El capitalismo es malo para la salud: a veces te adelgaza hasta
los huesos y a veces
te engorda hasta la obesidad, pero siempre te mata; rápido
o despacio, pero te mata.
Armando
Bartra
Armando Bartra es un autor
prolífico. Ha publicado unos treinta libros, ha coordinado un sinnúmero de
obras colectivas y ha escrito cientos de artículos, siempre vinculados a la
urgencia apremiante de “suprimir el estado de cosas presente”. Detecto en esta
obra extensa y generosa, por lo menos, tres grandes vetas, cuyo eje común es un
insaciable apetito de conocimiento aunado a una inquebrantable pasión de
transformación social. Está, en primer lugar, un filón histórico en el que
caben sus estudios sobre el magonismo, los zapatismos con y sin “vista al mar”,
las monterías, el café, el carnaval y las historietas; luego hay una serie de
textos de actualidad sobre el movimiento social en México, las organizaciones
campesinas, el neozapatismo, el desarrollo rural y la izquierda dentro y fuera
de los partidos políticos.
Hay, por último, un tercer
filón, más bien teórico, en el que podemos situar sus estudios sobre la
cuestión agraria y el capitalismo moderno. Es aquí donde se ubica El hombre de hierro. Los límites sociales y
naturales del capital, para mi gusto la aportación más profunda de nuestro
autor. Publicado por primera vez en 2008 -pero redactado en 2006-2007- El hombre de hierro es una denuncia
rigurosa y vehemente de la catástrofe capitalista en México y en el mundo entero.
Es, entre otras cosas, un libro profético pues a las pocas semanas de publicarse,
estalló la crisis financiera más destructiva desde 1929, misma que todavía no
ha concluido su ciclo mortífero.
Bartra, sin embargo, no
habla únicamente de crisis económica. La catástrofe que describe lo abarca todo:
la economía, sin duda, pero también la política y la geopolítica, la sociedad y la cultura, la salud y el
ambiente, la ciudad y el campo, la familia, la vida cotidiana y un largo etcétera.
Estamos metidos en “una gran crisis civilizatoria”, insiste, y su diagnóstico es implacable: “la
humanidad no aguanta otro siglo como el anterior” (p. 29). ¿Perspectiva
apocalíptica? Posiblemente, pero Bartra no improvisa. Sus denuncias se anclan
en amplios conocimiento multidisciplinarios afianzados en la ecología radical y
en el arma secreta del viejo Marx: la crítica de la economía política.
Comencemos por el título. El
hombre de hierro es una metáfora que el autor de El Capital emplea en sus cuadernos de apuntes. En uno de ellos –que
Bolívar Echeverría publicó con el título de La
tecnología del capital- compara el capitalismo a un autómata global con “accesorios
dotados de movimiento y servidores de éste”. Más adelante abunda: “aquí, en el
autómata y en la maquinaria movida por él, el trabajo del pasado se muestra en
apariencia como activo por sí mismo, independientemente del trabajo vivo,
subordinándolo y no subordinado a él: el hombre de hierro contra el hombre de
carne y hueso”.
En los mismos cuadernos, Marx
describe el luddismo -el movimiento contra los despidos y los
bajos salarios ocasionados por la introducción de las máquinas- como una lucha precursora
contra la “fuerza productiva” específica del capitalismo, “la primera
declaración de guerra contra el medio de producción y el modo de producción
desarrollados por la producción capitalista”.
Es aquí -señala Bartra- donde encontramos lo mejor de la crítica de la economía
política y teoría crítica del gran dinero que ubica el huevo de la serpiente en
la propia tecnología desarrollada por el capital (pp. 54-55).
La producción capitalista tiene,
desde el principio, no una sino varias bombas de tiempo en sus entrañas: el
trabajo muerto en oposición al trabajo vivo; el hombre de hierro, en oposición al
hombre de carne y hueso, o sea el proletariado (en la actualidad, la gran parte
de nosotros, los humanos). Uno de los escenarios persistentes del conflicto -no
previsto por Marx, aunque sí por los anarquistas- es el campo. Bartra evoca,
con razón, la experiencia de los ejércitos de Emiliano Zapata y Francisco Villa,
aplastados por Obregón y Carranza y la de los campesinos ucranianos, aniquilados
por el gobierno bolchevique.
En el trayecto, Bartra arremete
-y con sobrada razón- contra el mito del desarrollo científico-tecnológico, con
el cual, día tras días, se encubren los peores crímenes. “Los esfuerzos por crear una
naturaleza a imagen y semejanza del capital -explica- continuarán en las dos
últimas décadas del siglo XX a través de los transgénicos y la nanotecnología,
pero con la Revolución Verde se consuma en lo fundamental la subordinación
material de la agricultura al capital en lo tocante al trabajador” (p. 136).
El
autor lo repite una y otra vez: la ciencia no es neutral; las máquinas tal como
nosotros las conocemos, son el fruto de una tecnología producida por el
capital, a su medida, sobre el presupuesto del trabajo enajenado. De manera que
para acabar con el conflicto entre hombre de hierro y hombre de carne y hueso
es preciso, no solamente “expropiar los expropiadores”, sino transformar el
proceso de trabajo mismo y producir otras máquinas a partir de otros
conocimientos y para otra producción (pp. 112-13).
Vale
la pena detenerse en este Marx releído por Bartra. Desde mi punto de vista, una
parte de su obra es hoy obsoleta, si es que alguna vez tuvo validez. Me refiero,
especialmente, a cierto determinismo mecanicista anclado en la dialéctica
hegeliana, al espejismo de que la humanidad transita de un modo de producción
al otro según leyes inmutables y a la ficción de que el país
industrialmente más avanzado muestra al menos desarrollado la imagen de su
propio futuro. Si esto fuera así los campesinos ya
hubieran desaparecido, pero -como observa Bartra- ahí siguen en el capitalismo
metropolitano y en el periférico (p. 57).
A
pesar de esto, hay algo más vigente que nunca en la obra Marx y es, justamente,
la crítica de la economía política, el trabajo tenaz, riguroso y al mismo
tiempo profético, que hizo para deconstruir con la paciencia y la escrupulosidad
de un “obrero del pensamiento” (así definían a los intelectuales en la
Asociación Internacional de los
Trabajadores) el discurso pretendidamente científico de los economistas
clásicos y, ante litteram, de los
neoclásicos o, a fortiori, de los
actuales neoliberales, estos últimos pálidas sombras de los anteriores. Recuerden que El Capital empieza con una frase que sólo
ahora se está haciendo realidad: “la riqueza de las sociedades en las que domina el modo de
producción capitalista se presenta como un enorme cúmulo de mercancías”.
¿Alguien se atreve a
negarlo? ¿Quién duda que esa “pasión inextinguible por la ganancia” o “la maldita
hambre de oro” fustigadas por Marx hace más de 150 años, guían a los poderosas
del mundo hoy más que nunca? Y si no les parece, visiten
Carrizalillo, en las inmediaciones del río Balsas, Estado de Guerrero, donde
la empresa canadiense Goldcorp, sedienta de oro, es responsable de devastar el
medio ambiente y la salud de los vecinos, además de ocultar la información al
respecto. No es un caso aislado. La Jornada del campo –otro de los esfuerzos
editoriales de Bartra- informa que en los últimos 20 años, se ha extraído del
territorio mexicano ¡cuatro veces el oro! y casi el ¡doble de plata! de lo que
se extrajo durante los tres siglos que duró la Colonia. Si
lo anterior es verdad –¡y los es!-, entonces lo que nos presenta Armando es,
precisamente, un inventario de los desastres de la actividad humana reducida a
mercancía, en este que es el nuevo “tiempo de los asesinos” (Rimbaud).
Sigamos con el libro. Entre
sus riquezas, encuentro el recurso a la literatura, un campo de batalla
donde se dirimen asuntos nada triviales. Bartra sabe que El Capital puede leerse como gran un
poema dramático cargado de metáforas, símbolos y alegorías que sirven a un sólo
propósito: la emancipación de los trabajadores. El capital, dice Marx, viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los
poros, desde la cabeza hasta los pies, mientras que la clase burguesa
chupa literalmente la sangre de la clase obrera. El capital -insiste- es
trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar
trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa. Y ese vampiro no se desprende de él mientras quede por explotar
un músculo, un tendón, una gota de sangre.
Las metáforas terroríficas
son típicas del romanticismo revolucionario que, entre otras cosas, es un grito
contra el industrialismo naciente. En el
poema La nueva Jerusalén, por ejemplo, William Blake habla de unos “molinos satánicos”
y los historiadores Peter Linebaugh y Marcus Rudiger aclaran que dichos molinos
son en realidad los Albion Mills, la primera fábrica con máquinas a vapor que
se instaló en Londres. En 1791, el mismo año en que había sido construida, esta
fábrica de harina quedó totalmente destruida por un incendio provocado por la
resistencia directa y anónima a la revolución industrial. Hoy el capital sigue chorreando sangre y los vampiros
se llaman fondos buitres en Argentina, chupacabras en el México de Salinas y
reforma energética en el de Peña Nieto.
Es en este sentido que Armando
trae a colación Frankenstein o el moderno
Prometeo, el famoso libro de Mary Shelley. No sobra recordar que Mary
Godwin –mejor conocida como Mary Shelley- era hija del filósofo libertario
William Godwin – “propiedad casi exclusiva del proletariado”, dice Engels- y de la feminista
radical Mary Wollstonecraft, además de ser la esposa de Percy Bysshe Shelley. Ateo místico como Blake, el genial y profético Shelley (otra vez
Engels) era anarquista
en su crítica de la sociedad y en sus propuestas reformadoras.
El monstruo que plasma Mary
Shelley es un símbolo del proletariado que se rebela contra la injusticia. “Decidí
-cuenta el doctor Frankenstein- hacer un ser de dimensiones gigantescas; que
tendría alrededor de dos metros con cuarenta centímetros de estatura y corpulencia
proporcionada”. Esa talla descomunal evoca la potencia del proletariado, que
sólo necesita tomar consciencia de su fuerza para ganar la batalla. Más
adelante el monstruo, por el cual el lector no puede menos que probar simpatía,
lanza una amenaza: “¿acaso no he sufrido bastante que quieres aumentar mi
desgracia? Aunque sea sólo un cúmulo de infelicidad, la vida me es querida y la
defenderé. Recuerda que me has hecho más fuerte que tú, que te aventajo en
estatura y agilidad”.
Otro concepto fundamental
desarrollado por Marx y retomado por Bartra es el fetichismo de la mercancía.
Según el Diccionario de la Real Academia, fetiche quiere decir
“ídolo u objeto de culto al que se atribuye poderes sobrenaturales,
especialmente entre los pueblos primitivos”, mientras que el fetichismo es el “culto de los fetiches, una
forma de idolatría o veneración excesiva”. El carácter místico
de la mercancía, dice Marx, no deriva de su valor de uso; la forma fantasmagórica
radica en que una relación social entre hombres se encuentra mistificada por
las cosas. En la actualidad, la mercancía
ha llegado a la ocupación total de la vida social. Ahora, no solamente la
relación a la mercancía es visible sino que no se ve más que ella: el mundo que
se ve es su mundo, dijo otro profeta que responde al nombre de Guy Debord.
Quisiera señalar una
posible carencia del libro: hace falta un análisis profundo del narcotráfico,
fenómeno devastador que afecta parejo al campo y la ciudad. Y es que la Gran
Crisis fortalece, más que debilitar, las economías criminales operando como
poderosa contratendencia. En libro reciente, Roberto Saviano señala que el mundo
actual empieza precisamente en ese Big Bang moderno, origen de los flujos financieros
inmediatos. “Quien ignora a México -precisa- no encuentra el camino que
distingue el olor del dinero, no sabe cómo el olor del dinero criminal puede
convertirse en un olor ganador que poco tiene que ver con el tufo de muerte
miseria barbarie corrupción”. En este sentido, el hombre triple cero del
investigador italiano sería el último avatar del hombre de hierro.
Al final del
recorrido surge una pregunta: ¿estamos derrotados? Bartra dice que no. La ilusión
del valor que se valoriza a sí mismo, la utopía capitalista de un mundo de
autómatas dóciles se infringe constantemente contra los deseos, las esperanzas
y las pasiones de hombres y mujeres de carne y hueso. Me seducen dos de sus propuestas:
carnavalizar la política y pasar del luddismo utópico al luddismo científico, aunque
no me queda clara su puesta en escena. Menos atractiva -aunque respetable- me resulta
su opción política: el Movimiento Regeneración Nacional, Morena (pág. 295). Me
cuesta imaginar a Martí Batres o a Andrés Manuel López Obrador en traje de
luddistas y no entiendo qué cabida tienen en el discurso anterior.
Violeta R. Núñez
Rodríguez, “Minería en el capitalismo del siglo XXI: despojo de territorios
rurales”, La jornada del campo, 19 de
julio de 2014.
Marx , El Capital. Tomo I, op. cit., pp. 195 y
693. Sobre el tema de los vampiros,
encontré un interesantísimo articulo de Marcos Neocleous, “La
metáfora cognitiva de los vampiros en Marx”,
De este
famoso texto que se encuentra al final del primer capítulo del tomo I del
capital existe una nueva edición en separata: Karl Marx. El fetichismo de la mercancía (y su secreto), prólogo de Anselm Jappe, Pepitas de Calabaza,
Logroño (España), 2014.
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