Guatemala está en crisis política, siendo la corrupción el punto a partir del cual aquélla se ha desatado. La corrupción, sin embargo, es un fenómeno antiguo, tan viejo como el Estado nacional mismo. O más antiguo aún: viene de la época colonial (compraventa de títulos nobiliarios, prebendas y favores a espaldas de la Corona, negociación de comisiones), producto de un imperio más basado en la producción agraria-feudal y el parasitismo (Reino de España) que en la ética del trabajo (ascendentes países industrializados anglosajones). Esa marca originaria persiste al día de hoy, en Guatemala como en toda América Latina.
El manejo corrupto de los asuntos públicos no se inventó aquí ni es cosa de estos últimos gobiernos: tiene una larga historia planetaria. En todo caso, la corrupción debe entenderse como un fenómeno humano (ello no significa “natural”, marcado genéticamente, sino producto de la socialización), en buena medida asociado a la idea de propiedad privada. De todos modos, el “hecha la ley, hecha la trampa” implica que la humanización siempre conlleva la transgresión como una posibilidad. ¿Quién de los que está leyendo este opúsculo no “pisteó”1 alguna vez, no copió en un examen ni se “echó una canita al aire”?
Lo cierto es que el manejo discrecional de la cosa pública ha venido teniendo un cambio dramático en estas últimas décadas. A la luz del Estado contrainsurgente que se generó en el marco de la Guerra Fría y el combate frontal contra el comunismo y toda forma de organización popular, el ejército cobró un papel protagónico. La oligarquía tradicional y el gobierno de Estados Unidos (verdaderos dueños del poder en el país) delegaron en las fuerzas armadas la misión de “poner la casa en orden” ante el surgimiento de un movimiento revolucionario armado y su expansión, fundamentalmente con la población maya del Altiplano Occidental. De ahí el genocidio cometido.
En esa guerra sin par contra el movimiento insurgente (con cárceles clandestinas, desaparición forzada de personas, torturas y masacres de “tierra arrasada”), el ejército fue ganando un poder desmedido. De hecho, llegó a ser un Estado dentro del Estado, con una enorme cuota de poder económico, y por tanto político. Terminada la guerra en 1996, si bien oficialmente se adecuó a las nuevas circunstancias con una fuerte reducción de su presupuesto, no perdió todo el poder acumulado durante décadas de impunidad. Los vasos comunicantes con infinidad de estructuras paramilitares non sanctas se mantuvieron.
Esas formaciones –ligadas a ex militares devenidos empresarios– son las que se fueron conociendo como “poderes ocultos”: “Red informal y amorfa de individuos poderosos de Guatemala que se sirven de sus posiciones y contactos en los sectores público y privado para enriquecerse a través de actividades ilegales y protegerse ante la persecución de los delitos que cometen”.2 O: “Fuerzas ilegales que han existido por décadas enteras y siempre, a veces más a veces menos, han ejercido el poder real en forma paralela, a la sombra del poder formal del Estado”.3 Lo cierto es que esas estructuras, nacidas y crecidas en la más absoluta impunidad, acostumbradas a manejarse a punta de pistola, ideológicamente ultraconservadoras y profundamente anticomunistas, han ido constituyéndose en una mafia intocable. Sus negocios tienen que ver con lo ilegal: crimen organizado, narcoactividad, contrabando, tráfico de personas, de armas, de maderas finas en el Petén, contratos corruptos con el Estado. Los vínculos con las maras no dejan de estar presentes. Esos grupos son los que financian partidos políticos y, por tanto, tienen crecientes cuotas de poder.
El Congreso es un campo donde estas mafias mantienen importantes vínculos. Eso es lo que se está viendo con la actual crisis política. La presencia de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG–, de la ONU, constituye una alarma encendida para los grupos corruptos, de ahí su imperiosa necesidad de desembarazarse de “molestas” investigaciones. Lo que se está viendo es la escenificación de una lucha entre el proyecto de “modernización” políticamente correcto para el área centroamericana que impulsa Washington y la resistencia a morir de esos poderes ocultos. Es de esperarse que la población indignada en la calle pueda lograr neutralizar a estas mafias. Y también: ¡ir más allá del proyecto de renovación cosmética de la lucha anticorrupción! De ahí que urge una Asamblea Plurinacional Constituyente para comenzar algo nuevo, depurando la desgastada y aborrecida clase política actual.