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sabato 15 settembre 2012

SOCIALISMO Y PODER. UNA REVISIÓN CRÍTICA (II), por Marcelo Colussi


Índice de la Segunda parte: Sobre el humanismo / ¿Hay vacuna contra el racismo? / La discriminación de género

Sobre el humanismo 

El "hombre nuevo" de la izquierda hace ya tiempo que entró en crisis. En su antípoda, en la concepción "occidental" moderna, hoy ya globalizada y en versión post moderna incluso, la antropología subyacente descuella por su creciente desinterés por lo humano. Que el mundo no es un paraíso es algo por demás de evidente. De todos modos, ¿estaremos en condiciones de aspirar a algo mejor con los medios técnicos con que contamos actualmente? Todo indicaría que sí. ¿Pero por qué resulta tan difícil alcanzar ese ideal? ¿Cómo es posible que pese a una acumulación de riquezas nunca vista antes en la historia asistamos a una creciente cantidad de desesperados? ¿Cómo entender que entre los sectores más dinámicos de la Humanidad estén la producción de armas y de drogas, por delante de otros aspectos evidentemente más importantes en cuanto a la satisfacción de necesidades y dadores de una mejor calidad de vida?

Todo esto lleva a pensar en razones de fondo: el destino del ser humano está en dependencia de la idea que de él se tiene, de lo que de él se espera, de su proyecto. Sin visiones apocalípticas, el momento actual nos confronta con una situación preocupante, por decir lo menos; el futuro, como decía Einstein, seguramente puede asustar (sin querer caer en la remanida frase que "nuestra época está en una crisis sin parangón"). Para graficarlo de algún modo: de activarse todo el arsenal termonuclear existente en nuestro planeta la onda expansiva liberada llegaría hasta la órbita de Plutón. Proeza técnica, seguramente; pero ello no impide que muera de hambre mucha gente diariamente a escala global. ¿Qué mundo se ha construido? ¿Cuál es la idea de ser humano que posibilita construir esto?

"Después de Auschwitz, de Hiroshima, del apartheid en Sudáfrica, no tenemos ya derecho de abrigar ilusión alguna sobre la fiera que duerme en el hombre... La asoladora propagación de los medios electrónicos alimenta generosamente esa fiera", se lamentaba Álvaro Mutis.

Con el ser humano que está en la base del mundo hasta hoy conocido, ése que somos cada uno de nosotros, cabe preguntarse en qué medida se podrá hacer algo superador, y cómo. Luego de todo lo dicho anteriormente sobre la violencia en tanto fenómeno humano, podemos acompañar a Voltaire, uno de los principales ideólogos de uno de los grandes cambios en la historia humana, quien reflexionaba en su "Cándido": "¿Creéis que en todo tiempo los hombres se han matado unos a otros como lo hacen actualmente? ¿Que siempre han sido mentirosos, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?" Decididamente no podría acusárselo de pesimista. El Iluminismo dieciochesco confiaba casi ciegamente en las potencialidades del ser humano en tanto racional, en el progreso, en la industria naciente. El marxismo clásico no deja de ser heredero de esa cosmovisión, y por tanto mantiene similares esperanzas: "el triunfo histórico del proletariado redimirá a la Humanidad". ¿Pero qué posibilita que se instaure tan fácilmente un Rambo en la cultura dominante como imagen ganadora, o que un Ceaucescu, un Stalin o un Pol Pot, supuestamente revolucionarios, se hagan del poder y se mantengan sin mayores diferencias que un Idi Amín? (¿empapando con sangre impura los surcos?) ¿Cómo entender que, ni bien se dan las posibilidades, tanto en la Rusia post soviética como en la China con apertura capitalista se disparen las peores explotaciones hacia los trabajadores por parte de los "nuevos ricos" con niveles de expoliación que sorprenden incluso a los empresarios occidentales?

La pregunta que interroga por el sentido de lo humano, por sus posibilidades y por sus límites, no es pesimista. Es realista. Sólo si tenemos claro qué somos, qué podemos esperar de nosotros mismos, y qué no, sólo así podemos atrevernos a plantear cambios genuinos. Queda por demás claro que la situación humana actual necesita de profundas mejoras: se llega a Marte al mismo tiempo que hay desnutridos y analfabetos. En el siglo XXI todavía hay gente que vive como el en XIX. La pregunta en juego es: ¿pero cómo logramos esos cambios? ¿Cómo los hacemos sostenibles, sin retorno, efectivos?

Desde hace unos dos siglos el "hombre moderno" –racional y científico, y surgido en Europa, no olvidar– se ha venido imponiendo como centro de la cosmovisión dominante. Es él quien ha construido la sociedad moderna: industrial, de masas, consumista. Hoy ya prácticamente ha desplazado en el mundo entero otras perspectivas culturales, relegándolas a un segundo plano (como "primitivas") o simplemente desapareciéndolas. Claro está también que la desigualdad social no es invención suya, sino que ella se remonta a los albores de la historia (exclúyase del análisis un primer momento de presunto comunismo primitivo, etapa de homogeneidad sin diferenciaciones sociales). Los primeros atisbos de organización medianamente compleja, superado el estadio del cazador primitivo sin producción excedente, ya evidencian estratificaciones; la lectura hegeliana de la historia no podrá entonces menos que inferir una dialéctica del amo y del esclavo como estructura de lo real. Pero si bien la historia nos confirma esto, el desarrollo contemporáneo nos descubre una situación nueva: estamos ante una Humanidad "viable" y otra "sobrante". ¿Viable para quién? Seguramente para un modelo de ser humano donde, curiosamente, el ser humano mismo puede ser prescindible.

Aunque el ser humano es la razón de ser de la producción humana, de la producción industrial masiva destinada a mercados cada vez más extendidos, el hombre post moderno termina sobrando merced a la misma modalidad de esa producción: la forma en que se instauran el robot y la cibernética lo relegan. Una idea de desarrollo que no tome al ser humano concreto como su eje es, como mínimo, dudosa; la noción de "progreso" que ha dominado nuestra cultura estos dos últimos siglos da como resultado lo que tenemos a la vista. Es innegable que la industria moderna ha resuelto problemas ancestrales, que la ciencia en que descansa abrió un mundo espectacular que revolucionó la historia; pero no es menos cierto también que ha habido un olvido del para quién del desarrollo.

            Nunca hasta ahora se había llegado a concebir, desde quienes detentan y ejercen el poder, la idea de "poblaciones sobrantes". Los marginales actuales no son el enfermo mental o el inválido que no entran en el circuito productivo y, harapientos, mendigan suplicantes; son barrios completos, masas enormes, ¿quizá países? La caridad cristiana ya no alcanza para atenderlos. Ni tampoco la cooperación internacional. ¿Quién y en nombre de qué puede decir que hay gente "de más"?

            Continuamente ha habido llamados a la "humanización" en un desarrollo que pareciera llevarse por delante y olvidar al ser humano: leyes de protección a los indígenas, buen trato a los esclavos, el socialismo utópico en los albores de la industria (Owen, Fourier, Saïnt-Simon), actualmente "ajuste estructural pero con rostro humano", talo como piden las agencias "buenas" del sistema de Naciones Unidas (UNICEF o la OMS al lado del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional). ¿Qué pasa que siempre se recae a un "salvajismo" contra el que deben levantarse voces para suavizarlo?

            Si en las varias décadas de socialismo real transcurridas, en contextos culturales e históricos distintos, puede constatarse que muchas veces se agranda la distancia entre pueblo y cúpula política, que el fervor revolucionario de los inicios deja paso a un discurso oficial anquilosado, que la seguridad del Estado termina siendo el eje de la dinámica social, esto hace pensar en qué es y cómo se construye el "hombre nuevo".

            Tal vez sea necesario replantear la noción de humanismo de la que hemos estado hablando desde el surgimiento del mundo moderno; seguramente la noción de un "un hombre bueno por naturaleza pero corrompido por la sociedad" (Rousseau) sea algo simplista. Quizá el "hombre nuevo" que levantó la llegada del socialismo no escapa a un planteamiento romántico principista, desconocedor en última instancia de las reales posibilidades humanas (Marx, por lo pronto, fue un hijo del romanticismo de su época). Es imposible que la gente común y corriente sea como el Che Guevara; "los pueblos no son espontáneamente revolucionarios sino que, a veces, se ponen revolucionarios" –decía un anónimo de la Guerra Civil Española–. ¿Por qué no hacer entrar en las cosmovisiones, o en los proyectos transformadores, a la violencia como un elemento normal, tan humano como la solidaridad o el amor? Porque lo humano es todo eso. (En un naufragio se salva quien puede, a los codazos, pisoteándose uno con otro, pero también hay solidaridad y actos de arrojo por salvar al otro. Todo eso son posibilidades humanas).

            Lo humano es toda esa compleja, confusa, increíblemente complicada mezcla de posibilidades. Al menos hasta ahora el racismo y el machismo acompañan a toda cultura. Y también el discurso progresista que vino a inaugurar el socialismo científico, el marxismo, no está exento de estas características. Por lo tanto, cambiar la situación mundial, las injustas relaciones humanas con que hoy día nos encontramos, implica una transformación de diversos ámbitos. Las relaciones económicas siguen siendo, sin duda, la roca viva que decide la suerte de nuestra historia como especie; junto a ella, o más bien: entrecruzándose con ella, se articulan otras desigualdades, otras injusticas que también deben ser abordadas en función de una mayor equidad. Pero, como dice Atilio Borón: "Si de algo estamos seguros es de que la sociedad capitalista no habrá de desvanecerse por la radicalidad de las demandas de las fuerzas sociales empeñadas en lograr una reivindicación particular, ya sea que se trate de la lucha contra el sexismo, el racismo o la depredación ecológica. La sociedad capitalista puede absorber estas pretensiones sin que por eso se disuelva en el aire su estructura básica asentada sobre la perpetuación del trabajo asalariado. Y la mera yuxtaposición de estas reivindicaciones, por enérgicas que sean, no será suficiente para dar paso a una nueva sociedad".


¿Hay vacuna contra el racismo?

            El racismo no es un problema nuevo. La historia humana, para decirlo una vez más, ha sido –y continúa siendo– una sucesión de enfrentamientos. Enfrentamientos diversos, por cierto, entre los que el conflicto étnico es uno más. Pero que tiene un peso muy especial, por cuanto es el principal mecanismo de segregación del otro diferente. En función de ese mecanismo, justamente, se pueden cometer las peores tropelías amparados en la "justificación" de las diferencias.

            ¿Por qué, muchas veces, atacamos lo distinto?, ¿por qué lo diverso atemoriza? Estas son preguntas que pueden contestarse desde variadas ópticas: social, psicológica, antropológica. Pero queda claro, desde ya, que el ámbito de su esclarecimiento corresponde primariamente al campo de las ciencias sociales; no hay razón biológica que de cuenta de estos fenómenos, y mucho menos que los justifique. Si en algún momento pudo pensarse en un darwinismo social con pretendido carácter científico donde la supuesta selección natural premiaría a los más fuertes sobre los más débiles, eso se demuestra hoy como el grosero ejercicio de un poder, como una práctica ideológica, muchas veces descarada.
           
"El racismo y la discriminación racial constituyen una tragedia que continúa ocasionando violencia contra muchos pueblos dondequiera que nos encontremos, sea en países del Tercer Mundo o en los llamados países desarrollados", expresaba la indígena maya-quiché Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz y Embajadora de Buena Voluntad de la UNESCO.

            Es cierto; es tristemente cierto: estamos ante una tragedia. ¡Una tragedia de la civilización! Porque ningún ser humano en desarrollo excluye "por instinto" a otro por su color de piel, por sus características físicas externas.

            Si bien los avances de la genética han mostrado la arquitectura primera del genoma humano y su indubitable universalidad, y pese a que ya nadie en su sano juicio puede volver a la retrógrada idea de "raza", el racismo continúa. La raza –ya fue suficientemente dicho en reiteradas ocasiones– no es un concepto biológico; es una construcción ideológica. Por lo tanto, el prejuicio discriminatorio que en ella se basa no tiene el más mínimo fundamento que pueda respaldarlo.

            Como toda noción ideológica, tiene que ver no con una lectura científica de la realidad sino con un posicionamiento político, de ejercicio del poder. En términos científicos –para decirlo casi con un criterio de apelación a la autoridad en el que le damos a la ciencia el valor de libro sagrado incuestionable– la idea de "raza" y las supuestas diferencias que se seguirían de ella no es sostenible. Las diferencias humanas se ligan al orden histórico, simbólico, social.

            En todo caso, las diferencias físicas constatables –pigmentación de la piel, del cabello, color de los ojos, morfología externa– son datos que se dimensionan a partir de su valorización cultural. Nada hay en el campo de la realidad física que pueda explicar, y mucho menos justificar, cualquier forma de discriminación.

            Dicho esto, sabido esto, demostrado fehacientemente todo esto, sin embargo la discriminación sigue siendo un hecho, un triste y vergonzoso hecho –una "tragedia", para usar las palabras de la Premio Nobel. Pero ¿por qué?

            Quizá con algo de ingenuidad la reflexión nos podría encaminar a pensar que el racismo es connatural al fenómeno humano, es de orden genético. Es cierto que lo distinto atemoriza… pero cuando somos adultos. En reiteradas ocasiones se realizó la prueba de laboratorio en la que se colocaba a varios niños y niñas de entre dos y cuatro años de edad, momento en que han dejado ya de ser lactantes pero en que aún no han incorporado plenamente su cultura, combinando distintas "razas": un "blanquito", un "negrito", un "chinito". ¡Y ninguno discriminaba a nadie! La discriminación racial viene tardíamente, cuando se asumen los valores de la civilización; vienen de otro, vienen de los adultos.

            En el acmé del positivismo decimonónico hubiese sido concebible una explicación desde lo genético para el racismo, y más aún, para su justificación. Pero no hoy, con el desarrollo de las ciencias sociales que se ha registrado. La pregunta, sin embargo, sigue apuntando a la facilidad, a la rapidez con que podemos caer en la discriminación étnica. ¿Por qué esto surge tan "fácilmente"? (Sólo un ejemplo: los alemanes –pueblo tradicionalmente instruido, desarrollado– registra sin dudas uno de los niveles más alto de racismo que podamos recordar en la modernidad. Intelectuales teutones de valía creyeron a pie y juntilla en la superioridad de la "raza aria"; y los alemanes no son, precisamente, unos estúpidos. Y pese a haber sido derrotados en la Segunda Guerra Mundial y a la cultura de vergüenza social que se edificó en la post guerra en relación al nazismo, al día de hoy no ha desaparecido totalmente entre la población la noción de superioridad "racial" (suele jugarse con la expresión "Deutschland über alle" –Alemania sobre todos– en vez de "Deutschland über alles" –Alemania sobre todo–, que es parte del himno nacional). ¿Por qué esa recurrencia de la idea de superioridad? Para muestra, ahí están los grupos neonazis persiguiendo extranjeros. ¿Cuál es la vacuna contra el racismo?

            Lo diverso regularmente atemoriza, aterra incluso. Permitiéndonos seguir usando el idioma alemán, dado que permite mostrarlo de forma más que evidente, lo "no-familiar", lo "un-heimlich", puede ser "siniestro" –"unheimlich"–. Ante lo nuevo desconocido puede haber varias reacciones; investigar, descubrir con un espíritu casi aventuresco eso incógnito que se nos presenta. Pero otra reacción muy común –quizá la más común, la más primaria– es la reacción negativa: lo desconocido, lo no familiar, se antoja peligroso. ¿Siniestro?

            Seguramente los humanos somos más conservadores que aventureros, por eso descubrir y abrirse a cosas nuevas cuesta tanto. Es más fácil –angustia menos– repetir, seguir la rutina. Si soy blanco, es más fácil encontrar en mi homólogo la garantía de tranquilidad; de ahí que mis amigos serán blancos, me caso con una blanca, hago que mis hijos se junten con otros blancos. Pero eso no es genético. Es puramente cultural.

            En general, y esto es lo digno de destacarse, la práctica discriminatoria del racismo tiene lugar desde el supuesto "superior" (la raza aria, los blancos, los europeos "cultos") hacia los considerados "inferiores", de menor cuantía, más "animalescos". Con lo que se juega un ejercicio de poder: el poderoso discrimina al débil. No se da nunca a la inversa. Los que se tiñen el cabello de rubio son los negros o los indígenas, pero es rarísimo ver un rubio pintándose el pelo de negro.

            En el ideario socialista clásico la noción de discriminación étnica no estaba presente. Por el contrario, con una visión europeísta incluso, en el mismo texto de Marx pueden encontrarse referencias a la necesidad de ir más allá de este tipo de contradicciones para dirimir todo en el plano de la lucha de clases. Y más aún: desde una posición eurocéntrica y de "hombre blanco", pudo llegar a decir cosas que hoy, siglo XXI, podrían verse como políticamente no correctas, cuestionables. Los prejuicios raciales también ahí se filtran. Para muestra, valga citar un artículo suyo de 1853, "Futuros resultados de la dominación británica en la India": "Inglaterra tiene que cumplir en la India una doble misión: destructora por un lado y regeneradora por otro. Tiene que destruir la vieja sociedad asiática y sentar las bases materiales de la sociedad occidental en Asia". ¿Las sociedades "atrasadas" deben seguir el modelo del Occidente "desarrollado"? Pero… ¿cuál es la vacuna contra el racismo?

Si queremos emprender una autocrítica sincera de nuestros postulados y valores más profundos que nos posibilite avanzar en la construcción de un mundo nuevo, es necesario retomar agendas olvidadas o poco valorizadas por la izquierda tradicional, entre ellas el tema étnico. Tomemos como ejemplo una zona de tradición fuertemente indígena: los pueblos que hoy constituyen los países latinoamericanos. Herederos de una tradición intelectual de Europa (ahí surgió lo que entendemos por izquierda), los movimientos contestatarios del siglo XX ocurridos en Latinoamérica no terminaron de adecuarse enteramente a la realidad regional. La idea marxista misma de proletariado urbano y desarrollo ligado al triunfo de la industria moderna en cierta forma obnubiló la lectura de la peculiar situación de nuestras tierras. Cuando décadas atrás José Mariátegui, en Perú, o Carlos Guzmán Böckler, en Guatemala, traían la cuestión indígena como un elemento de vital importancia en las dinámicas latinoamericanas, no fueron exactamente comprendidos. Sin caer en infantilismos y visiones románticas de "los pobres pueblos indios" ("Al racismo de los que desprecian al indio porque creen en la superioridad absoluta y permanente de la raza blanca, sería insensato y peligroso oponer el racismo de los que superestiman al indio, con fe mesiánica en su misión como raza en el renacimiento americano", nos alertaba Mariátegui en 1929), hoy día la izquierda debe revisar sus presupuestos en relación a estos temas. De hecho, entrado el tercer milenio, vemos que las reivindicaciones indígenas no son "rémoras de un atrasado pasado pre-capitalista o colonial" sino un factor de la más grande importancia en la lucha que actualmente libran grandes masas latinoamericanas (Bolivia, Perú, Ecuador, México, Guatemala). Sin olvidar que Latinoamérica es una suma de problemas donde el tema del campesinado indígena es un elemento entre otros, pero sin dudas de gran importancia, la actitud de autocrítica es lo que puede iluminar una nueva izquierda.

            Sin dejar de considerar, desde ya, que una injusticia (la discriminación racial) puede imbricarse con la otra (la explotación económica), la cuestión del racismo es una esfera de sentido con su lógica propia, no reductible a la diferencia social. Siempre los conquistadores de "raza superior" han encontrado en la diferencia étnica la justificación para explotar a los "inferiores", pero sin embargo la discriminación racial funciona como mecanismo psicosocial-cultural autónomo, con su dinámica especial. Un blanco de escasos recursos también puede discriminar por indígena o por negro a alguien que, quizá, tiene un mejor nivel económico. "Seré pobre pero no indio" puede escucharse de más de algún blanco pobre en Latinoamérica.

            En orden a modificar las situaciones de injusticia que definen la realidad cotidiana actual desde ya que las diferencias de clase siguen siendo definitorias; pero no podemos menos que considerar como de gran importancia el campo del racismo, otra tragedia humana quizá de no menor relevancia que aquélla. La lucha por la justicia incluye todo tipo de opresión: económica, de género, cultural. Si no es así podemos caer en nuevas y sutiles formas de injusticia.

            Hoy día las constituciones políticas de todos los países reconocen y defienden las diversidades étnicas; las cartas fundacionales del sistema de Naciones Unidas –instancia supranacional por excelencia– prácticamente tienen razón de ser en cuanto parten del hecho de la enorme variedad de etnias y culturas que conforman la especie humana y la más que obvia necesidad de su aceptación y respeto entre todas ellas. Pero más allá de toda esta intencionalidad, el racismo sigue siendo un hecho. ¿Hay vacuna contra el racismo?

            El fenómeno de la discriminación no se restringe a algún país en especial, donde se podría estar tentado de endilgar el fenómeno a "atrasos culturales". Por el contrario, barre el mundo por los cuatro puntos cardinales. Sociedades llamadas "desarrolladas", para decirlo rápidamente, dan las peores muestras de intolerancia étnica. Así como en Alemania, tal como veníamos diciendo, hace apenas unas décadas se persiguió a los judíos por millones en nombre del sueño de superioridad racial, en Estados Unidos el Ku Klux Klan sigue teniendo una considerable cuota de poder y hasta no hace mucho tiempo linchaba a pobladores negros, en Italia la Liga del Norte propone la separación del sur "subdesarrollado", en Austria un partido neonazi disputó recientemente el poder y casi lo gana, sólo por dar algunos ejemplos. Aunque el anterior Secretario General de la ONU haya sido una persona afrodescendiente (todo un símbolo, definitivamente) el apartheid a nivel mundial sigue estando presente.

            En Guatemala una mujer indígena, la más arriba citada Rigoberta Menchú, se ha hecho acreedora (no sin resistencias locales) a un Premio Nobel; paso importante. Quizá a principios de siglo, o apenas algunas décadas atrás, esto hubiera sido inconcebible (todavía se vendían las fincas con todo "e indios incluidos"). Pero la discriminación étnica no ha desaparecido. ¿Hay forma que desaparezca? Incluso podríamos ser más cáusticos en la pregunta: ¿hay posibilidades reales que desaparezca? Aunque se ha incorporado el neologismo "afrodescendiente" para superar la discriminación de los "negros", sabido es que las poblaciones de origen africano siguen siendo, por lejos, las más sufridas.

            En la forma en que queda formulado el interrogante pareciera que no hay mayores alternativas: ¿será que el racismo está enraizado en la misma condición humana? Por principios diríamos que no, pero ¿por qué es tan frecuente y cuesta tanto eliminarlo? De todos modos, pensemos en que debe haber alternativas, ¿o es que realmente hay "razas superiores"?

            No debemos caer rápidamente en reduccionismos, por más tentador que ello sea. Sería muy fácil colegir de lo que tenemos dicho que el racismo, en cuanto una de tantas expresiones de la agresividad, en cuanto constituyente del fenómeno humano, es inmodificable. Así las cosas, no habría ya mucho por hacer. O ante cada nueva expresión discriminatoria resignadamente encogerse de hombros por encontrarnos frente a un hecho natural. No hay dudas que podemos (debemos) apuntar a otras opciones.

            La población de una etnia difícilmente establece grandes amistades, o busca su pareja, con gente de otra etnia. El amor es narcisista, es decir: yo amo en el otro lo similar a mí; quizá por eso es tan difícil abrirse plenamente a alguien muy distinto. Pero aunque esto sea verdad en un nivel nada autoriza a que se aborrezca al otro por ser diferente (otra lengua, otras costumbres, otra cosmovisión, otro color de piel). Una actitud civilizada, aunque se estrelle a diario con fuerzas jurásicas que ven en el otro distinto siempre una amenaza, debe apuntar a ese ideal de respeto.

            No hay vacuna contra el racismo, ni contra las injusticias. Pero hay la posibilidad de establecer mecanismos de convivencia que nos permitan respetarnos; y esas mismos mecanismo, que no son sino las leyes, códigos de conducta que nosotros mismos vamos creando, felizmente no son definitivos, son perfectibles. En Cuba, luego de la revolución, se estableció por ley que una cuota de los cargos públicos de dirección debía ser ocupada por camaradas de color. Discriminación positiva, sin dudas, pero muy oportuna. Sólo ese trabajo de educación, de concientización, de generación de una nueva cultura –dificilísimo, lo sabemos– puede dar resultados con varias generaciones de esfuerzo.

            Suprimir, eliminar al otro distinto no es el camino. Ello, en definitiva, no es sino alimentar el ciclo de violencia; y eso no tiene fin. En nombre de lo que sea se puede discriminar al otro distinto, se pueden pedir limpiezas sociales. Los motivos sobran: ahora, niños de la calle, después los drogadictos, después los homosexuales... ¿Y después? ¿Seropositivos?, ¿habitantes de barrios marginales?, ¿indígenas?, ¿negros? ¿Y después gitanos, judíos, musulmanes, latinos, pobres, habitantes del Tercer Mundo...? La lista no tiene fin. Y en algún lado de la lista estamos todos.

            Lo que queda claro es que el poder construye un modelo cultural dominante que es el que se impone al resto de la sociedad. Esto no es nuevo; desde Hegel en adelante –y por supuesto retomado por el marxismo clásico– sabemos que el esclavo piensa con la cabeza del amo. "Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante", expresó puntualmente Marx en "La ideología alemana". Entre otras cosas, hasta ahora, en todas las sociedades, en todas las culturas conocidas, el poder se construyó en términos masculinos, independientemente del color de la piel. También en las clases explotadas el machismo es un hecho. El poder es de los "machos". La ideología dominante es machista, profunda y obstinadamente machista.


La discriminación de género

Lo único realmente nuevo que podría intentarse para salvar la Humanidad en el Siglo XXI es que las mujeres asuman el manejo del mundo. La Humanidad está condenada a desaparecer en el Siglo XXI por la degradación del medio ambiente. El poder masculino ha demostrado que no podrá impedirlo, por su incapacidad para sobreponerse a sus intereses. Para la mujer, en cambio, la preservación del medio ambiente es una vocación genética. Es apenas un ejemplo. Pero aunque sólo fuera por eso, la inversión de poderes es de vida o muerte.

Gabriel García Márquez


"La hembra es más amarga que la muerte", dirá Jesús Sirach. "La mujer es lo más corruptor y lo más corruptible que hay en el mundo", dijo Confucio en la antigüedad clásica china. "La mujer es mala. Cada vez que se le presente la ocasión, toda mujer pecará", consideraba Sidhartha Gautama, el fundador del budismo. "Vosotras, las mujeres, sois la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las que persuadisteis al hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para atacarle. Vosotras destruisteis fácilmente la imagen que de Dios tenía el hombre. Incluso, por causa de vuestra deserción, habría de morir el Hijo de Dios", nos dice San Agustín, uno de los padres de la Iglesia Católica. "El hombre que agrada a Dios debe escapar de la mujer, pero el pecador en ella habrá de enredarse", enseñan las Sagradas Escrituras católicas en el Eclesiastés, 7:26-28. "Los hombres son superiores a las mujeres, a causa de las cualidades por medio de las cuales Alá ha elevado a éstos por encima de aquéllas, y porque los hombres emplean sus bienes en dotar a las mujeres. Las mujeres virtuosas son obedientes y sumisas: conservan cuidadosamente, durante la ausencia de sus maridos, lo que Alá ha ordenado que se conserve intacto. Reprenderéis a aquellas cuya desobediencia temáis; las relegaréis en lechos aparte, las azotaréis; pero, tan pronto como ellas os obedezcan, no les busquéis camorra. Dios es elevado y grande", enseña el Corán en el verso 38 del capítulo "Las mujeres". Una oración judía marca la diferencia entre varones y mujeres: "Bendito seas Dios, Rey del Universo, porque Tú no me has hecho mujer". Esa misma tradición hebrea dice que "el hombre puede vender a su hija, pero la mujer no; el hombre puede desposar a su hija, pero la mujer no". Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger decían en el "Martillo de las brujas", en 1486, refiriéndose a las mujeres "poseídas" que: "Estas brujas conjuran y suscitan el granizo, las tormentas y las tempestades; provocan la esterilidad en las personas y en los animales; ofrecen a Satanás el sacrificio de los niños que ellas mismas no devoran y, cuando no, les quitan la vida de cualquier manera. Entre sus artes está la de inspirar odio y amor desatinados, según su conveniencia; cuando ellas quieren, pueden dirigir contra una persona las descargas eléctricas y hacer que las chispas le quiten la vida, así como también pueden matar a personas y animales por otros varios procedimientos; saben concitar los poderes infernales para provocar la impotencia en los matrimonios o tornarlos infecundos, causar abortos o quitarle la vida al niño en el vientre de la madre con sólo un tocamiento exterior; llegan a herir o matar con una simple mirada, sin contacto siquiera, y extreman su criminal aberración ofrendándole los propios hijos a Satanás".  La Biblia, Eclesiastés 22:3, enseña que "el nacimiento de una hija es una pérdida". A partir de esta visión machista de la cultura, el papel femenino queda reducido absolutamente en las sociedades; de ahí que un teólogo como Santo Tomás de Aquino, uno de sus principales teóricos, pueda decir: "No veo la utilidad que puede tener la mujer para el hombre, con excepción de la función de parir a los hijos". O que el parto que atiende una comadrona en las montañas de Latinoamérica cuesta más si sirve para alumbrar a un varón que a una mujer.

            La situación social de las mujeres es un problema que, imposible negarlo, afecta a ellas principal y primeramente. Pero que, no por eso, restringe su abordaje y posible solución exclusivamente al ámbito femenino. Por el contrario es una problemática de corte social que involucra necesariamente a la totalidad de la población, varones incluidos.

            Es preciso aclarar rápidamente, evitando malentendidos, que esto no significa que la solución esté en manos de los hombres entonces. En todo caso lo importante a destacar es que, si bien son las mujeres quienes llevan, en principio y por mucho, la peor parte en esta cuestión, la comunidad en su conjunto se perjudica ante el hecho discriminatorio. Por otro lado, si se aborda profundamente el problema, la conclusión obligada confronta, primeramente a los hombres en tanto los discriminadores, pero en otro sentido a la sociedad como un todo, en cuanto ha generado esas formas de organización.

            Aunque el presente escrito lejos está de ser una minuciosa investigación histórico-antropológica de la situación femenina, una mirada rápida a distintas sociedades y a diferentes momentos nos muestra que, en términos generales, en la gran mayoría de formas organizativas que se han dado los grupos humanos, ha primado la supremacía masculina. Definitivamente las diferencias sexuales anatómicas conllevan otras tantas diferencias psicológicas. Pero esto solo no termina de explicar, y mucho menos de justificar, la posición social del género femenino. Ninguna conducta humana puede concebirse solamente en términos biológicos. Aunque este determinante esté supuesto –el macho, en muchas especies animales, es más fuerte que la hembra, también entre los humanos–, se dan otros procesos que posicionan culturalmente a las mujeres.

            Lo cierto es que, como una constante en diversas civilizaciones, las mujeres se ven sometidas a un papel sumiso ante la imposición varonil. No significa esto "papel secundario", por cuanto su quehacer es básico al mantenimiento del grupo social, pero sí ausente en la toma de decisiones. Para decirlo rápidamente: hasta ahora las mujeres, como género –salvando algunos casos puntuales en la historia: Cleopatra, Catalina de Rusia, etc.–, han estado excluidas del ejercicio del poder. Las experiencias matriarcales son, hasta donde se puede conocer actualmente, más de orden mitológico. Y la poliandria, experiencia poco usual, no habla precisamente de un poder femenino. Por razones solamente histórico-culturales –no biológicas– los trabajos femeninos se consideran secundarios, complementarios respecto a los "importantes". Aunque ¿quién lo considera así? Los varones, claro está. Pero justamente por ser esa cultura dominante la que rige la sociedad en su conjunto, también las mujeres se ven arrastradas por esta ideología patriarcal y terminan asintiendo convencidas que su trabajo, el trabajo doméstico –¡el trabajo de reproducción de la especie y del aseguramiento de la sobrevivencia nada menos!– es menor que el varonil.

            Hasta ahora las diversas formas que ha ido asumiendo la civilización humana giraron siempre en torno a la detención del poder; para decirlo en términos psicológicos: han sido falocéntricas (el poder está concebido masculinamente). Es difícil precisar por qué. No hay nada que lo determine en términos genéticos; de hecho la organización que puede constatarse en los diversos pueblos y momentos históricos se centra en la masculinidad, que no es lo mismo que el macho padrillo, el semental.

            En este sentido puede ser muy instructivo ver qué enseña la etología, la psicología animal. En el reino de los animales no se da el fenómeno de la discriminación femenina; existen conductas reproductivas y de crianza de la progenie, o destinadas a la alimentación o a la defensa de la especie, ligadas de una manera directa con los papeles fijos del macho y de la hembra. En la mayoría de las especies el macho es más fuerte en términos de fortaleza física y resistencia, lo cual no significa que la hembra juega el papel de "sexo débil"; e incluso las hay (especialmente entre algunos insectos) en que las hembras son las fuertes. Hay, de hecho, un interjuego de papeles donde ninguna parte se ve perjudicada; existen conductas fijas que, en algunos casos y antropomorfizando lo observado, pueden llevar a ver rasgos dominantes de machos hacia hembras: territorios propios y grupos de hembras "propiedad" de un macho, por ejemplo. Pero definitivamente no es posible encontrar una repartición de poderes; los comportamientos no responden a una lógica de la dominación, no están motorizados por el deseo, por el ansia de poder.

            En el ámbito humano, por el contrario, el horizonte desde donde se estructura la compleja gama de conductas posibles está regido por algo no exclusivamente biológico, y que en términos de ordenamiento macho-hembra no responde tanto a realidades anatómicas sino a posicionamientos subjetivos, propios del campo simbólico y no del orden físico-químico. Para decirlo rápidamente: el machismo, en tanto una posibilidad de relaciones entre hombres y mujeres en el seno de las sociedades, no tiene ningún fundamento genético. Ninguna fortaleza física varonil explica –ni mucho menos justifica– la discriminación de las mujeres.

            Decir que la organización social es fálica, entonces, apunta a concebir las relaciones interhumanas como vertebradas en torno a un símbolo, un articulador que representa "la potencia soberana, la virilidad trascendente, mágica o sobrenatural y no la variedad puramente priápica del poder masculino, la esperanza de la resurrección y la potencia que puede producirla, el principio luminoso que no tolera sombras ni multiplicidad y mantiene la unidad que eternamente mana del ser" (J. Lacan, "El falo y la sexualidad femenina"). El falo, entonces, es el gozne que ordena una realidad de subjetividades, y si bien se inspira en el órgano sexual masculino, no es correlativo con él.

            Dicho de otro modo, en la especie humana no hay correspondencias biológico-instintivas entre machos y hembras sino ordenaciones entre varones y mujeres. Valga decir, de paso, que el acoplamiento no está determinado/asegurado instintivamente. Tiene lugar, pero no siempre (hay relaciones homosexuales, hay voto de castidad); y no necesariamente está al servicio de la reproducción (eso es, antes bien, una eventualidad; la mayoría de los contactos sexuales no busca la procreación). Masculinidad y femineidad son construcciones simbólicas, arraigadas en la psicología de los humanos y no en sus órganos sexuales externos. La cuestión de géneros se desenvuelve en el campo social.
           
En tanto construcciones, entonces, los géneros son igualmente históricos. Lo cierto es que, visto desde un punto de vista antropológico comparativo, las diversas edificaciones de género habidas en las culturas conocidas han repetido la organización fálica. La estructuración en torno a la potencia, a la supremacía, ha sido la constante. Está por demás de claro que esas son características de la masculinidad, de la virilidad. Si ocasionalmente –míticamente o no (las amazonas o la "dama de hierro" Margaret Tatcher)– hay mujeres poderosas (fálicas, para usar un término hoy popularizado), su arquetipo participa de las características aunadas universalmente a lo masculino, a lo viril, no siendo precisamente "femeninas".

            En las distintas culturas que podemos constatar hoy, actuales o vistas en retrospección, los estereotipos de género se repiten sin mayores variedades: masculino = poderoso, activo; femenino = sumiso, pasivo. El poder es masculino; así como lo son también la guerra y las distintas manifestaciones de sabiduría (las filosofías, las ciencias, las teologías, las artes), que no son sino otra forma de expresión de aquél. El papel de las mujeres es hacer hijos y ocuparse de los quehaceres domésticos; la sabiduría femenina queda confinada a la reproducción y al hogar. Lo increíble, para decirlo de algún modo, es que esas acciones, básicas para toda la especie, quedan relegadas como "de menor cuantía". Las cosas "importantes" son varoniles; la historia se cuenta en términos de gestas viriles: conquistas, descubrimientos, invenciones, victorias; pero nunca como logros domésticos. "César conquistó las Galias", preguntaba con ironía Bertolt Brecht, "¿El sólo? ¿No tenía siquiera un cocinero?"

            Rastrear ese salto en la historia desde la presunta horda primitiva, animalesca aún y sin diferencias de género, a una sociedad constituida fálicamente, valorizando la supremacía de uno contra otro, es un imposible. Puede proponérselo como un momento en la reconstrucción teórica, del mismo modo que la acumulación primitiva y la separación en clases sociales. Lo constatable es la repetición del fenómeno en diferentes lugares y circunstancias. Los monarcas, los sabios, los sacerdotes y los guerreros son la expresión de un poder, y habitualmente –salvo escasas excepciones que confirman la regla– son varones. El poder se construyó en términos masculinos. Las mujeres, el género femenino en su conjunto, han quedado en desventaja e inferioridad de condiciones en esa edificación. No habiendo razones biológicas que lo determinen ¿qué lo explica entonces: una maldad intrínseca de los varones?

            Así como en el curso de la historia asistimos a una división en clases antagónicas, a una eventual ausencia de solidaridad interhumana (lo cual no quita que también, en ciertas ocasiones, pueda haber un espacio para ella, y enorme por cierto), así también puede comprobarse una opresión histórica de género: las mujeres han sido –y son– objeto para el hombre, fundamentalmente objeto sexual, y han estado desvinculadas de la toma de decisiones políticas. Quedando en la indeterminación la razón última que ha alentado esto (a no ser que se intente alguna especulación, en el más cabal sentido de la palabra –cualquiera que sea: biologista, psicologista, incluso religiosa– lo cual no es sino mera justificación) lo importante a remarcar ahora es que, al igual que la diferencia de clases, puede ser sometida a una crítica y a una superación. De hecho, y felizmente luego de milenios de machismo, hoy asistimos a esa revisión de la opresión de género, al menos a un inicio. Y aunque no pueda darse respuesta en términos históricos al por qué se organizaron de tal manera las sociedades, lo cierto es que actualmente está en curso un análisis y proposición de propuestas alternativas y superadoras de este estado de cosas.

            Quizá los varones no son tan "malos"; obviamente no se trata de la maldad o bondad de nadie. Las sociedades, las construcciones colectivas, funcionan independientemente de esas categorías, ligadas antes bien al ámbito de lo individual. Es imposible juzgar el comportamiento de las clases sociales por la cordialidad o la perfidia de algunos de sus miembros. Todos, concretamente, tienen (tenemos) algo de esas características. De igual modo, tanto el esposo golpeador como el varón que se solaza contemplando pornografía (sin pretender con esto ninguna justificación de esas conductas), son en un sentido producto de una cultura que los transciende. (Apurémonos a decir que quienes reciben los golpes, o quienes enseñan sus cuerpos ofreciéndose como cosa, para continuar con esos ejemplos, son las mujeres; es necesario clarificar en qué sentido el varón es "víctima", y desde ya no lo es en igual medida que aquéllas).

            ¿Cuántas mujeres fueron golpeadas por sus parejas el día de hoy? ¿Y cuántos varones? ¿Cuántas mujeres debieron ser hospitalizadas por causas de esos golpes en el día de hoy? ¿A cuántos varones les sucedió lo mismo? ¿Cuántas mujeres debieron "pagar favores" a varones jerárquicamente más elevados en el día de hoy? ¿A cuántos varones les habrá pasado eso con mujeres jefas o superiores? ¿Qué se habrá utilizado más en el ámbito de la publicidad en vallas, anuncios televisivos, fotos, etc., en todo el mundo durante el día de hoy: mujeres semi desnudas para ofertar algún producto, o cuerpos varoniles? ¿Qué habrá habido más "engañados" matrimonialmente el día de hoy por sus respectivas parejas: hombres o mujeres? De todos los negocios que se habrán cerrado el día de hoy –ventas de casas, de automóviles, de tierras, compras de acciones, notas de pedido en el comercio internacional, etc.– ¿de qué habrá habido más firmas como nuevos titulares o encargados de las transacciones en juego: varones o mujeres? ¿Cuántos varones habrán visitado algún prostíbulo el día de hoy para festejar su "despedida de solteros"? ¿Y cuántas mujeres se habrán acostado con un varón que no sea su futuro esposo para festejar la suya? ¿A cuántas bebitas mujeres se le habrá practicado la ablación clitoridiana hoy para evitar que gocen sexualmente cuando sean adultas? ¿A algún varón en el mundo le habrá pasado algo semejante hoy? ¿Cuántos hombres habrán cobrado su salario el día de hoy, en todo el mundo, como presidentes, ministros, diputados, generales, almirantes, brigadieres, gerentes de empresa, administradores de fábrica o directores de una orquesta sinfónica, es decir: puestos con alguna cuota de poder? ¿Y cuántas mujeres? ¿Habrán llegado borrachos a sus casas, pateando puertas y con ganas de hacer el amor pese a que su pareja no lo deseaba, más mujeres o más hombres en el día de hoy? ¿Cuántos varones habrán abandonado a la mujer que les decía que quedó embarazada de él en el día de hoy? Por el contrario, ¿cuántas mujeres habrán abandonado a su hijo recién nacido? ¿Quiénes habrán trabajado más horas en el día de hoy, sumando trabajo hogareño y no-hogareño: las mujeres o los varones? ¿Y a quiénes habrán condenado más los distintos sacerdotes de las diferentes religiones del mundo por impuros, diabólicos, impíos, pecadores y blasfemos: a mujeres o a varones?

            La cultura machista, fálica, que ha dominado y continúa dominando las organizaciones sociales en que el ser humano ha transcurrido su historia, no es responsabilidad directa de ningún varón en concreto. Es un producto colectivo, e incluso las mujeres contribuyen a su sostenimiento, reproduciendo los seculares patrones de género a partir del seno familiar. Pero tampoco esto significa que los varones concretos estén al margen del problema. El machismo, la violencia y discriminación de género, los golpes y la opresión vienen desde un lado muy claramente definido (los hombres); y también es muy claro quién lleva las de perder en todo esto (las mujeres). Pero, retomando la idea con que abríamos la reflexión sobre el tema, he ahí un problema que incumbe a la totalidad del colectivo social.

            Desde donde han surgido las primeras críticas a esta injusticia estructural ha sido el campo femenino. Pero siendo consecuentes con un pensamiento progresista, todos podemos (debemos) aportar algo en la lucha contra esa inequidad, también los varones. No se trata de hacer un masculino mea culpa histórico (lo cual, por otro lado, no estaría de más, al menos como gesto) sino de propiciar, con la amplitud del caso, una nueva actitud de reconocimiento de esa exclusión. Ni remotamente podría decirse que la solución al problema de la discriminación de género esté en manos de los hombres. Pero si de reacomodos en la distribución de los poderes se trata, el segmento masculino de la población tiene mucho que ver con lo que está en juego en esa dinámica.

            Está claro que no puede haber derechos humanos si no hay derechos de las mujeres. Lo curioso (¿preocupante?) es que el campo mismo de los derechos humanos hasta recientemente fue casi exclusivamente de orden varonil. El mismo marxismo, sin dudas la ideología contestataria más radical que haya surgido ("una crítica implacable de todo lo existente" pedía Marx) no confirió un lugar importante a los derechos de género sino que los subordinó a la lucha de clases. La experiencia del socialismo real (el derrumbado y el que todavía persiste, con sus variantes particulares) es muy aleccionadora al respecto: ¿cuántas mujeres toman parte en las decisiones políticas en China?, ¿qué pasó con las mujeres en la ex Unión Soviética: tenían realmente voz y voto en esa sociedad en paridad con los varones?

            El tema de la reivindicación del género femenino, hasta bien entrado el siglo XX, fue casi un tabú en toda la izquierda, en todas partes del mundo. "Vicio pequeño-burgués" era uno de los calificativos más usuales para nombrarlo. "Distractor de los verdaderos problemas de clase", "tarea secundaria", "problema que se solucionaría por añadidura una vez logrado el triunfo socialista", lo cierto es que nunca hizo parte de los valores fundamentales ni de la teoría ni de la práctica revolucionaria.
           
            Igualar los derechos de las mujeres con los de los hombres no significa "masculinizar" la situación de aquéllas. Hay cierta tendencia a identificar las reivindicaciones de género con una lucha por la equiparación en todo sentido (y de allí a la peyorización de la misma, un paso; conclusión inmediata: el movimiento feminista es un movimiento de lesbianas). Los derechos de las mujeres son derechos específicos en cuanto género, distintos y con particularidades propias por su condición diferente en relación a los hombres. En esto se incluye su carácter particular de madre, de lo que se siguen derechos específicos relacionados a salud reproductiva, punto medular que sostiene al machismo: los hijos son de las mujeres, el varón es el semental. Ellas se encargas de parirlos y criarlos; los hombres están en cosas "más importantes".
            Pero no debe perderse de vista que los derechos de las mujeres son, ante todo, derechos universales en tanto seres humanos: derecho a disponer de su propio cuerpo, derecho a ser considerada como sujeto y no como objeto, junto a todos los otros derechos que se podrían considerar universales: derechos civiles, derechos económicos, etc. ¿A algún varón se le ocurre que no es él quien puede decidir cuándo tener relaciones sexuales? Pareciera que no; he ahí un derecho intrínseco a su condición masculina. ¿Por qué no es lo mismo con las mujeres?

            Las sociedades que conocemos ofrecen todas diversas injusticias; pero en general se recalcan mucho más las de índole económica. La exclusión de género no es, en principio, vista con la misma intensidad. Claro está que esa mirada es siempre masculina. Las construcciones sociales, y sus correspondientes niveles de crítica, han sido masculinizantes. No olvidemos que al hablar de marginación de género estamos refiriéndonos nada menos que a la mitad de la población planetaria, lo cual no es poco.
            El mundo no es un paraíso precisamente; son muchas y muy variadas las cosas que podrían o deberían cambiarse para mejorar las condiciones de vida. Evidentemente las económicas son relevantes, a no dudarlo. Pero quizá esto sólo no alcance. Los países prósperos del Norte han superado problemas que en el Sur todavía son alarmantes. A partir del capitalismo, sistema cada vez más dominante, hoy absolutamente hegemónico dada la globalización de la vida humana, el impulso que ha ido tomando el desarrollo científico-técnico y económico en los últimos años es realmente espectacular; en un par de siglos la Humanidad avanzó lo que no había hecho en milenios. Pero cabe una pregunta: ese modelo masculino de desarrollo, heredero de una tradición beligerante y conquistadora de la que no ha renegado, no ha solucionado problemas ancestrales. La distribución de poderes entre géneros está aún muy lejos de ser equitativa.

            La noción de género es social, no se apuntala en ninguna base anátomo-fisiológica. Apunta, antes que nada, a fijar las relaciones culturales y jurídicas de los sujetos que detentan un determinado sexo biológico pero que, en tanto seres históricos, tienen una determinada identidad que no responde automáticamente a una realidad orgánica. Hombres y mujeres no somos iguales (lo cual hace menos aburrido el mundo); pero no hay diferencias sociales, jurídicas y políticas –o al menos no hay nada que justifique esas diferencias– entre los géneros.

            Mientras no se considere seriamente el tema de las exclusiones –todas, no sólo las económicas, también la de género al igual que las étnicas– no habrá posibilidades de construir un mundo más equilibrado. Dicho en otros términos: el falocentrismo del que todos somos representantes, el modelo de desarrollo social que en torno a él se ha edificado –bélico, autoritario, centrado en el ganador y marginador del perdedor– no ofrece mayores posibilidades de justicia. Trabajar en pro de los derechos de género es una forma de apuntalar la construcción de la equidad, de la justicia. Y sin justicia no puede haber paz ni desarrollo, aunque se ganen guerras y se conquiste la naturaleza. Quizá no se trata tanto de invertir los poderes, como reclama García Márquez en el epígrafe de este capítulo, sino de terminar con los poderes opresivos.

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