¿Por
qué en algunos pocos países ya ha pasado a ser legar fumarse un cigarro de
marihuana mientras que en otros, la gran mayoría, eso es delito? Del mismo modo
podríamos preguntar: ¿por qué, salvo en algunos países musulmanes (Arabia
Saudita, Afganistán, Irán, Sudán, Bangladesh, Yemen) beber bebidas alcohólicas
no es delito sino que, por el contrario, se promueve insistentemente? Se trata
de complejos asuntos político-sociales y culturales donde están en juego
infinidad de variables que tienen que ver con el proyecto humano subyacente, y
con enmarañados procesos en torno a relaciones de poder.
Parto
por hacer una primera aclaración, innecesaria quizá para los fines teóricos del
presente texto, pero éticamente importante: no soy consumidor de marihuana
(sólo una vez en mi vida la probé), pero la convivencia diaria con muchos jóvenes
–de distinta extracción social– por motivos de trabajo, y el tener hijos
adolescentes, me permite ver que hoy el uso de esta sustancia pasó a ser una
“necesidad” casi obligada en muy buena parte de las poblaciones juveniles.
Una
segunda aclaración –esta sí importante a los fines conceptuales de lo que se
intenta transmitir– es que de ningún modo se pretende hacer una apología de la
sustancia psicoactiva “cannabis sativa”, comúnmente conocida como marihuana, la
droga ilegal más consumida en el mundo en la actualidad (según datos de la
Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito -UNOCD-). El hecho de
titular el presente texto como “elogio” no es sino una provocación: en
realidad, no se está haciendo una defensa cerrada de su uso como panacea (de
hecho, como droga utilizada con fines recreativos, puede llegar a tener
peligrosos efectos dadas ciertas circunstancias, y no deja de ser una puerta de
entrada para sustancias adictivas mucho más dañinas) sino que se busca abrir
una problematización a ese complejo campo de lo legal y lo prohibido, del
ejercicio de los poderes y del mantenimiento de una sociedad basada en el lucro
de unos sobre la explotación de las mayorías y la injusticia humana que eso
conlleva.
Partimos
de la base que “droga” es cualquier sustancia que se introduce en el cuerpo
humano modificando el equilibrio natural, ya sea con un fin terapéutico (lo que
se conoce habitualmente como medicamento o fármaco) o recreativo/ceremonial (lo
que popularmente llamamos “drogas”: sustancias con principios psicoactivos que
modifican el aspecto conductual de quien las ingiere). En ese sentido, la
marihuana es una droga, la más popular y consumida de todas. Y, por cierto, en
la gran mayoría de países, hoy por hoy ilegal.
Drogas
que modifican el estado psicoafectivo de quienes las consumen ha habido siempre
en la historia de la Humanidad, en todas las culturas, desde hongos
alucinógenos hasta el alcohol etílico de vegetales fermentados, pasando por un
largo listado. La ¿necesidad? de huir de la crudeza de la vida cotidiana parece
repetirse siempre; de ahí que esas sustancias han aparecido ininterrumpidamente
a lo largo de nuestro transcurrir como especie. Ahora bien: en el transcurso
del siglo XX, en medio de un mundo ya globalizado y capitalista en su
totalidad, estas drogas van pasando a ser un negocio más. Como en este sistema
todo es mercadería lucrativa, las sustancias psicoactivas (entre las que habría
que incluir al alcohol etílico también) fueron y siguen siendo un gran negocio.
Viendo los daños colaterales que esas mismas sustancias pueden provocar,
también en el curso del siglo pasado van apareciendo las primeras restricciones
a su comercialización. Hoy, el negocio de esas drogas (las legales como el
alcohol, o incluso el tabaco) y las ilegales (la marihuana y toda la cohorte
que viene tras ella) es una de las grandes actividades económicas de la
humanidad. “Las drogas
constituyen actualmente el mercado de productos ilegales más grande del mundo,
un mercado fuertemente ligado a actividades criminales de lavado de dinero y
corrupción”, informa la UNOCD.
Que esas drogas son dañinas a
la salud, incluida la marihuana, no es ninguna novedad. Por eso aclarábamos que
no se trata de hacer su apología, su panegírico, sino de entender el fenómeno
en su complejidad y tratar de entrever qué agendas ocultas puede haber en todo
ello. Plantearse un “mundo libre de drogas”, tal como
bienintencionadamente muchos lo hacen, es encomiable. De todos modos, siendo
realistas y teniendo en la mano los conocimientos que las ciencias sociales
modernas y con criterio crítico nos proporcionan, como mínimo habría que abrir
algún cuestionamiento a esa propuesta. Si hoy día, y desde hace ya varias
décadas, la narcoactividad se amplía continuamente, ello quiere decir algo: o
bien que la sociedad está cada vez más necesitada de este tipo de “placeres”
dañinos (mecanismos de huída de la realidad), o que hay agresivas políticas de
fenomenales grupos de poder que fomentan ese consumo. O, complejizando el
asunto, estamos ante una combinación de ambos factores, lo cual hace
infinitamente más complicado su estudio, y más aún, su solución en tanto problema.
Lo que sí resulta
inexorablemente cierto es que lo que años atrás –quizá cinco o seis décadas, un
par de generaciones en términos socio-demográficos– era una “extravagancia”, un
toque distintivo de grupos muy delimitados (la bohemia, algunas sub-culturas
marginales) en la sociedad global de hoy pasó a ser una mercadería más. Ilegal
en la gran mayoría de países, por cierto; pero mercadería consumida en
cantidades fabulosas, y siempre en aumento. De ahí que la marihuana –retomando
la primera aclaración que hacía– ha pasado a ser una mercadería más de las tantas
cosas consumibles, fundamentalmente en la población joven. Ello se repite en
países de alto poder adquisitivo (el Norte próspero) como en los pobres del
Sur.
Evitar
el consumo de estos evasivos (la marihuana, digamos también el alcohol etílico
o toda la serie de productos novedosos que no dejan de surgir en el transcurso
del siglo XX y que se sigue acelerando en el XXI: cocaína, heroína, drogas
sintéticas, etc.) parece imposible. Esa necesidad de huída de la realidad, de
búsqueda de “paraísos” placenteros, habla de nuestra humana condición, de
nuestras estructurales debilidades y flaquezas. Y si en algunos países
musulmanes, como apuntábamos más arriba, el alcohol está severamente prohibido,
ello no hace sino ratificar el hecho que la especie humana tiene un borde
transgresor que siempre nos lleva a buscar esa “manzana prohibida”.
Apología
de la marihuana, o de ninguna otra droga psicoactiva que altere nuestro sistema
nervioso central: ¡no! Pero su satanización tampoco nos lleva a ningún lado.
Prohibirlas y poner los más drásticos castigos para quien ose consumir esos
productos vetados, definitivamente no sirve, porque no impide el consumo. La
debilidad y la flaqueza que hace parte de nuestra condición aparecen siempre, y
de alguna manera (transgresión de por medio) se consigue la sustancia
“evasiva”. En las cárceles, por ejemplo, si se endurecen los controles y realmente
no entra ninguna droga, los privados de libertad “inventan” la forma de
conseguir sustancias psicoactivas, y así llegan a fumar… ¡telarañas! Es un
ejemplo, pero vale. Por otro lado, el endurecimiento de las prohibiciones –la
experiencia lo demuestra– sólo consigue impulsar mercados negros. Recordemos la
tristemente Ley Seca en la década de los años 20 del pasado siglo en Estados
Unidos.
¿Qué hacer entonces?
“Con el desarrollo a ultranza del capitalismo en su etapa imperialista, que
en esta fase de la globalización hunde en la miseria a la mayoría de la
población mundial, muchos pueblos de importante economía agraria optan por los
cultivos de coca, amapola y marihuana como única alternativa de sobrevivencia.
Las ganancias de estos campesinos son mínimas. Quienes verdaderamente se
enriquecen son los intermediarios que transforman estos productos en
substancias psicotrópicas y quienes los llevan y realizan en los mercados de
los países desarrollados, en primer lugar el de Estados Unidos de Norteamérica.
Las autoridades encargadas de combatir este proceso son fácil presa de la
corrupción, pues su ética sucumbe ante cualquier soborno mayor de 50 dólares.
Gobiernos, empresarios, deportistas, artistas, ganaderos y terratenientes,
militares, políticos de todos los pelambres y banqueros se dan licencias
morales para aceptar dineros de este negocio que genera grandes sumas de
dólares provenientes de los drogadictos de los países desarrollados. El
capitalismo ha enfermado la moral del mundo haciendo crecer permanentemente la
demanda de estupefacientes, al mismo tiempo que las potencias imperiales
ilegalizan ese comercio, dada su incapacidad para producir la materia prima. El
ejemplo del mercado de la marihuana en los Estados Unidos es plena evidencia.
Por ser tan grande la demanda en sus propios territorios como voluminosa la
cantidad de dólares que por este concepto salen del marco de sus fronteras,
erigen el eslabón de producción en su enemigo estratégico, en grave amenaza
para su seguridad nacional. Olvidan sus propios postulados del libre mercado:
la oferta en función de la demanda, descargando su soberbia contra los
campesinos que trabajan simplemente por sobrevivir pues están condenados por el
neoliberalismo a la miseria del subdesarrollo. El narcotráfico es un fenómeno
del capitalismo globalizado [… y como alternativa] exhortamos a legalizar el consumo de
narcóticos. Así se suprimen de raíz las altas rentas producidas por la
ilegalidad del este comercio, así se controla el consumo, se atienden
clínicamente a los fármaco-dependientes y liquidan definitivamente este cáncer.
A grandes enfermedades grandes remedios”, decían en su documento “Legalizar
el consumo de la droga, única alternativa seria para eliminar el narcotráfico”
en el año 2000 las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia -FARC-.
Podía
decirse casi a modo de conclusión de todo esto que la humana necesidad de
buscar alguna vía de “escape” al malestar intrínseco de la vida, algún alivio
al sufrimiento que implica la cotidianeidad, lo hemos buscado –y probablemente
sigamos haciéndolo– en estas salidas mágicas que nos hacen volar, que inventan
realidades menos crudas, más placenteras, tal como son los efectos que producen
las drogas. ¡O las religiones! En ese sentido tiene absoluta vigencia la
expresión de Marx “la religión es el opio
de los pueblos”. En definitiva, con drogas o con religiones, buscamos
salidas mágicas. El hedonismo, en tanto búsqueda de placer por sobre cualquier
otra cosa, es lo que está a la base de esa tendencia que podemos tener (todos,
cualquiera de nosotros) a consumir estas sustancias psicoactivas (de marihuana
en adelante, pasando por cualquier cosa, telarañas, thinner inhalado o las más
refinada sustancia sintética). Si no fuera así, no podría explicarse el aumento
sideral en la narcoactividad que viene registrándose ininterrumpidamente desde
hace años (es el negocio que más está creciendo).
Sabido
esto, una vez más la pregunta: ¿qué hacer entonces? Prohibir su consumo no
lleva más que al mercado negro y a una actividad subterránea que produce
circuitos criminales, siempre cargados de suma violencia. La propuesta de
legalizar el consumo –y ahí habría que empezar una enorme serie de
consideraciones, pero teniendo la legalización siempre como el norte– es la más
humana de las salidas. La “menos mala” quizá (porque reprimir no termina con el
consumo), pero por eso mismo, la más esperanzadora.
¿Por qué legalizar?
Asumiendo
que las drogas, al menos en este momento histórico del desarrollo de la
Humanidad, llenan una necesidad (“flaqueza estructural” digamos; si no, nadie
las consumiría), pero más aún: teniendo en cuenta que esa necesidad se ha manipulado
y mercadeado de un modo monstruoso haciendo de los narcóticos una mercadería
más, fundamentalmente en las poblaciones jóvenes, abordar el problema nos pone
ante un complejo campo socio-sanitario, ¡pero no policíaco-militar!
Que
se ha mercadeado, y se lo sigue haciendo de un modo cada vez más sutil apelando
a las más refinadas técnicas de promoción comercial, no caben dudas. Como
dijimos más arriba: lo que antes constituía una rareza cultural, hoy es ya casi
un producto de primera necesidad en muchos círculos. Incluso se ha ido
construyendo toda una cultura de aceptación de las drogas, a punto que para
pertenecer a diversos colectivos, hay que consumir. Ya no asustan, no espantan,
no están estigmatizadas. Esto difiere de grupo social, de país, de “nicho de
mercado”, dicho en términos mercadológicos. La marihuana es la droga ilegal más
popular (hasta un 5% de la población adulta mundial, UNOCD), puesto que grandes
masas (de jóvenes en lo fundamental) –ricos y pobres, varones y mujeres,
intelectuales críticos y banales consumistas, de izquierda o de derecha, etc.–
la consumen. Pasó a ser un baluarte, un símbolo: en cualquier sitio se puede
conseguir un vendedor, cosa que décadas atrás no sucedía.
Pero
pese a este consumo fabuloso, siempre en aumento, el sistema en su conjunto,
más allá de la declaración de “flagelo” con que se suele presentar el asunto,
hace un combate muy singular del problema. Si se tratara de un tema
socio-sanitario, ¿por qué, como dice el documento de las FARC, se castiga
básicamente al productor de la materia prima, al campesino que produce las plantas
de donde se extraen las sustancias base, o al consumidor final, al usuario
ocasional o al drogodependiente? (que, llegado a un punto, no es sino un
paciente en relación enfermiza con un tóxico, pero nunca un criminal). ¿Por qué
la “guerra contra las drogas” se hace sólo con armas letales y ejércitos
armados hasta los dientes y no, por ejemplo, con ejércitos de médicos,
psicólogos, trabajadores sociales, comunicadores? “Los principales beneficiarios
de la guerra contra las drogas son los presupuestos de las fuerzas armadas, la
policía y las cárceles así como de otros sectores relacionados al área de
tecnología e infraestructura”,
señalaba la UNOCD).
La
Comisión Global de Políticas sobre Drogas, integrada por los ex presidentes de
México, Ernesto Zedillo; de Brasil, Fernando Henrique Cardoso; de Colombia,
César Gaviria, y de Suiza, Ruth Dreifuss, así como por personalidades internacionales
tales como el ex Secretario de Estado de Estados Unidos George Shultz, el ex Jefe
de la Reserva Federal también de Estados Unidos, Paul Volcker y el ex
Secretario General de la Organización de Naciones Unidas, el ghanés Kofi Annan,
además de numerosos académicos y activistas sociales, evaluó en el 2011 que tal
como se venía llevando adelante, con ese espíritu militarista y
prohibicionista, “la guerra global a las
drogas ha fracasado, con consecuencias devastadoras para individuos y
sociedades alrededor del mundo. Cincuenta años después del inicio de la Convención
Única de Estupefacientes, y cuarenta años después que el Presidente Nixon
lanzara la guerra a las drogas del gobierno norteamericano, se necesitan
urgentes reformas fundamentales en las políticas de control de drogas
nacionales y mundiales. Los inmensos
recursos destinados a la criminalización y a medidas represivas orientadas a
los productores, traficantes y consumidores de drogas ilegales, han fracasado
en reducir eficazmente la oferta o el consumo. Las aparentes victorias en
eliminar una fuente o una organización de tráfico son negadas casi instantáneamente
por la emergencia de otras fuentes y traficantes. Los esfuerzos represivos
dirigidos a los consumidores impiden las medidas de salud pública para reducir
el VIH/SIDA, las muertes por sobredosis, y otras consecuencias perjudiciales
del uso de drogas. Los gastos gubernamentales en infructuosas estrategias de
reducción de la oferta y en encarcelamiento reemplazan a las inversiones más
costo-efectivas y basadas en la evidencia orientadas a la reducción de la
demanda y de los daños”. [Las] “políticas
de drogas deben basarse en los principios de derechos humanos y salud pública” [teniendo
como principal medida de éxito] “la
reducción de daños a la salud, a la seguridad y al bienestar de los individuos”
(Comisión Global de Políticas de Drogas -CGPD-, 2011).
Todo indica que si
efectivamente se quiere tomar el tema de las drogas, empezando por la
marihuana, como un verdadero problema de salud –y por cierto lo es, porque no
hay ninguna droga inocua, desde los esteroides hasta la terrible heroína–
llenar de policías y soldados la sociedad militarizando todo y criminalizando
al consumidor, no resuelve nada. Decíamos que no hacemos elogio de la
marihuana, ni de ninguna droga, porque no hay ninguna que no presente
consecuencias dañinas. De hecho, el cannabis no es tan inocente, si bien es
menos dañino que el tabaco de cigarro común; pero no deja de tener
consecuencias negativas, más aún que el LSD o el éxtasis. La cuestión
fundamental, más allá del grado de “peligrosidad” de la sustancia en juego, es
que todas las drogas deben ser abordadas como problema sanitario, psicosocial,
político-cultural. De ahí que pensar alternativas novedosas como la
descriminalización y su legación es un interesante camino a transitar.
Si
la narcoactividad crece de tal manera es porque hay grupos de interés (¡enormes
y poderosísimos grupos de interés!) que buscan que el negocio crezca… y que
siga en la ilegalidad. Legalizarlo podría hacer perder una buena tajada,
obviamente. En el Prólogo que hace el ex presidente brasileño
Fernando Henrique Cardoso al libro “Políticas sobre drogas en Portugal. Beneficios
de la Descriminalización del Consumo de Drogas”, de Artur Domosławski del año
2012, donde se analiza el fenómeno en ese país donde el consumo de cannabis
para usos recreativos fue legalizado, puede leerse que “Toda la
evidencia disponible demuestra, más allá de cualquier duda, que las medidas
punitivas por sí solas, sin importar su severidad, no logran la meta de reducir
el consumo de drogas. Peor aún, en muchos casos la prohibición y el castigo
tienen desastrosas consecuencias. La estigmatización de los consumidores de
drogas, el miedo a la represión policial y el riesgo a enfrentar procesos
penales, hacen mucho más difícil el acceso al tratamiento. […] Existe un amplio consenso mundial de que la
“guerra contra las drogas” ha fracasado, y que es momento de abrir un amplio
debate sobre alternativas viables y nuevas soluciones”.
Es
obvio entonces, por lo que vamos viendo, que legalizar el consumo de drogas puede
ser una vía mucho más sana que seguir reprimiendo, si es que se quieren buscar
alternativas reales a todo esto. Pero llevar adelante una medida así toca
fabulosos poderes –que no son sólo las mafias encargadas del trasiego de las
sustancias del punto de producción al consumidor final– por lo que el asunto es
claramente un tema político y social. ¿Por qué cuesta tanto promover estas
legalizaciones? Porque mantener en la ilegalidad es el negocio de esos grandes
poderes.
La
llamada “guerra contra las drogas”, tal como se lleva adelante en la
actualidad, no es sino una estrategia de grandes poderes, incluido Washington,
que sirve para 1) generar enormes ganancias a quienes lucran con cualquier
guerra y 2) una coartada perfecta para mantener bajo control a grandes
extensiones del planeta a partir del proyecto de dominación estratégico que
lidera la Casa Blanca, amparándose en esta “noble” tarea de combatir un flagelo.
La
guerra contra las drogas no busca en realidad terminar con el consumo, ni mucho
menos. Alimenta la industria bélica y posibilita actuar (al proyecto de
dominación estadounidense básicamente) allí donde tiene intereses estratégicos
(recursos naturales: petróleo, agua dulce, biodiversidad). Años de guerra
frontal contra las drogas no lograron terminar con la producción, el tráfico y
mucho menos el consumo de estupefacientes. Por el contrario –lo vemos con la
marihuana como ejemplo arquetípico– su consumo sigue aumentando.
Valen
aquí palabras de Noam Chomsky para graficar la situación: “El movimiento de los negros llegó a su límite en cuanto se convirtió
en un asunto de clase. La clase media de minorías raciales representaba cierta
amenaza para la hegemonía blanca. Por lo tanto, a finales de los años setenta
las autoridades empezaron a ‘reaccionar’ con la “reinstitución de la
criminalización de la población negra. El instrumento que se utilizó para recriminalizar a
la población negra fueron las drogas. […] La guerra contra las drogas es un fraude, un
fraude total. No tiene nada que ver con las drogas. […] En lo que ha sido exitosa la guerra contra las drogas es en
criminalizar a los pobres. Y los pobres en EE.UU. resultan ser en su mayoría
negros y latinos”.
Quizá, no sin cierta cuota
de resignación, hay que aceptar que las drogas cumplen un cometido en la
dinámica humana, al menos en el sujeto que somos hoy, falibles y atravesados
por conflictos. Igual que las religiones, “ayudan” a sobrevivir. Si a eso se le
suma que hay quienes aprovechan esa humana tendencia para desarrollar allí un
enorme negocio dadas las reglas de juego dominantes (sistema capitalista), el
campo de la narcoactividad no va a desaparecer nunca, sino que se refuerza. La
represión del consumo evidencia que no da mayores resultados, pues el mismo no
baja. Entonces pensar inteligentemente en quitarle el atractivo de la
transgresión, de “fruta prohibida” a las drogas, logrando su legalización –ya
lo es el alcohol, ¿por qué no hacerlo con la marihuana?– es tal vez la única
salida posible para evitar que esto siga aumentando.
El llamado no se hace desde
un moralismo simplista. Se hace desde una profunda convicción en que debe
construirse una sociedad donde lo más importante no sea el lucro personal sino
el interés colectivo.
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