Que el poder está en el centro de la vida humana no es ninguna novedad. La historia de la Humanidad, al menos hasta donde hay registro, es una continua lucha en torno a él. Es, siguiendo a Hegel, una prolongada, interminable “mesa sacrificial” donde, en su búsqueda, mueren y mueren cantidades interminables de seres humanos. Y como van las cosas, analizando con toda atención nuestro mundo y las primeras experiencias socialistas desarrolladas en el siglo XX, nada indica con certeza que estemos prontos a entrar en un paraíso libre de conflictos no regido por asimetrías, donde las luchas por espacios de poder desaparezcan.
Esta aseveración, por cierto, no invalida de ningún modo la búsqueda de un mundo donde las relaciones interhumanas pueden dejar de ser tan sanguinaria como las actualmente conocidas. El ideal socialista de una sociedad planetaria de “productores libres asociados” que viven solidariamente en mancomunidad, no puede ser invalidada de antemano, si no se demuestra con total determinación su imposibilidad. Si esas primeras experiencias socialistas (entiéndase así: ¡primeras!, nadie dijo que no pueda haber más, corregidas y aumentadas en un futuro mediato. Valga recordar que los primeros balbuceos del capitalismo nacen en el siglo XII con la Liga Hanseática, en el norte de Europa, habiendo sido necesarios siglos para que madurara y se convirtiera en lo que es hoy), si esos primeros pasos del socialismo no dieron todos los resultados que se esperaba en relación a la creación de un mundo con relaciones más horizontalizadas, ello no significa que esa búsqueda no siga siendo válida. Resignarse a que ello no es posible no está demostrado. La historia, en todo caso, va evidenciando que, lenta pero invariablemente, esos poderes se van democratizando: ya no hay faraones omnipotentes que deciden arbitrariamente la vida de sus esclavos, los reyes medievales son rémoras payasescas, la equidad de género o étnica están ya puestas como infaltable tema de agenda y las democracias representativas del capitalismo, aunque no solucionan los problemas cruciales de la Humanidad, son una avanzada (muy parcial, pero avanzada al fin) con respecto a los regímenes autoritarios unipersonales. El mundo sigue siendo terrible, injusto, sanguinario…, pero hay cuotas de mayor civilización. Los poderes omnímodos pueden comenzar a ser cuestionados. “En la Edad Media me hubieran quemado a mí; hoy queman mis libros. ¡Eso es progreso!”, dijo Freud sarcástico ante la entrada de los nazis en su Austria natal. Sarcástico, pero al mismo tiempo muy agudo.
La constatación de lo que es el mundo actual y la historia que lo precede tiene al poder como un eje determinante. Las relaciones entre los seres humanos, sea que las querramos ver como relaciones interindividuales de tú a tú o como relación entre grupos, entre grandes masas, entre colectivos de escala planetaria, se organizan siempre como relaciones de poder. La solidaridad existe, a veces. Y también el amor (¿cuánto dura el amor eterno? Quizá el de la madre con su hijo lo sea). Existen, pero siempre en una compleja relación de tensión con su contrario: con la explotación, con la no-consideración del otro (fácilmente el otro puede ser “el enemigo”), incluso con el aprovechamiento del otro, con el más abierto y descarnado odio (¿por qué, si no, se repite siempre la guerra como una constante en nuestra historia?).
No estamos diciendo que la “esencia” última del ser humano está dada por una maldad originaria. Así planteado, el acertijo no tiene solución. ¿Nacemos o nos hacemos violentos, codiciosos, egoístas? No importa, amén de ser imposible dar una respuesta acabada. Lo constatable es que, como dijo Marx, “la violencia es la partera de la historia”. Si nos quedamos con una visión biologista, fatalista, están demás todas estas reflexiones. Pero creemos firmemente que se pueden buscar alternativas. ¿Qué otra cosa es, si no, el socialismo?
Es constatable que desde que hubo sociedades con una producción más allá del llenado de las necesidades primarias, es decir: desde que hubo agricultura, los seres humanos se hicieron sedentarios. Y fue desde allí que claramente podemos encontrar relaciones de poder entre grandes grupos. Surgen entonces las clases sociales, vertebradas en torno a la tenencia y acceso a los medios de producción. La historia de estos últimos diez mil años es la historia de las luchas en torno al manejo de los mismos. El poder que marcó estos milenios gira en torno a quién decidía la producción: el productor real queda ajeno al producto producido y, paradójicamente, se lo apropia quien no lo ha producido, el dueño de los medios productivos.
Pero los poderes que atraviesan al ser humano, si bien se anudan en torno a cómo se resuelve la sobrevivencia diaria (la lucha de clases entre productores y dueños de los medios de producción), son más. También se dan entre géneros, entre jóvenes y viejos, entre grupos distintos: entre quien sabe y no sabe, entre normales adaptados a las reglas de convivencia consensuadas y desadaptados, entre modos culturales diversos, etc. Es decir que las relaciones entre los distintos estamentos, grupos y subgrupos humanos vienen estando marcadas por un amplio entrecruzamiento de relaciones de poder. La pregunta de fondo en todas estas relaciones sería: ¿quién manda?
Decir que esa búsqueda afanosa de poder está en la naturaleza humana es, en todo caso, atrevido. Podría argumentarse que, con el advenimiento de la agricultura, cuando hubo más producción de la necesaria para sobrevivir, esa presunta naturaleza se expresó, y alguien (el más listo, el más fuerte, ¿quién sabe?) se la apropió, lo cual indicaría que en vez de una espontánea solidaridad horizontal de base lo que surgió fue un afán de poderío, una voluntad de imposición. Ello, de todos modos, no pasa de la hipótesis. Hoy, con un mundo que ha entrado en la producción industrial masiva donde se inventan a diario necesidades artificiales, esa misma productividad abre las posibilidades para plantearse un mundo de iguales, de “productores libres asociados”, como reclamaba Marx. Esa es la propuesta socialista. Y de hecho, en varios puntos del planeta, esos ideales se materializaron en proyectos sociopolíticos concretos en el pasado siglo.
Pero la búsqueda de poder no terminó en esos primeros laboratorios sociales con la proclamación de una nueva sociedad. Lo cual se evidencia en la forma que fueron asumiendo esos experimentos. En todos los casos, más allá de las reales y profundas mejoras que experimentaron las mayorías populares, siguieron presentes camarillas con amplios, amplísimos en algunos casos, excesivos si se quiere, cuotas de poder político. Más aún: en todas las experiencias socialistas siempre apareció una figura mesiánica en el lugar de conductor de ese proceso transformador: el líder heroico, el comandante, ¿el superhombre? Curiosa figura que impone más aún reflexionar en torno al poder.
Como hipótesis podría pensarse que la magnitud del cambio en ciernes es tan grande, tan monumental (¡cambiar la sociedad!, ¡cambiar la historia!) que se hace necesaria la aparición de un héroe titánico que pueda conducirlo. Y, por supuesto, el culto a su personalidad no se hace esperar. Las democracias capitalistas (esto nos las excluye de ser sanguinarias maquinarias explotadoras y trituradoras de personas) no necesitan de estos “héroes” casi mitológicos. El mercado (¡dios mercado!, por cierto) se encarga de regular la vida social.
Los poderes, decíamos, vertebran las relaciones entre los seres humanos. El poder político, el Estado en su acepción moderna como consustanciación última de ese poder, es en muy buena medida sinónimo de poder sin más, más aún que la misma clase dominante (para quien el Estado es su instrumento de dominación). Aunque, lo decíamos, no lo agota: el poder político no es todo el poder. Es su expresión más descarnada, pero no la única. E incluso en los primeros pasos socialistas del pasado siglo, esas distintas expresiones de otros poderes (el patriarcado, el adultocentrismo, el eurocentrismo racista) no dejaron de seguir estando presentes.
El poder no es intrínsecamente “malo”. Plantearlo así es un reduccionismo simplista, un maniqueísmo empobrecedor. El poder es, en definitiva, expresión de asimetrías, de las distintas diferencias que pueblan la vida humana. No es malo ni tampoco bueno. Es una demostración de la dinámica que nos constituye, que nos aleja del instinto animal y nos hace seres simbólicos, sociales.
Dado que somos humanos, somos finitos, incompletos. La muerte es el límite por excelencia. Y también la sexualidad; las diferencias sexuales anatómicas conllevan un límite insalvable: o se es macho o hembra, lo cual, humanizados que somos, nos fuerza a tomar una identidad, o caballero o dama (en realidad, somos esto último, sabiendo que esa construcción cultural nunca está libre de raspaduras y cicatrices). Esos límites: la muerte y la sexualidad, atraviesan nuestra vida de cabo a rabo, recordándonos día a día que no somos absolutos, completos, totalidades monolíticas y eternas. El ejercicio del poder es un fabuloso antídoto contra esto. No contra la finitud, contra la incompletud (esos son nuestros límites absolutos contra los que no podemos ir). ¡Son un antídoto contra la angustia que los límites nos provocan!
¿Por qué el poder fascina tanto? ¿Por qué el ejercicio de cualquier poder (también los micropoderes: el del basurero más viejo sobre el basurero más joven, el del conductor de autobús que decide si se detiene en una parada o no, el del profesor que califica al alumno, etc., etc.) se torna subyugante? ¿Por qué, incluso, entre los militantes de izquierda, de los partidos socialistas que decididamente buscan una transformación en las relaciones humanas, se repite este circuito? ¿Por qué esta sorda, nunca declarada pero real y constante necesidad de mostrar quién es “más revolucionario”, por ejemplo? Pues porque el poder nos hace sentir dioses, completos, sin faltas, plenos. La experiencia de la vida nos enseña que las luchas por poder no son una quimera, una elucubración filosófica: están en todos lados, en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en la toma de decisiones de una corporación transnacional, en el Vaticano, en un rancho precario en el seno de una humilde familia, en un prostíbulo, en la tienda de barrio.
El poder es una posibilidad humana que atraviesa, constituye y dinamiza toda relación. Lo encontramos, con diversos grados de jerarquía y distintas formas de presentación, en todos los escenarios humanos. Sentir que se lo posee, que se lo ejerce, nos convierte en deidades. Perderlo, no importando la “cantidad” de poder de la que se trate, es la muerte. De ahí que los poderes son tremendamente conservadores, no se comparten, se autodefienden, tienden a perpetuarse.
¿Es posible construir otra cosa? ¿Podemos zafarnos de estas ataduras y dejar de estar constreñidos por lo que pareciera una perpetua búsqueda: el poder como imán que nos atrae? Los ideales socialistas, que más allá de los primeros pasos ahora revertidos (cae la Unión Soviética, retorna el capitalismo en China) o puestos en duda (¿hasta dónde resistirá Cuba?), siguen estando vigentes como norte, son una apuesta en ese sentido. Es decir: constituyen una crítica de los poderes. No sólo de los económicos políticos, sino de todos. Las consignas del Mayo Francés del 68 lo dijeron de modo profundo y artístico: “Prohibido prohibir”, “Nosotros somos el poder”, “La imaginación al poder”.
El ser humano no puede vivir si no es en sociedad. El mito del individuo aislado (¿Tarzán quizá?) no es sino eso: mito. Lo humano implica la relación, lo social, la cultura. Fuera de esa matriz, no hay ser humano. Pero eso implica también una tensión originaria, una carencia primera que nunca se termina de colmar: la relación con el otro nunca es de absoluta solidaridad amorosa. El conflicto, la tensión, la diferencia están en la base de lo humano. De aquí que nuestra vida nunca pueda ser la regularidad, la “tranquilidad” asegurada por lo instintivo. La búsqueda perpetua de algo que no sabemos qué es, es lo que nos mueve, por siempre jamás. Y así llevamos ya dos millones y medio de años.
Que la búsqueda del poder esté en nuestros genes, es imposible afirmarlo. Quizá, incluso, sea irresponsable decirlo así, porque no hay forma fehaciente de demostrarlo. Pero sí es incontestable que, por lo menos el sujeto histórico del que podemos hablar, afincado en la sociedad de clases y con idea de propiedad privada, se recorta en relación a él. La apuesta es construir una sociedad de pares, de iguales, donde no existan estas luchas interminables en torno al poder. A ningún poder, que es siempre opresor: el de género, el étnico, el etáreo. Ello debería implicar que podemos soportar sin angustiarnos la finita condición humana, el sabernos limitados. Puede resultar quimérico, pero el desafío está abierto.