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lunedì 17 settembre 2012

SOCIALISMO Y PODER. UNA REVISIÓN CRÍTICA (III), por Marcelo Colussi


Índice de la Tercera parte: El esclavo piensa con la cabeza del amo: los medios masivos de comunicación / Medios de comunicación alternativos: una guerra popular / ¿Hacia una revisión del socialismo? / ¿Cómo darle forma a la utopía? El socialismo y el poder

El esclavo piensa con la cabeza del amo: los medios masivos de comunicación

            A través de la historia se repite el mismo fenómeno: una pequeña minoría detenta el poder, y las grandes mayorías quedan subsumidas. ¿Cómo es ello posible? Más aún: ¿por qué en general esas mayorías, en vez de rebelarse hastiadas contra sus opresores, más bien los admiran y hasta repiten su discurso? Los mecanismos de sujeción son sutiles, pero poderosísimos. Eso ya es conocido, y no agregamos nada nuevo repitiéndolo. Pero sí es novedosa la forma en que esa dominación –la superestructura cultural, usando un término clásico del marxismo– se ha venido implementando en el siglo XX y comienzos del presente. Los medios masivos de comunicación, si bien ya existía la imprenta desde hace varios siglos, hicieron su entrada triunfal hacia las primeras décadas del siglo pasado con el fenómeno de las grandes sociedades masificadas donde todo se hace para grandes contingentes de consumidores –también la información, la "industria" cultural–. Si en algún momento se pudo pensar que podían ser un instrumento para sacar de su oscura noche a las grandes masas explotadas, estos pocos años transcurridos mostraron que, por el contrario, terminaron siendo un gran negocio para los mismos poderosos de siempre, y una formidable arma de manejo ideológico. Ahora la gran mayoría de la población mundial lee, puede acceder a un periódico, a un libro, puede escuchar radio o ver televisión, pero no por ello goza de mejores condiciones de vida. Los medios masivos de comunicación han servido, con la sutileza del caso, para profundizar la dominación de clase. El arquetipo de todas esas herramientas comunicacionales al servicio de la dominación es, por lejos, la televisión.
           
La televisión es uno de los inventos que más ha influido en la historia de la humanidad. Su importancia es tan grande –desproporcionadamente grande, podríamos decir– dado que influye en los cimientos mismos de la civilización: es la expresión máxima de los medios masivos de comunicación, por tanto es parte medular de la cultura. Lo es, de hecho, en forma cada vez más omnipresente, más avasallante. Sin temor a equivocarnos podemos decir que el siglo XXI será el siglo de la cultura de la imagen, de la pantalla, cultura que ya se entronizó en las años pasados y que, tal como se ven las cosas, parece afianzarse cada vez con más fuerza sin posibilidad de retroceso. El "¡no piense, mire la pantalla!" parece haber llegado para quedarse.

            "Cuando se escribe un guión televisivo hay que pensar que el potencial consumidor es un niño de seis años de edad". Así presentaba las cosas un prestigioso profesor de semiología para demostrar cómo se hace televisión. Quizá era un poco crudo, pero no estaba exagerando. "En la sociedad tecnotrónica el rumbo, al parecer, lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón", se expresaba sin mayores tapujos Zbigniew Brzezinski, asesor del ex presidente de Estados Unidos James Carter e ideólogo de los reaccionarios documentos de Santa Fe. En otros términos, el funcionario de Estado no decía nada muy distinto a lo que nos enseñaba este docente de comunicación social: "manipular a la gente tratándola de niñitos tontos", así de simple (o de monstruoso).

            La televisión es parte fundamental de lo que los estrategas de la gran potencia imperialista –principal productora mundial de mensajes televisivos por cierto– llaman "guerra de cuarta generación". Dicho de otra forma: guerra psicológico-mediática, guerra a muerte para controlar poblaciones enteras, la población planetaria, no con armas de destrucción masiva sino con medios más sutiles, no sanguinarios, pero de más impacto final.

            La humanidad no es más tonta desde que ve televisión, sin dudas; pero es más manejable, tremendamente más manejable, más manipulable. Y lo peor de todo, sin que se dé cuenta de ello. No es infrecuente escuchar decir por parte de algún productor audiovisual que "la población quiere basura, por eso le damos basura". Verdad a medias, presentada tendenciosamente. No hay dudas que en términos mayoritarios, la amplia población mundial consume mensajes audiovisuales de bajísimo contenido, "basura" sin lugar a dudas. Pero sería demasiado simplista –o demasiado injusto– quedarse con la idea que el público es tonto por naturaleza, que busca la basura por placer. En todo caso, la gente es obligada a consumir basura, y no teniendo otra oferta que esa, termina por generarse una cultura del consumo de porquería mediática que se cierra en sí mismo. Consumimos lo que nos dan. El núcleo del problema no está en el consumidor sino el productor.


            De todos modos, si vemos los gustos generales de las poblaciones, podría sacarse una primera conclusión –por cierto equivocada si se la analiza en detalle– que nos presenta a la gran masa consumidora como "tonta", "frívola", prefiriendo la estupidez simplista a la profundidad conceptual y estética. Pero si "el mal gusto está de moda", como dijo agudamente Pablo Milanés, hay que ver el problema en su conjunto: la televisión, quizá como el símbolo por excelencia de las sociedades masificadas y consumistas a las que dio lugar el capitalismo industrial, expresa de manera descarnada la lógica que domina el mundo de la empresa privada. Las poblaciones planetarias son manipuladas eficientemente según sofisticadas técnicas, como lo decía la brutal declaración de Brzezinski, consiguiendo así los factores de poder lo que se trazan como proyecto. Y está claro que el proyecto en juego es mantener a la gran masa como pasiva y tonta consumidora. Los mensajes para niños de seis años, efectistas y sensibleros, son el instrumento que se inventó al respecto. Ningún medio se mostró más idóneo para difundirlo que la televisión. Nunca en nuestra historia como especie se había logrado un mecanismo de dominación cultural tan impactante.

            Recordemos lo dicho por el nazi Joseph Goebbels, padre de la manipulación mediática moderna: "¿A quién debe dirigirse la propaganda: a los intelectuales o a la masa menos instruida? ¡Debe dirigirse siempre y únicamente a la masa! (...) Toda propaganda debe ser popular y situar su nivel en el límite de las facultades de asimilación del más corto de alcances de entre aquellos a quienes se dirige. [¿niño de seis años?] (…) La facultad de asimilación de la masa es muy restringida, su entendimiento limitado; por el contrario, su falta de memoria es muy grande. Por lo tanto, toda propaganda eficaz debe limitarse a algunos puntos fuertes poco numerosos, e imponerlos a fuerza de fórmulas repetidas por tanto tiempo como sea necesario, para que el último de los oyentes sea también capaz de captar la idea".

            No hay ninguna duda que la inmediatez y unidireccionalidad de los mensajes audiovisuales, de los que la televisión es el principal exponente, más que el cine, la foto, el internet o los videojuegos, generó una cultura de la imagen que hoy pareciera muy difícil, si no imposible, de revertir. Lo cual nos abre el interrogante: ¿la televisión sólo es una máquina de fabricar estupidez (y por tanto un público estúpido que la consume) o puede servir para otra cosa? ¿Podrá superarse esa cultura superficial, ese "mal gusto" que está tan de moda en todas partes del mundo? Y más aún: una cultura de la imagen, de la pasividad ante la invasión de ese tipo de mensajes que nos condena a "mirar y no pensar", ¿podrá servir a una propuesta alternativa, a un cambio revolucionario?

            No es ninguna novedad que en estas pocas décadas en que se viene desarrollando, la televisión ya tomó una forma que pareciera bastante definitiva. Y es la forma de la estupidez más ramplona, más superficial. Si bien es cierto que en el momento de su aparición generó grandes expectativas por las posibilidades que parecía abrir como medio de información y educación universal, las mismas se vieron rápidamente frustradas, volcándose la casi totalidad del esfuerzo que la impulsó al entretenimiento pasajero.

            El esparcimiento es algo necesario, imperiosamente necesario en la dinámica humana. No hay civilización humana que no lo tenga. Espectáculos de circo, deportes, actividades recreativas –por mencionar algunas formas– no faltan en ninguna cultura. Pero la cultura de la imagen a que dio lugar el surgimiento de la televisión trajo con sí una entronización de la superficialidad grosera para terminar convirtiéndose rápidamente en una verdadera máquina de hacer estúpidos. Estúpidos a la medida que los factores de poder desean, claro está. Las posibilidades de generar un ámbito educativo e informativo de nivel quedaron muy rezagadas en relación al pasatiempo barato. Hoy, con varias décadas de historia acumuladas, la televisión está inclinada básicamente a seguir siendo ese distractor simplista, habiendo desechado casi por completo sus otras posibilidades.

            Si informa, lo hace de manera tendenciosa, parcial –como, en general, lo es buena parte del periodismo–, pero con el agregado que su misma esencia de audiovisual le confiere una autoridad y preeminencia que no alcanzan a tener otros medios. La realidad virtual de la televisión es, sin más, la realidad misma. Las noticias de la televisión pasaron a ser "la" realidad misma.

            Y los programas educativos-culturales, infinitamente más escasos que la estupidez banal del entretenimiento vacío, en términos generales no terminan de tomar distancia de una visión elitesca y acartonada que equipara cultura con museo, saco y corbata y voz melosa y monocorde, tornándose muchas veces bellos productos…soporíferos.

            En la dinámica humana la conducta reiteradamente repetida termina creando hábito ("algunos puntos fuertes poco numerosos se imponen a fuerza de fórmulas repetidas" enseñaba el ministro de Propaganda del Tercer Reich. Y no se equivocaba). La cultura de la imagen que hace años viene repitiéndose con fuerza creciente ya creó un hábito en todas las capas sociales en estas últimas generaciones, y hoy por hoy pareciera imposible desarmarla. Pero en esa cultura anida un límite intrínseco, quizá imposible de ser franqueado: no importa el tipo de programa televisivo que se presente, siempre el mirar la pantalla no permite una actitud crítica como sí posibilita, por ejemplo, la lectura. De todos modos, esa cultura de la imagen no parece que vaya a desaparecer con facilidad; y ello, por varios motivos.

            En el marco del capitalismo, porque es un fácil expediente para generar enormes ganancias y herramienta idónea para seguir incentivando el hiper consumo que el sistema necesita. El negocio de la televisión mueve fortunas, y ninguna de las corporaciones que lo manejan está dispuesta a perderlo. Por otro lado, la televisión se ha revelado como un arma de dominación terriblemente eficaz (guerra de cuarta generación, más "letal" que las peores armas de fuego), y los factores de poder no dejarán de usarla sino que, por el contrario, apelan cada vez más a ella. Es un instrumento de sujeción mucho más efectivo que la espada de la antigüedad o las bombas inteligentes actuales. Por ambos motivos entonces: fabuloso negocio y mecanismo de control social, la televisión es parte medular del capitalismo desarrollado.

            Pero además se suma otro factor: la cultura de la imagen fascina, atrapa, seduce. Y más allá de las mejores intenciones por generar una televisión de gran calidad estética, educativa, superadora de la feria de vanidades con que en general se identifica la versión comercial que ha inundado el mundo, es muy difícil producir propuestas alternativas con real impacto. O dicho de otro modo: vemos que el "rating" sigue inclinándose por el lado de la estupidez. ¿Será entonces que es cierto aquello de que el público quiere basura? ¿Podríamos quedarnos con la respuesta sencilla que señala al público consumidor como tonto, con mal gusto, banal? ¿O es más compleja la situación?

            Sin dudas, es mucho más compleja. En todo caso el público no es tonto sino que lo han vuelto tonto. Pero (y esto es importante no olvidarlo) la cultura de la imagen repetida hasta el hartazgo tal como sucede con la actual oferta televisiva, la civilización montada sobre esta realidad virtual que ofrecen las cajas de sueños que son estos aparatos hipnotizadores llamadores televisores, tiene muchos límites; concretamente dicho: el mismo medio torna muy difícil generar 24 horas diarias durante 365 días al año de programación excelente. Es mucho más fácil apelar al entretenimiento barato que a la reflexión para llenar la programación. Y cuando se quiere generar una alternativa, encontramos que es más fácil caer en el panfleto, en la consigna, en el mensaje ideologizado que en una nueva televisión de alto valor estético y conceptual.

            Es decir –esto es una hipótesis a discutir– que la misma naturaleza del mensaje audiovisual (¡que es muy distinto a, por ejemplo, la lectura!) tiene límites muy cercanos. ¿Es posible construir una nueva cultura, un "hombre nuevo", una nueva ética, una nueva forma de ver el mundo, apelando sólo a la imagen virtual? ¿No libera ello del pensamiento crítico? ¿No impide la imagen, aunque no lo quiera explícitamente, la posibilidad de la reflexión profunda?

            Por supuesto que necesitamos divertirnos, necesitamos esparcimiento, distracción; un tercio de la vida disponemos para ello, según alguna división del sanitarismo (otro tercio para dormir y otro tercio para producir). Pero la cultura televisiva que se ha generado hasta ahora sólo ha servido para llevar el campo del entretenimiento a la peor creación conocida. Los graffiti de los baños públicos son mucho más ingeniosos y agudos que muchos (¿casi todos?) los programas que nos inundan por televisión. ¿Será que diversión es sinónimo de mal gusto, de chabacanería, de burla barata? Si nos quedamos con eso, por supuesto que podemos sacar la rápida conclusión que el público televidente es tonto. Pero no es el público el que produce esos programas, no olvidarlo. Los graffiti populares son una clara expresión de cultura popular, y definitivamente no son tontos. Son mucho más agudos que tantos programas, sin dudas. La gente no es tonta per se. Afirmar eso no es sino despreciativo de la especie humana en su conjunto.
            ¿Cómo hacer una televisión distinta entonces? ¿Es posible?

            Sí, pero sólo bajo ciertas circunstancias. Por supuesto que hoy también existen programas de gran nivel, verdaderamente educativos, que fomentan el pensamiento crítico y el buen gusto. Son islas, claro está, pero existen. Y ello evidencia algo: una programación masiva durante todo el día todos los días del año hace muy difícil contar con programas de calidad en su totalidad. Ello es así no porque el público sea tonto, sino porque es técnicamente difícil disponer de 24 horas diarias para dedicarse a la reflexión, al goce estético. El pasatiempo también es necesario. La cuestión es buscar un equilibrio entre ambas cosas, entre reflexión y diversión. Y la televisión, dado que es comercio y arma de dominación ideológica, por tanto siempre en manos de las fuerzas conservadoras, es mucho más probable que ofrezca banalidades a que sea autocrítica. Como nos han tornado muy estúpidos, es más fácil "vender estupideces", incitarnos al consumo, habituarnos a no pensar que fomentar ese nuevo espíritu incisivo.

            Las propuestas alternativas para una nueva televisión, los proyectos que han surgido en el campo de la izquierda, del progresismo, las iniciativas que tratan de no ser sólo un medio comercial, en muy buena medida han pecado de otro defecto: panfletarismo, adoctrinamiento ideológico. Eso es la contracara de la estulticia superficial de la televisión comercial. ¿No es también un ejemplo de la fascinante e hipnótica cultura de la imagen una cámara fija que muestra un discurso político sin ningún corte durante media hora? ¿Es eso bello en términos estéticos? ¿Sirve eso para fomentar el pensamiento crítico? ¿Entretiene? ¿No logra eso, muchas veces, que la gente, ya acostumbrada a la a "basura mediática", busque la telenovela o el reality show?

            Todo esto abre la pregunta en torno a para dónde ir con la televisión en una nueva sociedad que buscamos construir como alternativa al capitalismo. ¿Se puede hacer una nueva y mejor televisión con más televisión? Quizá –también esto es una tímida hipótesis– la mejor manera, o al menos una manera, de fomentar una nueva cultura es no apostar por más televisión. ¿No nos estamos condenando a una civilización de la imagen, del inmediatismo, del "mirar embobados la pantalla y no pensar"? La cultura de la imagen, ¿no nos lleva inexorablemente a ídolos con pies de barro?

            Si los medios de comunicación masivos parecieran ya no poder desaparecer de la cultura que nos trajo el siglo XX, debemos apuntar a construirlos como alternativas viables para no seguir repitiendo la manipulación de las grandes masas. Definitivamente ahí tiene la izquierda un gran desafío abierto.



Medios de comunicación alternativos: una guerra popular


            En el Informe "Un solo mundo, voces múltiples. Comunicación e información en nuestro tiempo", más conocido como Informe MacBride, presentado en la Conferencia General de la UNESCO en Belgrado, 1980, se alertaba ya en aquel entonces que "la industria de la comunicación está dominada por un número relativamente pequeño de empresas que engloban todos los aspectos de la producción y la distribución, las cuales están situadas en los principales países desarrollados y cuyas actividades son transnacionales". Se decía asimismo que "con harta frecuencia se trata a los lectores, oyentes y los espectadores como si fueran receptores pasivos de información. Los responsables de los medios de comunicación social deberían incitar a su público a desempeñar un papel más activo en la comunicación, al concederle un lugar más importante en sus periódicos o en sus programas de radiodifusión con objeto de que los miembros de la sociedad y los grupos sociales organizados puedan expresar su opinión". En otros términos, más de 25 años atrás se denunciaba una tendencia ya evidente en aquel entonces, y que con el curso del tiempo fue agigantándose: la monopolización comunicativa unilateral, al par que se establecían las líneas para superarla: "darle voz a los que no tienen voz".

            En la actualidad los medios de comunicación se han vuelto una institución referente y constructora de la realidad humana, con toda la implicancia social, política y cultural que este fenómeno tiene. Quieran o no, los medios de comunicación cumplen un papel social educativo y formador de las sociedades. Hoy – tendencia siempre en ascenso– los medios se constituyen como los articuladores y creadores de los temas de interés nacional, al mismo tiempo que son los difusores de los conceptos y valores que perciben pasivamente los grandes colectivos.

            Tal como lo puntualizaba el Informe MacBride, los medios de comunicación han transitado por la lógica de grandes empresas, que responde no a la búsqueda de la verdad objetiva, la imparcialidad y el desarrollo general de las comunidades sino a las reglas comerciales imperantes en el mercado; es decir: a la incidencia en la sociedad en términos de cantidad de consumidores y la venta en el mercado, la utilidad comercial que se percibe a través de la publicidad y la venta directa de servicios. Dicho sea de paso, la llamada industria cultural (periódicos, libros, radio, cine, televisión, discos, videojuegos, internet) facturó en el 2005 cerca de 450.000 millones de dólares. En esta lógica extremadamente comercial los medios de comunicación han empujado las funciones informativas, educativas y de análisis de la vida y sus relaciones a responder también a esta perspectiva comercial de hiper mercantilización en favor de una representación de la realidad social cada vez más emocionante, excitante y sorprendente. En otras palabras: "espectáculo vendible".

            Los usuarios de todo este arsenal técnico somos acostumbrados a ver el mundo sin actuar sobre él. Al separar la información de la ejecución, al contemplar un mundo mosaico en el que no se perciben las relaciones entre las cosas y se presenta todo previamente digerido, se crea entonces un estado de aturdimiento, indefensión y modorra en el que crece con facilidad la parálisis social. El "espectáculo" de la vida va reemplazando así a la vida misma. Pero como dijo Gabriel García Márquez: "La invención pura y simple, a lo Walt Disney, sin ningún asidero en la realidad, es lo más detestable que pueda haber".

            Dado el grado de impacto social que alcanzan, los medios de comunicación, por el contrario, podrían jugar un papel de importancia decisiva en la transformación para una vida mejor. Pero la lógica del lucro no lo permite; las grandes compañías mediáticas terminan siendo, en todo caso, enemigas a muerte de cualquier intento de cambio; son, en otros términos, no sólo aliados del poder sino parte fundamental misma de la estructura del poder, con tanta o mayor preponderancia en el mantenimiento de las sociedades que las armas más sofisticadas. La guerra principal es hoy la guerra mediática.

            Surge ahí, entonces, la necesidad de otro tipo de medios comunicativos: son los llamados medios alternativos. Es decir: medios de comunicación no centrados en la dinámica empresarial, no centrados en el espectáculo de la vida sino en la vida concreta, en la lucha de la vida. La única manera de lograr esto es permitir, como lo manifestara el Informe MacBride, que "los miembros de la sociedad y los grupos sociales organizados puedan expresar su opinión". O sea: reemplazar el espectáculo, la representación de los hechos por la palabra de los actores mismos de los hechos. Eso son los medios alternativos de comunicación: instrumentos que sirven para darle voz a los sin voz.

            En una demostración de modestia, el desaparecido periodista argentino Rodolfo Walsh decía para referirse a los comunicadores: "Nuestro rango en las filas del pueblo es el de las mujeres embarazadas, o los viejos. Simples auxiliares, acompañantes". Tal vez había ahí un exceso de modestia; los medios de comunicación que se pretenden alternativos son más que acompañantes: están llamados a ser parte importantísima de la lucha por otro mundo.

            Medios de comunicación alternativos hay muchísimos, con una amplísima variedad en formatos, estilos, recursos y grados de incidencia. ¿Qué elemento común tienen una radio comunitaria que transmite en lengua suahili para algunas aldeas de Tanzania y una página electrónica como, por ejemplo, "Rebelión", donde escriben los más conspicuos intelectuales de la izquierda mundial? ¿Qué une a un periódico comunitario de una barriada pobre de Mumbay, en la India, con un canal televisivo como Catia TVe, de Caracas, cuya consigna es "no mire televisión: ¡hágala!"? El trabajar por una transformación social desde un espíritu solidario y no estar movidos por el afán de lucro empresarial, el hacer jugar a la población no el papel de consumidor pasivo sino el de sujeto activo en el proceso de comunicación.

            Esta enorme gama de medios que se reconocen como alternativos tiene como objetivo primordial ser un instrumento popular, una herramienta en manos de los pueblos para servir a sus intereses. Por cierto ello permite una gran versatilidad en la forma en que se implementan las acciones, pero el común denominador es constituirse en un campo alternativo en contra del discurso hegemónico de la industria capitalista de la comunicación y la cultura. Ante la institucionalización de la mentira de clase, ante la manipulación de los hechos y la presentación de la realidad como el colorido espectáculo vendible al que nos someten las agencias capitalistas generadoras de un tipo de información/cultura, surgen estos medios jugando el vital papel de contraoferta cultural.

            Constituirse en la instancia que da voz a los que no la tienen, ser la caja de resonancia de colectivos populares, de organizaciones de base y movimientos sociales organizados –asociaciones obreras o campesinas, sindicatos, comunidades barriales, expresiones culturales alternativas, etc.– es, en todo caso, un acompañamiento de vital importancia. En realidad no son sólo acompañamiento solidario sino expresión de un genuino poder popular.

            Por su misma naturaleza de extra oficiales, de vivir en el sistema pero en confrontación con él, todos los medios de comunicación alternativos padecen similares problemas: desde el ataque a la seguridad más elemental cuando arrecia la marea represiva hasta la crónica falta de recursos para funcionar en lo cotidiano. Ser "alternativo", en definitiva, impone esa situación: quien critica al statu quo y propone otras vías se enfrenta a los poderes fácticos. Ser alternativo –en todo, y en el ámbito comunicativo más evidentemente aún– lleva a estar en guerra continua.

            Si la lucha de clases, la lucha por un mundo más justo y solidario, por constituir una aldea global basada en el beneficio democrático de las mayorías y no sólo en el de las élites, si todas estas luchas implican un combate perpetuo, el campo de las comunicaciones, dada la importancia creciente que las mismas tienen en las sociedades modernas, pasa a ser un especialísimo ámbito de estas nuevas guerras.

            Los medios alternativos, populares e independientes viven en una virtual guerra, siempre al filo; y no puede ser de otra manera. Su papel en los procesos de cambio, de transformación profunda, es cada vez más importante. Entre otros tantos ejemplos que lo demuestran puede mencionarse, sólo por citar algún caso, el de la Revolución Bolivariana en Venezuela: fueron ellos, en contra de las poderosas cadenas comerciales, los que permitieron la gran movilización popular que impidió el golpe de Estado en abril del 2002. Sin ellos la derecha hubiera logrado su plan contrarrevolucionario. Esto demuestra que tienen en sus manos una muy importante cuota de poder.

            Los medios de comunicación alternativos son un principalísimo embrión de poder popular, y más allá de posibles falencias técnicas y pobreza crónica de recursos –quizá irremediables, dado su misma condición de no-integrados, de "marginales" en el buen sentido de la palabra– son una de las más efectivas armas de la democracia de base, de la democracia revolucionaria.

            Y si algo tan novedoso como un medio técnico de comunicación puede erigirse en una nueva arma en la lucha por un mundo de mayor justicia, eso ya nos habla de la necesidad de revisar muchos elementos de nuestra carga conceptual cuando nos referimos al socialismo. Hoy, entrado el siglo XXI, no podríamos decir que el mismo esté en crisis. Pero sí, sin dudas, vemos que es necesario detenerse a pensar qué fue lo que ocurrió el pasado siglo con las primeras experiencias que se proclamaron socialistas. El hecho que un medio alternativo pueda ser un instrumento quizá más efectivo para cambiar las relaciones de poder que una huelga, o eventualmente que un movimiento armado, nos alerta ya de la necesidad de esa reformulación, de esa relectura crítica.



¿Hacia una revisión del socialismo?


"El socialismo clásico fue prepotente y arrogante. Siempre nos enviaba a ver tal página para encontrar verdades y soluciones. Nos dieron catecismos. Y eso es un grave error."

Rafael Correa

"¿Puede sostenerse, hoy por hoy, la existencia de una clase obrera en ascenso, sobre la que caería la hermosa tarea de hacer parir una nueva sociedad? ¿No alcanzan los datos económicos para comprender que esta clase obrera –en el sentido marxista del término– tiende a desaparecer, para ceder su sitio a otro sector social? ¿No será ese innumerable conjunto de marginados y desempleados cada vez más lejos del circuito económico, hundiéndose cada día más en la miseria, el llamado a convertirse en la nueva clase revolucionaria?

Fidel Castro
           

            En pos de aportar algo a favor de la mejora del mundo en que vivimos, debe estudiarse detenidamente lo ocurrido en las experiencias de socialización desarrolladas en el pasado siglo; experiencias que tenían justamente, como objetivo final, promover un mejoramiento en la calidad de vida de las poblaciones a quienes estaban dirigidas; preámbulo, a su vez, de un proceso transformador pretendidamente universal.

            Hablar de "revisión" puede resultar ostentoso. El presente escrito no tiene más finalidad que ésta: invitar a iniciar un debate en torno al humanismo con el que, hasta ahora, se han intentado modificar las estructuras sociales. Podríamos decir: ¿hacia un nuevo humanismo? Un humanismo que no desconozca la naturaleza humana; un humanismo que apunte a replantear las relaciones para con la propiedad al mismo tiempo que los límites y flaquezas insalvables que nos constituyen. O si queremos decirlo en otros términos: abrir un debate en torno al poder como eje de lo humano.

            El surgimiento de la industria moderna trajo un sinnúmero de modificaciones en la historia. Una de ellas, si se quiere colateral por la forma en que nace, pero no por ello menos importante, es el ascenso de la organización sindical y las ideas de colectivización que desembocan, para mediados del siglo XIX, en el nacimiento del socialismo científico de la mano de Carlos Marx.

            Quizá como nunca había mostrado antes en la historia un sistema de pensamiento, las razones lógicas que lo sustentan se muestran incontestables. La andanada interminable de críticas que recibe, revela y ratifica a fuego aquella agudeza atribuida a Miguel de Cervantes (pero inhallable en el Quijote) de "ladran Sancho, señal que cabalgamos".

            El "fantasma" que recorría Europa hacia mitad de los 800 (el fantasma del comunismo) crece, gana adeptos, se constituye en fuerza política. Y ya entrado el siglo XX obtiene su mayoría de edad. La Rusia bolchevique marca el rumbo; luego se van sumando, lenta pero ininterrumpidamente, cantidad de países. La lista es larga; para la década del 80 una cuarta parte de la población mundial vive en naciones con sistemas socialistas. Hay enormes diferencias entre muchas de ellas, pero un común denominador para todas es que, en ningún caso, las revoluciones tienen lugar en los países más desarrollados industrialmente –tal como había pretendido la concepción original– sino, por el contrario, en las sociedades rurales más "atrasadas", más cercanas inclusive a los sistemas feudales.

            Pasadas varias décadas de desarrollo, el socialismo real entra en crisis. Hacer un balance acabado de cada una de estas experiencias sería un trabajo monumental, que dista muchísimo de las pretensiones aquí presentes. Lo que queda claro es que, por distintas razones, todas evidencian problemas que se suponía debían ser superados definitivamente: dieron marcha atrás en las confiscaciones, no lograron dignificar y liberar como se esperaba a todos y cada uno de sus habitantes en la misma medida. La corrupción, la malversación de fondos públicos, la burocracia, la ineficiencia estructural y el abuso de poder por parte de sus funcionarios, la militarización de la vida cotidiana, han marcado hondamente las distintas experiencias del socialismo real. Todos los habitantes eran iguales en su estructura social, pero hubo algunos más "iguales" que otros. Apúntese de paso que poco hicieron por terminar con el machismo o el desastre ecológico, más allá de declaraciones formales. Es importante señalar todo esto con un profundo espíritu crítico: estas características ya son por demás conocidas en el mundo de la libre empresa; la cuestión es ver por qué y cómo se mantuvieron en lo que se esperaba fuera una superación de problemas ancestrales. Hasta donde se puede comprobar estas "lacras" no desaparecieron en el socialismo.

            No hay ninguna duda que en todos los casos estas experiencias de construcción de un nuevo modelo se vieron sometidas a la agresión del poder capitalista, más o menos abiertamente. Tuvieron que soportar guerras, presiones de las más diversas, competir en un plano de desigualdad con sus oponentes "occidentales". Pero también hay razones intrínsecas que impidieron el crecimiento, material y espiritual, tal como se había contemplado. La redención de la Humanidad debió seguir esperando.

            De más está decir que la "contraparte" del socialismo no ha podido resolver los problemas de atraso, explotación y olvido en que ha permanecido –y todo indica que seguirá permaneciendo, al menos por ahora, y quizá ahondando esa situación– una gran parte de la población mundial. Sólo para graficarlo rápidamente: en el mundo actual, según datos de Naciones Unidas, 1.300 millones de personas viven con menos de un dólar diario (950 en Asia, 220 en África, y 110 en América Latina y el Caribe); hay 1.000 millones de analfabetos; 1.200 millones viven sin agua potable. El hambre sigue siendo la principal causa de muerte. En la sociedad de la información, la mitad de la población mundial está a no menos de una hora de marcha del teléfono más cercano. Hay alrededor de 200 millones de desempleados y ocho de cada diez trabajadores no gozan de protección adecuada y suficiente. Lacras como la esclavitud (¡esclavitud!, en pleno siglo XXI), la explotación infantil o el turismo sexual continúan siendo algo frecuente. El derecho sindical ha pasado a ser rémora del pasado. La situación de las mujeres trabajadoras es peor aún: además de todas las explotaciones mencionadas sufren más aún por su condición de género, siempre expuestas al acoso sexual, con más carga laboral (jornadas fuera y dentro de sus casas), eternamente desvalorizadas. Según esos datos, también se revela que el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan los 1.000 millones de dólares –que pueden caber en un Boeing 747supera el ingreso anual combinado de países en los que vive el 45% de la población mundial. El capitalismo no quiere ni puede superar todo esto (y es obvio que no tiene la más mínima voluntad siquiera de planteárselo).

            Ahora bien, ¿qué pasó con el socialismo real? Dejemos de lado, aunque sin minimizarlo obviamente, el ataque capitalista. Explicar todos los fenómenos en función de una sola causa: la agresión externa, el bloqueo, la maldad del enemigo en definitiva, libera de la autocrítica. Tal vez se trata, combinándola con los anteriores motivos, de emprender una revisión profunda –y honesta– de temas eludidos en la cosmovisión marxista: la relación del sujeto con el poder.

            Quizá no hay nada más genuinamente humano que la lucha por el poder. Proceso que es propio de la especie humana, pues los mecanismos animales asimilables (delimitación de territorios, pelea entre los machos por las hembras) se explican enteramente por dispositivos biológicos. Forzosamente el poder se liga con la fuerza, la diferencia, la violencia. Esto es constitutivo del fenómeno humano y no una "desviación". Stalin, Ceaucescu, Pol Pot, eran marxistas. ¿Lo que ellos hicieron habrá sido lo que pergeñó un humanista de la profundidad de Marx? Seguramente no. Pero no hay duda que estas teratologías se nutren en su texto. ¿Puede justificarse que el asesinato de Trotsky era "políticamente necesario"? Si se lo admite, ¿de qué "hombre nuevo" estamos hablando?

            Que la violencia esté entre nosotros no significa que ese sea nuestro sino final. La cuestión es: una vez sabido esto, ¿cómo lo procesamos? ¿O nos quedamos justificando la "teoría" del garrote? De alguna manera puede decirse que en el marxismo clásico, aquel que sirvió de aliento para plantearse un "hombre nuevo" y una sociedad superadora de las injusticias sociales, se partió de la idea original de un homo bonus.

            "¡El día que el triunfo alcancemos / ni esclavos ni siervos habrá. / La Tierra será un paraíso / la Patria de la Humanidad!" El colapso de la Unión Soviética, y consecuentemente la crisis de todos los países que, de una u otra manera tenían en ella un referente –impuesto o no–, muestra que todavía se está muy lejos de edificar ese paraíso preconizado en la Marcha Internacional de los Trabajadores. Y la masacre de Tiananmen en Pekín nos alerta respecto a que la tolerancia de las diferencias es aún una meta muy lejana. Que el crecimiento económico-militar de China (¿se le podrá decir socialista actualmente?) la coloque quizá en la perspectiva de ser un coloso con gran poder de decisión mundial en los años venideros no quita la necesidad de esta reformulación sobre el "hombre nuevo". ¿Se puede construir una nueva sociedad con los viejos modelos? ¿Puede construirse socialismo con los esquemas del individualismo competitivo?

            Tal vez sea necesario replantear la noción de ser humano de la que hemos estado hablando desde el surgimiento del mundo moderno; quizá por ese derrotero (el ego cartesiano cerrado) no hay más camino que desembocar en un hombre "viable" y uno "excedente". Hoy día los ideólogos de la libre empresa omnipotente han hecho de esta diferencia una cuestión de fe. Oponer a esto un reino de la solidaridad natural no ha demostrado ser muy fructífero, pues cuando ella falló se la impuso por decreto; y nadie es "buena persona" porque el Comité Central de un partido lo decida. (Como nadie es ateo o solidario por imposición).

            Es curioso (¿triste se podría agregar?) ver que en las repúblicas de la extinta Unión Soviética la gente persiste en las intolerancias que, era de esperarse, estarían superadas tras siete décadas de socialismo, de nuevas relaciones sociales, de justicia y solidaridad. Las guerras religiosas e interétnicas en buena parte de Europa Central y Oriental, otrora socialista, marcaron el paso de la restauración capitalista (no muy distintamente a como sucedía en la Edad Media). El Muro de Berlín –con toda la imparcialidad del caso hay que admitirlo– fue derribado por los propios alemanes del Este, los mismos que hoy promueven grupos neonazis furiosamente xenofóbicos, no muy distintamente al racista Ku Klux Klan en el Sur de Estados Unidos.

            ¿Era entonces una mera quimera inalcanzable la Patria de la Humanidad levantada apenas hace unos años por el socialismo? Quizá no; quizá, y esto cambia radicalmente todo el panorama, se partió de premisas equivocadas en cuanto a las posibilidades reales del cambio aspirado, por lo que el resultado obtenido resultó ese producto tan especial que conocimos. No está de más recordar que "el camino del infierno está plagado de buenas intenciones".

            La obra de Marx, vasta, profunda, universal –como lo era toda la filosofía clásica alemana de la que él fue uno de sus más connotados discípulos– presenta varios niveles de análisis: filosófica, económica, política. Transcurrido más de un siglo desde su muerte muchas de sus revelaciones en el campo económico-social continúan siendo verdades inobjetables. Verdades, por otro lado, que ya habían sido entrevistas y tibiamente formuladas –por supuesto no con ánimo revolucionario– por los clásicos de la economía política inglesa (Adam Smith, David Ricardo), quienes en forma paradójica son los referentes obligados del actual neoliberalismo, paradigmáticamente opuesto al marxismo.

            Como se ha dicho en más de una ocasión: Marx, sin con esto desmerecer la originalidad de su creación, sintetizó los descubrimientos de la economía liberal inglesa (teoría del valor, plusvalía, leyes generales del capital), la filosofía idealista alemana (dialéctica hegeliana, filosofía de la Historia) y la formulación política francesa surgida de la primera experiencia de autogestión popular conocida: la Comuna de París de 1871. El resultado de todo esto fue lo que recogieron los movimientos populares de fines del siglo XIX (sindicatos industriales), y los más diversos grupos del siglo XX: desde partidos urbanos a guerrillas rurales, pasando por una amplia y variada gama de expresiones contestatarias del capitalismo.

            De las tres fuentes inspiradoras, seguramente la práctica política fue la más débil, la menos desarrollada. De hecho fue una experiencia muy fugaz, inédita. De la nada, prácticamente, se improvisó una respuesta que iba en contra de una tradición milenaria: organizar la autogestión de una comunidad. El desafío fue enorme. El logro obtenido: muy grande en algún sentido (la Comuna fue exitosa por un período), pero débil en cuanto a su impacto a largo plazo. Hoy día la autogestión sigue siendo un reto, y después de las experiencias vividas de socialismo real todo indica que sigue habiendo ahí un interrogante abierto. Las experiencias de Cuba o la actual Revolución Bolivariana en Venezuela pueden dar interesantes luces al respecto.

            La pregunta respecto a cómo organizar nuevas relaciones sociales –más justas, más equitativas– en el momento mismo de tener que implementarlas en tanto proyecto político, permanece poco debatida. Marx tomó la experiencia que tenía a la mano para dar respuesta a ello; y que era, por otro lado, la única respuesta posible, dado que no había, en el contexto académico-intelectual donde se moldearon sus ideas en el siglo XIX, otro referente. Luego, de la Comuna de París a la dictadura del proletariado en tanto concepto, sólo había que dar un paso. Y lo dio.

            A la luz de lo experimentado el siglo XX el tema de la autogestión popular, más que la crítica económica, más que el pensamiento de denuncia social, se evidencia inconsistente. Muchas de las experiencias autogestionarias habidas, válidas, de fuerte impacto, no fueron marxistas, no tenían en su horizonte la dictadura del proletariado como momento a transitar en pos de una etapa superior de abolición de toda forma de desigualdad. Y en las experiencias de construcción del socialismo la autogestión, más allá de declaraciones formales de los aparatos políticos en el poder, han dejado importantes vacíos. De hecho la democracia real, de base, participativa, es una experiencia bastante poco desarrollada. Una vez más: Cuba y Venezuela la intentan, y ese es el modelo al que debemos prestar atención.

            Las experiencias de gobierno local, de grupos de autogestión (muy diversas por cierto: vecinos organizados para defender sus intereses barriales, cooperativas de productores, o de consumidores, usuarios de redes informáticas, movimientos de desocupados, etc.) son intentos muy válidos de dotar de poder a grupos pequeños. En la práctica funcionan, satisfacen necesidades. Sirven, verdaderamente, como alternativas a los proyectos políticos generales en el marco de los países capitalistas. El problema se presenta cuando la organización de toda una comunidad –hablando ya de países en sentido moderno: Estado-nación con millones de habitantes, aquellos sobre los cuales la idea de la revolución socialista ha visto siempre su objetivo– intenta concebirse desde estos parámetros superadores de toda la historia conocida. Valga decir que desde el marxismo clásico siempre se concibió la idea de revolución en términos de abolición del Estado capitalista, y en las sociedades del hoy llamado Tercer Mundo (en algunos casos con una pesada herencia precapitalista) era de esperarse un tránsito hacia la industrialización que desembocara, posteriormente, en el paso al socialismo como necesidad histórica. La idea de construcción de nuevas relaciones políticas entre la gente se resumió entonces en la dictadura del proletariado. Pero esta idea no parece haber prosperado. ¿Qué falló?

            Es este el lado más débil de la teoría socialista, el que clara y abiertamente se puede (y debe) criticar. El debate en torno a las relaciones de poder –o si se quiere: a la lógica y dinámica de la violencia como elemento constitutivo del fenómeno humano– lejos de estar abierto a la discusión ha sido cerrado. Pareciera de vital importancia propiciar ese intercambio si se pretende proponer alternativas nuevas a un orden social injusto y condenatorio para tanta gente a la exclusión y la falta de desarrollo. Pero curiosamente de eso no se ha hablado. ¿Vicios pequeño-burgueses? ¿Desviaciones? Quizá temor a despejar un tema que, ¿por qué no decirlo claramente?, ha sido tabú en la izquierda. ¿No son el poder, la codicia, la prepotencia, posibilidades humanas? ¿Por qué desconocerlas? No está de más recordar que las disputas por protagonismo entre partidos políticos de izquierda o entre organizaciones de derechos humanos son horrorosamente encarnizadas; muchas veces, inclusive, causa de los fracasos de sus estrategias. ¿Por qué el "hombre nuevo" en el socialismo siempre se ha empezado concibiendo a partir de imágenes quasi militares: el comandante ejemplar, heroico y abnegado? –dicho sea de paso, siempre varón–. ¿Puede una revolución tener como garantía final la existencia de una sola persona? ¿Qué pasa si desaparece esa persona?

            Tal vez la mejor manera de evitar el abuso de todo esto, del poder, de la codicia, es no partir de una consideración ingenua que lo niegue sino, más sanamente, tomarlo como normal, y buscar los mecanismos sociales-legales que permitan afrontarlo, debatirlo, procesarlo. Después de lo que hemos presenciado durante el siglo XX ¿estamos autorizados a creernos que las dictaduras vividas en los países socialistas eran del proletariado?

            Marx no conoció nuestras ciencias sociales actuales. Su cosmovisión antropológica participa, por tanto, de las concepciones de su tiempo, imbuidas del espíritu romántico alemán, del Sturm und Drang como movimiento intelectual. Por razones cronológicas obvias no llegó a saber de desarrollos ulteriores en el campo de las humanidades que, si bien no cuestionan de fondo el pensamiento marxista, abren algunos interrogantes que la práctica política del socialismo real no retomó. Su lectura de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo desembocó en el materialismo dialéctico, pero no cayó dentro de su esfera de intereses el tema de la subjetividad, de la lógica interna del poder. El sujeto de la historia es concebido como sujeto social, como clase. Hoy día, a instancias de lo que las ciencias sociales nos han develado, no es posible omitir en el fenómeno humano el aspecto subjetivo. Lo humano no se agota en un abordaje político-social; lo "individual" es siempre social (recordemos aquello de que "el nombre propio es lo menos propio que tenemos", en tanto viene de otro. El yo se constituye a partir del otro social). En algún sentido todo lo humano es político, por decir social, aunque no todo es práctica política, ejercicio político. La historia no puede explicarse por los caprichos personales de algunos gobernantes, sin dudas; pero para entender la historia –y predecirla, y darle dirección– debe partirse por conocer quién es y cómo es en su intimidad el sujeto que la ejerce. Es decir: cómo somos los seres humanos que le damos vida, cuáles son nuestros deseos, qué fuerzas nos mueven.

            Los erráticos procesos políticos que no terminamos de entender no pueden explicarse solamente en términos de lucha de clases (aunque ello sea, sin dudas, un horizonte desde donde comenzar). ¿Por qué los alemanes masivamente se hicieron nazis durante la época de Hitler, o por qué Stalin ("una persona muerta es una tragedia; un millón: una estadística" pudo decir sin empacho), quien podía estar de acuerdo con un asesinato político como el que mandó perpetrar contra Trotsky, o condenar a muerte a millones de compatriotas "contrarrevolucionarios", se hizo del poder a la muerte de Lenin pasando a ser el "padrecito adorado" de toda la nación? ¿Cómo explicar que los sandinistas en Nicaragua, quienes desplazaron a una feroz dictadura gracias al masivo apoyo de la población, fueran expulsados luego por el voto popular?, ¿cómo entender que militares como Hugo Banzer en Bolivia o Efraín Ríos Montt en Guatemala –confesos dictadores– vuelvan al poder con el aval eleccionario de la misma gente que reprimieron años atrás? Es, salvando las distancias, como tratar de entender por qué los seres humanos siguen fumando pese a saber de los peligros del cáncer de pulmón, o por qué el no uso del preservativo pese al conocimiento de la pandemia de Sida. La noción del saber racional no alcanza. Y de ninguna manera puede pensarse en estos fenómenos en términos de psicopatología.

            Muchas de las reacciones, conductas y procesos "incomprensibles" de los humanos, y más aún en lo que concierne a situaciones masivas, colectivas (linchamientos, peleas entre pandillas o entre porras de equipos rivales, manipulaciones o desbordes grupales de cualquier índole: sectas religiosas, modas, fanáticos de algún ídolo, etc.) pueden comprenderse, y eventualmente predecirse y/o manejarse, si se parte de conceptos desconocidos en la época de Marx: psicología social, teoría del inconsciente, comunicación social, semiótica. El manejo de las masas humanas pasó a ser una técnica imprescindible para los factores de poder, y por su intermedio se moldea la historia. Como lo decíamos cuando nos referíamos a los medios masivos de comunicación: la abrumadora mayoría de conductas que desplegamos a diario están premeditadas, calculadas, orientadas por unos pocos grupos de poder. Con toda profundidad lo expresó Raúl Scalabrini Ortiz: "nuestra ignorancia está planificada por una gran sabiduría".

            En esta dimensión, sabiendo que cada vez más los medios masivos de comunicación moldean la conciencia de las grandes masas, y más que ningún medio la televisión, no es imposible concebir una cultura de la imagen cada vez más omnipotente (a propósito pensemos en el crecimiento ininterrumpido de lo audiovisual a expensas de la lectura o de la tradición oral), destinada a manipular íconos, imágenes preconcebidas, y que impide consecuentemente el pensamiento analítico. El hombre del futuro, que tal como van las cosas no pareciera ser precisamente el ideal del "hombre nuevo" del socialismo, es un ser consumidor de imágenes sentado ante una pantalla (de televisión, de computadora, de videojuego); un sujeto pasivo no pensante; siempre el horizonte está ya preestablecido. Pero junto a esto, curiosa y paradójicamente se constata que una muy buena parte de la población mundial no tiene acceso a energía eléctrica, y muchos menos a las tecnologías informáticas. El futuro ya está escrito, y no parece muy promisorio por cierto. Pero ¿y aquellos que no disponen de esta parafernalia técnica: sobran entonces?

            La autoconciencia, la conciencia de clase del proletariado, son figuras filosóficas; un proletario, para decirlo aludiendo al discurso marxista clásico, ¿aspirará a abolir superadoramente sus contradicciones intrínsecas? ¿Se sabe realmente "redentor de la Humanidad"?, ¿sabe acerca del papel histórico que, se supone, está llamado a cumplir? Quizá envidia al gerente, lo cual no quita que también pueda entrar en huelga si sus intereses son perjudicados. La racionalidad política no parece ser lo dominante; antes bien "la manipulación de las emociones y el control de la razón" explican mucho más certeramente cómo el poder se perpetúa. Las migraciones de habitantes pobres del Tercer Mundo hacia el Norte próspero no son una forma de dignificar y modificar sus propias realidades paupérrimas; pero son las conductas constatables. Para muchos países pobres, de hecho, las remesas que envían los migrantes son la principal fuente de subsistencia. Valga agregar, por otro lado, que esas migraciones se dan con ritmos de crecimiento alarmantemente ascendentes, lo cual termina convirtiéndose indirectamente en un elemento de cambio social más profundo que las mismas guerrillas antiimperialistas. De ahí, seguramente, la premura de los mecanismos de "ayuda" al Tercer Mundo para evitar esos éxodos, más bien por el peligro que representan para las sociedades opulentas y estables del Norte que por un espíritu solidario para con los más necesitados. Pero quien detenta el poder y sus beneficios parece que no quiere compartirlo. Y si la "ayuda" internacional no sirve, ahí están los muros electrificados de contención. Todo migrante sabe que el Norte no le abre los brazos con mucha solidaridad, precisamente; pero ahí están, no obstante, viajando en las peores condiciones, cruzando desiertos o arriesgando sus vidas en el mar. ¿Y la dignidad? La necesidad es más fuerte que los principios.

            Marx, hijo de su tiempo como cualquier gran genio también, pensaba en una universalización necesaria del modo de producción capitalista en tanto condición para la revolución mundial, que vendría de la metrópoli hacia la periferia. Quizá hoy esa visión sería tachada de eurocentrista; pero era el fermento revolucionario más demoledor a mediados del siglo XIX. Ni a Marx ni a ningún socialista se le hubiera ocurrido 150 años atrás levantar una crítica por el crecimiento impetuoso de la producción industrial; antes bien eso era una premisa para la maduración de la clase obrera mundial, eslabón fundamental de la gran transformación en ciernes. Pero hoy día la forma en que esa producción siguió su curso (nada distinta la capitalista que aquella que tuvo lugar en la Unión Soviética o la que vemos en la República Popular China) pone en peligro la habitabilidad misma del planeta, ante lo que surge la crítica de un movimiento ambientalista que no es necesariamente marxista, y que sin embargo tiene una proyección de respeto por la vida y defensa de las condiciones de sobrevivencia humana especialmente importantes. En algunos casos más "humana" que mucho de lo que el mismo socialismo llevó adelante.

            Elementos que eran impensados (e impensables) cuando la fundación del socialismo científico, e incluso en los albores de las primeras experiencias de construcción soviética, hoy son los factores de contestación social y cultural más dinámicos: movimientos por los derechos humanos, ecologismo, liberación femenina, grupos de defensa de consumidores, reivindicación de culturas y etnias locales, diversas expresiones autogestionarias. A lo que podría agregarse, como elemento distorsionador del statu quo con explosivo potencial político: migraciones masivas incontenibles de población tercermundista hacia los centros más desarrollados.
            Desde el mundo del capital no hubo, obviamente, una crítica constructiva respecto a las premisas básicas del socialismo. Por el contrario uno y otro sistema fueron enemigos irreconciliables, y su pugna –por décadas– marcó la Guerra Fría (la Tercera Guerra Mundial, a decir de algunos). Pero lo más curioso es que el mismo socialismo no fue autocrítico, como en general no lo es ningún sistema cerrado en sí mismo: una religión, una secta. Lo que parecía podía ser el instrumento para forjar una Humanidad mejor terminó bastante mal. Caído el muro de Berlín, símbolo de la caída universal de la era soviética, uno de los dos oponentes de aquella guerra sale como claro triunfador. Pero esto lleva a la reflexión inmediata: no terminaron las injusticias, ni las desavenencias, ni el conflicto como motor. Tras esa derrota se pierden reivindicaciones laborales y sindicales logradas décadas atrás. Hoy día los pobres son más pobres, más que hace unos años inclusive, y aparentemente sin muchas esperanzas de mejoría a la vista. El sueño de las mayorías ya no es mejorar su nivel de ingresos económicos sino, simplemente, tener trabajo. Como mínimo es necesario entonces revisar qué y cómo es posible esperar en el mejoramiento de la Humanidad. Es decir: ¿cómo seguir alentando la utopía de un mundo mejor?



¿Cómo darle forma a la utopía? El socialismo y el poder

           
            Fundándose en una teoría científica de la sociedad, de su estructura y de su historia (pero faltando, sin dudas, una teoría del sujeto con similar rigurosidad en su formulación), el pensamiento socialista apareció como propuesta de comprensión de la realidad humana, y mucho más aún, como proyecto de transformación de la misma.

            Formulada con valor de teoría, sin ningún lugar a dudas tuvo características de utopía. Es decir: funcionó como la presentificación de una aspiración, de un deseo puesto como meta alcanzable. Hoy, luego de la caída del campo socialista, la palabra "utopía" está más que nunca cargada de connotaciones negativas; es, en todo caso, sinónimo de quimera, fantasía, mera ilusión. En el socialismo clásico, por el contrario, era el horizonte de llegada de un proceso racional, estaba plena de positividad.

            "Sociedad sin clases", "reino de la igualdad", "solidaridad sin fronteras", han sido y siguen siendo utopías. Pero utopías no en el sentido de sueños vanos, evanescentes fantasías sin asidero. Utopías como aspiración de un mundo más justo, más equitativo. Utopías –ahí está su fuerza justamente– como proceso de búsqueda. Hoy, caídas las primeras experiencias que transitaron la senda socialista, es pertinente plantearse en qué medida esas aspiraciones son utopías en sentido negativo o positivo.

            Por lo pronto parece demostrarse que, en tanto especie humana, necesitamos siempre esta dimensión de búsqueda de un ideal, de un paraíso que funciona como horizonte que nos llama. La diferencia que se da con el socialismo científico, con el marxismo, es que esta construcción pretende tener los pies sobre la tierra. Es la búsqueda de un ideal, ¿quizá de un paraíso?, sobre la base de una formulación rigurosa y asentada en una realidad material. En este sentido el socialismo es una utopía éticamente válida. Si sus primeros pasos no dieron todos los resultados que se esperaba, tampoco puede desvirtuárselos. De lo que se trata es de revisar por qué no funcionó en la forma prevista.

            El socialismo es, en esencia, la aspiración a un mundo más justo. En sus albores hacia el siglo XIX –y durante las primeras experiencias de su construcción ya en el XX– esa justicia se interpretó en términos de equidad económica. Hoy día, a partir de la enseñanza histórica, podríamos ampliar la mira: la justicia tiene que ver además con la democratización de los poderes, con su horizontalización.

            "Una economía planificada no es todavía socialismo. Una economía planificada puede estar acompañada de la completa esclavitud del individuo. La realización del socialismo requiere solucionar algunos problemas sociopolíticos extremadamente difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización de gran envergadura del poder político y económico, evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa y arrogante? ¿Cómo pueden estar protegidos los derechos del individuo y cómo asegurar un contrapeso democrático al poder de la burocracia?", se preguntaba Albert Einstein, que además de físico genial era un agudo pensador social de izquierda.

            Si algo debe criticarse a la mayoría de las experiencias socialistas conocidas hasta la fecha es justamente su falta de democratización del poder. Que su concentración suceda en las sociedades no-socialistas no debe sorprender; en ellas, más allá de la declamada democracia formal –que encierra básicamente una perversa hipocresía–, el poder absoluto queda en manos de las grandes empresas (hoy transformadas en monstruos multinacionales con presupuestos mayores al de muchos países pobres, y con un poder político descomunal, a veces más grande que el de los aparatos estatales). La cuestión se plantea en el manejo del poder que ha tenido el socialismo. Algo ahí no funcionó; ¿era una tonta utopía suponer que se iba a poder horizontalizar el poder?

            Poder popular: ahí está el gran desafío. ¿Cómo?

            Como dijimos, el hecho que posibilitó pensar en una alternativa real para la construcción del socialismo fue la Comuna de París, intensa experiencia de poder popular espontáneo de sólo un breve tiempo de duración ocurrida en el ya lejano 1871. Fue a partir de esta circunstancia inaugural que los fundadores teóricos del socialismo científico, Marx y Engels, conciben la "dictadura del proletariado" como mecanismo para la subversión del poder de la clase actualmente dominante e inicio de la edificación de una sociedad sin clases.

            El espíritu de la Comuna es lo que ha guiado y sigue guiando este tipo de iniciativas autogestionarias. Hoy, entrados en crisis los modelos de partido único con que se dieron los primeros pasos del socialismo, es necesario reflexionar sobre aquella experiencia histórica. La cual, a su vez, se liga con otra gesta no menos importante que también tuvo lugar en París casi un siglo después: el mayo francés de 1968.

            Definitivamente el sistema pluripartidista que nos trajo la democracia parlamentaria moderna, si bien constituye un avance con relación al absolutismo monárquico y las estructuras feudales, lejos está de ser una auténtica representación de todos los sectores sociales. En forma disfrazada, no deja de ser una dictadura de la clase capitalista. Para la gran mayoría de la población mundial ya no es tanto el látigo el que intimida sino el fantasma de la desocupación (un látigo más sutil, por cierto). La esclavitud ahora es asalariada.

            Ahora bien: ¿puede la utopía socialista ir más allá de este corrupto sistema de partidos políticos y generar un auténtico poder popular?

            Según concibió la teoría marxista clásica debe ser un partido revolucionario representante de las fuerzas sociales más progresistas quien lidera el proceso transformador. Y ahí se abre un debate hasta ahora nunca saldado. ¿Partido obrero? ¿Movimiento campesino? ¿Vanguardia armada? ¿Frente popular multiclasista?

            Como vemos, los pasos que deben llevar a la construcción de un orden nuevo son diversos, debatibles, incluso cuestionables. ¿Por dónde empezar? ¿Y el partido revolucionario único?

            "La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido, por numerosos que ellos sean, no es libertad. La libertad es siempre libertad para el que piensa diferente", decía hace ya casi un siglo Rosa Luxemburgo. La "dictadura del proletariado" tuvo más de dictadura que de otra cosa. Dicho esto, sabido y sufrido todo esto, debemos abrir la autocrítica.

            Sin dudas no es una quimera la intención de cambiar las relaciones entre los seres humanos. Es, si se quiere, un imperativo ético: la sociedad de clases es un atentado contra la especie humana, y el capitalismo desarrollado lo es también contra el planeta. Por tanto no es un sueño infantil aspirar a su modificación. De hecho, además, de forma lenta pero sin pausa, la humanidad va cambiando, va buscando mayores cuotas de justicia, de participación popular (las monarquías no están en ascenso y la esclavitud física, aunque no desapareció totalmente, tampoco está en crecimiento). Lo que se visualiza como utopía –en el sentido que prefiramos– es el camino a seguirse para conseguir el fin. Dicho en otros términos: ¿cuál es el instrumento que posibilita cambiar la sociedad a favor de las mayorías explotadas?

            La Comuna de París y el mayo francés se proponen como referentes: el "pobrerío" al poder, la imaginación al poder. Podemos estar de acuerdo con que otro mundo es posible; la cuestión es cómo construirlo. Es decir: ¿cómo se afianzan y tornan sustentables las experiencias autogestionarias? Más allá de la reacción, la protesta, la lucha contestataria (momentos imprescindibles en esta construcción), a la luz de lo que fueron esos intentos de edificación de algo nuevo, las preguntas siguen abiertas.

            ¿Habrá que convencerse que el poder popular, el poder horizontalizado, es una pura quimera, una utopía en sentido negativo? La figura del Amo y del Esclavo de Hegel en tanto modelo de la dialéctica definitoria de la relación interhumana ¿no se equivoca entonces? Con lo que tenemos de ejemplo hasta ahora, con todo lo que las experiencias humanas nos han aportado a lo largo y ancho de la superficie de nuestro planeta y en lo que llevamos de historia como especie, en principio todo ello nos autoriza a decir que sí, efectivamente, Hegel no estaba muy equivocado.

            El poder fascina. Esto, parece, es válido universalmente. Cualquier experiencia de ejercicio de poder nos confronta con la dificultad tan grande de lograr evitar caer en similares tentaciones, desde el Gengis Khan a Ceauscescu, del poder que confiere manejar un automóvil respecto al peatón al hecho que un sirviente nos abra la puerta del ascensor, del profesor en su cátedra a Suharto o Somoza en sus lugares de autócratas. ¿Cómo entender la permanencia del machismo sino es por el mantenimiento de un poder de los varones sobre las mujeres? ¿Cómo puede repetirse tan frecuentemente la corrupción de dirigentes sindicales y la traición a su clase si no es por la fascinación que traen las cuotas de poder que el sistema le confiere? Renunciamientos al halo mágico del poder, aunque de hecho puedan darse, no son fáciles –por otro lado, ¿por qué habrían de serlo?, si justamente lo humano es tal en torno a esa dialéctica, se constituye sobre ese paradigma amo-esclavo–. ¿Qué adinerado está dispuesto a compartir su fortuna con el pobrerío? ¿Qué varón está dispuesto a perder sus privilegios sociales sobre la mujer?

            Si el Che Guevara renunció a su puesto en la Revolución cubana, ¿fue realmente para seguir con la causa universal de la lucha revolucionaria, o porque no había lugar para dos grandes en la isla? El catecismo nos dirá una cosa, sin dudas, pero ¿y la autocrítica?
            En la tradición socialista nunca se ha debatido seriamente el tema del poder, de la fascinación del poder. La sola mención de "poder popular" como fórmula mágica no excusa –la historia lo constata– de la necesidad de mantenerse alertas ante las recaídas en las mismas repeticiones de siempre. ¿Por qué siempre las revoluciones socialistas estuvieron ligadas a la figura de un gran líder? (por cierto, siempre varón). ¿Por qué estos líderes se permiten legar herederos políticos? ¿Por qué siempre los mismos errores? Se podría haber pensado que en la construcción del mundo nuevo las purgas en masa de Stalin quedaban en la historia estigmatizadas como lo que nunca debería repetirse, y que ya nunca volvería a verse un abuso de autoridad por parte de un dirigente revolucionario. Pero no: vemos que el autoritarismo, la jerarquía, la verticalidad en el mando siguen siendo prácticas aún vigentes en la izquierda (no falta por ahí algún comandante machista y violador incluso). ¿Y la autocrítica?

            Cuando se ha pensado en transformar el mundo (utopía en el sentido literal que el inventor de la palabra, Tomás Moro, le diera: "lugar que no está en ningún lugar"), cuando la tradición socialista apuesta por la construcción de una cosa nueva, ahí es donde surgen los problemas.

            Los problemas son de dos tipos: por un lado –esto no es ninguna novedad obviamente– la reacción de las fuerzas conservadoras, de aquellos que perderían con un cambio. Obstáculo de enormes proporciones a vencer, mucho más grande que hace un siglo, cuando se comenzaba a hablar de poder popular, de la comuna de París. Obstáculos que hoy, con un poder militar inconmensurable por parte del capitalismo desarrollado, y más aún de su potencia hegemónica, son de una naturaleza casi insalvable (hoy quizá sea más fácil molestar a la lógica capitalista por medio de un hacker que con un llamado a la toma de las armas por parte del pueblo unido).

            ¿Pero qué hacer entonces?

            ¿Cómo enfrentarse al Fondo Monetario Internacional, a las bombas inteligentes, a los satélites de espionaje, al fantasma de la desocupación, a los medios de comunicación masivos de escala planetaria? El mundo de hoy, luego de la caída del muro de Berlín, está inclinado de modo escandalosamente unipolar hacia el lado del gran capital, y por cierto que no se ve muy fácil cómo golpearlo. La derecha ha aprendido de sus errores más rápido y mejor que la izquierda, y hoy día ya no son concebibles ni una comuna de París ni un mayo francés, sencillamente porque el poder dominante lo puede controlar con relativa suficiencia.

            Pero si eventualmente la correlación de fuerzas permitiera –concédasenos jugar un momento a las utopías– realizar los cambios pertinentes, surge con no menos fuerza el otro problema: confiscadas las empresas industriales, repartidas las tierras, promovido el estado de bienestar por medio de iniciativas populares (salud y educación gratuitas y de calidad, créditos hipotecarios, cultura para todos), ¿cómo organizamos el poder popular? ¿Cómo evitar que se repitan las purgas stalinistas o el machismo y la impunidad de algún comandante?

            "Una nueva organización de izquierda debe crear antídotos desde su momento fundacional para todas estas deficiencias del pasado", reflexionaba Carlos Figueroa Ibarra. Pero quizá no haya antídoto contra mucho de lo que conocemos como experiencia humana. Si el poder fascina a todos por igual, si el sujeto se constituye contra la imagen del otro, parece que es utópico buscar una "bondad" esencial entre los seres humanos. Pero más aún: quizá sea desubicado, tonto, inconducente, mantener un maniqueísmo de buenos y malos, de carácter más bien religioso, donde el poder y los poderosos son intrínsecamente "malos" y los desposeídos son los "buenos". El "hombre nuevo" –que por definición tiene que ser "bueno"– de momento parece que no está muy cerca de prosperar aún. ¿Hay ya "hombres nuevos" por algún lado? ¿Puede haberlos? ¿"Nuevos" en qué sentido: que ya no se fascinan con el poder? No debemos olvidar que el Che, por ir a luchar al Africa en nombre de la revolución universal, dejó abandonada su familia en Cuba. ¿"Padre abandónico" lo llamaríamos hoy desde la psicología? ¿Se le debería promover juicio por abandono de hogar? Si bien su figura es un ícono imperecedero para la ética socialista, también abre una pregunta: ¿los seres humanos comunes y corrientes podemos ser como él? No olvidemos que en medio del monte, en plena lucha guerrillera, el Che llevaba un diario donde calificaba las conductas revolucionarias de su tropa. No hay dudas que esto de horizontalizar las relaciones humanas es todavía una aspiración. ¿Cuál es la vacuna contra el afán de poder?

            Quizá lo que podemos plantear es la necesidad de la participación popular como un camino importante, tal vez el más importante, para la construcción de un mundo distinto. Que el poder se desconcentre, que se reparta entre todos y todas: ahí hay una vía vital para algo realmente superador. Que nadie pueda "mirar desde arriba" a nadie.

            Que "otro mundo es posible" está fuera de discusión; posible e imperiosamente necesario. Sobre lo que debemos seguir profundizando es en el cómo lograrlo. Participación popular, poder popular, son conceptos que van más allá de la concurrencia a las urnas cada tanto tiempo, o la participación en un acto público el 1º de mayo, o una marcha populosa. Y vas muchísimo más allá, también, de la organización territorial puntual: el comité de barrio que se encarga del alumbrado público de la pavimentación de un sector de la ciudad o la instalación del agua potable en una aldea rural, que gestiona alguna respuesta a una necesidad puntual. El poder popular debe apuntar a algo infinitamente más amplio que eso. La experiencia de los intentos socialistas habidos nos va demostrando que la construcción del partido revolucionario presenta significativas contradicciones. La supuesta pluralidad partidaria de las democracias burguesas no tiene absolutamente nada que ver ni con la participación ni mucho menos con el poder popular. Autogobierno local, autogestión obrera de la producción, movimientos cooperativos –y en esa línea también: comuna de París y mayo del 68– son hitos que ya existen y deben potenciarse. He ahí donde debemos nutrirnos para ver por dónde caminar.

            Debemos estar conscientes que cada individuo es, ante todo, parte de una masa; y que la masa tiende a ser conservadora, no crítica, fácilmente exaltable. La idea de "hombre nuevo" es casi la antípoda del hombre-masa. En algún sentido todos somos masa, y la organización de una sociedad tiene mucho que ver con ese fenómeno. De todos modos el capitalismo desarrollado llevó esa formación a niveles jamás vistos anteriormente en la historia; no puede haber sistema capitalista eficiente si no hay masa –como productora y como consumidora–. La masa, preciso es reconocerlo, difícilmente pueda proponer, sopesar, decidir con sutileza. La masa es amorfa, sigue a un líder, prefiere el inmediatismo.

            Pero ahí está el reto: ¿cómo lograr que ese conjunto incoordinado y manipulable como es la masa pueda ejercer el poder? ¿Cómo puede gobernarse a sí misma? ¿Es posible perpetuar ese espíritu revolucionario de la masa que a veces le nace espontáneamente? ¿Es posible construir una sociedad a partir de ese espíritu? ¿Cómo hacer para que en realidad la imaginación tome, conserve y ejerza productivamente el poder? Resolver esto es el desafío que se nos abre.

            La dictadura del proletariado, es decir: un gobierno revolucionario de iguales dispuesto a cambiar el curso de la historia, fue lo que hizo pensar a Marx más de un siglo atrás en la pertinencia de ese mecanismo luego de entusiasmarse con los hechos de París de 1871. Las contadas ocasiones en la historia del siglo XX o inicios del XXI en que esas masas dejaron de acatar las reglas establecidas y derrocaron regímenes que las agobiaban (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua, o que en Venezuela rescataron al presidente Chávez durante la intentona golpista del 2002), se pusieron en marcha procesos que significaron mejoras. Claro que siempre esos movimientos tienen una figura fuerte (masculina) que terminó poniéndose al frente. ¿Pueden las masas caminar sin un líder? ¿Será parte de la condición humana tener siempre una cabeza que dirige?

            Hecho el balance de lo que significaron tales experiencias, está claro que hubo grandes avances populares: se redujo o extinguió el hambre crónica, creció el bienestar cotidiano, la población tuvo acceso a salud, educación, tierras y viviendas, aumentó la producción y la investigación científica. Aunque se pueda criticar la burocracia y la falta de derechos individuales en China, por ejemplo, ¿quién podría negar que las grandes masas tuvieron con la llegada de la revolución un mejor nivel de vida que con los mandarines? Aunque no falten cubanos que abandonan la isla hastiados de la crónica escasez material –mucho más que de la publicitada monocromía del partido único– buscando el "paraíso adorado" de Miami, ¿quién podría negar que la situación socioeconómica y cultural de la población de Cuba es hoy infinitamente más digna que la de cualquier país latinoamericano, y que sus logros sociales ni siquiera en muchos países del Norte pueden encontrarse?
            Pensando en el poder popular quizá debemos poner un especial énfasis en la pequeña célula de autogestión, en el pequeño grupo que se organiza y se autogobierna, y no tanto en la idea de gran proyecto universal que cambia el mundo y abre las puertas del nuevo paraíso. Eso, por lo que vemos, no funcionó en ese sentido. Por último si hay necesidad de líderes como garantía de los procesos revolucionarios, eso no es cuestionable en sí mismo. La cuestión se plantea en torno al sentido último de la revolución. ¿Cómo y cuándo empieza el cambio en las mentalidades? ¿Hasta dónde llegan esos cambios? Porque, sin dudas, como decía Gramsci: "no hay revolución sin revolución cultural".

            Ante esos primeros experimentos –quizá no podríamos llamarlos fracasos, pero sí tanteos a revisar– está claro que hay que presentar nuevas alternativas superadoras. Lo que podemos extraer como conclusiones es que si de cambios se trata, la masa debe ser crítica, acompañar e involucrarse en los procesos sociopolíticos, ser un contralor riguroso. Tal vez a principios del siglo XX, en Rusia, un campesinado casi feudal, muy poco desarrollado educativa y políticamente, lejos de la cultura industrial urbana, no estaba en condiciones de ser el garante de un proceso autogestionario genuino; por eso, más allá de los soviets, pudo aparecer un Stalin. En esa dimensión podría preguntarse entonces: ¿pero por qué una clase obrera como la alemana, o la japonesa, altamente desarrolladas, con buenos niveles educativos, con tradición de organización sindical, no proponen entonces el control de la producción en sus países en la actualidad? ¿Por qué no toman en sus manos el control de sus Estados y organizan una sociedad nueva? Pero, ¿quién dice que esas clases sociales quieren cambiar su estatus? Tal vez cada trabajador individual querría, ante todo, devenir funcionario de la fábrica donde labora, duplicar su ingreso, incluso tener personal a su cargo. En países de alto consumo, el ideal es poder consumir más todavía y la solidaridad es una exótica pieza de museo. El actual neoliberalismo se ha encargado de elevar esa tendencia a su máxima expresión haciendo del individualismo una religión obligada.

            Tanto en el Norte hiper desarrollado como en el Sur famélico, hoy por hoy, caídos los modelos del socialismo clásico y entronizado el "sálvese quien pueda" de un capitalismo salvaje y voraz, replantearse los términos del poder es de vital importancia. En el ánimo de aportar alternativas en este debate, la cuestión básica estriba en pensar en procesos micro, locales, en pequeños poderes realmente horizontales y democráticos: la comunidad barrial, la unidad sindical, la cooperativa puntual, el grupo de consumidores, los colectivos particularizados, para de ahí llegar al colectivo nacional. Experiencias de autogestión hay numerosísimas a lo largo y ancho del planeta, y de ahí debe salir la nueva savia revolucionaria. Lo que se está viviendo en el proceso venezolano con su construcción de democracia participativa no hay dudas que abre grandes esperanzas.

            En un mundo globalizado con poderes descomunales de impacto planetario, buscar alternativas especulares a esos poderes no se ve conducente. La Guerra Fría, por cierto, terminó asfixiando en su monstruosa, loca carrera de dos gigantes –uno más que el otro, evidentemente– a uno de los polos, el que, mal o bien, podía servir como contrapeso al capitalismo; por tanto, volver a oponer misil nuclear contra misil nuclear en tanto método de lucha no parece lo más fructífero.

            No podemos ser ingenuos y pensar que una comunidad rural organizada en alguna provincia de Mozambique, o un colectivo de madres solteras en Rawalpindi o una cooperativa de pescadores en el Caribe hondureño, puedan ser inquietantes para los grandes bancos que manejan la economía mundial, o para las fuerzas armadas de Estados Unidos o de la OTAN. Seguramente no. Pero dado que estábamos hablando de cómo darle forma a la utopía, he ahí el germen del que debemos nutrirnos. Pensar en las utopías significa creer que son posibles (si no, no vale la pena siquiera considerarlas).
            Luego del derrumbe de la Unión Soviética, a partir del mundo unipolar vivido estos últimos años y del mensaje triunfal del neoliberalismo individualista –coronado con la invasión a Irak por parte de los Estados Unidos pasando por sobre la Organización de Naciones Unidas– todos, y la izquierda en especial, hemos quedado golpeados, sin referentes, profundamente asustados. El fantasma de la desocupación existe de verdad, y los cerca de 200 millones de desempleados en el mundo ayudan a mantener la precariedad laboral en un bochornoso proceso de retroceso social (hasta en el seno de las Naciones Unidas los contratos son por tiempo limitado, sin prestaciones ni derecho sindical). Si "la historia ha terminado" –según se nos informó pomposamente– ¿para qué pensar en utopías?

            Pero no es utópico decir que hay que enfrentarse a todo esto: es, en todo caso, una obligación, un imperativo ético. Durante la comuna de París era más claro, o al menos lo parecía –pero no por ello más sencillo–, fijar el norte: la clase obrera industrial debía ser el motor de cambio universal tomando el poder y construyendo una sociedad nueva (claro que esa conclusión se sacaba en uno de los países más industrializados del mundo, en muy buena medida rector de la historia global por su influencia política y cultural. Quizá una sublevación indígena en América –que en 1871 también ocurrían– no hubiera permitido sacar la misma conclusión).

            Hoy, seguramente el panorama no permite aquella misma claridad. ¿Contra quién lucha el campo popular en la actualidad? Si bien sigue siendo claro que contra un sistema injusto, como mínimo hay que formular algunos matices: en el capitalismo desarrollado un trabajador no tiene mucho por lo que protestar, o no tanto, al menos, como cuando la comuna parisina en el siglo XIX. Allí, quizá, el mayor enemigo podría parecer hoy el mismo consumismo. En el Sur, por el contrario, dada la complejidad e interdependencia planetaria a que se fue llegando, se hace casi imposible pensar en procesos de autonomía nacional antiimperialistas (¿cuánto podría resistir hoy una revolución socialista en un estado africano, por ejemplo?, o ¿hasta dónde podrá llegar la Revolución Bolivariana en Venezuela si continúa radicalizándose y amenazando las reservas petroleras que Washington considera propias?); en el Tercer Mundo, tal vez lo más revolucionario hoy es no pagar la deuda externa y buscar la constitución de grandes bloques regionales para resistir los embates de un capitalismo del Norte cada vez más voraz.

            Ante todo esto, entonces, ¿hay que olvidarse de las utopías?
          ¡De ningún modo! El solo hecho de escribir estas líneas, de intentar contribuir al debate sobre otro mundo posible, está mostrando que la utopía nos sigue convocando. Pero ahora bien: para darle forma a esa utopía, para hacer posible la aspiración a un mundo de mayor justicia, debe replantearse el tema del poder en su justo medio, con valentía y autocrítica. Si no, es muy probable que sigamos repitiendo errores en vez de enmendarlos. 

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