Índice de la Tercera parte: El esclavo piensa con
la cabeza del amo: los medios masivos de comunicación / Medios de comunicación
alternativos: una guerra popular / ¿Hacia una revisión del socialismo? / ¿Cómo
darle forma a la utopía? El socialismo y el poder
El esclavo piensa con la cabeza del
amo: los medios masivos de comunicación
A
través de la historia se repite el mismo fenómeno: una pequeña minoría detenta
el poder, y las grandes mayorías quedan subsumidas. ¿Cómo es ello posible? Más
aún: ¿por qué en general esas mayorías, en vez de rebelarse hastiadas contra
sus opresores, más bien los admiran y hasta repiten su discurso? Los mecanismos
de sujeción son sutiles, pero poderosísimos. Eso ya es conocido, y no agregamos
nada nuevo repitiéndolo. Pero sí es novedosa la forma en que esa dominación –la
superestructura cultural, usando un término clásico del marxismo– se ha venido
implementando en el siglo XX y comienzos del presente. Los medios masivos de
comunicación, si bien ya existía la imprenta desde hace varios siglos, hicieron
su entrada triunfal hacia las primeras décadas del siglo pasado con el fenómeno
de las grandes sociedades masificadas donde todo se hace para grandes
contingentes de consumidores –también la información, la "industria"
cultural–. Si en algún momento se pudo pensar que podían ser un instrumento
para sacar de su oscura noche a las grandes masas explotadas, estos pocos años
transcurridos mostraron que, por el contrario, terminaron siendo un gran
negocio para los mismos poderosos de siempre, y una formidable arma de manejo
ideológico. Ahora la gran mayoría de la población mundial lee, puede acceder a
un periódico, a un libro, puede escuchar radio o ver televisión, pero no por
ello goza de mejores condiciones de vida. Los medios masivos de comunicación
han servido, con la sutileza del caso, para profundizar la dominación de clase.
El arquetipo de todas esas herramientas comunicacionales al servicio de la
dominación es, por lejos, la televisión.
La televisión es uno de los inventos que más ha influido
en la historia de la humanidad. Su importancia es tan grande
–desproporcionadamente grande, podríamos decir– dado que influye en los
cimientos mismos de la civilización: es la expresión máxima de los medios
masivos de comunicación, por tanto es parte medular de la cultura. Lo es, de
hecho, en forma cada vez más omnipresente, más avasallante. Sin temor a
equivocarnos podemos decir que el siglo XXI será el siglo de la cultura de la
imagen, de la pantalla, cultura que ya se entronizó en las años pasados y que,
tal como se ven las cosas, parece afianzarse cada vez con más fuerza sin
posibilidad de retroceso. El "¡no piense, mire la pantalla!" parece
haber llegado para quedarse.
"Cuando se escribe
un guión televisivo hay que pensar que el potencial consumidor es un niño de
seis años de edad". Así presentaba las cosas un prestigioso profesor de
semiología para demostrar cómo se hace televisión. Quizá era un poco crudo,
pero no estaba exagerando. "En la sociedad tecnotrónica el rumbo, al
parecer, lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos
incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades
magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más
eficientes para manipular las emociones y controlar la razón", se
expresaba sin mayores tapujos Zbigniew Brzezinski, asesor del ex presidente de
Estados Unidos James Carter e ideólogo de los reaccionarios documentos de Santa
Fe. En otros términos, el funcionario de Estado no decía nada muy distinto a lo
que nos enseñaba este docente de comunicación social: "manipular a la
gente tratándola de niñitos tontos", así de simple (o de monstruoso).
La
televisión es parte fundamental de lo que los estrategas de la gran potencia
imperialista –principal productora mundial de mensajes televisivos por cierto–
llaman "guerra de cuarta generación". Dicho de otra forma: guerra
psicológico-mediática, guerra a muerte para controlar poblaciones enteras, la
población planetaria, no con armas de destrucción masiva sino con medios más
sutiles, no sanguinarios, pero de más impacto final.
La
humanidad no es más tonta desde que ve televisión, sin dudas; pero es más
manejable, tremendamente más manejable, más manipulable. Y lo peor de todo, sin
que se dé cuenta de ello. No es infrecuente escuchar decir por parte de algún
productor audiovisual que "la población quiere basura, por eso le damos
basura". Verdad a medias, presentada tendenciosamente. No hay dudas que en
términos mayoritarios, la amplia población mundial consume mensajes
audiovisuales de bajísimo contenido, "basura" sin lugar a dudas. Pero
sería demasiado simplista –o demasiado injusto– quedarse con la idea que el
público es tonto por naturaleza, que busca la basura por placer. En todo caso,
la gente es obligada a consumir basura, y no teniendo otra oferta que esa,
termina por generarse una cultura del consumo de porquería mediática que se
cierra en sí mismo. Consumimos lo que nos dan. El núcleo del problema no está en
el consumidor sino el productor.
De
todos modos, si vemos los gustos generales de las poblaciones, podría sacarse
una primera conclusión –por cierto equivocada si se la analiza en detalle– que
nos presenta a la gran masa consumidora como "tonta", "frívola",
prefiriendo la estupidez simplista a la profundidad conceptual y estética. Pero
si "el mal gusto está de moda", como dijo agudamente Pablo
Milanés, hay que ver el problema en su conjunto: la televisión, quizá como el
símbolo por excelencia de las sociedades masificadas y consumistas a las que
dio lugar el capitalismo industrial, expresa de manera descarnada la lógica que
domina el mundo de la empresa privada. Las poblaciones planetarias son
manipuladas eficientemente según sofisticadas técnicas, como lo decía la brutal
declaración de Brzezinski, consiguiendo así los factores de poder lo que se
trazan como proyecto. Y está claro que el proyecto en juego es mantener a la
gran masa como pasiva y tonta consumidora. Los mensajes para niños de seis
años, efectistas y sensibleros, son el instrumento que se inventó al respecto.
Ningún medio se mostró más idóneo para difundirlo que la televisión. Nunca en
nuestra historia como especie se había logrado un mecanismo de dominación
cultural tan impactante.
Recordemos
lo dicho por el nazi Joseph Goebbels, padre de la manipulación mediática
moderna: "¿A quién debe dirigirse la propaganda: a los intelectuales o
a la masa menos instruida? ¡Debe dirigirse siempre y únicamente a la masa! (...)
Toda propaganda debe ser popular y situar su nivel en el límite de las
facultades de asimilación del más corto de alcances de entre aquellos a quienes
se dirige. [¿niño de seis años?] (…) La facultad de asimilación de la
masa es muy restringida, su entendimiento limitado; por el contrario, su falta
de memoria es muy grande. Por lo tanto, toda propaganda eficaz debe limitarse a
algunos puntos fuertes poco numerosos, e imponerlos a fuerza de fórmulas
repetidas por tanto tiempo como sea necesario, para que el último de los
oyentes sea también capaz de captar la idea".
No
hay ninguna duda que la inmediatez y unidireccionalidad de los mensajes
audiovisuales, de los que la televisión es el principal exponente, más que el
cine, la foto, el internet o los videojuegos, generó una cultura de la imagen
que hoy pareciera muy difícil, si no imposible, de revertir. Lo cual nos abre
el interrogante: ¿la televisión sólo es una máquina de fabricar estupidez (y
por tanto un público estúpido que la consume) o puede servir para otra cosa?
¿Podrá superarse esa cultura superficial, ese "mal gusto" que está
tan de moda en todas partes del mundo? Y más aún: una cultura de la imagen, de
la pasividad ante la invasión de ese tipo de mensajes que nos condena a "mirar
y no pensar", ¿podrá servir a una propuesta alternativa, a un cambio
revolucionario?
No
es ninguna novedad que en estas pocas décadas en que se viene desarrollando, la
televisión ya tomó una forma que pareciera bastante definitiva. Y es la forma
de la estupidez más ramplona, más superficial. Si bien es cierto que en el
momento de su aparición generó grandes expectativas por las posibilidades que
parecía abrir como medio de información y educación universal, las mismas se
vieron rápidamente frustradas, volcándose la casi totalidad del esfuerzo que la
impulsó al entretenimiento pasajero.
El
esparcimiento es algo necesario, imperiosamente necesario en la dinámica
humana. No hay civilización humana que no lo tenga. Espectáculos de circo,
deportes, actividades recreativas –por mencionar algunas formas– no faltan en
ninguna cultura. Pero la cultura de la imagen a que dio lugar el surgimiento de
la televisión trajo con sí una entronización de la superficialidad grosera para
terminar convirtiéndose rápidamente en una verdadera máquina de hacer
estúpidos. Estúpidos a la medida que los factores de poder desean, claro está.
Las posibilidades de generar un ámbito educativo e informativo de nivel
quedaron muy rezagadas en relación al pasatiempo barato. Hoy, con varias
décadas de historia acumuladas, la televisión está inclinada básicamente a
seguir siendo ese distractor simplista, habiendo desechado casi por completo
sus otras posibilidades.
Si
informa, lo hace de manera tendenciosa, parcial –como, en general, lo es buena
parte del periodismo–, pero con el agregado que su misma esencia de audiovisual
le confiere una autoridad y preeminencia que no alcanzan a tener otros medios.
La realidad virtual de la televisión es, sin más, la realidad misma. Las
noticias de la televisión pasaron a ser "la" realidad misma.
Y
los programas educativos-culturales, infinitamente más escasos que la estupidez
banal del entretenimiento vacío, en términos generales no terminan de tomar
distancia de una visión elitesca y acartonada que equipara cultura con museo,
saco y corbata y voz melosa y monocorde, tornándose muchas veces bellos
productos…soporíferos.
En
la dinámica humana la conducta reiteradamente repetida termina creando hábito ("algunos
puntos fuertes poco numerosos se imponen a fuerza de fórmulas repetidas"
enseñaba el ministro de Propaganda del Tercer Reich. Y no se equivocaba). La
cultura de la imagen que hace años viene repitiéndose con fuerza creciente ya
creó un hábito en todas las capas sociales en estas últimas generaciones, y hoy
por hoy pareciera imposible desarmarla. Pero en esa cultura anida un límite
intrínseco, quizá imposible de ser franqueado: no importa el tipo de programa
televisivo que se presente, siempre el mirar la pantalla no permite una actitud
crítica como sí posibilita, por ejemplo, la lectura. De todos modos, esa
cultura de la imagen no parece que vaya a desaparecer con facilidad; y ello,
por varios motivos.
En
el marco del capitalismo, porque es un fácil expediente para generar enormes
ganancias y herramienta idónea para seguir incentivando el hiper consumo que el
sistema necesita. El negocio de la televisión mueve fortunas, y ninguna de las
corporaciones que lo manejan está dispuesta a perderlo. Por otro lado, la
televisión se ha revelado como un arma de dominación terriblemente eficaz
(guerra de cuarta generación, más "letal" que las peores armas de
fuego), y los factores de poder no dejarán de usarla sino que, por el
contrario, apelan cada vez más a ella. Es un instrumento de sujeción mucho más
efectivo que la espada de la antigüedad o las bombas inteligentes actuales. Por
ambos motivos entonces: fabuloso negocio y mecanismo de control social, la
televisión es parte medular del capitalismo desarrollado.
Pero
además se suma otro factor: la cultura de la imagen fascina, atrapa, seduce. Y
más allá de las mejores intenciones por generar una televisión de gran calidad
estética, educativa, superadora de la feria de vanidades con que en general se
identifica la versión comercial que ha inundado el mundo, es muy difícil producir
propuestas alternativas con real impacto. O dicho de otro modo: vemos que el "rating"
sigue inclinándose por el lado de la estupidez. ¿Será entonces que es cierto
aquello de que el público quiere basura? ¿Podríamos quedarnos con la respuesta
sencilla que señala al público consumidor como tonto, con mal gusto, banal? ¿O
es más compleja la situación?
Sin
dudas, es mucho más compleja. En todo caso el público no es tonto sino que lo
han vuelto tonto. Pero (y esto es importante no olvidarlo) la cultura de la
imagen repetida hasta el hartazgo tal como sucede con la actual oferta
televisiva, la civilización montada sobre esta realidad virtual que ofrecen las
cajas de sueños que son estos aparatos hipnotizadores llamadores televisores,
tiene muchos límites; concretamente dicho: el mismo medio torna muy difícil
generar 24 horas diarias durante 365 días al año de programación excelente. Es
mucho más fácil apelar al entretenimiento barato que a la reflexión para llenar
la programación. Y cuando se quiere generar una alternativa, encontramos que es
más fácil caer en el panfleto, en la consigna, en el mensaje ideologizado que
en una nueva televisión de alto valor estético y conceptual.
Es
decir –esto es una hipótesis a discutir– que la misma naturaleza del mensaje
audiovisual (¡que es muy distinto a, por ejemplo, la lectura!) tiene límites
muy cercanos. ¿Es posible construir una nueva cultura, un "hombre nuevo",
una nueva ética, una nueva forma de ver el mundo, apelando sólo a la imagen
virtual? ¿No libera ello del pensamiento crítico? ¿No impide la imagen, aunque
no lo quiera explícitamente, la posibilidad de la reflexión profunda?
Por
supuesto que necesitamos divertirnos, necesitamos esparcimiento, distracción;
un tercio de la vida disponemos para ello, según alguna división del
sanitarismo (otro tercio para dormir y otro tercio para producir). Pero la
cultura televisiva que se ha generado hasta ahora sólo ha servido para llevar
el campo del entretenimiento a la peor creación conocida. Los graffiti de los baños
públicos son mucho más ingeniosos y agudos que muchos (¿casi todos?) los
programas que nos inundan por televisión. ¿Será que diversión es sinónimo de
mal gusto, de chabacanería, de burla barata? Si nos quedamos con eso, por
supuesto que podemos sacar la rápida conclusión que el público televidente es
tonto. Pero no es el público el que produce esos programas, no olvidarlo. Los
graffiti populares son una clara expresión de cultura popular, y
definitivamente no son tontos. Son mucho más agudos que tantos programas, sin
dudas. La gente no es tonta per se. Afirmar eso no es sino despreciativo de la
especie humana en su conjunto.
¿Cómo
hacer una televisión distinta entonces? ¿Es posible?
Sí,
pero sólo bajo ciertas circunstancias. Por supuesto que hoy también existen
programas de gran nivel, verdaderamente educativos, que fomentan el pensamiento
crítico y el buen gusto. Son islas, claro está, pero existen. Y ello evidencia
algo: una programación masiva durante todo el día todos los días del año hace
muy difícil contar con programas de calidad en su totalidad. Ello es así no
porque el público sea tonto, sino porque es técnicamente difícil disponer de 24
horas diarias para dedicarse a la reflexión, al goce estético. El pasatiempo
también es necesario. La cuestión es buscar un equilibrio entre ambas cosas,
entre reflexión y diversión. Y la televisión, dado que es comercio y arma de
dominación ideológica, por tanto siempre en manos de las fuerzas conservadoras,
es mucho más probable que ofrezca banalidades a que sea autocrítica. Como nos
han tornado muy estúpidos, es más fácil "vender estupideces",
incitarnos al consumo, habituarnos a no pensar que fomentar ese nuevo espíritu
incisivo.
Las
propuestas alternativas para una nueva televisión, los proyectos que han
surgido en el campo de la izquierda, del progresismo, las iniciativas que
tratan de no ser sólo un medio comercial, en muy buena medida han pecado de
otro defecto: panfletarismo, adoctrinamiento ideológico. Eso es la contracara de
la estulticia superficial de la televisión comercial. ¿No es también un ejemplo
de la fascinante e hipnótica cultura de la imagen una cámara fija que muestra
un discurso político sin ningún corte durante media hora? ¿Es eso bello en
términos estéticos? ¿Sirve eso para fomentar el pensamiento crítico?
¿Entretiene? ¿No logra eso, muchas veces, que la gente, ya acostumbrada a la a "basura
mediática", busque la telenovela o el reality show?
Todo
esto abre la pregunta en torno a para dónde ir con la televisión en una nueva
sociedad que buscamos construir como alternativa al capitalismo. ¿Se puede
hacer una nueva y mejor televisión con más televisión? Quizá –también esto es
una tímida hipótesis– la mejor manera, o al menos una manera, de fomentar una
nueva cultura es no apostar por más televisión. ¿No nos estamos condenando a
una civilización de la imagen, del inmediatismo, del "mirar embobados la
pantalla y no pensar"? La cultura de la imagen, ¿no nos lleva
inexorablemente a ídolos con pies de barro?
Si
los medios de comunicación masivos parecieran ya no poder desaparecer de la
cultura que nos trajo el siglo XX, debemos apuntar a construirlos como
alternativas viables para no seguir repitiendo la manipulación de las grandes
masas. Definitivamente ahí tiene la izquierda un gran desafío abierto.
Medios de comunicación alternativos:
una guerra popular
En
el Informe "Un solo mundo, voces múltiples. Comunicación e información en
nuestro tiempo", más conocido como Informe MacBride, presentado en la
Conferencia General de la UNESCO en Belgrado, 1980, se alertaba ya en aquel
entonces que "la industria de la comunicación está dominada por un
número relativamente pequeño de empresas que engloban todos los aspectos de la
producción y la distribución, las cuales están situadas en los principales
países desarrollados y cuyas actividades son transnacionales". Se
decía asimismo que "con harta frecuencia se trata a los lectores,
oyentes y los espectadores como si fueran receptores pasivos de información.
Los responsables de los medios de comunicación social deberían incitar a su
público a desempeñar un papel más activo en la comunicación, al concederle un
lugar más importante en sus periódicos o en sus programas de radiodifusión con
objeto de que los miembros de la sociedad y los grupos sociales organizados
puedan expresar su opinión". En otros términos, más de 25 años atrás
se denunciaba una tendencia ya evidente en aquel entonces, y que con el curso
del tiempo fue agigantándose: la monopolización comunicativa unilateral, al par
que se establecían las líneas para superarla: "darle voz a los que no
tienen voz".
En
la actualidad los medios de comunicación se han vuelto una institución
referente y constructora de la realidad humana, con toda la implicancia social,
política y cultural que este fenómeno tiene. Quieran o no, los medios de
comunicación cumplen un papel social educativo y formador de las sociedades.
Hoy – tendencia siempre en ascenso– los medios se constituyen como los
articuladores y creadores de los temas de interés nacional, al mismo tiempo que
son los difusores de los conceptos y valores que perciben pasivamente los
grandes colectivos.
Tal
como lo puntualizaba el Informe MacBride, los medios de comunicación han
transitado por la lógica de grandes empresas, que responde no a la búsqueda de
la verdad objetiva, la imparcialidad y el desarrollo general de las comunidades
sino a las reglas comerciales imperantes en el mercado; es decir: a la
incidencia en la sociedad en términos de cantidad de consumidores y la venta en
el mercado, la utilidad comercial que se percibe a través de la publicidad y la
venta directa de servicios. Dicho sea de paso, la llamada industria cultural
(periódicos, libros, radio, cine, televisión, discos, videojuegos, internet)
facturó en el 2005 cerca de 450.000 millones de dólares. En esta lógica
extremadamente comercial los medios de comunicación han empujado las funciones
informativas, educativas y de análisis de la vida y sus relaciones a responder
también a esta perspectiva comercial de hiper mercantilización en favor de una
representación de la realidad social cada vez más emocionante, excitante y
sorprendente. En otras palabras: "espectáculo vendible".
Los
usuarios de todo este arsenal técnico somos acostumbrados a ver el mundo sin
actuar sobre él. Al separar la información de la ejecución, al contemplar un
mundo mosaico en el que no se perciben las relaciones entre las cosas y se
presenta todo previamente digerido, se crea entonces un estado de aturdimiento,
indefensión y modorra en el que crece con facilidad la parálisis social. El
"espectáculo" de la vida va reemplazando así a la vida misma. Pero
como dijo Gabriel García Márquez: "La invención pura y simple, a lo
Walt Disney, sin ningún asidero en la realidad, es lo más detestable que pueda
haber".
Dado
el grado de impacto social que alcanzan, los medios de comunicación, por el
contrario, podrían jugar un papel de importancia decisiva en la transformación
para una vida mejor. Pero la lógica del lucro no lo permite; las grandes compañías
mediáticas terminan siendo, en todo caso, enemigas a muerte de cualquier
intento de cambio; son, en otros términos, no sólo aliados del poder sino parte
fundamental misma de la estructura del poder, con tanta o mayor preponderancia
en el mantenimiento de las sociedades que las armas más sofisticadas. La guerra
principal es hoy la guerra mediática.
Surge
ahí, entonces, la necesidad de otro tipo de medios comunicativos: son los
llamados medios alternativos. Es decir: medios de comunicación no centrados en
la dinámica empresarial, no centrados en el espectáculo de la vida sino en la
vida concreta, en la lucha de la vida. La única manera de lograr esto es
permitir, como lo manifestara el Informe MacBride, que "los miembros de
la sociedad y los grupos sociales organizados puedan expresar su opinión".
O sea: reemplazar el espectáculo, la representación de los hechos por la
palabra de los actores mismos de los hechos. Eso son los medios alternativos de
comunicación: instrumentos que sirven para darle voz a los sin voz.
En
una demostración de modestia, el desaparecido periodista argentino Rodolfo
Walsh decía para referirse a los comunicadores: "Nuestro rango en las
filas del pueblo es el de las mujeres embarazadas, o los viejos. Simples
auxiliares, acompañantes". Tal vez había ahí un exceso de modestia;
los medios de comunicación que se pretenden alternativos son más que
acompañantes: están llamados a ser parte importantísima de la lucha por otro
mundo.
Medios
de comunicación alternativos hay muchísimos, con una amplísima variedad en
formatos, estilos, recursos y grados de incidencia. ¿Qué elemento común tienen
una radio comunitaria que transmite en lengua suahili para algunas aldeas de
Tanzania y una página electrónica como, por ejemplo, "Rebelión",
donde escriben los más conspicuos intelectuales de la izquierda mundial? ¿Qué
une a un periódico comunitario de una barriada pobre de Mumbay, en la India,
con un canal televisivo como Catia TVe, de Caracas, cuya consigna es "no
mire televisión: ¡hágala!"? El trabajar por una transformación social
desde un espíritu solidario y no estar movidos por el afán de lucro
empresarial, el hacer jugar a la población no el papel de consumidor pasivo
sino el de sujeto activo en el proceso de comunicación.
Esta
enorme gama de medios que se reconocen como alternativos tiene como objetivo
primordial ser un instrumento popular, una herramienta en manos de los pueblos
para servir a sus intereses. Por cierto ello permite una gran versatilidad en
la forma en que se implementan las acciones, pero el común denominador es
constituirse en un campo alternativo en contra del discurso hegemónico de la
industria capitalista de la comunicación y la cultura. Ante la
institucionalización de la mentira de clase, ante la manipulación de los hechos
y la presentación de la realidad como el colorido espectáculo vendible al que
nos someten las agencias capitalistas generadoras de un tipo de
información/cultura, surgen estos medios jugando el vital papel de contraoferta
cultural.
Constituirse
en la instancia que da voz a los que no la tienen, ser la caja de resonancia de
colectivos populares, de organizaciones de base y movimientos sociales
organizados –asociaciones obreras o campesinas, sindicatos, comunidades
barriales, expresiones culturales alternativas, etc.– es, en todo caso, un
acompañamiento de vital importancia. En realidad no son sólo acompañamiento
solidario sino expresión de un genuino poder popular.
Por
su misma naturaleza de extra oficiales, de vivir en el sistema pero en
confrontación con él, todos los medios de comunicación alternativos padecen
similares problemas: desde el ataque a la seguridad más elemental cuando
arrecia la marea represiva hasta la crónica falta de recursos para funcionar en
lo cotidiano. Ser "alternativo", en definitiva, impone esa situación:
quien critica al statu quo y propone otras vías se enfrenta a los poderes
fácticos. Ser alternativo –en todo, y en el ámbito comunicativo más
evidentemente aún– lleva a estar en guerra continua.
Si
la lucha de clases, la lucha por un mundo más justo y solidario, por constituir
una aldea global basada en el beneficio democrático de las mayorías y no sólo
en el de las élites, si todas estas luchas implican un combate perpetuo, el
campo de las comunicaciones, dada la importancia creciente que las mismas
tienen en las sociedades modernas, pasa a ser un especialísimo ámbito de estas
nuevas guerras.
Los
medios alternativos, populares e independientes viven en una virtual guerra,
siempre al filo; y no puede ser de otra manera. Su papel en los procesos de
cambio, de transformación profunda, es cada vez más importante. Entre otros
tantos ejemplos que lo demuestran puede mencionarse, sólo por citar algún caso,
el de la Revolución Bolivariana en Venezuela: fueron ellos, en contra de las
poderosas cadenas comerciales, los que permitieron la gran movilización popular
que impidió el golpe de Estado en abril del 2002. Sin ellos la derecha hubiera
logrado su plan contrarrevolucionario. Esto demuestra que tienen en sus manos
una muy importante cuota de poder.
Los
medios de comunicación alternativos son un principalísimo embrión de poder
popular, y más allá de posibles falencias técnicas y pobreza crónica de
recursos –quizá irremediables, dado su misma condición de no-integrados, de
"marginales" en el buen sentido de la palabra– son una de las más
efectivas armas de la democracia de base, de la democracia revolucionaria.
Y
si algo tan novedoso como un medio técnico de comunicación puede erigirse en
una nueva arma en la lucha por un mundo de mayor justicia, eso ya nos habla de
la necesidad de revisar muchos elementos de nuestra carga conceptual cuando nos
referimos al socialismo. Hoy, entrado el siglo XXI, no podríamos decir que el
mismo esté en crisis. Pero sí, sin dudas, vemos que es necesario detenerse a
pensar qué fue lo que ocurrió el pasado siglo con las primeras experiencias que
se proclamaron socialistas. El hecho que un medio alternativo pueda ser un
instrumento quizá más efectivo para cambiar las relaciones de poder que una
huelga, o eventualmente que un movimiento armado, nos alerta ya de la necesidad
de esa reformulación, de esa relectura crítica.
¿Hacia una revisión del socialismo?
"El socialismo clásico
fue prepotente y arrogante. Siempre nos enviaba a ver tal página para encontrar
verdades y soluciones. Nos dieron catecismos. Y eso es un grave error."
Rafael Correa
"¿Puede sostenerse,
hoy por hoy, la existencia de una clase obrera en ascenso, sobre la que caería
la hermosa tarea de hacer parir una nueva sociedad? ¿No alcanzan los datos
económicos para comprender que esta clase obrera –en el sentido marxista del
término– tiende a desaparecer, para ceder su sitio a otro sector social? ¿No
será ese innumerable conjunto de marginados y desempleados cada vez más lejos
del circuito económico, hundiéndose cada día más en la miseria, el llamado a
convertirse en la nueva clase revolucionaria?
Fidel Castro
En
pos de aportar algo a favor de la mejora del mundo en que vivimos, debe
estudiarse detenidamente lo ocurrido en las experiencias de socialización
desarrolladas en el pasado siglo; experiencias que tenían justamente, como
objetivo final, promover un mejoramiento en la calidad de vida de las poblaciones
a quienes estaban dirigidas; preámbulo, a su vez, de un proceso transformador
pretendidamente universal.
Hablar
de "revisión" puede resultar ostentoso. El presente escrito no tiene
más finalidad que ésta: invitar a iniciar un debate en torno al humanismo con
el que, hasta ahora, se han intentado modificar las estructuras sociales.
Podríamos decir: ¿hacia un nuevo humanismo? Un humanismo que no desconozca la
naturaleza humana; un humanismo que apunte a replantear las relaciones para con
la propiedad al mismo tiempo que los límites y flaquezas insalvables que nos
constituyen. O si queremos decirlo en otros términos: abrir un debate en torno
al poder como eje de lo humano.
El
surgimiento de la industria moderna trajo un sinnúmero de modificaciones en la
historia. Una de ellas, si se quiere colateral por la forma en que nace, pero
no por ello menos importante, es el ascenso de la organización sindical y las
ideas de colectivización que desembocan, para mediados del siglo XIX, en el
nacimiento del socialismo científico de la mano de Carlos Marx.
Quizá
como nunca había mostrado antes en la historia un sistema de pensamiento, las
razones lógicas que lo sustentan se muestran incontestables. La andanada
interminable de críticas que recibe, revela y ratifica a fuego aquella agudeza atribuida
a Miguel de Cervantes (pero inhallable en el Quijote) de "ladran
Sancho, señal que cabalgamos".
El
"fantasma" que recorría Europa hacia mitad de los 800 (el fantasma
del comunismo) crece, gana adeptos, se constituye en fuerza política. Y ya
entrado el siglo XX obtiene su mayoría de edad. La Rusia bolchevique marca el
rumbo; luego se van sumando, lenta pero ininterrumpidamente, cantidad de
países. La lista es larga; para la década del 80 una cuarta parte de la
población mundial vive en naciones con sistemas socialistas. Hay enormes
diferencias entre muchas de ellas, pero un común denominador para todas es que,
en ningún caso, las revoluciones tienen lugar en los países más desarrollados
industrialmente –tal como había pretendido la concepción original– sino, por el
contrario, en las sociedades rurales más "atrasadas", más cercanas
inclusive a los sistemas feudales.
Pasadas
varias décadas de desarrollo, el socialismo real entra en crisis. Hacer un
balance acabado de cada una de estas experiencias sería un trabajo monumental,
que dista muchísimo de las pretensiones aquí presentes. Lo que queda claro es
que, por distintas razones, todas evidencian problemas que se suponía debían
ser superados definitivamente: dieron marcha atrás en las confiscaciones, no
lograron dignificar y liberar como se esperaba a todos y cada uno de sus
habitantes en la misma medida. La corrupción, la malversación de fondos
públicos, la burocracia, la ineficiencia estructural y el abuso de poder por
parte de sus funcionarios, la militarización de la vida cotidiana, han marcado
hondamente las distintas experiencias del socialismo real. Todos los habitantes
eran iguales en su estructura social, pero hubo algunos más "iguales"
que otros. Apúntese de paso que poco hicieron por terminar con el machismo o el
desastre ecológico, más allá de declaraciones formales. Es importante señalar
todo esto con un profundo espíritu crítico: estas características ya son por
demás conocidas en el mundo de la libre empresa; la cuestión es ver por qué y
cómo se mantuvieron en lo que se esperaba fuera una superación de problemas
ancestrales. Hasta donde se puede comprobar estas "lacras" no
desaparecieron en el socialismo.
No
hay ninguna duda que en todos los casos estas experiencias de construcción de
un nuevo modelo se vieron sometidas a la agresión del poder capitalista, más o
menos abiertamente. Tuvieron que soportar guerras, presiones de las más
diversas, competir en un plano de desigualdad con sus oponentes
"occidentales". Pero también hay razones intrínsecas que impidieron
el crecimiento, material y espiritual, tal como se había contemplado. La
redención de la Humanidad debió seguir esperando.
De
más está decir que la "contraparte" del socialismo no ha podido
resolver los problemas de atraso, explotación y olvido en que ha permanecido –y
todo indica que seguirá permaneciendo, al menos por ahora, y quizá ahondando
esa situación– una gran parte de la población mundial. Sólo para graficarlo
rápidamente: en el mundo actual, según datos de Naciones Unidas, 1.300 millones
de personas viven con menos de un dólar diario (950 en Asia, 220 en África, y
110 en América Latina y el Caribe); hay 1.000 millones de analfabetos; 1.200
millones viven sin agua potable. El hambre sigue siendo la principal causa de
muerte. En la sociedad de la información, la mitad de la población mundial está
a no menos de una hora de marcha del teléfono más cercano. Hay alrededor de 200
millones de desempleados y ocho de cada diez trabajadores no gozan de
protección adecuada y suficiente. Lacras como la esclavitud (¡esclavitud!, en
pleno siglo XXI), la explotación infantil o el turismo sexual continúan siendo
algo frecuente. El derecho sindical ha pasado a ser rémora del pasado. La
situación de las mujeres trabajadoras es peor aún: además de todas las
explotaciones mencionadas sufren más aún por su condición de género, siempre
expuestas al acoso sexual, con más carga laboral (jornadas fuera y dentro de
sus casas), eternamente desvalorizadas. Según esos datos, también se revela que
el patrimonio de las
358 personas cuyos activos sobrepasan los 1.000 millones de
dólares –que pueden caber en un Boeing 747– supera el ingreso anual combinado de
países en los que vive el 45% de la población mundial. El capitalismo no quiere
ni puede superar todo esto (y es obvio que no tiene la más mínima voluntad
siquiera de planteárselo).
Ahora
bien, ¿qué pasó con el socialismo real? Dejemos de lado, aunque sin minimizarlo
obviamente, el ataque capitalista. Explicar todos los fenómenos en función de
una sola causa: la agresión externa, el bloqueo, la maldad del enemigo en
definitiva, libera de la autocrítica. Tal vez se trata, combinándola con los
anteriores motivos, de emprender una revisión profunda –y honesta– de temas
eludidos en la cosmovisión marxista: la relación del sujeto con el poder.
Quizá
no hay nada más genuinamente humano que la lucha por el poder. Proceso que es
propio de la especie humana, pues los mecanismos animales asimilables
(delimitación de territorios, pelea entre los machos por las hembras) se
explican enteramente por dispositivos biológicos. Forzosamente el poder se liga
con la fuerza, la diferencia, la violencia. Esto es constitutivo del fenómeno
humano y no una "desviación". Stalin, Ceaucescu, Pol Pot, eran
marxistas. ¿Lo que ellos hicieron habrá sido lo que pergeñó un humanista de la
profundidad de Marx? Seguramente no. Pero no hay duda que estas teratologías se
nutren en su texto. ¿Puede justificarse que el asesinato de Trotsky era
"políticamente necesario"? Si se lo admite, ¿de qué "hombre
nuevo" estamos hablando?
Que
la violencia esté entre nosotros no significa que ese sea nuestro sino final.
La cuestión es: una vez sabido esto, ¿cómo lo procesamos? ¿O nos quedamos
justificando la "teoría" del garrote? De alguna manera puede decirse
que en el marxismo clásico, aquel que sirvió de aliento para plantearse un
"hombre nuevo" y una sociedad superadora de las injusticias sociales,
se partió de la idea original de un homo bonus.
"¡El
día que el triunfo alcancemos / ni esclavos ni siervos habrá. / La Tierra será
un paraíso / la Patria de la Humanidad!" El colapso de la Unión
Soviética, y consecuentemente la crisis de todos los países que, de una u otra
manera tenían en ella un referente –impuesto o no–, muestra que todavía se está
muy lejos de edificar ese paraíso preconizado en la Marcha Internacional de los
Trabajadores. Y la masacre de Tiananmen en Pekín nos alerta respecto a que la
tolerancia de las diferencias es aún una meta muy lejana. Que el crecimiento
económico-militar de China (¿se le podrá decir socialista actualmente?) la
coloque quizá en la perspectiva de ser un coloso con gran poder de decisión
mundial en los años venideros no quita la necesidad de esta reformulación sobre
el "hombre nuevo". ¿Se puede construir una nueva sociedad con los
viejos modelos? ¿Puede construirse socialismo con los esquemas del
individualismo competitivo?
Tal
vez sea necesario replantear la noción de ser humano de la que hemos estado
hablando desde el surgimiento del mundo moderno; quizá por ese derrotero (el ego
cartesiano cerrado) no hay más camino que desembocar en un hombre
"viable" y uno "excedente". Hoy día los ideólogos de la
libre empresa omnipotente han hecho de esta diferencia una cuestión de fe.
Oponer a esto un reino de la solidaridad natural no ha demostrado ser muy
fructífero, pues cuando ella falló se la impuso por decreto; y nadie es
"buena persona" porque el Comité Central de un partido lo decida.
(Como nadie es ateo o solidario por imposición).
Es
curioso (¿triste se podría agregar?) ver que en las repúblicas de la extinta
Unión Soviética la gente persiste en las intolerancias que, era de esperarse,
estarían superadas tras siete décadas de socialismo, de nuevas relaciones sociales,
de justicia y solidaridad. Las guerras religiosas e interétnicas en buena parte
de Europa Central y Oriental, otrora socialista, marcaron el paso de la
restauración capitalista (no muy distintamente a como sucedía en la Edad
Media). El Muro de Berlín –con toda la imparcialidad del caso hay que admitirlo–
fue derribado por los propios alemanes del Este, los mismos que hoy promueven
grupos neonazis furiosamente xenofóbicos, no muy distintamente al racista Ku Klux
Klan en el Sur de Estados Unidos.
¿Era
entonces una mera quimera inalcanzable la Patria de la Humanidad levantada
apenas hace unos años por el socialismo? Quizá no; quizá, y esto cambia
radicalmente todo el panorama, se partió de premisas equivocadas en cuanto a
las posibilidades reales del cambio aspirado, por lo que el resultado obtenido
resultó ese producto tan especial que conocimos. No está de más recordar que
"el camino del infierno está plagado de buenas intenciones".
La
obra de Marx, vasta, profunda, universal –como lo era toda la filosofía clásica
alemana de la que él fue uno de sus más connotados discípulos– presenta varios
niveles de análisis: filosófica, económica, política. Transcurrido más de un
siglo desde su muerte muchas de sus revelaciones en el campo económico-social
continúan siendo verdades inobjetables. Verdades, por otro lado, que ya habían
sido entrevistas y tibiamente formuladas –por supuesto no con ánimo
revolucionario– por los clásicos de la economía política inglesa (Adam Smith,
David Ricardo), quienes en forma paradójica son los referentes obligados del
actual neoliberalismo, paradigmáticamente opuesto al marxismo.
Como
se ha dicho en más de una ocasión: Marx, sin con esto desmerecer la
originalidad de su creación, sintetizó los descubrimientos de la economía liberal
inglesa (teoría del valor, plusvalía, leyes generales del capital), la
filosofía idealista alemana (dialéctica hegeliana, filosofía de la Historia) y
la formulación política francesa surgida de la primera experiencia de
autogestión popular conocida: la Comuna de París de 1871. El resultado de todo
esto fue lo que recogieron los movimientos populares de fines del siglo XIX
(sindicatos industriales), y los más diversos grupos del siglo XX: desde
partidos urbanos a guerrillas rurales, pasando por una amplia y variada gama de
expresiones contestatarias del capitalismo.
De
las tres fuentes inspiradoras, seguramente la práctica política fue la más
débil, la menos desarrollada. De hecho fue una experiencia muy fugaz, inédita.
De la nada, prácticamente, se improvisó una respuesta que iba en contra de una
tradición milenaria: organizar la autogestión de una comunidad. El desafío fue
enorme. El logro obtenido: muy grande en algún sentido (la Comuna fue exitosa
por un período), pero débil en cuanto a su impacto a largo plazo. Hoy día la
autogestión sigue siendo un reto, y después de las experiencias vividas de
socialismo real todo indica que sigue habiendo ahí un interrogante abierto. Las
experiencias de Cuba o la actual Revolución Bolivariana en Venezuela pueden dar
interesantes luces al respecto.
La
pregunta respecto a cómo organizar nuevas relaciones sociales –más justas, más
equitativas– en el momento mismo de tener que implementarlas en tanto proyecto
político, permanece poco debatida. Marx tomó la experiencia que tenía a la mano
para dar respuesta a ello; y que era, por otro lado, la única respuesta
posible, dado que no había, en el contexto académico-intelectual donde se
moldearon sus ideas en el siglo XIX, otro referente. Luego, de la Comuna de
París a la dictadura del proletariado en tanto concepto, sólo había que dar un
paso. Y lo dio.
A
la luz de lo experimentado el siglo XX el tema de la autogestión popular, más
que la crítica económica, más que el pensamiento de denuncia social, se
evidencia inconsistente. Muchas de las experiencias autogestionarias habidas,
válidas, de fuerte impacto, no fueron marxistas, no tenían en su horizonte la
dictadura del proletariado como momento a transitar en pos de una etapa
superior de abolición de toda forma de desigualdad. Y en las experiencias de
construcción del socialismo la autogestión, más allá de declaraciones formales
de los aparatos políticos en el poder, han dejado importantes vacíos. De hecho
la democracia real, de base, participativa, es una experiencia bastante poco
desarrollada. Una vez más: Cuba y Venezuela la intentan, y ese es el modelo al
que debemos prestar atención.
Las
experiencias de gobierno local, de grupos de autogestión (muy diversas por
cierto: vecinos organizados para defender sus intereses barriales, cooperativas
de productores, o de consumidores, usuarios de redes informáticas, movimientos
de desocupados, etc.) son intentos muy válidos de dotar de poder a grupos
pequeños. En la práctica funcionan, satisfacen necesidades. Sirven,
verdaderamente, como alternativas a los proyectos políticos generales en el
marco de los países capitalistas. El problema se presenta cuando la organización
de toda una comunidad –hablando ya de países en sentido moderno: Estado-nación
con millones de habitantes, aquellos sobre los cuales la idea de la revolución
socialista ha visto siempre su objetivo– intenta concebirse desde estos
parámetros superadores de toda la historia conocida. Valga decir que desde el
marxismo clásico siempre se concibió la idea de revolución en términos de
abolición del Estado capitalista, y en las sociedades del hoy llamado Tercer
Mundo (en algunos casos con una pesada herencia precapitalista) era de
esperarse un tránsito hacia la industrialización que desembocara,
posteriormente, en el paso al socialismo como necesidad histórica. La idea de
construcción de nuevas relaciones políticas entre la gente se resumió entonces
en la dictadura del proletariado. Pero esta idea no parece haber prosperado.
¿Qué falló?
Es
este el lado más débil de la teoría socialista, el que clara y abiertamente se
puede (y debe) criticar. El debate en torno a las relaciones de poder –o si se
quiere: a la lógica y dinámica de la violencia como elemento constitutivo del
fenómeno humano– lejos de estar abierto a la discusión ha sido cerrado.
Pareciera de vital importancia propiciar ese intercambio si se pretende
proponer alternativas nuevas a un orden social injusto y condenatorio para
tanta gente a la exclusión y la falta de desarrollo. Pero curiosamente de eso
no se ha hablado. ¿Vicios pequeño-burgueses? ¿Desviaciones? Quizá temor a
despejar un tema que, ¿por qué no decirlo claramente?, ha sido tabú en la
izquierda. ¿No son el poder, la codicia, la prepotencia, posibilidades humanas?
¿Por qué desconocerlas? No está de más recordar que las disputas por
protagonismo entre partidos políticos de izquierda o entre organizaciones de
derechos humanos son horrorosamente encarnizadas; muchas veces, inclusive,
causa de los fracasos de sus estrategias. ¿Por qué el "hombre nuevo"
en el socialismo siempre se ha empezado concibiendo a partir de imágenes quasi
militares: el comandante ejemplar, heroico y abnegado? –dicho sea de paso,
siempre varón–. ¿Puede una revolución tener como garantía final la existencia
de una sola persona? ¿Qué pasa si desaparece esa persona?
Tal
vez la mejor manera de evitar el abuso de todo esto, del poder, de la codicia,
es no partir de una consideración ingenua que lo niegue sino, más sanamente, tomarlo
como normal, y buscar los mecanismos sociales-legales que permitan afrontarlo,
debatirlo, procesarlo. Después de lo que hemos presenciado durante el siglo XX
¿estamos autorizados a creernos que las dictaduras vividas en los países
socialistas eran del proletariado?
Marx
no conoció nuestras ciencias sociales actuales. Su cosmovisión antropológica
participa, por tanto, de las concepciones de su tiempo, imbuidas del espíritu
romántico alemán, del Sturm und Drang como movimiento intelectual. Por
razones cronológicas obvias no llegó a saber de desarrollos ulteriores en el
campo de las humanidades que, si bien no cuestionan de fondo el pensamiento
marxista, abren algunos interrogantes que la práctica política del socialismo
real no retomó. Su lectura de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo
desembocó en el materialismo dialéctico, pero no cayó dentro de su esfera de
intereses el tema de la subjetividad, de la lógica interna del poder. El sujeto
de la historia es concebido como sujeto social, como clase. Hoy día, a
instancias de lo que las ciencias sociales nos han develado, no es posible
omitir en el fenómeno humano el aspecto subjetivo. Lo humano no se agota en un
abordaje político-social; lo "individual" es siempre social (recordemos
aquello de que "el nombre propio es lo menos propio que tenemos", en
tanto viene de otro. El yo se constituye a partir del otro social). En algún
sentido todo lo humano es político, por decir social, aunque no todo es
práctica política, ejercicio político. La historia no puede explicarse por los
caprichos personales de algunos gobernantes, sin dudas; pero para entender la
historia –y predecirla, y darle dirección– debe partirse por conocer quién es y
cómo es en su intimidad el sujeto que la ejerce. Es decir: cómo somos los seres
humanos que le damos vida, cuáles son nuestros deseos, qué fuerzas nos mueven.
Los
erráticos procesos políticos que no terminamos de entender no pueden explicarse
solamente en términos de lucha de clases (aunque ello sea, sin dudas, un
horizonte desde donde comenzar). ¿Por qué los alemanes masivamente se hicieron
nazis durante la época de Hitler, o por qué Stalin ("una persona muerta
es una tragedia; un millón: una estadística" pudo decir sin empacho),
quien podía estar de acuerdo con un asesinato político como el que mandó
perpetrar contra Trotsky, o condenar a muerte a millones de compatriotas "contrarrevolucionarios",
se hizo del poder a la muerte de Lenin pasando a ser el "padrecito
adorado" de toda la nación? ¿Cómo explicar que los sandinistas en
Nicaragua, quienes desplazaron a una feroz dictadura gracias al masivo apoyo de
la población, fueran expulsados luego por el voto popular?, ¿cómo entender que
militares como Hugo Banzer en Bolivia o Efraín Ríos Montt en Guatemala
–confesos dictadores– vuelvan al poder con el aval eleccionario de la misma
gente que reprimieron años atrás? Es, salvando las distancias, como tratar de
entender por qué los seres humanos siguen fumando pese a saber de los peligros
del cáncer de pulmón, o por qué el no uso del preservativo pese al conocimiento
de la pandemia de Sida. La noción del saber racional no alcanza. Y de ninguna
manera puede pensarse en estos fenómenos en términos de psicopatología.
Muchas
de las reacciones, conductas y procesos "incomprensibles" de los
humanos, y más aún en lo que concierne a situaciones masivas, colectivas
(linchamientos, peleas entre pandillas o entre porras de equipos rivales,
manipulaciones o desbordes grupales de cualquier índole: sectas religiosas,
modas, fanáticos de algún ídolo, etc.) pueden comprenderse, y eventualmente
predecirse y/o manejarse, si se parte de conceptos desconocidos en la época de
Marx: psicología social, teoría del inconsciente, comunicación social,
semiótica. El manejo de las masas humanas pasó a ser una técnica imprescindible
para los factores de poder, y por su intermedio se moldea la historia. Como lo
decíamos cuando nos referíamos a los medios masivos de comunicación: la
abrumadora mayoría de conductas que desplegamos a diario están premeditadas,
calculadas, orientadas por unos pocos grupos de poder. Con toda profundidad lo
expresó Raúl Scalabrini Ortiz: "nuestra ignorancia está planificada por
una gran sabiduría".
En
esta dimensión, sabiendo que cada vez más los medios masivos de comunicación
moldean la conciencia de las grandes masas, y más que ningún medio la
televisión, no es imposible concebir una cultura de la imagen cada vez más
omnipotente (a propósito pensemos en el crecimiento ininterrumpido de lo
audiovisual a expensas de la lectura o de la tradición oral), destinada a
manipular íconos, imágenes preconcebidas, y que impide consecuentemente el
pensamiento analítico. El hombre del futuro, que tal como van las cosas no pareciera
ser precisamente el ideal del "hombre nuevo" del socialismo, es un
ser consumidor de imágenes sentado ante una pantalla (de televisión, de
computadora, de videojuego); un sujeto pasivo no pensante; siempre el horizonte
está ya preestablecido. Pero junto a esto, curiosa y paradójicamente se
constata que una muy buena parte de la población mundial no tiene acceso a
energía eléctrica, y muchos menos a las tecnologías informáticas. El futuro ya
está escrito, y no parece muy promisorio por cierto. Pero ¿y aquellos que no
disponen de esta parafernalia técnica: sobran entonces?
La
autoconciencia, la conciencia de clase del proletariado, son figuras
filosóficas; un proletario, para decirlo aludiendo al discurso marxista
clásico, ¿aspirará a abolir superadoramente sus contradicciones intrínsecas? ¿Se
sabe realmente "redentor de la Humanidad"?, ¿sabe acerca del papel
histórico que, se supone, está llamado a cumplir? Quizá envidia al gerente, lo
cual no quita que también pueda entrar en huelga si sus intereses son perjudicados.
La racionalidad política no parece ser lo dominante; antes bien "la
manipulación de las emociones y el control de la razón" explican mucho más
certeramente cómo el poder se perpetúa. Las migraciones de habitantes pobres
del Tercer Mundo hacia el Norte próspero no son una forma de dignificar y
modificar sus propias realidades paupérrimas; pero son las conductas
constatables. Para muchos países pobres, de hecho, las remesas que envían los
migrantes son la principal fuente de subsistencia. Valga agregar, por otro
lado, que esas migraciones se dan con ritmos de crecimiento alarmantemente
ascendentes, lo cual termina convirtiéndose indirectamente en un elemento de
cambio social más profundo que las mismas guerrillas antiimperialistas. De ahí,
seguramente, la premura de los mecanismos de "ayuda" al Tercer Mundo
para evitar esos éxodos, más bien por el peligro que representan para las
sociedades opulentas y estables del Norte que por un espíritu solidario para
con los más necesitados. Pero quien detenta el poder y sus beneficios parece
que no quiere compartirlo. Y si la "ayuda" internacional no sirve,
ahí están los muros electrificados de contención. Todo migrante sabe que el
Norte no le abre los brazos con mucha solidaridad, precisamente; pero ahí
están, no obstante, viajando en las peores condiciones, cruzando desiertos o
arriesgando sus vidas en el mar. ¿Y la dignidad? La necesidad es más fuerte que
los principios.
Marx,
hijo de su tiempo como cualquier gran genio también, pensaba en una
universalización necesaria del modo de producción capitalista en tanto
condición para la revolución mundial, que vendría de la metrópoli hacia la
periferia. Quizá hoy esa visión sería tachada de eurocentrista; pero era el
fermento revolucionario más demoledor a mediados del siglo XIX. Ni a Marx ni a
ningún socialista se le hubiera ocurrido 150 años atrás levantar una crítica
por el crecimiento impetuoso de la producción industrial; antes bien eso era
una premisa para la maduración de la clase obrera mundial, eslabón fundamental
de la gran transformación en ciernes. Pero hoy día la forma en que esa
producción siguió su curso (nada distinta la capitalista que aquella que tuvo
lugar en la Unión Soviética o la que vemos en la República Popular China) pone
en peligro la habitabilidad misma del planeta, ante lo que surge la crítica de
un movimiento ambientalista que no es necesariamente marxista, y que sin
embargo tiene una proyección de respeto por la vida y defensa de las
condiciones de sobrevivencia humana especialmente importantes. En algunos casos
más "humana" que mucho de lo que el mismo socialismo llevó adelante.
Elementos
que eran impensados (e impensables) cuando la fundación del socialismo científico,
e incluso en los albores de las primeras experiencias de construcción
soviética, hoy son los factores de contestación social y cultural más
dinámicos: movimientos por los derechos humanos, ecologismo, liberación
femenina, grupos de defensa de consumidores, reivindicación de culturas y
etnias locales, diversas expresiones autogestionarias. A lo que podría
agregarse, como elemento distorsionador del statu quo con explosivo potencial
político: migraciones masivas incontenibles de población tercermundista hacia
los centros más desarrollados.
Desde
el mundo del capital no hubo, obviamente, una crítica constructiva respecto a
las premisas básicas del socialismo. Por el contrario uno y otro sistema fueron
enemigos irreconciliables, y su pugna –por décadas– marcó la Guerra Fría (la
Tercera Guerra Mundial, a decir de algunos). Pero lo más curioso es que el
mismo socialismo no fue autocrítico, como en general no lo es ningún sistema
cerrado en sí mismo: una religión, una secta. Lo que parecía podía ser el instrumento
para forjar una Humanidad mejor terminó bastante mal. Caído el muro de Berlín,
símbolo de la caída universal de la era soviética, uno de los dos oponentes de
aquella guerra sale como claro triunfador. Pero esto lleva a la reflexión
inmediata: no terminaron las injusticias, ni las desavenencias, ni el conflicto
como motor. Tras esa derrota se pierden reivindicaciones laborales y sindicales
logradas décadas atrás. Hoy día los pobres son más pobres, más que hace unos
años inclusive, y aparentemente sin muchas esperanzas de mejoría a la vista. El
sueño de las mayorías ya no es mejorar su nivel de ingresos económicos sino,
simplemente, tener trabajo. Como mínimo es necesario entonces revisar qué y
cómo es posible esperar en el mejoramiento de la Humanidad. Es decir: ¿cómo
seguir alentando la utopía de un mundo mejor?
¿Cómo darle forma a la utopía? El
socialismo y el poder
Fundándose
en una teoría científica de la sociedad, de su estructura y de su historia
(pero faltando, sin dudas, una teoría del sujeto con similar rigurosidad en su
formulación), el pensamiento socialista apareció como propuesta de comprensión
de la realidad humana, y mucho más aún, como proyecto de transformación de la
misma.
Formulada
con valor de teoría, sin ningún lugar a dudas tuvo características de utopía.
Es decir: funcionó como la presentificación de una aspiración, de un deseo
puesto como meta alcanzable. Hoy, luego de la caída del campo socialista, la
palabra "utopía" está más que nunca cargada de connotaciones
negativas; es, en todo caso, sinónimo de quimera, fantasía, mera ilusión. En el
socialismo clásico, por el contrario, era el horizonte de llegada de un proceso
racional, estaba plena de positividad.
"Sociedad
sin clases", "reino de la igualdad", "solidaridad sin
fronteras", han sido y siguen siendo utopías. Pero utopías no en el
sentido de sueños vanos, evanescentes fantasías sin asidero. Utopías como
aspiración de un mundo más justo, más equitativo. Utopías –ahí está su fuerza
justamente– como proceso de búsqueda. Hoy, caídas las primeras experiencias que
transitaron la senda socialista, es pertinente plantearse en qué medida esas
aspiraciones son utopías en sentido negativo o positivo.
Por
lo pronto parece demostrarse que, en tanto especie humana, necesitamos siempre
esta dimensión de búsqueda de un ideal, de un paraíso que funciona como
horizonte que nos llama. La diferencia que se da con el socialismo científico,
con el marxismo, es que esta construcción pretende tener los pies sobre la
tierra. Es la búsqueda de un ideal, ¿quizá de un paraíso?, sobre la base de una
formulación rigurosa y asentada en una realidad material. En este sentido el
socialismo es una utopía éticamente válida. Si sus primeros pasos no dieron
todos los resultados que se esperaba, tampoco puede desvirtuárselos. De lo que
se trata es de revisar por qué no funcionó en la forma prevista.
El
socialismo es, en esencia, la aspiración a un mundo más justo. En sus albores
hacia el siglo XIX –y durante las primeras experiencias de su construcción ya
en el XX– esa justicia se interpretó en términos de equidad económica. Hoy día,
a partir de la enseñanza histórica, podríamos ampliar la mira: la justicia
tiene que ver además con la democratización de los poderes, con su horizontalización.
"Una
economía planificada no es todavía socialismo. Una economía planificada puede
estar acompañada de la completa esclavitud del individuo. La realización del
socialismo requiere solucionar algunos problemas sociopolíticos extremadamente
difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización de gran envergadura del
poder político y económico, evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa
y arrogante? ¿Cómo pueden estar protegidos los derechos del individuo y cómo
asegurar un contrapeso democrático al poder de la burocracia?", se
preguntaba Albert Einstein, que además de físico genial era un agudo pensador
social de izquierda.
Si
algo debe criticarse a la mayoría de las experiencias socialistas conocidas
hasta la fecha es justamente su falta de democratización del poder. Que su
concentración suceda en las sociedades no-socialistas no debe sorprender; en
ellas, más allá de la declamada democracia formal –que encierra básicamente una
perversa hipocresía–, el poder absoluto queda en manos de las grandes empresas
(hoy transformadas en monstruos multinacionales con presupuestos mayores al de
muchos países pobres, y con un poder político descomunal, a veces más grande
que el de los aparatos estatales). La cuestión se plantea en el manejo del
poder que ha tenido el socialismo. Algo ahí no funcionó; ¿era una tonta utopía
suponer que se iba a poder horizontalizar el poder?
Poder
popular: ahí está el gran desafío. ¿Cómo?
Como
dijimos, el hecho que posibilitó pensar en una alternativa real para la construcción
del socialismo fue la Comuna de París, intensa experiencia de poder popular
espontáneo de sólo un breve tiempo de duración ocurrida en el ya lejano 1871.
Fue a partir de esta circunstancia inaugural que los fundadores teóricos del
socialismo científico, Marx y Engels, conciben la "dictadura del
proletariado" como mecanismo para la subversión del poder de la clase
actualmente dominante e inicio de la edificación de una sociedad sin clases.
El
espíritu de la Comuna es lo que ha guiado y sigue guiando este tipo de
iniciativas autogestionarias. Hoy, entrados en crisis los modelos de partido
único con que se dieron los primeros pasos del socialismo, es necesario
reflexionar sobre aquella experiencia histórica. La cual, a su vez, se liga con
otra gesta no menos importante que también tuvo lugar en París casi un siglo
después: el mayo francés de 1968.
Definitivamente
el sistema pluripartidista que nos trajo la democracia parlamentaria moderna,
si bien constituye un avance con relación al absolutismo monárquico y las
estructuras feudales, lejos está de ser una auténtica representación de todos
los sectores sociales. En forma disfrazada, no deja de ser una dictadura de la
clase capitalista. Para la gran mayoría de la población mundial ya no es tanto
el látigo el que intimida sino el fantasma de la desocupación (un látigo más
sutil, por cierto). La esclavitud ahora es asalariada.
Ahora
bien: ¿puede la utopía socialista ir más allá de este corrupto sistema de
partidos políticos y generar un auténtico poder popular?
Según
concibió la teoría marxista clásica debe ser un partido revolucionario
representante de las fuerzas sociales más progresistas quien lidera el proceso
transformador. Y ahí se abre un debate hasta ahora nunca saldado. ¿Partido
obrero? ¿Movimiento campesino? ¿Vanguardia armada? ¿Frente popular
multiclasista?
Como
vemos, los pasos que deben llevar a la construcción de un orden nuevo son
diversos, debatibles, incluso cuestionables. ¿Por dónde empezar? ¿Y el partido
revolucionario único?
"La
libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un
partido, por numerosos que ellos sean, no es libertad. La libertad es siempre
libertad para el que piensa diferente", decía hace ya casi un siglo
Rosa Luxemburgo. La "dictadura del proletariado" tuvo más de
dictadura que de otra cosa. Dicho esto, sabido y sufrido todo esto, debemos
abrir la autocrítica.
Sin
dudas no es una quimera la intención de cambiar las relaciones entre los seres
humanos. Es, si se quiere, un imperativo ético: la sociedad de clases es un
atentado contra la especie humana, y el capitalismo desarrollado lo es también
contra el planeta. Por tanto no es un sueño infantil aspirar a su modificación.
De hecho, además, de forma lenta pero sin pausa, la humanidad va cambiando, va
buscando mayores cuotas de justicia, de participación popular (las monarquías
no están en ascenso y la esclavitud física, aunque no desapareció totalmente,
tampoco está en crecimiento). Lo que se visualiza como utopía –en el sentido
que prefiramos– es el camino a seguirse para conseguir el fin. Dicho en otros
términos: ¿cuál es el instrumento que posibilita cambiar la sociedad a favor de
las mayorías explotadas?
La
Comuna de París y el mayo francés se proponen como referentes: el
"pobrerío" al poder, la imaginación al poder. Podemos estar de
acuerdo con que otro mundo es posible; la cuestión es cómo construirlo. Es
decir: ¿cómo se afianzan y tornan sustentables las experiencias autogestionarias?
Más allá de la reacción, la protesta, la lucha contestataria (momentos
imprescindibles en esta construcción), a la luz de lo que fueron esos intentos
de edificación de algo nuevo, las preguntas siguen abiertas.
¿Habrá
que convencerse que el poder popular, el poder horizontalizado, es una pura
quimera, una utopía en sentido negativo? La figura del Amo y del Esclavo de
Hegel en tanto modelo de la dialéctica definitoria de la relación interhumana
¿no se equivoca entonces? Con lo que tenemos de ejemplo hasta ahora, con todo
lo que las experiencias humanas nos han aportado a lo largo y ancho de la
superficie de nuestro planeta y en lo que llevamos de historia como especie, en
principio todo ello nos autoriza a decir que sí, efectivamente, Hegel no estaba
muy equivocado.
El
poder fascina. Esto, parece, es válido universalmente. Cualquier experiencia de
ejercicio de poder nos confronta con la dificultad tan grande de lograr evitar
caer en similares tentaciones, desde el Gengis Khan a Ceauscescu, del poder que
confiere manejar un automóvil respecto al peatón al hecho que un sirviente nos
abra la puerta del ascensor, del profesor en su cátedra a Suharto o Somoza en
sus lugares de autócratas. ¿Cómo entender la permanencia del machismo sino es
por el mantenimiento de un poder de los varones sobre las mujeres? ¿Cómo puede
repetirse tan frecuentemente la corrupción de dirigentes sindicales y la
traición a su clase si no es por la fascinación que traen las cuotas de poder
que el sistema le confiere? Renunciamientos al halo mágico del poder, aunque de
hecho puedan darse, no son fáciles –por otro lado, ¿por qué habrían de serlo?,
si justamente lo humano es tal en torno a esa dialéctica, se constituye sobre
ese paradigma amo-esclavo–. ¿Qué adinerado está dispuesto a compartir su
fortuna con el pobrerío? ¿Qué varón está dispuesto a perder sus privilegios
sociales sobre la mujer?
Si
el Che Guevara renunció a su puesto en la Revolución cubana, ¿fue realmente
para seguir con la causa universal de la lucha revolucionaria, o porque no
había lugar para dos grandes en la isla? El catecismo nos dirá una cosa, sin
dudas, pero ¿y la autocrítica?
En
la tradición socialista nunca se ha debatido seriamente el tema del poder, de
la fascinación del poder. La sola mención de "poder popular" como
fórmula mágica no excusa –la historia lo constata– de la necesidad de
mantenerse alertas ante las recaídas en las mismas repeticiones de siempre.
¿Por qué siempre las revoluciones socialistas estuvieron ligadas a la figura de
un gran líder? (por cierto, siempre varón). ¿Por qué estos líderes se permiten
legar herederos políticos? ¿Por qué siempre los mismos errores? Se podría haber
pensado que en la construcción del mundo nuevo las purgas en masa de Stalin
quedaban en la historia estigmatizadas como lo que nunca debería repetirse, y
que ya nunca volvería a verse un abuso de autoridad por parte de un dirigente
revolucionario. Pero no: vemos que el autoritarismo, la jerarquía, la
verticalidad en el mando siguen siendo prácticas aún vigentes en la izquierda
(no falta por ahí algún comandante machista y violador incluso). ¿Y la
autocrítica?
Cuando
se ha pensado en transformar el mundo (utopía en el sentido literal que el
inventor de la palabra, Tomás Moro, le diera: "lugar que no está en ningún
lugar"), cuando la tradición socialista apuesta por la construcción de una
cosa nueva, ahí es donde surgen los problemas.
Los
problemas son de dos tipos: por un lado –esto no es ninguna novedad obviamente–
la reacción de las fuerzas conservadoras, de aquellos que perderían con un
cambio. Obstáculo de enormes proporciones a vencer, mucho más grande que hace
un siglo, cuando se comenzaba a hablar de poder popular, de la comuna de París.
Obstáculos que hoy, con un poder militar inconmensurable por parte del
capitalismo desarrollado, y más aún de su potencia hegemónica, son de una
naturaleza casi insalvable (hoy quizá sea más fácil molestar a la lógica
capitalista por medio de un hacker que con un llamado a la toma de las armas
por parte del pueblo unido).
¿Pero
qué hacer entonces?
¿Cómo
enfrentarse al Fondo Monetario Internacional, a las bombas inteligentes, a los
satélites de espionaje, al fantasma de la desocupación, a los medios de
comunicación masivos de escala planetaria? El mundo de hoy, luego de la caída
del muro de Berlín, está inclinado de modo escandalosamente unipolar hacia el
lado del gran capital, y por cierto que no se ve muy fácil cómo golpearlo. La derecha
ha aprendido de sus errores más rápido y mejor que la izquierda, y hoy día ya
no son concebibles ni una comuna de París ni un mayo francés, sencillamente
porque el poder dominante lo puede controlar con relativa suficiencia.
Pero
si eventualmente la correlación de fuerzas permitiera –concédasenos jugar un
momento a las utopías– realizar los cambios pertinentes, surge con no menos
fuerza el otro problema: confiscadas las empresas industriales, repartidas las
tierras, promovido el estado de bienestar por medio de iniciativas populares
(salud y educación gratuitas y de calidad, créditos hipotecarios, cultura para
todos), ¿cómo organizamos el poder popular? ¿Cómo evitar que se repitan las
purgas stalinistas o el machismo y la impunidad de algún comandante?
"Una
nueva organización de izquierda debe crear antídotos desde su momento
fundacional para todas estas deficiencias del pasado", reflexionaba
Carlos Figueroa Ibarra. Pero quizá no haya antídoto contra mucho de lo que
conocemos como experiencia humana. Si el poder fascina a todos por igual, si el
sujeto se constituye contra la imagen del otro, parece que es utópico buscar
una "bondad" esencial entre los seres humanos. Pero más aún: quizá
sea desubicado, tonto, inconducente, mantener un maniqueísmo de buenos y malos,
de carácter más bien religioso, donde el poder y los poderosos son
intrínsecamente "malos" y los desposeídos son los "buenos".
El "hombre nuevo" –que por definición tiene que ser "bueno"–
de momento parece que no está muy cerca de prosperar aún. ¿Hay ya "hombres
nuevos" por algún lado? ¿Puede haberlos? ¿"Nuevos" en qué
sentido: que ya no se fascinan con el poder? No debemos olvidar que el Che, por
ir a luchar al Africa en nombre de la revolución universal, dejó abandonada su
familia en Cuba. ¿"Padre abandónico" lo llamaríamos hoy desde la
psicología? ¿Se le debería promover juicio por abandono de hogar? Si bien su
figura es un ícono imperecedero para la ética socialista, también abre una
pregunta: ¿los seres humanos comunes y corrientes podemos ser como él? No
olvidemos que en medio del monte, en plena lucha guerrillera, el Che llevaba un
diario donde calificaba las conductas revolucionarias de su tropa. No hay dudas
que esto de horizontalizar las relaciones humanas es todavía una aspiración. ¿Cuál
es la vacuna contra el afán de poder?
Quizá
lo que podemos plantear es la necesidad de la participación popular como un
camino importante, tal vez el más importante, para la construcción de un mundo
distinto. Que el poder se desconcentre, que se reparta entre todos y todas: ahí
hay una vía vital para algo realmente superador. Que nadie pueda "mirar
desde arriba" a nadie.
Que
"otro mundo es posible" está fuera de discusión; posible e
imperiosamente necesario. Sobre lo que debemos seguir profundizando es en el
cómo lograrlo. Participación popular, poder popular, son conceptos que van más
allá de la concurrencia a las urnas cada tanto tiempo, o la participación en un
acto público el 1º de mayo, o una marcha populosa. Y vas muchísimo más allá,
también, de la organización territorial puntual: el comité de barrio que se
encarga del alumbrado público de la pavimentación de un sector de la ciudad o
la instalación del agua potable en una aldea rural, que gestiona alguna
respuesta a una necesidad puntual. El poder popular debe apuntar a algo
infinitamente más amplio que eso. La experiencia de los intentos socialistas
habidos nos va demostrando que la construcción del partido revolucionario
presenta significativas contradicciones. La supuesta pluralidad partidaria de
las democracias burguesas no tiene absolutamente nada que ver ni con la
participación ni mucho menos con el poder popular. Autogobierno local,
autogestión obrera de la producción, movimientos cooperativos –y en esa línea
también: comuna de París y mayo del 68– son hitos que ya existen y deben
potenciarse. He ahí donde debemos nutrirnos para ver por dónde caminar.
Debemos
estar conscientes que cada individuo es, ante todo, parte de una masa; y que la
masa tiende a ser conservadora, no crítica, fácilmente exaltable. La idea de
"hombre nuevo" es casi la antípoda del hombre-masa. En algún sentido
todos somos masa, y la organización de una sociedad tiene mucho que ver con ese
fenómeno. De todos modos el capitalismo desarrollado llevó esa formación a niveles
jamás vistos anteriormente en la historia; no puede haber sistema capitalista
eficiente si no hay masa –como productora y como consumidora–. La masa, preciso
es reconocerlo, difícilmente pueda proponer, sopesar, decidir con sutileza. La
masa es amorfa, sigue a un líder, prefiere el inmediatismo.
Pero
ahí está el reto: ¿cómo lograr que ese conjunto incoordinado y manipulable como
es la masa pueda ejercer el poder? ¿Cómo puede gobernarse a sí misma? ¿Es
posible perpetuar ese espíritu revolucionario de la masa que a veces le nace
espontáneamente? ¿Es posible construir una sociedad a partir de ese espíritu?
¿Cómo hacer para que en realidad la imaginación tome, conserve y ejerza
productivamente el poder? Resolver esto es el desafío que se nos abre.
La
dictadura del proletariado, es decir: un gobierno revolucionario de iguales
dispuesto a cambiar el curso de la historia, fue lo que hizo pensar a Marx más
de un siglo atrás en la pertinencia de ese mecanismo luego de entusiasmarse con
los hechos de París de 1871. Las contadas ocasiones en la historia del siglo XX
o inicios del XXI en que esas masas dejaron de acatar las reglas establecidas y
derrocaron regímenes que las agobiaban (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua,
o que en Venezuela rescataron al presidente Chávez durante la intentona
golpista del 2002), se pusieron en marcha procesos que significaron mejoras.
Claro que siempre esos movimientos tienen una figura fuerte (masculina) que
terminó poniéndose al frente. ¿Pueden las masas caminar sin un líder? ¿Será
parte de la condición humana tener siempre una cabeza que dirige?
Hecho
el balance de lo que significaron tales experiencias, está claro que hubo
grandes avances populares: se redujo o extinguió el hambre crónica, creció el
bienestar cotidiano, la población tuvo acceso a salud, educación, tierras y
viviendas, aumentó la producción y la investigación científica. Aunque se pueda
criticar la burocracia y la falta de derechos individuales en China, por
ejemplo, ¿quién podría negar que las grandes masas tuvieron con la llegada de
la revolución un mejor nivel de vida que con los mandarines? Aunque no falten
cubanos que abandonan la isla hastiados de la crónica escasez material –mucho
más que de la publicitada monocromía del partido único– buscando el
"paraíso adorado" de Miami, ¿quién podría negar que la situación
socioeconómica y cultural de la población de Cuba es hoy infinitamente más
digna que la de cualquier país latinoamericano, y que sus logros sociales ni
siquiera en muchos países del Norte pueden encontrarse?
Pensando
en el poder popular quizá debemos poner un especial énfasis en la pequeña
célula de autogestión, en el pequeño grupo que se organiza y se autogobierna, y
no tanto en la idea de gran proyecto universal que cambia el mundo y abre las
puertas del nuevo paraíso. Eso, por lo que vemos, no funcionó en ese sentido. Por
último si hay necesidad de líderes como garantía de los procesos
revolucionarios, eso no es cuestionable en sí mismo. La cuestión se plantea en
torno al sentido último de la revolución. ¿Cómo y cuándo empieza el cambio en
las mentalidades? ¿Hasta dónde llegan esos cambios? Porque, sin dudas, como
decía Gramsci: "no hay revolución sin revolución cultural".
Ante
esos primeros experimentos –quizá no podríamos llamarlos fracasos, pero sí
tanteos a revisar– está claro que hay que presentar nuevas alternativas
superadoras. Lo que podemos extraer como conclusiones es que si de cambios se
trata, la masa debe ser crítica, acompañar e involucrarse en los procesos
sociopolíticos, ser un contralor riguroso. Tal vez a principios del siglo XX,
en Rusia, un campesinado casi feudal, muy poco desarrollado educativa y
políticamente, lejos de la cultura industrial urbana, no estaba en condiciones
de ser el garante de un proceso autogestionario genuino; por eso, más allá de
los soviets, pudo aparecer un Stalin. En esa dimensión podría preguntarse
entonces: ¿pero por qué una clase obrera como la alemana, o la japonesa,
altamente desarrolladas, con buenos niveles educativos, con tradición de
organización sindical, no proponen entonces el control de la producción en sus
países en la actualidad? ¿Por qué no toman en sus manos el control de sus
Estados y organizan una sociedad nueva? Pero, ¿quién dice que esas clases
sociales quieren cambiar su estatus? Tal vez cada trabajador individual
querría, ante todo, devenir funcionario de la fábrica donde labora, duplicar su
ingreso, incluso tener personal a su cargo. En países de alto consumo, el ideal
es poder consumir más todavía y la solidaridad es una exótica pieza de museo.
El actual neoliberalismo se ha encargado de elevar esa tendencia a su máxima
expresión haciendo del individualismo una religión obligada.
Tanto
en el Norte hiper desarrollado como en el Sur famélico, hoy por hoy, caídos los
modelos del socialismo clásico y entronizado el "sálvese quien pueda"
de un capitalismo salvaje y voraz, replantearse los términos del poder es de
vital importancia. En el ánimo de aportar alternativas en este debate, la
cuestión básica estriba en pensar en procesos micro, locales, en pequeños
poderes realmente horizontales y democráticos: la comunidad barrial, la unidad
sindical, la cooperativa puntual, el grupo de consumidores, los colectivos
particularizados, para de ahí llegar al colectivo nacional. Experiencias de
autogestión hay numerosísimas a lo largo y ancho del planeta, y de ahí debe
salir la nueva savia revolucionaria. Lo que se está viviendo en el proceso
venezolano con su construcción de democracia participativa no hay dudas que
abre grandes esperanzas.
En
un mundo globalizado con poderes descomunales de impacto planetario, buscar
alternativas especulares a esos poderes no se ve conducente. La Guerra Fría,
por cierto, terminó asfixiando en su monstruosa, loca carrera de dos gigantes –uno
más que el otro, evidentemente– a uno de los polos, el que, mal o bien, podía
servir como contrapeso al capitalismo; por tanto, volver a oponer misil nuclear
contra misil nuclear en tanto método de lucha no parece lo más fructífero.
No
podemos ser ingenuos y pensar que una comunidad rural organizada en alguna
provincia de Mozambique, o un colectivo de madres solteras en Rawalpindi o una
cooperativa de pescadores en el Caribe hondureño, puedan ser inquietantes para
los grandes bancos que manejan la economía mundial, o para las fuerzas armadas
de Estados Unidos o de la OTAN. Seguramente no. Pero dado que estábamos
hablando de cómo darle forma a la utopía, he ahí el germen del que debemos
nutrirnos. Pensar en las utopías significa creer que son posibles (si no, no
vale la pena siquiera considerarlas).
Luego
del derrumbe de la Unión Soviética, a partir del mundo unipolar vivido estos
últimos años y del mensaje triunfal del neoliberalismo individualista –coronado
con la invasión a Irak por parte de los Estados Unidos pasando por sobre la
Organización de Naciones Unidas– todos, y la izquierda en especial, hemos
quedado golpeados, sin referentes, profundamente asustados. El fantasma de la
desocupación existe de verdad, y los cerca de 200 millones de desempleados en
el mundo ayudan a mantener la precariedad laboral en un bochornoso proceso de
retroceso social (hasta en el seno de las Naciones Unidas los contratos son por
tiempo limitado, sin prestaciones ni derecho sindical). Si "la historia ha
terminado" –según se nos informó pomposamente– ¿para qué pensar en
utopías?
Pero
no es utópico decir que hay que enfrentarse a todo esto: es, en todo caso, una
obligación, un imperativo ético. Durante la comuna de París era más claro, o al
menos lo parecía –pero no por ello más sencillo–, fijar el norte: la clase
obrera industrial debía ser el motor de cambio universal tomando el poder y
construyendo una sociedad nueva (claro que esa conclusión se sacaba en uno de
los países más industrializados del mundo, en muy buena medida rector de la
historia global por su influencia política y cultural. Quizá una sublevación
indígena en América –que en 1871 también ocurrían– no hubiera permitido sacar
la misma conclusión).
Hoy,
seguramente el panorama no permite aquella misma claridad. ¿Contra quién lucha
el campo popular en la actualidad? Si bien sigue siendo claro que contra un
sistema injusto, como mínimo hay que formular algunos matices: en el
capitalismo desarrollado un trabajador no tiene mucho por lo que protestar, o
no tanto, al menos, como cuando la comuna parisina en el siglo XIX. Allí,
quizá, el mayor enemigo podría parecer hoy el mismo consumismo. En el Sur, por
el contrario, dada la complejidad e interdependencia planetaria a que se fue
llegando, se hace casi imposible pensar en procesos de autonomía nacional
antiimperialistas (¿cuánto podría resistir hoy una revolución socialista en un
estado africano, por ejemplo?, o ¿hasta dónde podrá llegar la Revolución
Bolivariana en Venezuela si continúa radicalizándose y amenazando las reservas
petroleras que Washington considera propias?); en el Tercer Mundo, tal vez lo
más revolucionario hoy es no pagar la deuda externa y buscar la constitución de
grandes bloques regionales para resistir los embates de un capitalismo del
Norte cada vez más voraz.
Ante
todo esto, entonces, ¿hay que olvidarse de las utopías?
¡De
ningún modo! El solo hecho de escribir estas líneas, de intentar contribuir al
debate sobre otro mundo posible, está mostrando que la utopía nos sigue
convocando. Pero ahora bien: para darle forma a esa utopía, para hacer posible
la aspiración a un mundo de mayor justicia, debe replantearse el tema del poder
en su justo medio, con valentía y autocrítica. Si no, es muy probable que
sigamos repitiendo errores en vez de enmendarlos.
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