologías– han dado respuestas a estos temas tan recurrentes, eternos entre los humanos. ¿Cuál es la mejor respuesta? Desde ya, así formulada, la pregunta es absolutamente inválida. Todas las ofertas dan alguna respuesta: por eso subsisten, por eso son buscadas como posibles opciones. Y las respuestas siguen multiplicándose al día de hoy, pudiéndose agregar libros de autoayuda, las más rebuscadas “técnicas” de “superación personal”, consejerías varias, a lo que deben sumarse los evasivos de siempre: alcohol etílico (en sus interminables presentaciones) y psicotrópicos (desde plantas naturales a las más sofisticadas drogas químicas actuales).
Ahora bien: los mecanismos de resolución individual de este tipo de problemáticas son bastante más comunes en la cosmovisión occidental moderna, donde la subjetividad se afirma, desde el cogito cartesiano en adelante, como condición del desarrollo del capitalismo. El “yo” ha destronado al “nosotros”, cosa que no sucede en otras culturas. Entre los pueblos mayas, definitivamente la concepción dominante de la vida es comunitaria, todo se juega en el ámbito de lo colectivo.
Las ciencias occidentales modernas (hoy día paradigma obligado de todas las ciencias, prototipo globalizado del saber riguroso) formulan conceptos que pretenden tener validez y efectividad práctica universalmente. En las ciencias naturales nadie pondría en tela de juicio la validez general de sus conceptos. En Alemania, en la Amazonia o en el Tíbet la conceptualización, por ejemplo, de los átomos puede hacerse desde los mismos parámetros científicos. Y también las reacciones físico-químicas de los habitantes de esas áreas: sus mecanismos respiratorios, sus procesos neurofisiológicos o excretorios, aquellos sustratos químicos que se activan con el miedo, o con el amor. El problema se plantea cuando lo que está en juego son los objetos de las ciencias sociales, que implican un compromiso personal del científico en juego, donde aparecen el poder y el deseo: allí la neutralidad queda en entredicho. Se abre entonces un interrogante epistemológico: si las ciencias naturales son universales, ¿no lo son también las sociales? Los conceptos que formula la psicología (insistamos: los conceptos, no las técnicas de intervención) ¿no se aplican igualmente a alemanes, amazónicos y tibetanos? ¿O habrá que pensar que funciona distintamente el psiquismo de cada una de estas personas?
Para decirlo muy rápidamente con algunos ejemplos: la repetición de las religiones –distintas cada una de ellas, pero religiones al fin– debe entenderse desde los mismos parámetros universales: temor a lo desconocido, necesidad de satisfacción espiritual, esquemas que organicen la vida socialmente en tanto axiologías. El síndrome de estrés postraumático, nombre con que, según la Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades y Problemas Relacionados con la Salud de la Organización Mundial de la Salud, se conocen los cuadros clínicos con que nos encontramos a diario en la población afectada por la violencia de la guerra y cuyos familiares son exhumados, es una formación que se repite allende las culturas. Ante pérdidas grandes, ante catástrofes inmanejables o ante la posibilidad real de la muerte, todos los humanos reaccionamos más o menos igual, independientemente que esas reacciones estén tamizadas por el tejido cultural.
En tal sentido, se puede hacer una lectura científica del sufrimiento experimentado por cualquier persona que ha sido víctima en la guerra, encontrándose siempre el mismo esquema: “una experiencia vivida que aporta, en poco tiempo, un aumento tan grande de excitación a la vida psíquica, que fracasa su liquidación o elaboración por los medios normales y habituales, lo que inevitablemente da lugar a transtornos duraderos en el funcionamiento” (según lo formulara Freud en sus “Lecciones introductorias al psicoanálisis”, de 1915-1917). Ello –la experiencia lo demuestra– se da siempre con más o menos similares características en cualquier latitud. De aquí que la Clasificación Internacional de Enfermedades antes aludida (CIE-10 de la OMS) puede encontrar regularidad en la sintomatología concomitante en cualquier lugar que el mismo se produzca:
• Episodios reiterados de volver a vivenciar el trauma en forma de reviviscencias o sueños.
• Sensación de “entumecimiento” y embotamiento emocional, de despego de los demás, de falta de capacidad de respuesta al medio, de anhedonia y de evitación de actividades y situaciones evocadoras del trauma. Suelen temerse e incluso evitarse las situaciones que sugieren o recuerdan al trauma.
• Estado de hiperactividad vegetativa con hipervigilancia, incremento en la reacción de sobresalto e insomnio.
• Los síntomas se acompañan de ansiedad y depresión y no son raras las ideaciones suicidas.
La población maya de Guatemala lleva más de 500 años sufriendo hondamente, a partir de la conquista española (o primer genocidio). En estas últimas décadas ese dolor se vio cruelmente incrementado, a partir de la guerra interna en la que se vio implicada (segundo genocidio). La cosmovisión maya, que en sí misma es una concepción místico-espiritual de la vida –y de la muerte–, ha sido el mecanismo de protección que permitió sobrevivir a los pueblos originarios. El no haber perdido su identidad histórica, el haber podido conservar su cultura, su espiritualidad, todo eso funcionó como colchón para aminorar los efectos de tan grandes y masivos ataques externos.
Finalmente, como parte de esta introducción necesaria para situarnos en lo que seguirá, y siguiendo una vez más a Freud en su “Psicología de las masas y análisis del yo” (1921), es necesario tener claro que “en la vida anímica individual aparece integrado siempre, efectivamente, «el otro», como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio psicología social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado”. Con ello se pretende ir más allá de la cuestionable (y artificial, incluso indefendible) dicotomía de “psicología social” y “psicología individual”. De hecho (¿lamentablemente, podría agregarse?) esa diferencia continúa manteniéndose entre los trabajadores de salud mental, muchas veces encontrándose más diferencias que cercanías entre quienes se dicen “psicólogos sociales” y (o versus) “psicólogos clínicos”. Ello complica la práctica más que facilitarla. En realidad –permítasenos como una última consideración previa– esa cuestionable división esconde algo que sí, en realidad, es una diferencia: la posición ideológico-política del trabajador, del sujeto de carne y hueso concreto que ejerce una determinada práctica.
Un psicólogo, un trabajador de salud mental puede trabajar en función de mantener el statu quo, o de transformarlo. Eso está en su proyecto ético-político. El aparato conceptual con que orienta su práctica no es, en sentido estricto, ni de izquierda ni de derecha. En todo caso, apelando a esa falsa diferenciación apuntada, si labora para no cuestionar nada de lo establecido no es por hacer “clínica individual”; por lo tanto, quien se dedica a lo “social” es un revolucionario por el solo hecho de salir del consultorio y moverse en un espacio público. El compromiso social (político, ideológico) está en el proyecto en función del cual cada quien trabaja. Se puede ser totalmente antisistémico, subversivo y alternativo con lo constituido, tanto desde un aula de clases, desde un consultorio –con o sin diván psicoanalítico– o produciendo un material cultural, y no por atender un grupo en una comunidad (con una camisa con la imagen del Che Guevara, podría agregarse provocativamente). Los grupos neoevangélicos que pululan cada vez más en las comunidades empobrecidas, urbanas y rurales, tanto de Guatemala como de toda América Latina, van al barrio, a la aldea (¡y vaya si van! ¡Las inundan!). ¿Tiene “compromiso social” por eso? ¿Para qué se va a una comunidad? Ahí está la clave.
Hay en todo eso un equívoco que debe despejarse claramente, para no identificar psicología social con supuesta propuesta de izquierda: la ingeniería humana, por ejemplo, desarrollada por la tradición estadounidense, es una cabal demostración de lo que pueden ser las técnicas de manipulación social, del trabajo con grupos, con grandes colectivos. El estadounidense Steven Metz, para graficarlo con algún ejemplo, dice sin ambages en qué consiste esta pretendida psicología social: “[Se] busca generar un impacto psicológico de magnitud, tal como un shock o una confusión, que afecte la iniciativa, la libertad de acción o los deseos del oponente”. O, complementando esa noción de intervenciones psicológicas masivas: “En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”, según lo dicho por el ideólogo polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinski. En síntesis: no por ser supuestamente “social” una intervención conlleva toques de contestación, de alternatividad. La pretendida diferencia entre estas psicologías puede llevar a callejones sin salida, más centradas en prejuicios que en aproximaciones críticas a la realidad.
Sanando el dolor en Guatemala
En Guatemala se desarrolló la segunda guerra interna más prolongada de Latinoamérica durante el siglo XX (36 años de duración, desde 1960 a 1996), y sin dudas la más cruenta. Ella fue consecuencia de una asimetría histórica que al día de hoy no ha cambiado, lo cual coloca al país como uno de los más desiguales de toda la región, con grados de explotación y exclusión social monumentales, y un 60% de su población bajo el límite de la pobreza. A ello se amarra un racismo histórico que recorre toda la sociedad, donde ser “indio” es sinónimo casi automático de exclusión, todo lo cual se articuló, finalmente, con la Guerra Fría librada por las entonces dos grandes superpotencias, guerra que en Guatemala se vivió como “muy caliente”. Las armas y las estrategias venían de estos dos grandes bloques de poder; los muertos y heridos los ponían los guatemaltecos, fundamentalmente los pobres, y más aún los campesinos mayas, los más pobres y excluidos de toda la población.
Dicha guerra civil (o “conflicto armado interno”, como eufemísticamente se le llama para quitarle responsabilidad al Estado –que reprimió a través de sus cuerpos de seguridad: ejército, policía y fuerzas paramilitares–, presentando estas acciones como “choques” o “enfrentamientos” pero no como lo que en verdad son: crímenes de guerra) tuvo como grandes contendientes, por un lado, a la oligarquía nacional con su ejército y al proyecto hegemónico estadounidense (custodiando su “patio trasero”), y por otro, a la guerrilla de izquierda, que tenía como base social, en muy buena medida, a la población maya.
Según los informes aportados tanto por la instancia de Naciones Unidas específicamente creada para documentar esos hechos, la Comisión para el Esclarecimiento Histórico –CEH–, como por el Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica –REMHI– de la Iglesia Católica, los datos hablan de no menos de 200,000 muertos, 45,000 personas desaparecidas, 100,000 desplazados fuera del país, un millón de desplazados internos y más de 600 masacres de tierra arrasada, ocurridas todas en el Altiplano Occidental, región maya por excelencia, donde tuvo su base social el movimiento armado revolucionario.