Índice de la Segunda parte: Sobre el humanismo /
¿Hay vacuna contra el racismo? / La discriminación de género
Sobre el humanismo
El "hombre
nuevo" de la izquierda hace ya tiempo que entró en crisis. En su antípoda,
en la concepción "occidental" moderna, hoy ya globalizada y en
versión post moderna incluso, la antropología subyacente descuella por su
creciente desinterés por lo humano. Que el mundo no es un paraíso es algo por
demás de evidente. De todos modos, ¿estaremos en condiciones de aspirar a algo
mejor con los medios técnicos con que contamos actualmente? Todo indicaría que
sí. ¿Pero por qué resulta tan difícil alcanzar ese ideal? ¿Cómo es posible que
pese a una acumulación de riquezas nunca vista antes en la historia asistamos a
una creciente cantidad de desesperados? ¿Cómo entender que entre los sectores
más dinámicos de la Humanidad estén la producción de armas y de drogas, por
delante de otros aspectos evidentemente más importantes en cuanto a la
satisfacción de necesidades y dadores de una mejor calidad de vida?
Todo esto lleva a pensar
en razones de fondo: el destino del ser humano está en dependencia de la idea
que de él se tiene, de lo que de él se espera, de su proyecto. Sin visiones
apocalípticas, el momento actual nos confronta con una situación preocupante,
por decir lo menos; el futuro, como decía Einstein, seguramente puede asustar
(sin querer caer en la remanida frase que "nuestra época está en una
crisis sin parangón"). Para graficarlo de algún modo: de activarse todo el
arsenal termonuclear existente en nuestro planeta la onda expansiva liberada
llegaría hasta la órbita de Plutón. Proeza técnica, seguramente; pero ello no
impide que muera de hambre mucha gente diariamente a escala global. ¿Qué mundo
se ha construido? ¿Cuál es la idea de ser humano que posibilita construir esto?
"Después de
Auschwitz, de Hiroshima, del apartheid en Sudáfrica, no tenemos ya derecho de
abrigar ilusión alguna sobre la fiera que duerme en el hombre... La asoladora
propagación de los medios electrónicos alimenta generosamente esa fiera", se lamentaba Álvaro
Mutis.
Con el ser humano que
está en la base del mundo hasta hoy conocido, ése que somos cada uno de nosotros,
cabe preguntarse en qué medida se podrá hacer algo superador, y cómo. Luego de
todo lo dicho anteriormente sobre la violencia en tanto fenómeno humano,
podemos acompañar a Voltaire, uno de los principales ideólogos de uno de los
grandes cambios en la historia humana, quien reflexionaba en su
"Cándido": "¿Creéis que en todo tiempo los hombres se han
matado unos a otros como lo hacen actualmente? ¿Que siempre han sido mentirosos,
bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos,
glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores,
desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?" Decididamente no
podría acusárselo de pesimista. El Iluminismo dieciochesco confiaba casi
ciegamente en las potencialidades del ser humano en tanto racional, en el
progreso, en la industria naciente. El marxismo clásico no deja de ser heredero
de esa cosmovisión, y por tanto mantiene similares esperanzas: "el triunfo
histórico del proletariado redimirá a la Humanidad". ¿Pero qué posibilita que
se instaure tan fácilmente un Rambo en la cultura dominante como imagen
ganadora, o que un Ceaucescu, un Stalin o un Pol Pot, supuestamente
revolucionarios, se hagan del poder y se mantengan sin mayores diferencias que
un Idi Amín? (¿empapando con sangre impura los surcos?) ¿Cómo entender que, ni
bien se dan las posibilidades, tanto en la Rusia post soviética como en la
China con apertura capitalista se disparen las peores explotaciones hacia los
trabajadores por parte de los "nuevos ricos" con niveles de
expoliación que sorprenden incluso a los empresarios occidentales?
La pregunta que interroga
por el sentido de lo humano, por sus posibilidades y por sus límites, no es
pesimista. Es realista. Sólo si tenemos claro qué somos, qué podemos esperar de
nosotros mismos, y qué no, sólo así podemos atrevernos a plantear cambios
genuinos. Queda por demás claro que la situación humana actual necesita de
profundas mejoras: se llega a Marte al mismo tiempo que hay desnutridos y
analfabetos. En el siglo XXI todavía hay gente que vive como el en XIX. La
pregunta en juego es: ¿pero cómo logramos esos cambios? ¿Cómo los hacemos
sostenibles, sin retorno, efectivos?
Desde hace unos dos
siglos el "hombre moderno" –racional y científico, y surgido en
Europa, no olvidar– se ha venido imponiendo como centro de la cosmovisión
dominante. Es él quien ha construido la sociedad moderna: industrial, de masas,
consumista. Hoy ya prácticamente ha desplazado en el mundo entero otras
perspectivas culturales, relegándolas a un segundo plano (como
"primitivas") o simplemente desapareciéndolas. Claro está también que
la desigualdad social no es invención suya, sino que ella se remonta a los
albores de la historia (exclúyase del análisis un primer momento de presunto
comunismo primitivo, etapa de homogeneidad sin diferenciaciones sociales). Los
primeros atisbos de organización medianamente compleja, superado el estadio del
cazador primitivo sin producción excedente, ya evidencian estratificaciones; la
lectura hegeliana de la historia no podrá entonces menos que inferir una
dialéctica del amo y del esclavo como estructura de lo real. Pero si bien la
historia nos confirma esto, el desarrollo contemporáneo nos descubre una
situación nueva: estamos ante una Humanidad "viable" y otra
"sobrante". ¿Viable para quién? Seguramente para un modelo de ser
humano donde, curiosamente, el ser humano mismo puede ser prescindible.
Aunque el ser humano es
la razón de ser de la producción humana, de la producción industrial masiva destinada
a mercados cada vez más extendidos, el hombre post moderno termina sobrando
merced a la misma modalidad de esa producción: la forma en que se instauran el
robot y la cibernética lo relegan. Una idea de desarrollo que no tome al ser
humano concreto como su eje es, como mínimo, dudosa; la noción de
"progreso" que ha dominado nuestra cultura estos dos últimos siglos
da como resultado lo que tenemos a la vista. Es innegable que la industria
moderna ha resuelto problemas ancestrales, que la ciencia en que descansa abrió
un mundo espectacular que revolucionó la historia; pero no es menos cierto
también que ha habido un olvido del para quién del desarrollo.
Nunca
hasta ahora se había llegado a concebir, desde quienes detentan y ejercen el
poder, la idea de "poblaciones sobrantes". Los marginales actuales no
son el enfermo mental o el inválido que no entran en el circuito productivo y,
harapientos, mendigan suplicantes; son barrios completos, masas enormes, ¿quizá
países? La caridad cristiana ya no alcanza para atenderlos. Ni tampoco la
cooperación internacional. ¿Quién y en nombre de qué puede decir que hay gente
"de más"?
Continuamente
ha habido llamados a la "humanización" en un desarrollo que pareciera
llevarse por delante y olvidar al ser humano: leyes de protección a los
indígenas, buen trato a los esclavos, el socialismo utópico en los albores de
la industria (Owen, Fourier, Saïnt-Simon), actualmente "ajuste estructural
pero con rostro humano", talo como piden las agencias "buenas"
del sistema de Naciones Unidas (UNICEF o la OMS al lado del Banco Mundial o del
Fondo Monetario Internacional). ¿Qué pasa que siempre se recae a un
"salvajismo" contra el que deben levantarse voces para suavizarlo?
Si
en las varias décadas de socialismo real transcurridas, en contextos culturales
e históricos distintos, puede constatarse que muchas veces se agranda la
distancia entre pueblo y cúpula política, que el fervor revolucionario de los
inicios deja paso a un discurso oficial anquilosado, que la seguridad del
Estado termina siendo el eje de la dinámica social, esto hace pensar en qué es
y cómo se construye el "hombre nuevo".
Tal
vez sea necesario replantear la noción de humanismo de la que hemos estado
hablando desde el surgimiento del mundo moderno; seguramente la noción de un "un
hombre bueno por naturaleza pero corrompido por la sociedad"
(Rousseau) sea algo simplista. Quizá el "hombre nuevo" que levantó la
llegada del socialismo no escapa a un planteamiento romántico principista,
desconocedor en última instancia de las reales posibilidades humanas (Marx, por
lo pronto, fue un hijo del romanticismo de su época). Es imposible que la gente
común y corriente sea como el Che Guevara; "los pueblos no son
espontáneamente revolucionarios sino que, a veces, se ponen
revolucionarios" –decía un anónimo de la Guerra Civil Española–. ¿Por
qué no hacer entrar en las cosmovisiones, o en los proyectos transformadores, a
la violencia como un elemento normal, tan humano como la solidaridad o el amor?
Porque lo humano es todo eso. (En un naufragio se salva quien puede, a los
codazos, pisoteándose uno con otro, pero también hay solidaridad y actos de
arrojo por salvar al otro. Todo eso son posibilidades humanas).
Lo
humano es toda esa compleja, confusa, increíblemente complicada mezcla de
posibilidades. Al menos hasta ahora el racismo y el machismo acompañan a toda
cultura. Y también el discurso progresista que vino a inaugurar el socialismo
científico, el marxismo, no está exento de estas características. Por lo tanto,
cambiar la situación mundial, las injustas relaciones humanas con que hoy día
nos encontramos, implica una transformación de diversos ámbitos. Las relaciones
económicas siguen siendo, sin duda, la roca viva que decide la suerte de
nuestra historia como especie; junto a ella, o más bien: entrecruzándose con
ella, se articulan otras desigualdades, otras injusticas que también deben ser
abordadas en función de una mayor equidad. Pero, como dice Atilio Borón: "Si
de algo estamos seguros es de que la sociedad capitalista no habrá de
desvanecerse por la radicalidad de las demandas de las fuerzas sociales
empeñadas en lograr una reivindicación particular, ya sea que se trate de la
lucha contra el sexismo, el racismo o la depredación ecológica. La sociedad
capitalista puede absorber estas pretensiones sin que por eso se disuelva en el
aire su estructura básica asentada sobre la perpetuación del trabajo
asalariado. Y la mera yuxtaposición de estas reivindicaciones, por enérgicas
que sean, no será suficiente para dar paso a una nueva sociedad".
¿Hay vacuna contra el racismo?
El
racismo no es un problema nuevo. La historia humana, para decirlo una vez más,
ha sido –y continúa siendo– una sucesión de enfrentamientos. Enfrentamientos
diversos, por cierto, entre los que el conflicto étnico es uno más. Pero que
tiene un peso muy especial, por cuanto es el principal mecanismo de segregación
del otro diferente. En función de ese mecanismo, justamente, se pueden cometer
las peores tropelías amparados en la "justificación" de las
diferencias.
¿Por
qué, muchas veces, atacamos lo distinto?, ¿por qué lo diverso atemoriza? Estas
son preguntas que pueden contestarse desde variadas ópticas: social,
psicológica, antropológica. Pero queda claro, desde ya, que el ámbito de su
esclarecimiento corresponde primariamente al campo de las ciencias sociales; no
hay razón biológica que de cuenta de estos fenómenos, y mucho menos que los
justifique. Si en algún momento pudo pensarse en un darwinismo social con
pretendido carácter científico donde la supuesta selección natural premiaría a
los más fuertes sobre los más débiles, eso se demuestra hoy como el grosero
ejercicio de un poder, como una práctica ideológica, muchas veces descarada.
"El racismo y la
discriminación racial constituyen una tragedia que continúa ocasionando
violencia contra muchos pueblos dondequiera que nos encontremos, sea en países
del Tercer Mundo o en los llamados países desarrollados", expresaba la
indígena maya-quiché Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz y Embajadora de
Buena Voluntad de la UNESCO.
Es
cierto; es tristemente cierto: estamos ante una tragedia. ¡Una tragedia de la
civilización! Porque ningún ser humano en desarrollo excluye "por instinto"
a otro por su color de piel, por sus características físicas externas.
Si
bien los avances de la genética han mostrado la arquitectura primera del genoma
humano y su indubitable universalidad, y pese a que ya nadie en su sano juicio
puede volver a la retrógrada idea de "raza", el racismo continúa. La
raza –ya fue suficientemente dicho en reiteradas ocasiones– no es un concepto
biológico; es una construcción ideológica. Por lo tanto, el prejuicio
discriminatorio que en ella se basa no tiene el más mínimo fundamento que pueda
respaldarlo.
Como
toda noción ideológica, tiene que ver no con una lectura científica de la
realidad sino con un posicionamiento político, de ejercicio del poder. En
términos científicos –para decirlo casi con un criterio de apelación a la
autoridad en el que le damos a la ciencia el valor de libro sagrado
incuestionable– la idea de "raza" y las supuestas diferencias que se
seguirían de ella no es sostenible. Las diferencias humanas se ligan al orden
histórico, simbólico, social.
En
todo caso, las diferencias físicas constatables –pigmentación de la piel, del
cabello, color de los ojos, morfología externa– son datos que se dimensionan a
partir de su valorización cultural. Nada hay en el campo de la realidad física
que pueda explicar, y mucho menos justificar, cualquier forma de
discriminación.
Dicho
esto, sabido esto, demostrado fehacientemente todo esto, sin embargo la
discriminación sigue siendo un hecho, un triste y vergonzoso hecho –una
"tragedia", para usar las palabras de la Premio Nobel. Pero ¿por qué?
Quizá
con algo de ingenuidad la reflexión nos podría encaminar a pensar que el racismo
es connatural al fenómeno humano, es de orden genético. Es cierto que lo
distinto atemoriza… pero cuando somos adultos. En reiteradas ocasiones se
realizó la prueba de laboratorio en la que se colocaba a varios niños y niñas
de entre dos y cuatro años de edad, momento en que han dejado ya de ser
lactantes pero en que aún no han incorporado plenamente su cultura, combinando
distintas "razas": un "blanquito", un "negrito",
un "chinito". ¡Y ninguno discriminaba a nadie! La discriminación
racial viene tardíamente, cuando se asumen los valores de la civilización;
vienen de otro, vienen de los adultos.
En
el acmé del positivismo decimonónico hubiese sido concebible una explicación
desde lo genético para el racismo, y más aún, para su justificación. Pero no
hoy, con el desarrollo de las ciencias sociales que se ha registrado. La
pregunta, sin embargo, sigue apuntando a la facilidad, a la rapidez con que
podemos caer en la discriminación étnica. ¿Por qué esto surge tan
"fácilmente"? (Sólo un ejemplo: los alemanes –pueblo tradicionalmente
instruido, desarrollado– registra sin dudas uno de los niveles más alto de
racismo que podamos recordar en la modernidad. Intelectuales teutones de valía
creyeron a pie y juntilla en la superioridad de la "raza aria"; y los
alemanes no son, precisamente, unos estúpidos. Y pese a haber sido derrotados
en la Segunda Guerra Mundial y a la cultura de vergüenza social que se edificó
en la post guerra en relación al nazismo, al día de hoy no ha desaparecido totalmente
entre la población la noción de superioridad "racial" (suele jugarse
con la expresión "Deutschland über alle" –Alemania sobre
todos– en vez de "Deutschland über alles" –Alemania sobre
todo–, que es parte del himno nacional). ¿Por qué esa recurrencia de la idea de
superioridad? Para muestra, ahí están los grupos neonazis persiguiendo
extranjeros. ¿Cuál es la vacuna contra el racismo?
Lo
diverso regularmente atemoriza, aterra incluso. Permitiéndonos seguir usando el
idioma alemán, dado que permite mostrarlo de forma más que evidente, lo "no-familiar",
lo "un-heimlich", puede ser "siniestro" –"unheimlich"–.
Ante lo nuevo desconocido puede haber varias reacciones; investigar, descubrir
con un espíritu casi aventuresco eso incógnito que se nos presenta. Pero otra
reacción muy común –quizá la más común, la más primaria– es la reacción
negativa: lo desconocido, lo no familiar, se antoja peligroso. ¿Siniestro?
Seguramente
los humanos somos más conservadores que aventureros, por eso descubrir y
abrirse a cosas nuevas cuesta tanto. Es más fácil –angustia menos– repetir,
seguir la rutina. Si soy blanco, es más fácil encontrar en mi homólogo la
garantía de tranquilidad; de ahí que mis amigos serán blancos, me caso con una
blanca, hago que mis hijos se junten con otros blancos. Pero eso no es
genético. Es puramente cultural.
En
general, y esto es lo digno de destacarse, la práctica discriminatoria del
racismo tiene lugar desde el supuesto "superior" (la raza aria, los
blancos, los europeos "cultos") hacia los considerados
"inferiores", de menor cuantía, más "animalescos". Con lo
que se juega un ejercicio de poder: el poderoso discrimina al débil. No se da
nunca a la inversa. Los que se tiñen el cabello de rubio son los negros o los
indígenas, pero es rarísimo ver un rubio pintándose el pelo de negro.
En
el ideario socialista clásico la noción de discriminación étnica no estaba
presente. Por el contrario, con una visión europeísta incluso, en el mismo
texto de Marx pueden encontrarse referencias a la necesidad de ir más allá de
este tipo de contradicciones para dirimir todo en el plano de la lucha de
clases. Y más aún: desde una posición eurocéntrica y de "hombre blanco",
pudo llegar a decir cosas que hoy, siglo XXI, podrían verse como políticamente
no correctas, cuestionables. Los prejuicios raciales también ahí se filtran.
Para muestra, valga citar un artículo suyo de 1853, "Futuros resultados de
la dominación británica en la India": "Inglaterra tiene que
cumplir en la India una doble misión: destructora por un lado y regeneradora
por otro. Tiene que destruir la vieja sociedad asiática y sentar las bases
materiales de la sociedad occidental en Asia". ¿Las sociedades "atrasadas"
deben seguir el modelo del Occidente "desarrollado"? Pero… ¿cuál es
la vacuna contra el racismo?
Si queremos
emprender una autocrítica sincera de nuestros postulados y valores más
profundos que nos posibilite avanzar en la construcción de un mundo nuevo, es
necesario retomar agendas olvidadas o poco valorizadas por la izquierda
tradicional, entre ellas el tema étnico. Tomemos como ejemplo una zona de
tradición fuertemente indígena: los pueblos que hoy constituyen los países
latinoamericanos. Herederos de una tradición intelectual de Europa (ahí surgió
lo que entendemos por izquierda), los movimientos contestatarios del siglo XX
ocurridos en Latinoamérica no terminaron de adecuarse enteramente a la realidad
regional. La idea marxista misma de proletariado urbano y desarrollo ligado al
triunfo de la industria moderna en cierta forma obnubiló la lectura de la
peculiar situación de nuestras tierras. Cuando décadas atrás José Mariátegui,
en Perú, o Carlos Guzmán Böckler, en Guatemala, traían la cuestión indígena
como un elemento de vital importancia en las dinámicas latinoamericanas, no
fueron exactamente comprendidos. Sin caer en infantilismos y visiones
románticas de "los pobres pueblos indios" ("Al racismo de los
que desprecian al indio porque creen en la superioridad absoluta y permanente
de la raza blanca, sería insensato y peligroso oponer el racismo de los que
superestiman al indio, con fe mesiánica en su misión como raza en el
renacimiento americano", nos alertaba Mariátegui en 1929), hoy día la
izquierda debe revisar sus presupuestos en relación a estos temas. De hecho,
entrado el tercer milenio, vemos que las reivindicaciones indígenas no son
"rémoras de un atrasado pasado pre-capitalista o colonial" sino un
factor de la más grande importancia en la lucha que actualmente libran grandes
masas latinoamericanas (Bolivia, Perú, Ecuador, México, Guatemala). Sin olvidar
que Latinoamérica es una suma de problemas donde el tema del campesinado indígena
es un elemento entre otros, pero sin dudas de gran importancia, la actitud de
autocrítica es lo que puede iluminar una nueva izquierda.
Sin
dejar de considerar, desde ya, que una injusticia (la discriminación racial)
puede imbricarse con la otra (la explotación económica), la cuestión del
racismo es una esfera de sentido con su lógica propia, no reductible a la
diferencia social. Siempre los conquistadores de "raza superior" han
encontrado en la diferencia étnica la justificación para explotar a los
"inferiores", pero sin embargo la discriminación racial funciona como
mecanismo psicosocial-cultural autónomo, con su dinámica especial. Un blanco de
escasos recursos también puede discriminar por indígena o por negro a alguien
que, quizá, tiene un mejor nivel económico. "Seré pobre pero no indio"
puede escucharse de más de algún blanco pobre en Latinoamérica.
En
orden a modificar las situaciones de injusticia que definen la realidad
cotidiana actual desde ya que las diferencias de clase siguen siendo
definitorias; pero no podemos menos que considerar como de gran importancia el
campo del racismo, otra tragedia humana quizá de no menor relevancia que
aquélla. La lucha por la justicia incluye todo tipo de opresión: económica, de
género, cultural. Si no es así podemos caer en nuevas y sutiles formas de
injusticia.
Hoy
día las constituciones políticas de todos los países reconocen y defienden las
diversidades étnicas; las cartas fundacionales del sistema de Naciones Unidas
–instancia supranacional por excelencia– prácticamente tienen razón de ser en
cuanto parten del hecho de la enorme variedad de etnias y culturas que
conforman la especie humana y la más que obvia necesidad de su aceptación y
respeto entre todas ellas. Pero más allá de toda esta intencionalidad, el
racismo sigue siendo un hecho. ¿Hay vacuna contra el racismo?
El
fenómeno de la discriminación no se restringe a algún país en especial, donde
se podría estar tentado de endilgar el fenómeno a "atrasos culturales".
Por el contrario, barre el mundo por los cuatro puntos cardinales. Sociedades
llamadas "desarrolladas", para decirlo rápidamente, dan las peores
muestras de intolerancia étnica. Así como en Alemania, tal como veníamos
diciendo, hace apenas unas décadas se persiguió a los judíos por millones en
nombre del sueño de superioridad racial, en Estados Unidos el Ku Klux Klan
sigue teniendo una considerable cuota de poder y hasta no hace mucho tiempo
linchaba a pobladores negros, en Italia la Liga del Norte propone la separación
del sur "subdesarrollado", en Austria un partido neonazi disputó
recientemente el poder y casi lo gana, sólo por dar algunos ejemplos. Aunque el
anterior Secretario General de la ONU haya sido una persona afrodescendiente
(todo un símbolo, definitivamente) el apartheid a nivel mundial sigue estando
presente.
En
Guatemala una mujer indígena, la más arriba citada Rigoberta Menchú, se ha
hecho acreedora (no sin resistencias locales) a un Premio Nobel; paso
importante. Quizá a principios de siglo, o apenas algunas décadas atrás, esto
hubiera sido inconcebible (todavía se vendían las fincas con todo "e
indios incluidos"). Pero la discriminación étnica no ha desaparecido. ¿Hay
forma que desaparezca? Incluso podríamos ser más cáusticos en la pregunta: ¿hay
posibilidades reales que desaparezca? Aunque se ha incorporado el neologismo "afrodescendiente"
para superar la discriminación de los "negros", sabido es que las
poblaciones de origen africano siguen siendo, por lejos, las más sufridas.
En
la forma en que queda formulado el interrogante pareciera que no hay mayores
alternativas: ¿será que el racismo está enraizado en la misma condición humana?
Por principios diríamos que no, pero ¿por qué es tan frecuente y cuesta tanto
eliminarlo? De todos modos, pensemos en que debe haber alternativas, ¿o es que
realmente hay "razas superiores"?
No
debemos caer rápidamente en reduccionismos, por más tentador que ello sea.
Sería muy fácil colegir de lo que tenemos dicho que el racismo, en cuanto una
de tantas expresiones de la agresividad, en cuanto constituyente del fenómeno
humano, es inmodificable. Así las cosas, no habría ya mucho por hacer. O ante
cada nueva expresión discriminatoria resignadamente encogerse de hombros por
encontrarnos frente a un hecho natural. No hay dudas que podemos (debemos)
apuntar a otras opciones.
La
población de una etnia difícilmente establece grandes amistades, o busca su
pareja, con gente de otra etnia. El amor es narcisista, es decir: yo amo en el
otro lo similar a mí; quizá por eso es tan difícil abrirse plenamente a alguien
muy distinto. Pero aunque esto sea verdad en un nivel nada autoriza a que se
aborrezca al otro por ser diferente (otra lengua, otras costumbres, otra
cosmovisión, otro color de piel). Una actitud civilizada, aunque se estrelle a
diario con fuerzas jurásicas que ven en el otro distinto siempre una amenaza,
debe apuntar a ese ideal de respeto.
No
hay vacuna contra el racismo, ni contra las injusticias. Pero hay la
posibilidad de establecer mecanismos de convivencia que nos permitan
respetarnos; y esas mismos mecanismo, que no son sino las leyes, códigos de
conducta que nosotros mismos vamos creando, felizmente no son definitivos, son
perfectibles. En Cuba, luego de la revolución, se estableció por ley que una
cuota de los cargos públicos de dirección debía ser ocupada por camaradas de
color. Discriminación positiva, sin dudas, pero muy oportuna. Sólo ese trabajo
de educación, de concientización, de generación de una nueva cultura –dificilísimo,
lo sabemos– puede dar resultados con varias generaciones de esfuerzo.
Suprimir,
eliminar al otro distinto no es el camino. Ello, en definitiva, no es sino
alimentar el ciclo de violencia; y eso no tiene fin. En nombre de lo que sea se
puede discriminar al otro distinto, se pueden pedir limpiezas sociales. Los
motivos sobran: ahora, niños de la calle, después los drogadictos, después los
homosexuales... ¿Y después? ¿Seropositivos?, ¿habitantes de barrios
marginales?, ¿indígenas?, ¿negros? ¿Y después gitanos, judíos, musulmanes,
latinos, pobres, habitantes del Tercer Mundo...? La lista no tiene fin. Y en
algún lado de la lista estamos todos.
Lo
que queda claro es que el poder construye un modelo cultural dominante que es
el que se impone al resto de la sociedad. Esto no es nuevo; desde Hegel en
adelante –y por supuesto retomado por el marxismo clásico– sabemos que el
esclavo piensa con la cabeza del amo. "Las ideas de la clase dominante
son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase
que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su
poder espiritual dominante", expresó puntualmente Marx en "La
ideología alemana". Entre otras cosas, hasta ahora, en todas las
sociedades, en todas las culturas conocidas, el poder se construyó en términos
masculinos, independientemente del color de la piel. También en las clases
explotadas el machismo es un hecho. El poder es de los "machos". La
ideología dominante es machista, profunda y obstinadamente machista.
La discriminación de género
Lo único realmente nuevo
que podría intentarse para salvar la Humanidad en el Siglo XXI es que las
mujeres asuman el manejo del mundo. La Humanidad está condenada a desaparecer
en el Siglo XXI por la degradación del medio ambiente. El poder masculino ha
demostrado que no podrá impedirlo, por su incapacidad para sobreponerse a sus
intereses. Para la mujer, en cambio, la preservación del medio ambiente es una
vocación genética. Es apenas un ejemplo. Pero aunque sólo fuera por eso, la
inversión de poderes es de vida o muerte.
Gabriel García Márquez
"La hembra es más amarga que la muerte", dirá Jesús
Sirach. "La mujer es lo más
corruptor y lo más corruptible que hay en el mundo", dijo Confucio en la antigüedad clásica china. "La
mujer es mala. Cada vez que se le presente la ocasión, toda mujer pecará",
consideraba Sidhartha Gautama, el fundador del budismo. "Vosotras, las
mujeres, sois la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido:
sois las primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las que
persuadisteis al hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para
atacarle. Vosotras destruisteis fácilmente la imagen que de Dios tenía el
hombre. Incluso, por causa de vuestra deserción, habría de morir el Hijo de
Dios", nos dice San Agustín, uno de los padres de la Iglesia Católica.
"El hombre que agrada a Dios debe escapar de la mujer, pero el pecador
en ella habrá de enredarse", enseñan las Sagradas Escrituras católicas
en el Eclesiastés, 7:26-28. "Los hombres son superiores a las
mujeres, a causa de las cualidades por medio de las cuales Alá ha elevado a
éstos por encima de aquéllas, y porque los hombres emplean sus bienes en dotar
a las mujeres. Las mujeres virtuosas son obedientes y sumisas: conservan
cuidadosamente, durante la ausencia de sus maridos, lo que Alá ha ordenado que
se conserve intacto. Reprenderéis a aquellas cuya desobediencia temáis; las
relegaréis en lechos aparte, las azotaréis; pero, tan pronto como ellas os
obedezcan, no les busquéis camorra. Dios es elevado y grande", enseña
el Corán en el verso 38 del capítulo "Las mujeres". Una oración judía
marca la diferencia entre varones y mujeres: "Bendito seas Dios, Rey del Universo, porque Tú no me has hecho
mujer". Esa misma tradición
hebrea dice que "el hombre puede vender a su hija, pero la mujer no; el
hombre puede desposar a su hija, pero la mujer no". Heinrich Kramer y
Jacobus Sprenger decían en el "Martillo de las brujas", en 1486, refiriéndose
a las mujeres "poseídas" que: "Estas brujas conjuran y
suscitan el granizo, las tormentas y las tempestades; provocan la esterilidad
en las personas y en los animales; ofrecen a Satanás el sacrificio de los niños
que ellas mismas no devoran y, cuando no, les quitan la vida de cualquier
manera. Entre sus artes está la de inspirar odio y amor desatinados, según su
conveniencia; cuando ellas quieren, pueden dirigir contra una persona las
descargas eléctricas y hacer que las chispas le quiten la vida, así como
también pueden matar a personas y animales por otros varios procedimientos;
saben concitar los poderes infernales para provocar la impotencia en los
matrimonios o tornarlos infecundos, causar abortos o quitarle la vida al niño
en el vientre de la madre con sólo un tocamiento exterior; llegan a herir o
matar con una simple mirada, sin contacto siquiera, y extreman su criminal
aberración ofrendándole los propios hijos a Satanás". La Biblia,
Eclesiastés 22:3, enseña que "el nacimiento de una hija es una
pérdida". A partir de esta visión machista de la cultura, el papel
femenino queda reducido absolutamente en las sociedades; de ahí que un teólogo
como Santo Tomás de Aquino, uno de sus principales teóricos, pueda decir: "No
veo la utilidad que puede tener la mujer para el hombre, con excepción de la
función de parir a los hijos". O que el parto que atiende una
comadrona en las montañas de Latinoamérica cuesta más si sirve para alumbrar a
un varón que a una mujer.
La
situación social de las mujeres es un problema que, imposible negarlo, afecta a
ellas principal y primeramente. Pero que, no por eso, restringe su abordaje y
posible solución exclusivamente al ámbito femenino. Por el contrario es una
problemática de corte social que involucra necesariamente a la totalidad de la
población, varones incluidos.
Es
preciso aclarar rápidamente, evitando malentendidos, que esto no significa que
la solución esté en manos de los hombres entonces. En todo caso lo importante a
destacar es que, si bien son las mujeres quienes llevan, en principio y por
mucho, la peor parte en esta cuestión, la comunidad en su conjunto se perjudica
ante el hecho discriminatorio. Por otro lado, si se aborda profundamente el
problema, la conclusión obligada confronta, primeramente a los hombres en tanto
los discriminadores, pero en otro sentido a la sociedad como un todo, en cuanto
ha generado esas formas de organización.
Aunque
el presente escrito lejos está de ser una minuciosa investigación
histórico-antropológica de la situación femenina, una mirada rápida a distintas
sociedades y a diferentes momentos nos muestra que, en términos generales, en
la gran mayoría de formas organizativas que se han dado los grupos humanos, ha
primado la supremacía masculina. Definitivamente las diferencias sexuales
anatómicas conllevan otras tantas diferencias psicológicas. Pero esto solo no
termina de explicar, y mucho menos de justificar, la posición social del género
femenino. Ninguna conducta humana puede concebirse solamente en términos
biológicos. Aunque este determinante esté supuesto –el macho, en muchas
especies animales, es más fuerte que la hembra, también entre los humanos–, se
dan otros procesos que posicionan culturalmente a las mujeres.
Lo
cierto es que, como una constante en diversas civilizaciones, las mujeres se
ven sometidas a un papel sumiso ante la imposición varonil. No significa esto
"papel secundario", por cuanto su quehacer es básico al mantenimiento
del grupo social, pero sí ausente en la toma de decisiones. Para decirlo
rápidamente: hasta ahora las mujeres, como género –salvando algunos casos
puntuales en la historia: Cleopatra, Catalina de Rusia, etc.–, han estado
excluidas del ejercicio del poder. Las experiencias matriarcales son, hasta
donde se puede conocer actualmente, más de orden mitológico. Y la poliandria,
experiencia poco usual, no habla precisamente de un poder femenino. Por razones
solamente histórico-culturales –no biológicas– los trabajos femeninos se
consideran secundarios, complementarios respecto a los "importantes".
Aunque ¿quién lo considera así? Los varones, claro está. Pero justamente por
ser esa cultura dominante la que rige la sociedad en su conjunto, también las
mujeres se ven arrastradas por esta ideología patriarcal y terminan asintiendo
convencidas que su trabajo, el trabajo doméstico –¡el trabajo de reproducción
de la especie y del aseguramiento de la sobrevivencia nada menos!– es menor que
el varonil.
Hasta
ahora las diversas formas que ha ido asumiendo la civilización humana giraron
siempre en torno a la detención del poder; para decirlo en términos
psicológicos: han sido falocéntricas (el poder está concebido
masculinamente). Es difícil precisar por qué. No hay nada que lo determine en
términos genéticos; de hecho la organización que puede constatarse en los
diversos pueblos y momentos históricos se centra en la masculinidad, que no es
lo mismo que el macho padrillo, el semental.
En
este sentido puede ser muy instructivo ver qué enseña la etología, la
psicología animal. En el reino de los animales no se da el fenómeno de la
discriminación femenina; existen conductas reproductivas y de crianza de la
progenie, o destinadas a la alimentación o a la defensa de la especie, ligadas
de una manera directa con los papeles fijos del macho y de la hembra. En la
mayoría de las especies el macho es más fuerte en términos de fortaleza física
y resistencia, lo cual no significa que la hembra juega el papel de "sexo
débil"; e incluso las hay (especialmente entre algunos insectos) en que
las hembras son las fuertes. Hay, de hecho, un interjuego de papeles donde
ninguna parte se ve perjudicada; existen conductas fijas que, en algunos casos
y antropomorfizando lo observado, pueden llevar a ver rasgos dominantes de machos
hacia hembras: territorios propios y grupos de hembras "propiedad" de
un macho, por ejemplo. Pero definitivamente no es posible encontrar una
repartición de poderes; los comportamientos no responden a una lógica de la
dominación, no están motorizados por el deseo, por el ansia de poder.
En
el ámbito humano, por el contrario, el horizonte desde donde se estructura la
compleja gama de conductas posibles está regido por algo no exclusivamente
biológico, y que en términos de ordenamiento macho-hembra no responde tanto a
realidades anatómicas sino a posicionamientos subjetivos, propios del campo
simbólico y no del orden físico-químico. Para decirlo rápidamente: el machismo,
en tanto una posibilidad de relaciones entre hombres y mujeres en el seno de
las sociedades, no tiene ningún fundamento genético. Ninguna fortaleza física
varonil explica –ni mucho menos justifica– la discriminación de las mujeres.
Decir
que la organización social es fálica, entonces, apunta a concebir las
relaciones interhumanas como vertebradas en torno a un símbolo, un articulador
que representa "la potencia soberana, la virilidad trascendente, mágica
o sobrenatural y no la variedad puramente priápica del poder masculino, la
esperanza de la resurrección y la potencia que puede producirla, el principio
luminoso que no tolera sombras ni multiplicidad y mantiene la unidad que
eternamente mana del ser" (J. Lacan, "El falo y la sexualidad
femenina"). El falo, entonces, es el gozne que ordena una realidad de
subjetividades, y si bien se inspira en el órgano sexual masculino, no es
correlativo con él.
Dicho
de otro modo, en la especie humana no hay correspondencias
biológico-instintivas entre machos y hembras sino ordenaciones entre varones y
mujeres. Valga decir, de paso, que el acoplamiento no está
determinado/asegurado instintivamente. Tiene lugar, pero no siempre (hay
relaciones homosexuales, hay voto de castidad); y no necesariamente está al
servicio de la reproducción (eso es, antes bien, una eventualidad; la mayoría
de los contactos sexuales no busca la procreación). Masculinidad y femineidad
son construcciones simbólicas, arraigadas en la psicología de los humanos y no
en sus órganos sexuales externos. La cuestión de géneros se desenvuelve en el
campo social.
En tanto construcciones,
entonces, los géneros son igualmente históricos. Lo cierto es que, visto desde
un punto de vista antropológico comparativo, las diversas edificaciones de
género habidas en las culturas conocidas han repetido la organización fálica.
La estructuración en torno a la potencia, a la supremacía, ha sido la
constante. Está por demás de claro que esas son características de la
masculinidad, de la virilidad. Si ocasionalmente –míticamente o no (las
amazonas o la "dama de hierro" Margaret Tatcher)– hay mujeres
poderosas (fálicas, para usar un término hoy popularizado), su arquetipo
participa de las características aunadas universalmente a lo masculino, a lo
viril, no siendo precisamente "femeninas".
En
las distintas culturas que podemos constatar hoy, actuales o vistas en
retrospección, los estereotipos de género se repiten sin mayores variedades:
masculino = poderoso, activo; femenino = sumiso, pasivo. El poder es masculino;
así como lo son también la guerra y las distintas manifestaciones de sabiduría
(las filosofías, las ciencias, las teologías, las artes), que no son sino otra
forma de expresión de aquél. El papel de las mujeres es hacer hijos y ocuparse
de los quehaceres domésticos; la sabiduría femenina queda confinada a la
reproducción y al hogar. Lo increíble, para decirlo de algún modo, es que esas
acciones, básicas para toda la especie, quedan relegadas como "de menor
cuantía". Las cosas "importantes" son varoniles; la historia se
cuenta en términos de gestas viriles: conquistas, descubrimientos, invenciones,
victorias; pero nunca como logros domésticos. "César conquistó las
Galias", preguntaba con ironía Bertolt Brecht, "¿El sólo? ¿No
tenía siquiera un cocinero?"
Rastrear
ese salto en la historia desde la presunta horda primitiva, animalesca aún y
sin diferencias de género, a una sociedad constituida fálicamente, valorizando
la supremacía de uno contra otro, es un imposible. Puede proponérselo como un
momento en la reconstrucción teórica, del mismo modo que la acumulación
primitiva y la separación en clases sociales. Lo constatable es la repetición
del fenómeno en diferentes lugares y circunstancias. Los monarcas, los sabios,
los sacerdotes y los guerreros son la expresión de un poder, y habitualmente
–salvo escasas excepciones que confirman la regla– son varones. El poder se
construyó en términos masculinos. Las mujeres, el género femenino en su
conjunto, han quedado en desventaja e inferioridad de condiciones en esa
edificación. No habiendo razones biológicas que lo determinen ¿qué lo explica
entonces: una maldad intrínseca de los varones?
Así
como en el curso de la historia asistimos a una división en clases antagónicas,
a una eventual ausencia de solidaridad interhumana (lo cual no quita que
también, en ciertas ocasiones, pueda haber un espacio para ella, y enorme por
cierto), así también puede comprobarse una opresión histórica de género: las
mujeres han sido –y son– objeto para el hombre, fundamentalmente objeto sexual,
y han estado desvinculadas de la toma de decisiones políticas. Quedando en la
indeterminación la razón última que ha alentado esto (a no ser que se intente
alguna especulación, en el más cabal sentido de la palabra –cualquiera que sea:
biologista, psicologista, incluso religiosa– lo cual no es sino mera justificación)
lo importante a remarcar ahora es que, al igual que la diferencia de clases,
puede ser sometida a una crítica y a una superación. De hecho, y felizmente
luego de milenios de machismo, hoy asistimos a esa revisión de la opresión de
género, al menos a un inicio. Y aunque no pueda darse respuesta en términos
históricos al por qué se organizaron de tal manera las sociedades, lo cierto es
que actualmente está en curso un análisis y proposición de propuestas
alternativas y superadoras de este estado de cosas.
Quizá
los varones no son tan "malos"; obviamente no se trata de la maldad o
bondad de nadie. Las sociedades, las construcciones colectivas, funcionan
independientemente de esas categorías, ligadas antes bien al ámbito de lo
individual. Es imposible juzgar el comportamiento de las clases sociales por la
cordialidad o la perfidia de algunos de sus miembros. Todos, concretamente,
tienen (tenemos) algo de esas características. De igual modo, tanto el esposo
golpeador como el varón que se solaza contemplando pornografía (sin pretender
con esto ninguna justificación de esas conductas), son en un sentido producto
de una cultura que los transciende. (Apurémonos a decir que quienes reciben los
golpes, o quienes enseñan sus cuerpos ofreciéndose como cosa, para continuar
con esos ejemplos, son las mujeres; es necesario clarificar en qué sentido el
varón es "víctima", y desde ya no lo es en igual medida que
aquéllas).
¿Cuántas
mujeres fueron golpeadas por sus parejas el día de hoy? ¿Y cuántos varones?
¿Cuántas mujeres debieron ser hospitalizadas por causas de esos golpes en el
día de hoy? ¿A cuántos varones les sucedió lo mismo? ¿Cuántas mujeres debieron
"pagar favores" a varones jerárquicamente más elevados en el día de
hoy? ¿A cuántos varones les habrá pasado eso con mujeres jefas o superiores?
¿Qué se habrá utilizado más en el ámbito de la publicidad en vallas, anuncios
televisivos, fotos, etc., en todo el mundo durante el día de hoy: mujeres semi
desnudas para ofertar algún producto, o cuerpos varoniles? ¿Qué habrá habido
más "engañados" matrimonialmente el día de hoy por sus respectivas
parejas: hombres o mujeres? De todos los negocios que se habrán cerrado el día
de hoy –ventas de casas, de automóviles, de tierras, compras de acciones, notas
de pedido en el comercio internacional, etc.– ¿de qué habrá habido más firmas
como nuevos titulares o encargados de las transacciones en juego: varones o
mujeres? ¿Cuántos varones habrán visitado algún prostíbulo el día de hoy para
festejar su "despedida de solteros"? ¿Y cuántas mujeres se habrán
acostado con un varón que no sea su futuro esposo para festejar la suya? ¿A
cuántas bebitas mujeres se le habrá practicado la ablación clitoridiana hoy
para evitar que gocen sexualmente cuando sean adultas? ¿A algún varón en el
mundo le habrá pasado algo semejante hoy? ¿Cuántos hombres habrán cobrado su
salario el día de hoy, en todo el mundo, como presidentes, ministros,
diputados, generales, almirantes, brigadieres, gerentes de empresa,
administradores de fábrica o directores de una orquesta sinfónica, es decir:
puestos con alguna cuota de poder? ¿Y cuántas mujeres? ¿Habrán llegado
borrachos a sus casas, pateando puertas y con ganas de hacer el amor pese a que
su pareja no lo deseaba, más mujeres o más hombres en el día de hoy? ¿Cuántos
varones habrán abandonado a la mujer que les decía que quedó embarazada de él
en el día de hoy? Por el contrario, ¿cuántas mujeres habrán abandonado a su
hijo recién nacido? ¿Quiénes habrán trabajado más horas en el día de hoy, sumando
trabajo hogareño y no-hogareño: las mujeres o los varones? ¿Y a quiénes habrán
condenado más los distintos sacerdotes de las diferentes religiones del mundo
por impuros, diabólicos, impíos, pecadores y blasfemos: a mujeres o a varones?
La
cultura machista, fálica, que ha dominado y continúa dominando las
organizaciones sociales en que el ser humano ha transcurrido su historia, no es
responsabilidad directa de ningún varón en concreto. Es un producto colectivo,
e incluso las mujeres contribuyen a su sostenimiento, reproduciendo los
seculares patrones de género a partir del seno familiar. Pero tampoco esto
significa que los varones concretos estén al margen del problema. El machismo,
la violencia y discriminación de género, los golpes y la opresión vienen desde
un lado muy claramente definido (los hombres); y también es muy claro quién
lleva las de perder en todo esto (las mujeres). Pero, retomando la idea con que
abríamos la reflexión sobre el tema, he ahí un problema que incumbe a la
totalidad del colectivo social.
Desde
donde han surgido las primeras críticas a esta injusticia estructural ha sido
el campo femenino. Pero siendo consecuentes con un pensamiento progresista,
todos podemos (debemos) aportar algo en la lucha contra esa inequidad, también
los varones. No se trata de hacer un masculino mea culpa histórico (lo cual,
por otro lado, no estaría de más, al menos como gesto) sino de propiciar, con
la amplitud del caso, una nueva actitud de reconocimiento de esa exclusión. Ni
remotamente podría decirse que la solución al problema de la discriminación de
género esté en manos de los hombres. Pero si de reacomodos en la distribución
de los poderes se trata, el segmento masculino de la población tiene mucho que
ver con lo que está en juego en esa dinámica.
Está
claro que no puede haber derechos humanos si no hay derechos de las mujeres. Lo
curioso (¿preocupante?) es que el campo mismo de los derechos humanos hasta
recientemente fue casi exclusivamente de orden varonil. El mismo marxismo, sin
dudas la ideología contestataria más radical que haya surgido ("una
crítica implacable de todo lo existente" pedía Marx) no confirió un
lugar importante a los derechos de género sino que los subordinó a la lucha de
clases. La experiencia del socialismo real (el derrumbado y el que todavía
persiste, con sus variantes particulares) es muy aleccionadora al respecto:
¿cuántas mujeres toman parte en las decisiones políticas en China?, ¿qué pasó
con las mujeres en la ex Unión Soviética: tenían realmente voz y voto en esa
sociedad en paridad con los varones?
El tema de la reivindicación del
género femenino, hasta bien entrado el siglo XX, fue casi un tabú en toda la
izquierda, en todas partes del mundo. "Vicio pequeño-burgués" era uno
de los calificativos más usuales para nombrarlo. "Distractor de los
verdaderos problemas de clase", "tarea secundaria",
"problema que se solucionaría por añadidura una vez logrado el triunfo
socialista", lo cierto es que nunca hizo parte de los valores fundamentales
ni de la teoría ni de la práctica revolucionaria.
Igualar
los derechos de las mujeres con los de los hombres no significa
"masculinizar" la situación de aquéllas. Hay cierta tendencia a
identificar las reivindicaciones de género con una lucha por la equiparación en
todo sentido (y de allí a la peyorización de la misma, un paso; conclusión
inmediata: el movimiento feminista es un movimiento de lesbianas). Los derechos
de las mujeres son derechos específicos en cuanto género, distintos y con
particularidades propias por su condición diferente en relación a los hombres.
En esto se incluye su carácter particular de madre, de lo que se siguen
derechos específicos relacionados a salud reproductiva, punto medular que
sostiene al machismo: los hijos son de las mujeres, el varón es el semental.
Ellas se encargas de parirlos y criarlos; los hombres están en cosas "más
importantes".
Pero
no debe perderse de vista que los derechos de las mujeres son, ante todo,
derechos universales en tanto seres humanos: derecho a disponer de su propio
cuerpo, derecho a ser considerada como sujeto y no como objeto, junto a todos
los otros derechos que se podrían considerar universales: derechos civiles,
derechos económicos, etc. ¿A algún varón se le ocurre que no es él quien puede
decidir cuándo tener relaciones sexuales? Pareciera que no; he ahí un derecho
intrínseco a su condición masculina. ¿Por qué no es lo mismo con las mujeres?
Las
sociedades que conocemos ofrecen todas diversas injusticias; pero en general se
recalcan mucho más las de índole económica. La exclusión de género no es, en
principio, vista con la misma intensidad. Claro está que esa mirada es siempre
masculina. Las construcciones sociales, y sus correspondientes niveles de
crítica, han sido masculinizantes. No olvidemos que al hablar de marginación de
género estamos refiriéndonos nada menos que a la mitad de la población
planetaria, lo cual no es poco.
El
mundo no es un paraíso precisamente; son muchas y muy variadas las cosas que
podrían o deberían cambiarse para mejorar las condiciones de vida.
Evidentemente las económicas son relevantes, a no dudarlo. Pero quizá esto sólo
no alcance. Los países prósperos del Norte han superado problemas que en el Sur
todavía son alarmantes. A partir del capitalismo, sistema cada vez más
dominante, hoy absolutamente hegemónico dada la globalización de la vida
humana, el impulso que ha ido tomando el desarrollo científico-técnico y
económico en los últimos años es realmente espectacular; en un par de siglos la
Humanidad avanzó lo que no había hecho en milenios. Pero cabe una pregunta: ese
modelo masculino de desarrollo, heredero de una tradición beligerante y
conquistadora de la que no ha renegado, no ha solucionado problemas
ancestrales. La distribución de poderes entre géneros está aún muy lejos de ser
equitativa.
La
noción de género es social, no se apuntala en ninguna base anátomo-fisiológica.
Apunta, antes que nada, a fijar las relaciones culturales y jurídicas de los
sujetos que detentan un determinado sexo biológico pero que, en tanto seres
históricos, tienen una determinada identidad que no responde automáticamente a
una realidad orgánica. Hombres y mujeres no somos iguales (lo cual hace menos
aburrido el mundo); pero no hay diferencias sociales, jurídicas y políticas –o
al menos no hay nada que justifique esas diferencias– entre los géneros.
Mientras
no se considere seriamente el tema de las exclusiones –todas, no sólo las
económicas, también la de género al igual que las étnicas– no habrá
posibilidades de construir un mundo más equilibrado. Dicho en otros términos:
el falocentrismo del que todos somos representantes, el modelo de desarrollo
social que en torno a él se ha edificado –bélico, autoritario, centrado en el
ganador y marginador del perdedor– no ofrece mayores posibilidades de justicia.
Trabajar en pro de los derechos de género es una forma de apuntalar la
construcción de la equidad, de la justicia. Y sin justicia no puede haber paz
ni desarrollo, aunque se ganen guerras y se conquiste la naturaleza. Quizá no
se trata tanto de invertir los poderes, como reclama García Márquez en el
epígrafe de este capítulo, sino de terminar con los poderes opresivos.
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