CONTENUTI DEL BLOG

domenica 9 settembre 2012

SOCIALISMO Y PODER. UNA REVISIÓN CRÍTICA (I), por Marcelo Colussi

Índice completo
Introducción / ¿Por qué la violencia? / Violencia y cultura / La violencia política / ¿Hacia una cultura de la no-violencia y del entendimiento? / Sobre el humanismo / ¿Hay vacuna contra el racismo? / La discriminación de género / El esclavo piensa con la cabeza del amo: los medios masivos de comunicación / Medios de comunicación alternativos: una guerra popular / ¿Hacia una revisión del socialismo? / ¿Cómo darle forma a la utopía? El socialismo y el poder

Podrán cortar todas las flores pero no detendrán la primavera.
 Pablo Neruda

Primera parte *
Introducción / ¿Por qué la violencia? / Violencia y cultura / La violencia política / ¿Hacia una cultura de la no-violencia y del entendimiento?

Introducción

Hasta ahora la historia nos demuestra que los seres humanos nos movemos en muy buena medida por el afán de poderío. De lo cual puede desprenderse, quizá con cierta ligereza, o con cierta mirada pesimista sobre nuestra condición, que estamos irremediablemente condenados a seguir repitiendo ese molde. El colmo de ese pesimismo lo presenta José Saramago, cuando no encontrando salida a todo esto llega a concluir entonces: "No nos merecemos mucho respeto como especie". La constatación tan interminablemente repetida del abuso del poder por parte de quien lo dispone –aún en el campo de la izquierda– podría llegar a permitirnos sacar esa conclusión. Estaríamos casi tentados de afirmar, por tanto, que "eso no tiene arreglo".

Pero si efectivamente está en la esencia humana esta "dialéctica del amo y del esclavo", si eso es parte definitoria de nuestra condición, ¿para qué seguir luchando por un mundo de mayor equidad? El estudio de la historia o de cualquier interrelación nos confronta con que la lucha en torno al poder cuando se encuentran dos personas, o dos colectivos, surge con pasmosa facilidad. ¿Autoriza ello a ver en esa repetición una matriz de origen biológico? ¿Cómo poder afirmar que la violencia, el afán de poderío, la dominación sean de orden genético? Si una lectura darwinista de la historia humana pude llegar a esa conclusión –justificando, de ese modo, la existencia de "razas superiores" y una presunta selección natural de los "mejores"– una visión más amplia de nuestra condición debe apuntar a otra cosa. ¿O acaso podemos avalar un triunfo de "superiores" sobre "inferiores"?

Hasta ahora, al menos, más allá de la ilusión positivista de cierta tendencia tecnocrática que busca un sustrato bioquímico para explicar toda la complejidad de lo humano, no se ha podido aislar ninguna sustancia específica que dé cuenta de estos fenómenos. Puestos a interactuar niños pequeños de distintas etnias cuando recién están comenzando a hablar, cuando aún no tienen incorporada toda su carga cultural, ninguno discrimina a otro ni lo mira "desde arriba". Eso llegará luego: los adultos nos encargamos de transmitírselo. ¿Por que resignarnos entonces ante una supuesta tendencia natural que nos compele a comernos unos a otros?
           
       Anida ahí un error que, si no lo corregimos con fuerza, puede llevarnos a la entronización del individualismo –cosa que hace con absoluta naturalidad el capitalismo, premiando al "ganador", que no es otro que el más fuerte que se impone con brutalidad sobre los más débiles–, o puede llevarnos, por otro lado, a la resignación.
           
            Decimos "el capitalismo", pero podríamos hacerlo extensivo a cualquier sociedad de clases. Desde que sabemos de la existencia de sociedades estratificadas donde unos mandan usufructuando el trabajo de otros, los cuales trabajan y obedecen (desde el inicio de las primeras sociedades agrarias sedentarias, para fijarlo de algún modo en el tiempo, aproximadamente unos 10.000 a 12.000 años atrás), desde ahí se viene repitiendo esta situación. Dialéctica del amo y del esclavo donde un grupo decide sobre la vida de otro con distintos grados de violencia, de crueldad, desde ser el dueño por entero de la vida de ese otro, hasta el pago de un salario supuestamente consensuado entre ambas partes por una cantidad de horas de trabajo. Esa historia no nos ofrece sino explotación de unos sobre otros, aprovechamiento, falta de solidaridad, violencia, crudeza. Matriz ésta que se reitera muy frecuentemente en todas las relaciones humanas: entre géneros, entre generaciones, entre distintas culturas. Y viendo con objetividad ya sea la historia o la dinámica interhumana en un corte puntual aquí y ahora, ello pareciera poder dejar extraer la conclusión que así es nuestra condición sin más. Si podemos hacer eso: torturar, engañar, matar, sin dudas que –más allá de una visión pesimista– eso se muestra como nuestro destino. De ahí a la conclusión que no tenemos remedio como especie, sólo un paso.
           
            Y a ello podríamos agregar que los intentos de construir un nuevo sujeto en los balbuceantes socialismos del siglo XX no lograron superar con creces esos patrones de violencia. La codicia y la mezquindad siguieron todavía incorporadas a las características comunes de los ciudadanos, más allá de las buenas intenciones de transformación. ¿Hay que resignarse entonces? ¿No es posible el cambio? ¿Habrá que contentarse que lo máximo a lo que podemos aspirar es a un crecimiento enorme de la productividad y a una más equitativa repartición de la riqueza que generemos, resignándonos a que siempre habrá uno "más listo" que manejará a los "más tontos"? ¿No hay alternativa? ¿Es cierto que "no nos merecemos mucho respeto como especie" entonces? ¿No es posible la equidad total, la horizontalidad? ¿Habrá siempre quien, en nombre de lo que sea, "mire desde arriba" a otro?

Por esa vía, el punto máximo de desarrollo aspirable sería la socialdemocracia. Sin dudas que los pocos países con políticas socialdemócratas viven bien, con abundancia y equidad. Ahí están unas cuantas sociedades del norte de Europa dando el ejemplo: ordenadas, felices, racionales. Pero la estructura del mundo no permite que todos seamos Suecia, o Noruega o Canadá. Además, la bonanza de las socialdemocracias presupone un Tercer Mundo históricamente explotado. ¿Podría algún país africano o centroamericano repetir el modelo socialdemócrata nórdico en las condiciones actuales? ¿Cómo? Las deudas externas que religiosamente deben pagar esas sociedades empobrecidas van a parar también a las socialdemocracias. Así es fácil gozar la vida…y tener equidad. Pero si hablamos de "otro mundo posible", hablamos de igualdad para todos, absolutamente para todos y todas en total paridad. Es decir: hablamos de una verdadera democratización e igualación de los poderes, para todos, no sólo para los blancos.
           
            Cuando nos referimos al sujeto humano tenemos como referente esto que las distintas sociedades clasistas basadas en la diferenciación entre poderosos y oprimidos han venido dando como resultado hasta ahora. Nos es relativamente más fácil entender la lógica de una sociedad antigua –la egipcia, los fenicios, los mayas– porque nos resulta familiar poder imaginar qué sentiría un amo o un esclavo (aunque la reflexión la hagamos ahora y no seamos, en sentido estricto, ni faraones ni esclavos. Sin embargo, intuimos de qué se trata la relación). Pero nos resulta incomprensible, o al menos mucho más lejana de nuestros códigos, una sociedad del neolítico, o alguna de los pequeños grupos que aún hoy existen sobreviviendo como en ese entonces –los indígenas amazónicos, o los habitantes originarios de Australia–. ¿Cómo entender desde nuestra cosmovisión una sociedad de puros iguales, homogénea, horizontal? Nuestra matriz, hoy día, es forzosamente esa visión de jerarquías, patriarcal, vertical. De ahí que nos suene extraño aún –y por tanto cueste tanto– establecer relaciones de total horizontalidad, de absoluta paridad. Aunque en las experiencias socialistas intentemos llamar a los dirigentes con el apelativo de "camarada", en la realidad cotidiana el "camarada ministro" o el "camarada alcalde" sigue aún gozando de privilegios que los "camaradas comunes" no tienen. ¿Significa eso que nunca cambiará esa dinámica?
           
            Seguramente no podemos esperarnos un paraíso de la sociedad humana. No somos ángeles. Pero podemos hacer algo para que no sea un infierno. Y hoy, más allá de una porción minúscula que vive en la opulencia manejando la vida de las grandes masas, y fuera de un no más del 15 % de la población mundial que puede ser considerada clase media, con acceso a aceptables cuotas de confort y seguridad, para la más amplia mayoría de la Humanidad la vida es un infierno. El socialismo, si bien tuvo un inicio en el siglo XX que debe ser rigurosamente criticado por autoritario y vertical (en alguna medida, también un infierno), sigue siendo aún una fuente de esperanza. Del capitalismo nada se puede esperar.

            Pero la duda –por decirlo de alguna manera, o el temor, o preocupación– se plantea cuando intentamos revisar los supuestos que ha venido desarrollando el socialismo. Si consideramos el proceder de muchos de los cuadros revolucionarios, o incluso la conducta de los ciudadanos, los camaradas de a pie, dentro de las experiencias socialistas, se abren interrogantes: ¿se podrá prescindir de esta cultura del "mirar desde arriba" a otro? A veces sucede esta horizontalidad, este espíritu de solidaridad y de desprendimiento, pero en muchísimos casos, más allá de la declaración de principios y del uso de consignas que sitúan en el "club" de la izquierda, se siguen manteniendo privilegios irritantes, actitudes despóticas, el convencimiento que hay algunos con derecho a "mirar desde arriba" a otros.

¿Por qué los camaradas médicos cubanos cuando están fuera de la isla "arrasan" con las mercaderías que no se consiguen en su país? ¿Son menos "revolucionarios" por eso? Seguramente no, pero todas estas actitudes nos indican que quizá el meollo mismo de lo humano es muy difícil de transformar: si somos herederos de la cultura que nos constituye en lo más hondo de nuestro ser –machistas, patriarcales, verticalistas, competitivos, belicistas, y en estos últimos años, capitalismo mediante, impúdicamente consumistas– todo eso no se va a terminar por decreto. La cuestión, en todo caso, es: ¿cambiará? ¿Qué hay que hacer para que cambie? ¿Cómo desarmar la cultura del poder que nos constituye?

Hoy día podemos hablar de los seres humanos criados en este modelo histórico, dado que sólo hemos conocido estos patrones. Por eso la dificultad que apuntábamos para entender otros modelos sociales "primitivos", sin clases sociales, la pura horda original. Las sociedades clasistas quedamos irremediablemente lejos de esa experiencia, y los modelos progresistas que hemos inventado todavía tienen muy cerca la matriz del "triunfador", del éxito individual sobre y contra el bien común. Si no, no sería tan fácil que muchas cooperativas terminen siendo pequeñas empresas lucrativas privadas olvidándose de la filosofía que las impulsa. O no hubiera sido tan fácil la restauración de la cultura capitalista en Rusia, o en China, donde hoy se premia como el gran logro la picardía para hacer fortuna no importa a qué precio olvidando principios levantados hace apenas unos años. Invocar un llamado al amor para construir el socialismo, la nueva sociedad y el nuevo sujeto, queda corto. Sabemos que el amor es básicamente narcisista y no nos sobra; más bien nos sale con cuentagotas. Es difícil, cuando no imposible, amar incondicionalmente al prójimo. Pero no se trata de amarlo sino de respetarlo. Esa es la clave que puede cambiar la actitud. Nadie está obligado a amar a nadie por decreto; pero la sociedad sí obliga a respetarnos. Si logramos establecer una comunidad donde todos verdaderamente nos sentimos pares, iguales, aunque no nos "amemos", sí podremos convivir con mayores cuotas de solidaridad social. Aunque no somos ángeles, ¿quién dijo que estamos obligados por naturaleza a explotar al otro? Si nos preparamos para esa cultura de la más absoluta igualdad, ¿por qué no podríamos superar la dudosa noción del amor incondicional para forjar una cultura del respeto? Porque en nombre del amor se pueden cometer las peores atrocidades, no olvidarlo. Ahí están todas las guerras religiosas, por ejemplo, las más despiadadas y crueles de la historia para demostrarlo. O la Santa Inquisición…por amor.
           
            Ningún sustrato bioquímico podrá explicarnos por qué ese afán de poderío. Es nuestra matriz social, cultural, psicológica, la que nos hace así. De lo que se trata, entonces, es de construir otra matriz que dé como resultado otro tipo de sujeto. Aunque, claro está, esa construcción no podrá ser nunca una imposición por vía de decreto. Hay que forjarla. Y ese es el reto que tiene el socialismo.
            En Rusia, siete décadas después de la revolución bolchevique, hay gente que sigue buscando el retorno del zarismo y pensando en la gran patria de los rusos blancos. ¿Pasó en vano la revolución? Y en Cuba una enorme cantidad de población profesa con devoción la santería. ¿Puede decirse que fracasó la revolución? En Venezuela, con un proceso de transformación socialista en marcha, por cierto muy reciente aún, siguen siendo un símbolo nacional las Miss Universo y las mujeres con pecho siliconado, y muchísima población –incluidos funcionarios de gobierno– continúan adorando los más rancios valores capitalistas, desviviéndose por el vehículo lujoso con un chofer que les abra la puerta y cambiando divisas en el mercado paralelo. ¿No está funcionando la Revolución Bolivariana entonces? Todo esto no nos habla de un fracaso de los ideales socialistas. Nos habla, en todo caso, del peso fenomenal de la historia, de las tradiciones, de la cultura. Como brillantemente lo expresó Einstein: "es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio".
           
            El desafío es cambiar esa historia. Eso es la revolución. Si nos tomamos en serio lo de las utopías, pues de eso se trata entonces: no sólo transformar las relaciones políticas, cambiar las reglas de juego de las relaciones sociales; no sólo repartir con equidad el producto del trabajo humano. Se trata, junto a todo ello, y quizá más que ello, de transformar la historia misma, las matrices que nos determinan como sujeto.
           
            Es ahí donde entra a jugar un papel clave el tema de la autocrítica de nuestra humana condición. ¿Estamos acaso, tal como lo pretendería el darwinismo social, condenados a una lucha a muerte los unos contra los otros? ¿O nuestra "naturaleza" va de la mano de las condiciones culturales? ¿Por qué cuesta tanto superar los vericuetos del poder? ¿Nuestra condición finita y deficiente nos lleva a acercarnos al ámbito del ejercicio del poder como alternativa para superar esa pequeñez originaria? ¿Puede superarse la idea del poder como sinónimo de beneficio propio a base del sacrificio de otro? ¿Es cierto que el que manda, manda; y si se equivoca… vuelve a mandar? ¿Qué habrá que hacer para superar todo esto?

            El trabajo es arduo, enorme. Es transformar toda una cultura que lleva hoy un peso ancestral en sus espaldas con una importancia definitoria, y que con las nuevas tecnologías que generó el capitalismo (léase: guerra psicológico-mediática, guerra de cuarta generación, como la llamaron los estrategas militares estadounidenses) se impuso por todo el globo, y en muchos casos, haciéndose atractiva. Si no, los camaradas cubanos no arrasarían las tiendas buscando esos productos "seductores" toda vez que tienen oportunidad al salir de la isla. Lo cual nos lleva a un tema no menos trascendente.
           
            La cultura del consumo a que dio lugar el capitalismo mercantil es insostenible –se produce no sólo para satisfacer necesidades sino, ante todo, para vender, para obtener lucro económico–. En función de ese modelo de desarrollo el planeta se está empezando a poner en serio riesgo. La progresiva falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan el globo terráqueo, la desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono que ha aumentado por 13 la incidencia del cáncer de piel en estos últimos años, el efecto invernadero negativo, el derretimiento del permagel son todas consecuencias de un modelo depredador que no tiene sustentabilidad en el tiempo. ¿Cuánto más podrá resistirse esta devastación de los recursos naturales? Las sociedades agrarias "primitivas", o inclusive las tribus del neolítico que aún se mantienen, son mucho más racionales en su equilibrio con el medio ambiente que el modelo industrialista consumidor de recursos no renovables. Si buscamos un nuevo mundo, una nueva ética, nuevos y superadores valores, la cultura del consumo debe ser abordada con tanta fuerza revolucionaria como las injusticias sociales. Pero ahí está el problema justamente: tanto ha calado esta cosmovisión del consumo hedonista que se hace muy difícil atacarlo, desarmarlo. Y el "hombre nuevo" todavía no pudo sacudirse esa carga cultural. ¿Podremos construir una cultura alternativa al consumo industrial fabuloso sin volver a las cavernas, aprovechando el confort que brindan las nuevas tecnologías traídas por la industria capitalista y la moderna ciencia occidental?

            Se abre allí otro desafío, por cierto. ¿Somos más revolucionarios porque no tomamos Coca-Cola, o es más compleja que eso la lucha contra el patrón consumista? Sin dudas es más compleja, y por tanto, más difícil que mantener una consigna. Esa cultura milenaria de la dialéctica del amo y del esclavo que constituye nuestras relaciones, esa cultura de la búsqueda del poder como fin en sí mismo, esa creencia ancestral en que hay "superiores" e "inferiores", eso da como resultado también una cultura del poder sobre la naturaleza. En el mundo de la industria moderna la naturaleza dejó de ser parte del cosmos del que somos parte para pasar a ser recurso explotable. El marxismo clásico no pudo ir más lejos de esa visión estrecha; por eso hoy la crítica del consumismo irracional es tan imprescindible como la lucha contra las injusticias. El planeta no es la "cantera a explotar", el "bosque a arrasar" sino parte de nuestra realidad compleja; si lo destruimos, nos destruimos a nosotros mismos. Si lo vemos sólo como lucro económico, ahí están los resultados con la catástrofe ecológica que ese modelo generó. Obviamente, si la consideramos con detenimiento, esa idea de progreso científico-técnico no parece tan "desarrollada". De ahí que pueda entenderse el pesimismo de Saramago.
           
            Vemos, entonces, que la tarea transformadora de la revolución socialista es titánica. Lo es porque más difícil que cambiar el mapa político de un país –desplazar a una minoría de la casa de gobierno, armas en mano incluso–, muchísimo más difícil que eso –y nadie dijo que eso fuera fácil– es aún cambiar el sujeto humano. Pero ahí está el desafío. Educación, formación ideológica, autocrítica, revisión de la historia, discusiones, liberar la creatividad, la imaginación al poder… los pasos para lograr esa monumental empresa son muchos, diversos, variados. Hablamos de "hombre nuevo"; ideal genial, sin dudas. Mas ¿no se filtra allí ya desde el vamos un prejuicio machista? ¿No es de la mayor arrogancia machista identificar la especie en su conjunto con sólo su mitad? ¿Los seres humanos somos todos hombres?

            Hoy, después de las primeras experiencias del pasado siglo y teniendo claro los límites de nuestra condición, probablemente estamos en mejores condiciones para avanzar por ese camino. Si hablamos de un nuevo socialismo del siglo XXI –que no desconoce las bases sentadas en el XIX ni las primeras experiencias del XX– es para superar viejos errores y llegar con éxito al XXII.

La ruta misma de la revolución socialista debe guiarse por lo que acertadamente proponía Gabriel García Márquez: luchar para "que ningún ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para ayudarlo a levantarse". Hasta que eso no sea realidad, debemos seguir luchando, porque si no, la revolución no habrá triunfado.
           

¿Por qué la violencia?

            La violencia es algo presente cotidianamente entre los seres humanos. Tenemos una tendencia a identificarla con acciones físicas concretas: un puñetazo, un golpe, un balazo. Su expresión más elocuente, más descarnada es, seguramente, la guerra. Pero sin ningún lugar a dudas hace parte constantemente de la vida social. Si hablamos del ser humano, necesariamente hablaremos de la violencia.

            Es difícil dar una definición acabada de ella pero, de hecho, es una noción que manejamos a diario en cualquier aspecto de la vida, siempre ligada, de una u otra manera, a "fuerza", a "poderío", a "conflicto".

            Las relaciones humanas conllevan una disparidad de origen: padres e hijos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, dirigentes y dirigidos. Esa estructura de las relaciones implica siempre una diferencia, un conflicto: hay, desde el inicio, una relación de jerarquía entre unos y otros. Seguramente es imposible dar razón ontológica de por qué ello es así; y también de su origen en la historia. ¿Desde cuándo somos de ese modo? Por otro lado, esto nos remite a la pregunta básica: ¿somos así en términos de esencia los seres humanos? ¿Nuestro destino es el eterno conflicto? Si la estructura de lo real, siguiendo a Hegel, es conflictiva, esto es: constituida originariamente por el conflicto, por la lucha entre contrarios, ¿podemos aspirar a construir relaciones armoniosas duraderas entre los miembros de nuestra especie? Lo que las ciencias sociales o el estudio de cualquier período histórico enseñan es que toda vinculación interhumana presenta esa forma: hay relaciones de poderío, intereses en pugna, independientemente de las voluntades individuales. A su vez esto se apoya en el ejercicio de una forma de violencia intrínseca. La armonía, la concordancia y la superación pacífica de las diferencias son aspiraciones, necesarias sin dudas, pero que no pueden ir separadas de su contrario, teniendo implicada siempre la violencia como horizonte posible. Las experiencias socialistas –muy cortas en el tiempo de momento– también parecieran confirmar esto. No sólo porque con el triunfo de una revolución el sector derrotado se resiste a ceder su lugar, contrarrevolución mediante –lo cual es, por tanto, foco de conflicto, de guerra–; también entre la clase ganadora, los hasta ayer oprimidos y explotados, también allí podemos ver conductas de mezquindad, ánimos de figuración y exhibicionismo, actitudes machistas, racismo, xenofobia. También entre los revolucionarios muchas veces se compite para ver quién es "más" revolucionario.

            La violencia no es sólo expresión física; adquiere muy distintas formas, incluso puede ser refinada y sutil. Sin necesidad de estar en guerra todos los días muere innumerable cantidad de seres humanos en hechos de violencia de la más variada índole: atropellados por un carro conducido por una persona alcoholizada, o solitariamente por una sobredosis de droga. O de hambre. Esto es contundente: muere infinitamente mucha más gente por hambre que por causas bélicas. Hay ahí una violencia implícita, subterránea, definitivamente más mortífera que cualquier conflicto armado declarado; y paradójicamente sus efectos no entran en las estadísticas que hablan de la violencia.

            Por otro lado, sin mencionar ya las muertes, cotidianamente asistimos a situaciones violentas altamente dañinas: chantajes, acosos, abusos deshonestos, falsificaciones de las más variadas, el transitar por una ciudad populosa a una hora pico o el soportar el ruido ensordecedor de la grabadora de mi vecino en un momento inapropiado. Además, la contaminación ambiental que cada habitante del planeta padece, o las irritantes y explosivas diferencias económico-sociales entre la gente no dejan de ser otras tantas formas de violencia despiadada. ¿No lo son también cualquier expresión de discriminación: étnica, religiosa, cultural?

            La violencia física y psicológica entra naturalmente en la crianza de los niños, en la educación formal, en las relaciones de pareja, y aunque de hecho estas circunstancias pueden estar –y lo están a veces– tipificadas como actos delictivos, en una inmensa mayoría de casos son asumidos como "normales" culturalmente. La circuncisión o la ablación clitoridiana, por mencionar algunos, junto a una infinidad de ritos iniciáticos que puede encontrarse entre las diferentes culturas, apelan a mecanismos violentos, pese a lo que no dejan de ser parte de la cotidianeidad aceptada.

            La violencia está entre nosotros, a diario y en todas las facetas, aunque en principio no se haga evidente dado que tendemos a asimilarla con hechos físicos. Baste para comprobarlo una rápida mirada a nuestro alrededor: el juego de los niños –agresivo, despiadado a veces, pero no por ello menos inocente–, o el placer que pueden encontrar descuartizando un insecto; los chistes morbosos, la forma en que pueden ser objeto de burla los discapacitados o algunos estereotipos de conducta social que no necesariamente apelan a la coacción física (el machismo, el verticalismo en el mando), la forma en que algunos conducen un vehículo no respetando normas, el acoso sexual de –generalmente– un varón que ocupa un lugar de mayor poder hacia una subordinada mujer, o el cántico de las porras entre equipos deportivos rivales, son todas formas de violencia que modelan la vida social. Dicho de otra manera, junto al entendimiento y la tolerancia, la agresividad es igualmente constitutiva de las relaciones humanas.

            La armonía, la paz, la concordia, son aspiraciones. Por cierto absolutamente necesarias para vivir, para desarrollarnos, para crecer; pero la dinámica humana está marcada por ese interjuego entre armonía y violencia. La vida no es precisamente un paraíso (el único paraíso es el perdido). Oponer a la violencia, en tanto elemento supuestamente pérfido y malvado, un reino de la felicidad y una ética de la bondad es, como mínimo, ingenuo. Toda la cultura humana, la edificación social, la civilización en su sentido más amplio, no es sino una forma de asegurar la convivencia entre la gente garantizando el no recurso a la violencia. "Si quieres la paz prepárate para la guerra" decían los romanos.

            Ese escepticismo original sobre una supuesta condición "bondadosa" de nuestra especie recorre la historia del pensamiento. "Pregúntese cada hombre qué hace cuando emprende un viaje, cuando sale de noche, cuando duerme. ¿Acaso no se arma, va bien acompañado, cierra con llave las puertas y hasta esconde sus tesoros de la propia familia, sirvientes o amigos? ¿No delata su proceder la opinión que tiene de la humanidad, aun existiendo leyes y organismos públicos para protegerlo?", se planteaba Thomas Hobbes.

            Y un consumado comunista como Fidel Castro reflexiona igualmente: "El hombre es un ser lleno de instintos, de egoísmos, nace egoísta, la naturaleza le impone eso; la naturaleza le impone los instintos, la educación impone las virtudes; la naturaleza le impone cosas a través de los instintos, el instinto de supervivencia es uno de ellos, que lo pueden conducir a la infamia, mientras por otro lado la conciencia lo puede conducir a los más grandes actos de heroísmo".

            Que la violencia haga parte de la misma constitución intrínseca de lo humano no significa que seamos "malos" de nacimiento. ¿Es, entonces, la violencia nuestro destino? ¿Estamos condenados a ser unos mezquinos seres que nos comemos unos a otros? (¿homo homini lupus: el hombre como lobo del hombre?)

            Recordemos que la violencia y el conflicto se encuentran en el fenómeno humano tanto como el amor o la solidaridad. Esto significa que la naturaleza humana es siempre convencional, depende de las relaciones que se establecen entre los seres humanos y no queda explicada por causas solamente biológicas. Hay un sustrato físico-químico primario, pero esto no da cuenta del por qué de la violencia humana. Los animales matan para sobrevivir, conducta regida por los vericuetos del instinto. Pero los humanos no nos violentamos para asegurar nuestro alimento; las armas no están sólo al servicio de la cacería (de hecho es para lo que menos se utilizan). No hay determinación genética que explique el por qué de la guerra, o del chantaje, de la tortura o del racismo. Estas son posibilidades que sólo encuentran su desarrollo en la dimensión psicosocial en la que el ser humano existe. En el reino animal no se constata ninguna de esas conductas; al menos, no con la significación que tienen entre los humanos.

            La violencia es algo privativo de la especie humana; los animales no son violentos en el sentido humano. Pueden ser grandes depredadores, insaciables como el tiburón o el cocodrilo, pero no violentos. Cuando matamos a algún animal para comérnoslo no somos precisamente violentos. Ninguno de nosotros sería tildado de tal a partir de la vaca "asesinada" que nos almorzaremos más tarde. La violencia se liga al orden no natural de la humanización; tiene que ver con el particular universo simbólico que nos constituye y donde el instinto no cuenta en la determinación última de nuestros actos. La violencia, al igual que la paz, tiene que ver con la ley humana. Ambos elementos son, en definitiva, producto de la civilización. Ni la maldad ni la bondad son naturales, genéticas.

            La ruptura más violenta de la armónica convivencia entre los seres humanos es, seguramente, la guerra. Ahí tienen lugar profundas modificaciones en la psicología colectiva por las que caen las interdicciones más elementales: el "no matarás", quedando consecuentemente todo permitido. El otro ser humano que tengo enfrente deja de ser visto como tal para pasar a ser "el enemigo". Con ello se autoriza su eliminación. No sólo se lo puede matar; es imperioso que lo mate. Hasta inclusive se premia con todos los honores a quien más enemigos elimine; he ahí un héroe a quien se condecora, y no un asesino.

            Pero la guerra, de hecho, es una constante en la historia humana. Actualmente la preparación para la guerra es la actividad más dinámica, que consume más esfuerzos moviendo más recursos que cualquier otra industria (25.000 dólares por segundo). ¿Qué impulsa a los seres humanos a esto? ¿Qué posibilita que terminado un conflicto bélico ya esté comenzando otro? Quedarnos simplemente con la explicación de una "tendencia agresiva" es parcial. Existe, por cierto, una lectura ingenua de la mitología conceptual de Freud que desemboca en esas conclusiones; pero no estamos ahí ante conceptos científicos sino ante un posicionamiento ideológico –sumamente reaccionario, por lo demás–.

            La guerra tiene raíces diversas: económicas, políticas, culturales. Pero no hay ninguna duda que existe también una constitución psicológica común en todos los humanos que posibilita que todos, dadas las circunstancias, nos encontremos con "el enemigo" al que hay que eliminar, en nombre de lo que sea (por más justa que se plantee la causa que desata el enfrentamiento: guerra revolucionaria, guerra santa, guerra antiimperialista). Pese a nuestro más enconado pacifismo la posibilidad de la guerra, la posibilidad de tomar parte en ella, o hasta incluso de alentarla, está siempre presente en la psicología de los humanos.

            La violencia, entonces, es una construcción humana: ningún otro ser vivo tortura, maltrata a su pareja, delinque, hace chistes de humor negro o quema en la hoguera a quien no coincide con su punto de vista (dicho sea de paso, esta última práctica fue, por siglos, el modus operandi de la institución que levanta como principal bandera el amor incondicional entre los hombres y de esa manera se quemaron vivos cinco millones de "poseídos por el demonio"). La violencia tiene lugar a partir de la caída de las normas sociales de convivencia, de su evitación. Dicho al revés: las normas sociales, la ley, constituyen la máxima obra humana, aquello que nos distingue del mundo instintivo, de lo puramente animal. La ley es lo que posibilita la vida humana, que es necesariamente social, y que debe tener un mínimo de armonía garantizada para poder permitir el desarrollo de los individuos.

            Si existe la ley es porque hay violencia. Lo cual nos puede llevar a la conclusión que no hay nada más humano que la violencia.

            Es, quizá, justamente en las situaciones límites donde descubrimos las posibilidades, las potencialidades que anidan en cada ser humano. La solidaridad y la entrega son posibles, así como también lo son las actitudes más mezquinas, más sórdidas. Todos podemos llegar a cometer las barbaridades más espantosas. Tal vez por eso en toda formación cultural en cualquier momento histórico nos encontramos con códigos de ética que regulan esa violencia. No hay, por tanto, ninguna cultura más "superior" que otra en estos aspectos. No hay, definitivamente, pueblos "bárbaros" y "civilizados": hacha de piedra o misil nuclear, lo que los alienta en el fondo no ha cambiado sustancialmente. Lo violento, justamente, es creer que hay "superiores", creer que sea posible que alguien sea "más" que otro.


Violencia y cultura

            La ley es una creación del orden humano, no está en la Naturaleza. Es una convención, un acuerdo. La ley, la norma, la regla, es algo que debemos aprender, y por tanto, reforzar y mantener cotidianamente. Un niño llega al mundo y debe ingresar a un universo cultural que lo espera. Ahí aprenderá a hablar, aprenderá normas de las más diversas, deberá aprender a esperar, a tolerar. Todo ese proceso complejo, duro, no garantizado biológicamente en cuanto a su resultado final, es la crianza de un niño y su marcha hacia la adultez considerada normal. En todo tiempo histórico y en cualquier cultura ese proceso debe cumplirse inevitablemente para lograr que alguien devenga un sujeto adaptado.

            La ley es un principio ordenador, es lo que posibilita que no nos eliminemos unos con otros. La ley, la norma, es lo que dice qué se puede y qué no se puede. Para que exista sociedad humana es necesario un orden, y eso es lo que viene a dar la ley. Secundariamente podrá decirse que un determinado orden social no es justo, que beneficia a unos pocos en detrimento de la mayoría, por lo que se buscarán medios para transformarlo y edificar otro menos violento estructuralmente. Pero siempre habrá un orden social. No hay individuo sin orden social, y no hay igualmente ser humano ni sociedad sin ley.

           Si el ser humano es, por definición, un producto de su medio, de su cultura, esto es: un ser simbólico, la importancia de la ley radica justamente en esto: su eficacia simbólica. Las convenciones establecen que no se pueden hacer determinadas cosas: matar, atravesar la calle con el semáforo en rojo o mantener contacto sexual padres con hijos. Las reglas lo establecen. De hecho vemos que, sin embargo, todo esto que está prohibido igualmente puede tener lugar. Pero la transgresión de las normas es lo que las reafirma como efectivas. Y aunque de hecho se cometan homicidios, alguien cruce con luz roja un semáforo o se consume el incesto en algún momento, la gran mayoría de la gente no lo hace. La ley se cumple. Todos la respetamos porque de ello depende nuestra sobrevivencia. Además, adicionalmente, si no lo hacemos sabemos que hay castigo.

            El lugar donde primeramente los seres humanos entramos al mundo de las normas es la familia. Esa célula social es el microcosmos donde la cría humana va deviniendo sujeto integrado a las convenciones preestablecidas. No importa las formas que adopte esa crianza, la modalidad con que se lleve adelante: familia monogámica, clan, familia monoparental, etc. Lo importante es que, en cualquier sociedad, el proceso nunca falta, no puede faltar (si no, no habría ser humano).

            Hasta donde la antropología comparada y la ciencia de la historia pueden enseñarnos, en todo momento y lugar de la Humanidad asistimos a este proceso: cada ser humano individual es producto de su mundo cultural, al que reproducirá en cada acto de su vida, y que traspasará (no a través de los genes sino del lenguaje) a las nuevas generaciones que engendre.

            El rompimiento de ese orden legal establecido es la violencia. Toda cultura humana tiene como objetivo último su propio mantenimiento, su conservación. Pero en ese proceso de autoperpetuación no está excluida la violencia. Por el contrario, es una constante repetida en toda cultura de que se tenga noticia que la violencia hace parte de su más cotidiana dinámica normal, tanto en las relaciones internas como en las que se establecen con otros distintos, extraños a ella.

            Si hay algo que se repite en todo pueblo, en toda civilización, es la violencia. Y ello en un doble sentido. De alguna manera puede decirse que el sujeto individual, heredero y representante de su mundo cultural, está sometido y es producto de una violencia intrínseca que lo sobredetermina, lo constituye como uno más de la serie a la que pertenece. Allí hay en juego un proceso que, aunque no es asimilable a la violencia física ejemplificada por el golpe o el machetazo, presupone un acto de sometimiento: nadie pide nacer, el ser nos es dado. Nadie decide su lenguaje, su cultura, su determinación social. Todo esto adviene desde otro. Ningún bebé demanda ser circuncidado, o bautizado, o sometido a ninguno de los ritos que nos fijan en una cultura. Ningún niño pide asistir a la escuela, y las imposiciones paternas son ante todo eso: imposiciones. He ahí una primera vertiente de la violencia originaria: yo me constituyo contra otro. La agresividad está en la base de nuestra existencia, no como elemento "malévolo" del que tendremos que deshacernos, sino como ingrediente fundamental.

            Desde otro punto de vista, y dando por supuesta esa violencia constitutiva, todo grupo, toda cultura funciona resguardándose a sí misma y tomando distancia del otro diferente. "Amar al prójimo como a sí mismo" es una elaboración racional que presupone que ese otro también puede ser agredido, justamente por distinto, por diferente –al igual que me puede suceder a mí–, por lo cual debemos protegernos con una máxima moral. El ataque al otro diferente es algo siempre posible en la dinámica humana. Piénsese en los fenómenos masivos que pueden dispararse en cualquier momento: quizá, dadas ciertas circunstancias, –y esto, de hecho, ocurre muchas veces– un partido de fútbol puede degenerar en una batalla campal entre las porras contrarias simplemente porque "los otros" provocaron, por citar algún ejemplo.

            Digámoslo de otra manera: aunque no se sea racista, no es lo más común, en principio, que se formen parejas entre hombres y mujeres de distinta etnia o religión, o que los amigos de mis hijos pertenezcan a otro grupo socioeconómico diferente al mío. La elección de objeto amoroso es, en el fondo, narcisista. Se escoge lo semejante, lo que evoca al propio yo. Lo extraño, en ese marco es, primariamente, hostil. Amo al otro porque amo en él lo que es igual que yo. La aceptación de lo disímil necesita de un trabajo racional, no es lo más primariamente espontáneo. Todo código ético, del que ninguna organización social puede carecer, es un intento de no fagocitar al extraño, sentando con ello las bases para que otro tanto no me suceda a mí. En este sentido, entonces, la discriminación (de cualquier índole: étnica, cultural, sexual, etc.) puede comprenderse como algo muy fácil, muy a la mano en la estructura humana, y de lo que continuamente hay que estar alerta. Sin fuese tan natural y espontáneo el amor por los otros, no habría necesidad de una máxima que nos lo recordara.

            La posibilidad de eliminar al "otro" diferente está siempre presente. No es sino ése el mecanismo íntimo de la guerra: el otro distinto de mí deja de ser respetado como ser humano abriéndose la perspectiva, concretada muchas veces, de suprimirlo –con lo que se presupone que yo, claro está, tengo la razón y el derecho de neutralizar al "equivocado" (matándolo, acallándolo, segregándolo)–. En ese sentido no hay ninguna cultura tan "buena"; todas, según la historia nos lo demuestra, apelan a la discriminación, en una u otra manera. Y en todos lados vemos que se repite la posibilidad de sacrificios humanos, de linchamiento, de lapidación. Ninguna civilización es ni "inocente".

            De ahí, entonces, la pregunta casi obligada: ¿estamos condenados a la violencia?


La violencia política

            La violencia no es un cuerpo extraño en las relaciones interhumanas. Por el contrario, es parte medular, fundante, definitoria de todas nuestras vinculaciones. Las relaciones entre seres humanos, entre grupos, entre naciones, están siempre marcadas por ella. Las relaciones políticas, en tanto una de las tantas expresiones del lazo social que nos une, están así determinadas enteramente por esa violencia.

            Hay que apurarse a despejar el equívoco de identificar violencia con hecho natural, con "esencia" de lo humano. Sería aventurado, presuntuoso quizá –o simplemente erróneo– afirmar con suficiencia que la historia de nuestra especie nos lleva a extraer la conclusión que somos violentos –y por tanto egoístas, competitivos, depredadores hambrientos de nosotros mismos– como si respondiésemos a un supuesto instinto, a una naturaleza irrevocable. Que hoy día el ser humano "confeccionado" en el molde de la propiedad privada y la lucha por el poder se haya entronizado y reine victorioso, no es suficiente para sacar la anterior conclusión. Si somos violentos al modo que sabemos que lo somos –el hambre del que muere tanta gente, que es no es un hecho biológico sino político, o las guerras, o cualquiera de las interminables formas que adopta la violencia sesgando vidas con velocidad siempre creciente– de ningún modo podemos decir que eso responda a una presunta conformación natural. Somos así porque un molde social determinado nos construye de esa manera. Nos alienta la esperanza de pensar que otro molde es posible, molde que podría haber sido el que existió en los millones de años que precedieron a las sociedades de clases basadas en la propiedad privada, e igualmente que podría ser el molde del futuro, dando como resultado otro tipo de sujeto, obviamente no vertebrado en la dinámica del poder como centro de todas las relaciones.

            Si a partir de ese molde social –construido históricamente– podemos decir hoy que la lucha en torno al poder nos define, que es lo mismo que decir que la violencia nos define, entonces la política, en tanto ámbito "especializado" para el manejo de esas relaciones interhumanas, no puede dejar de ser violenta.

            "¡A las armas ciudadanos! / ¡Formad vuestros batallones! ¡Marchemos, marchemos! / ¡Que una sangre impura /empape nuestros surcos!"
            Este himno de guerra –que no otra cosa es– inaugura el mundo moderno en términos políticos, inaugura la era de los Derechos del Hombre ("Hombre" como sinónimo de humanidad, valga agregar… ¡qué machismo!, es decir: otra forma de violencia), era de la fraternidad, de la ¿igualdad? Pero curiosamente… lo hace pidiendo sangre. Sin dudas podemos estar todos de acuerdo que nadie osaría calificar a la Marsellesa, cuyo coro es el citado más arriba, como una invitación al primitivismo sino, por el contrario, el broche de oro de una refinada elaboración intelectual. Pero por más "civilizada" que se pretenda, la violencia está marcando su totalidad. La sed de sangre no puede dejar de ser eso: sed de sangre, el deseo de terminar con el otro. Aunque la sangre en cuestión se considere "impura" (lo cual, por cierto, debería alertarnos sobre el sentido del pedido en juego: ¿cuándo una sangre comienza a ser "impura"?, ¿cómo y cuándo se "purifica"?, ¿matando a quien la porta?), pedir que corra es en sí mismo un hecho tremendamente violento. O sea que el mundo moderno, pretendidamente "civilizado", que se levanta sobre las injusticias de regímenes "primitivos", no deja de estar basado en la violencia más elemental: "matemos a ese portador de sangre impura".

            Las relaciones interhumanas son siempre, en mayor o menor medida, relaciones de poder; y el ejercicio del poder siempre está indisolublemente ligado al recurso a la violencia. "El individuo sólo puede convertirse en lo que es a través de otro individuo; su misma existencia consiste en su 'ser-para-otro'. No obstante, esta relación no es en absoluto una relación armónica de cooperación entre individuos igualmente libres que promueven el interés común en persecución de la propia conveniencia. Es más bien una 'lucha a vida o muerte' entre individuos esencialmente desiguales, en la que uno es el 'amo' y el otro es el 'esclavo'", sintetiza Marcuse leyendo a Hegel. Idea de lucha, de conflicto que dará como resultado la aparición del marxismo, quien hace de la lucha de clases el núcleo de esa dialéctica.

            Esta dialéctica se inscribe en los términos de una lucha incesante, que se materializa en la aplicación concreta de una metodología violenta. Ninguna relación de dominación se establece sin la utilización de una fuerza, disuasiva a veces, operativa otras, pero que tiene que estar presente para afianzar que el poder es tal.

            Poder va de la mano de violencia. Hoy, igual que nuestros ancestros, gana aquel que tiene "el garrote más grande". La famosa frase "la guerra es la continuación de la política con otros medios", del prusiano von Clausewitz, puede ser leída a la inversa: la política es la afirmación de un poderío basado, entre otras cosas, en una fuerza que puede llegar a ser usada, y que legitima la "dialéctica del amo y del esclavo". La política –incluso desarrollada por una casta de tecnócratas profesionales ad hoc cada vez más especializada como sucede hoy día–, la política en sentido moderno ("arte de evitar que la gente tome parte en los asuntos que le conciernen", según Paul Valéry) es, en otros términos, el arte de ejercer una dominación antes de utilizar la violencia física, aunque recordando siempre que la misma es posible.

            La dominación tiende a perpetuarse, y ello se consigue, entre otras cosas, por medio de la coacción física. Por otro lado, el dominado tiende a quitarse de encima la opresión, y el instrumento de que dispone para ello es igualmente la acción violenta. Por tanto se instaura un ciclo en el que continuidad y renovación van de la mano de la violencia. "La historia de la Humanidad" –dirá Marx– "es la historia de la lucha de clases", para completar la idea con la formulación: "la violencia es la partera de la historia".

            Toda formación política –es decir: toda organización cultural– que nos hemos dado hasta ahora los seres humanos a través de la historia de las sociedades que instauran la propiedad privada, la división de clases –con no más de 10.000 años– es la manera como la dialéctica del amo y del esclavo se ha corporizado, siempre con el resguardo de la fuerza, del garrote –hoy día, del misil nuclear–. Hasta la actualidad ningún régimen político conocido (el esclavismo de los faraones egipcios, el jefe con su consejo de ancianos en una tribu reducida, la confederación inca o las democracias representativas surgidas de la Revolución Francesa, por poner algunos ejemplos) ha podido prescindir de los cuerpos de seguridad que lo resguardan, tanto interna como externamente. Inclusive la experiencia del socialismo real surgida en el pasado siglo no deja de transitar la misma senda.

         La organización de las relaciones de poder entre los seres humanos legitima las diferencias, legitimando al mismo tiempo el uso de la violencia para su perpetuación. Para ningún pueblo conquistador el hecho de invadir, de hacer esclavos o de saquear al derrotado fueron injusticias. Ni lo son tampoco para el rey tener un pueblo famélico que trabaja para mantener la opulencia de su corona, o para el empresario capitalista pagar salarios miserables gracias a lo cual deviene millonario, o para el jerarca del partido comunista –tal como sucedió en cuestionables experiencias del balbuceante socialismo en sus primeros pasos– mantener privilegios irritantes. Todo ello, en definitiva, es el resultado de las relaciones políticas vigentes, de la forma en que se distribuye y ejerce el poder en el seno de la comunidad. En tal sentido, entonces, la política es la instancia por medio de la que queda organizada la violencia dentro de la sociedad. Y ella legitima, en última instancia, otras manifestaciones violentas, como el machismo, el racismo, el autoritarismo.

           Cuanto más compleja la sociedad, más política; por tanto, más elaborada. Y lo mismo puede decirse hoy a escala planetaria. El grado de complejidad de las relaciones internacionales es abrumadoramente complicado, pero en definitiva se sigue repitiendo el mismo principio: quien detenta el garrote más fuerte impone las condiciones.

            Los llamados a la "paz" y la "concordia" entre los seres humanos, más allá de buenas intenciones –no sin cierta dosis de ingenuidad quizá, ¿o de hipocresía?– no parecen haber prosperado. Ni pueden prosperar, por lo que la historia nos enseña. Las relaciones de poder no se negocian, no se arreglan en encuentros "civilizados" de buena voluntad. Por el contario, mal que nos pese, se modifican en la lucha. Los Métodos Alternativos de Resolución de Conflictos –Marcs–, tan a la moda hoy luego de caído el muro de Berlín, parecen haber reemplazado a Marx. Pero más allá del llamado a una cultura de la negociación y el consenso, la violencia sigue siendo el motor de las relaciones políticas. "Cuando Estados Unidos marca el rumbo, la ONU debe seguirlo. Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos. Cuando no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos", pudo expresar sin empacho el candidato de Estados Unidos a Embajador ante la ONU, John Bolton, para expresar la idea con un ejemplo algo patético. La diplomacia, parece, tiene límites. Y la fuerza bruta sigue siendo la opción.

            ¿Estamos "condenados" a la violencia entonces? Así planteada, la cuestión es una aporía que no ofrece salida. Si somos productos históricos, queda la esperanza de poder generar otro tipo de sujeto, no constituido en torno al poder. El reto, que las primeras propuestas socialistas tomaron en serio aunque no terminaran su construcción, es darle forma a eso que hoy, todavía, parece una utopía inalcanzable: construir nuevas relaciones de poder, concebir una nueva idea de poder. Quizá, un poder no machista, no masculino, tal como ha sido la historia hasta ahora. El reto está abierto.


¿Hacia una cultura de la no-violencia y del entendimiento?

            Ahora bien, tanto la historia como la observación cotidiana de las relaciones interhumanas muestran que el aseguramiento de la paz es una meta de difícil obtención. Es una aspiración necesaria, imprescindible incluso. Pero si el conflicto es la razón de ser de lo humano no puede pretenderse eliminarlo; en todo caso, y en nombre de una genuina cultura de la no violencia –siguiendo a Estanislao Zuleta– "es preciso, por el contrario, construir un espacio social y legal en el cual los conflictos puedan manifestarse y desarrollarse, sin que la oposición al otro conduzca a la supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo". Un mundo paradisíaco libre de conflictos y regido por el amor incondicional no pareciera muy humano; es esa la aspiración de los diversos pacifismos y religiones, pero no debe olvidarse que en nombre del amor también se puede ser violento y cometer las peores barbaridades. En todo caso, y como algo más posible, el aseguramiento de la paz está más en dependencia del respeto de las leyes y del rechazo de la impunidad. La ley nos aleja de la violencia. Prepararse para la paz es asegurar el estado de derecho, y no la acumulación de armas.

            De todos modos "la ley es lo que conviene al más fuerte", dirá Trasímaco de Calcedonia en su diálogo con Sócrates en "La República" platónica. Interesante afirmación; la ley no es necesariamente justa. La historia humana hasta la fecha muestra diversos ordenamientos sociales que no han beneficiado a las mayorías precisamente. Contra esas injusticias se han levantado, y seguramente lo seguirán haciendo, grupos opositores al orden constituido, subversivos en el más cabal sentido de la palabra: Espartaco y sus seguidores contra el Imperio Romano, los iluministas franceses contra la monarquía absolutista, los padres fundadores estadounidenses contra la metrópoli británica, las guerrillas latinoamericanas del siglo XX, los diversos nacionalismos del Tercer Mundo. Cualquier orden legal imperante que organiza la vida social, hasta ahora y como una constante, es perfectible. Eso es lo que enseña toda la historia de la Humanidad: una interminable sucesión de conflictos sociales en búsqueda de mejores condiciones de vida para las grandes masas. Por cierto que la historia no ha terminado, como dijera Francis Fukuyama sobre la cresta de la ola neoliberal de los pasados años, lo cual se desprende de una simple mirada a nuestro alrededor donde se siguen registrando injusticias sociales intolerables; de hecho, gente que muere de hambre pese a todo el desarrollo técnico. La ley imperante, que conviene al más fuerte sin dudas y que se mantiene en virtud del ejercicio de una violencia legalizada, es también convencional. Puede cambiar, como han cambiado a través del tiempo los distintos modelos sociales, por medio de transformaciones que, irremediablemente, deben recurrir a la violencia para imponerse. La actual economía de libre mercado y democracia parlamentaria se construyó sobre la cabeza guillotinada de los monarcas, no olvidemos, y ese acto inaugural –sangrientamente violento por cierto– del sistema capitalista es la fuente inspiradora de todos los actuales derechos humanos.

            No podemos prescindir de la violencia porque ella es parte de lo humano, pero esto no debe llevar a su resignada aceptación, ni mucho menos a su entronización. De esto sólo se seguiría fatalmente su apología. Si bien la violencia está entre nosotros, hay que trabajar denodadamente en la preparación para la paz. Que nuestra constitución psicológica tenga que ver con la violencia no significa que toda la sociedad esté regida exclusivamente por ella; también es posible y necesaria la tolerancia de las diferencias, la aceptación del otro distinto. Si no, debería aceptarse que las injusticias son de carácter natural, y por tanto nada podría hacerse al respecto. Y definitivamente algo puede, y debe, hacerse en contra de las injusticias.

         Si se terminasen las injusticias en el mundo ¿se terminaría la violencia? Quizá así planteado el problema no ofrece salida. Por lo pronto, a partir de la experiencia de la que podemos hablar –la actual, nuestra historia como especie– es imposible pensar en una sociedad sin disparidades (y ya no sólo las económicas, que quizá puedan superarse si el socialismo triunfa en todo el mundo, sino las de género, de edades, de tradiciones, de generaciones). De hecho un orden social que legitima no sólo diferencias sino flagrantes injusticias es una fuente de violencia. En la actualidad –era de la revolución científico-técnica, de la conquista espacial y de los logros más inimaginables del ingenio– cada siete segundos muere de hambre una persona en el mundo, y cada segundo nacen tres nuevos seres, siendo que dos de esos nacimientos se producen en un barrio marginal de una gran urbe del Tercer Mundo, con lo que el nuevo venido a la vida ya tiene bastante trazado su futuro, no muy promisorio por cierto. Todo esto es una injusticia en términos humanos, y al respecto coinciden tanto el Vaticano, las izquierdas y el Fondo Monetario Internacional. Ese orden social imperante es intrínsecamente violento; de ahí que, si desde el estado de derecho general, globalizado para decirlo con un término actual, se ejerce una violencia originaria, las acciones que se sigan probablemente han de ser igualmente violentas: cada vez mayor delincuencia, oleadas imparables de inmigrantes ilegales rumbo a la prosperidad del Norte, aumento de la narcoactividad, ciudades crecientemente peligrosas, actos mal llamados terroristas en el lugar menos pensado, y consecuentemente una proliferación como nunca antes de armas, agencias de seguridad y sistemas de alarma cada vez más sofisticados.

       ¿Acaso el mundo actual es más violento que el de otros momentos históricos? Pregunta imposible de ser respondida en forma terminante; Freud, en ocasión de marchar al exilio ante la invasión nazi, dijo: "ahora queman mis libros, en la Edad Media me hubieran quemado a mí. Hemos progresado". Junto al estremecedor arsenal nuclear que la Humanidad ha acumulado actualmente, con posibilidades de destrucción masiva como nunca antes, también se ha avanzado considerablemente en la defensa de los derechos humanos; de hecho se legisla sobre delitos de lesa humanidad, la degradación ambiental, el aborto o la eutanasia como nunca en la historia se había hecho, con lo cual se van sentando precedentes para la construcción de sociedades más equilibradas y tolerantes. ¿Progresamos entonces? Ya no se mata al mensajero portador de malas noticias, y la sangre del esclavo que bañaba el casco de las nuevas naves que los vikingos botaban al mar, ahora se reemplazó, muy "civilizadamente" por cierto, por el champagne de una botella que rompe la madrina de la embarcación. Ante lo cual, entonces, estaríamos tentados de decir que sí, efectivamente, hay progreso en la esfera ética. Aunque –esto es lo que nos produce la sorpresa, lo que nos deja atónitos– los actuales amos del mundo pueden amedrentar a la Humanidad toda con la amenaza del uso de armas nucleares cuando se suponía que Naciones Unidas regulaba la no violencia entre las naciones. ¿Hay o no hay progreso humano? Sí y no.

            Los boxeadores actuales cumplen severas normas dentro del cuadrilátero y no pelean hasta matar al contrincante como los gladiadores del circo romano. Pero la población sigue yendo a estos espectáculos a ver sangre. ¡Y es eso lo que pide a gritos desde las gradas! ¿Será que el progreso moral, tal como dijo Freud, hay que medirlo por esos pequeños pasos de hormiga en la historia? Las leyes laborales, la jornada de ocho horas, la estabilidad para el trabajador, todo eso costó años de terribles luchas sindicales, muertos, torturados, grandes sufrimientos para el campo popular. Eso, que parecía un avance sin retroceso en las condiciones de vida de la humanidad, entrado el siglo XXI, por la caída del campo soviético, rápidamente se pierde y volvemos a una precariedad laboral similar a la del siglo XIX. Aunque tengamos vehículos-robot que aterrizan en Marte preparando la inminente llegada humana a ese planeta, ¿dónde está el progreso entonces?

            La conclusión obligada de todo esto es que la no-violencia debe construirse, edificarse, afianzarse día tras día. Y en ese arduo trabajo, la lucha contra la injusticia juega un papel de suma importancia. Pero no debe pensarse que estamos fatalmente condenados a repetir el círculo de la violencia. Sin ser ingenuos podemos (debemos) aspirar a un mundo más vivible para todos, porque ahí radica la posibilidad de un verdadero mejoramiento (empezando muy egoístamente por mi mismo si se quiere, para luego pensar en el bien común). Quizá la máxima de amar al prójimo como a uno mismo, o la esperanza en un "hombre bueno" y naturalmente solidario deban revisarse. Probablemente no exista una vacuna efectiva contra las atrocidades humanas –el esclavismo o la bomba atómica, el machismo, la tortura, las dictaduras o la CIA, etc., etc., y la lista se podría prolongar casi infinitamente–, pero existe la posibilidad (o la perentoria necesidad más exactamente) de revisar qué somos y cuáles son nuestros proyectos vitales. Debemos cuestionarnos nosotros mismos (cosa, valga agregar, que la fascinación tecnotrónica en que actualmente vivimos no nos alienta precisamente –la máquina lo resolverá todo– ¿no habrá allí una nueva religión?) para, en alguna medida, ir acercándonos a esos antídotos. Sócrates fue condenado a beber la cicuta justamente por eso, por atuocuestionarse y cuestionar a todos. Los derechos humanos son como las estrellas: inalcanzables… Pero nos marcan el camino.


La segunda y la tercera parte serán publicadas próximamente.

Nella diffusione e/o ripubblicazione di questo articolo si prega di citare la fonte: www.utopiarossa.blogspot.com