Introducción
/ ¿Por qué la violencia? / Violencia y cultura / La violencia política / ¿Hacia una
cultura de la no-violencia y del entendimiento? / Sobre el humanismo / ¿Hay
vacuna contra el racismo? / La discriminación de género / El esclavo piensa con
la cabeza del amo: los medios masivos de comunicación / Medios de comunicación
alternativos: una guerra popular / ¿Hacia una revisión del socialismo? / ¿Cómo
darle forma a la utopía? El socialismo y el poder
Podrán cortar todas las
flores pero no detendrán la primavera.
Pablo Neruda
Primera
parte *
Introducción
/ ¿Por qué la violencia? / Violencia y cultura / La violencia política / ¿Hacia
una cultura de la no-violencia y del entendimiento?
Introducción
Hasta ahora
la historia nos demuestra que los seres humanos nos movemos en muy buena medida
por el afán de poderío. De lo cual puede desprenderse, quizá con cierta
ligereza, o con cierta mirada pesimista sobre nuestra condición, que estamos
irremediablemente condenados a seguir repitiendo ese molde. El colmo de ese pesimismo
lo presenta José Saramago, cuando no encontrando salida a todo esto llega a
concluir entonces: "No nos merecemos mucho respeto como especie". La constatación tan
interminablemente repetida del abuso del poder por parte de quien lo dispone
–aún en el campo de la izquierda– podría llegar a permitirnos sacar esa
conclusión. Estaríamos casi tentados de afirmar, por tanto, que "eso no
tiene arreglo".
Pero si efectivamente
está en la esencia humana esta "dialéctica del amo y del esclavo", si
eso es parte definitoria de nuestra condición, ¿para qué seguir luchando por un
mundo de mayor equidad? El estudio de la historia o de cualquier interrelación
nos confronta con que la lucha en torno al poder cuando se encuentran dos
personas, o dos colectivos, surge con pasmosa facilidad. ¿Autoriza ello a ver
en esa repetición una matriz de origen biológico? ¿Cómo poder afirmar que la
violencia, el afán de poderío, la dominación sean de orden genético? Si una
lectura darwinista de la historia humana pude llegar a esa conclusión
–justificando, de ese modo, la existencia de "razas superiores" y una
presunta selección natural de los "mejores"– una visión más amplia de
nuestra condición debe apuntar a otra cosa. ¿O acaso podemos avalar un triunfo
de "superiores" sobre "inferiores"?
Hasta ahora, al menos,
más allá de la ilusión positivista de cierta tendencia tecnocrática que busca
un sustrato bioquímico para explicar toda la complejidad de lo humano, no se ha
podido aislar ninguna sustancia específica que dé cuenta de estos fenómenos.
Puestos a interactuar niños pequeños de distintas etnias cuando recién están
comenzando a hablar, cuando aún no tienen incorporada toda su carga cultural,
ninguno discrimina a otro ni lo mira "desde arriba". Eso llegará
luego: los adultos nos encargamos de transmitírselo. ¿Por que resignarnos
entonces ante una supuesta tendencia natural que nos compele a comernos unos a
otros?
Anida
ahí un error que, si no lo corregimos con fuerza, puede llevarnos a la
entronización del individualismo –cosa que hace con absoluta naturalidad el
capitalismo, premiando al "ganador", que no es otro que el más fuerte
que se impone con brutalidad sobre los más débiles–, o puede llevarnos, por
otro lado, a la resignación.
Decimos
"el capitalismo", pero podríamos hacerlo extensivo a cualquier
sociedad de clases. Desde que sabemos de la existencia de sociedades
estratificadas donde unos mandan usufructuando el trabajo de otros, los cuales
trabajan y obedecen (desde el inicio de las primeras sociedades agrarias
sedentarias, para fijarlo de algún modo en el tiempo, aproximadamente unos 10.000 a 12.000 años
atrás), desde ahí se viene repitiendo esta situación. Dialéctica del amo y del
esclavo donde un grupo decide sobre la vida de otro con distintos grados de
violencia, de crueldad, desde ser el dueño por entero de la vida de ese otro,
hasta el pago de un salario supuestamente consensuado entre ambas partes por
una cantidad de horas de trabajo. Esa historia no nos ofrece sino explotación
de unos sobre otros, aprovechamiento, falta de solidaridad, violencia, crudeza.
Matriz ésta que se reitera muy frecuentemente en todas las relaciones humanas:
entre géneros, entre generaciones, entre distintas culturas. Y viendo con
objetividad ya sea la historia o la dinámica interhumana en un corte puntual
aquí y ahora, ello pareciera poder dejar extraer la conclusión que así es
nuestra condición sin más. Si podemos hacer eso: torturar, engañar, matar, sin
dudas que –más allá de una visión pesimista– eso se muestra como nuestro
destino. De ahí a la conclusión que no tenemos remedio como especie, sólo un
paso.
Y
a ello podríamos agregar que los intentos de construir un nuevo sujeto en los
balbuceantes socialismos del siglo XX no lograron superar con creces esos
patrones de violencia. La codicia y la mezquindad siguieron todavía
incorporadas a las características comunes de los ciudadanos, más allá de las
buenas intenciones de transformación. ¿Hay que resignarse entonces? ¿No es
posible el cambio? ¿Habrá que contentarse que lo máximo a lo que podemos
aspirar es a un crecimiento enorme de la productividad y a una más equitativa
repartición de la riqueza que generemos, resignándonos a que siempre habrá uno
"más listo" que manejará a los "más tontos"? ¿No hay
alternativa? ¿Es cierto que "no nos merecemos mucho respeto como
especie" entonces? ¿No es posible la equidad total, la horizontalidad?
¿Habrá siempre quien, en nombre de lo que sea, "mire desde arriba" a
otro?
Por esa vía, el punto
máximo de desarrollo aspirable sería la socialdemocracia. Sin dudas que los
pocos países con políticas socialdemócratas viven bien, con abundancia y
equidad. Ahí están unas cuantas sociedades del norte de Europa dando el
ejemplo: ordenadas, felices, racionales. Pero la estructura del mundo no
permite que todos seamos Suecia, o Noruega o Canadá. Además, la bonanza de las
socialdemocracias presupone un Tercer Mundo históricamente explotado. ¿Podría
algún país africano o centroamericano repetir el modelo socialdemócrata nórdico
en las condiciones actuales? ¿Cómo? Las deudas externas que religiosamente
deben pagar esas sociedades empobrecidas van a parar también a las
socialdemocracias. Así es fácil gozar la vida…y tener equidad. Pero si hablamos
de "otro mundo posible", hablamos de igualdad para todos, absolutamente
para todos y todas en total paridad. Es decir: hablamos de una verdadera
democratización e igualación de los poderes, para todos, no sólo para los
blancos.
Cuando nos referimos al sujeto humano tenemos como
referente esto que las distintas sociedades clasistas basadas en la
diferenciación entre poderosos y oprimidos han venido dando como resultado
hasta ahora. Nos es relativamente más fácil entender la lógica de una sociedad
antigua –la egipcia, los fenicios, los mayas– porque nos resulta familiar poder
imaginar qué sentiría un amo o un esclavo (aunque la reflexión la hagamos ahora
y no seamos, en sentido estricto, ni faraones ni esclavos. Sin embargo,
intuimos de qué se trata la relación). Pero nos resulta incomprensible, o al
menos mucho más lejana de nuestros códigos, una sociedad del neolítico, o
alguna de los pequeños grupos que aún hoy existen sobreviviendo como en ese
entonces –los indígenas amazónicos, o los habitantes originarios de Australia–.
¿Cómo entender desde nuestra cosmovisión una sociedad de puros iguales,
homogénea, horizontal? Nuestra matriz, hoy día, es forzosamente esa visión de
jerarquías, patriarcal, vertical. De ahí que nos suene extraño aún –y por tanto
cueste tanto– establecer relaciones de total horizontalidad, de absoluta
paridad. Aunque en las experiencias socialistas intentemos llamar a los
dirigentes con el apelativo de "camarada", en la realidad cotidiana el
"camarada ministro" o el "camarada alcalde" sigue aún
gozando de privilegios que los "camaradas comunes" no tienen.
¿Significa eso que nunca cambiará esa dinámica?
Seguramente
no podemos esperarnos un paraíso de la sociedad humana. No somos ángeles. Pero
podemos hacer algo para que no sea un infierno. Y hoy, más allá de una porción
minúscula que vive en la opulencia manejando la vida de las grandes masas, y
fuera de un no más del 15 % de la población mundial que puede ser considerada
clase media, con acceso a aceptables cuotas de confort y seguridad, para la más
amplia mayoría de la Humanidad la vida es un infierno. El socialismo, si bien
tuvo un inicio en el siglo XX que debe ser rigurosamente criticado por
autoritario y vertical (en alguna medida, también un infierno), sigue siendo
aún una fuente de esperanza. Del capitalismo nada se puede esperar.
Pero la duda –por decirlo de alguna manera, o el temor, o
preocupación– se plantea cuando intentamos revisar los supuestos que ha venido
desarrollando el socialismo. Si consideramos el proceder de muchos de los
cuadros revolucionarios, o incluso la conducta de los ciudadanos, los camaradas
de a pie, dentro de las experiencias socialistas, se abren interrogantes: ¿se
podrá prescindir de esta cultura del "mirar desde arriba" a otro? A veces sucede
esta horizontalidad, este espíritu de solidaridad y de desprendimiento, pero en
muchísimos casos, más allá de la declaración de principios y del uso de
consignas que sitúan en el "club" de la izquierda, se siguen
manteniendo privilegios irritantes, actitudes despóticas, el convencimiento que
hay algunos con derecho a "mirar desde arriba" a otros.
¿Por qué los camaradas
médicos cubanos cuando están fuera de la isla "arrasan" con las
mercaderías que no se consiguen en su país? ¿Son menos
"revolucionarios" por eso? Seguramente no, pero todas estas actitudes
nos indican que quizá el meollo mismo de lo humano es muy difícil de
transformar: si somos herederos de la cultura que nos constituye en lo más
hondo de nuestro ser –machistas, patriarcales, verticalistas, competitivos,
belicistas, y en estos últimos años, capitalismo mediante, impúdicamente
consumistas– todo eso no se va a terminar por decreto. La cuestión, en todo
caso, es: ¿cambiará? ¿Qué hay que hacer para que cambie? ¿Cómo desarmar la
cultura del poder que nos constituye?
Hoy día podemos hablar de
los seres humanos criados en este modelo histórico, dado que sólo hemos
conocido estos patrones. Por eso la dificultad que apuntábamos para entender
otros modelos sociales "primitivos", sin clases sociales, la pura
horda original. Las sociedades clasistas quedamos irremediablemente lejos de
esa experiencia, y los modelos progresistas que hemos inventado todavía tienen
muy cerca la matriz del "triunfador", del éxito individual sobre y
contra el bien común. Si no, no sería tan fácil que muchas cooperativas
terminen siendo pequeñas empresas lucrativas privadas olvidándose de la
filosofía que las impulsa. O no hubiera sido tan fácil la restauración de la
cultura capitalista en Rusia, o en China, donde hoy se premia como el gran
logro la picardía para hacer fortuna no importa a qué precio olvidando
principios levantados hace apenas unos años. Invocar un llamado al amor para
construir el socialismo, la nueva sociedad y el nuevo sujeto, queda corto.
Sabemos que el amor es básicamente narcisista y no nos sobra; más bien nos sale
con cuentagotas. Es difícil, cuando no imposible, amar incondicionalmente al
prójimo. Pero no se trata de amarlo sino de respetarlo. Esa es la clave que
puede cambiar la actitud. Nadie está obligado a amar a nadie por decreto; pero
la sociedad sí obliga a respetarnos. Si logramos establecer una comunidad donde
todos verdaderamente nos sentimos pares, iguales, aunque no nos
"amemos", sí podremos convivir con mayores cuotas de solidaridad
social. Aunque no somos ángeles, ¿quién dijo que estamos obligados por
naturaleza a explotar al otro? Si nos preparamos para esa cultura de la más
absoluta igualdad, ¿por qué no podríamos superar la dudosa noción del amor
incondicional para forjar una cultura del respeto? Porque en nombre del amor se
pueden cometer las peores atrocidades, no olvidarlo. Ahí están todas las
guerras religiosas, por ejemplo, las más despiadadas y crueles de la historia
para demostrarlo. O la Santa Inquisición…por amor.
Ningún
sustrato bioquímico podrá explicarnos por qué ese afán de poderío. Es nuestra
matriz social, cultural, psicológica, la que nos hace así. De lo que se trata,
entonces, es de construir otra matriz que dé como resultado otro tipo de
sujeto. Aunque, claro está, esa construcción no podrá ser nunca una imposición
por vía de decreto. Hay que forjarla. Y ese es el reto que tiene el socialismo.
En
Rusia, siete décadas después de la revolución bolchevique, hay gente que sigue
buscando el retorno del zarismo y pensando en la gran patria de los rusos
blancos. ¿Pasó en vano la revolución? Y en Cuba una enorme cantidad de
población profesa con devoción la santería. ¿Puede decirse que fracasó la
revolución? En Venezuela, con un proceso de transformación socialista en
marcha, por cierto muy reciente aún, siguen siendo un símbolo nacional las Miss
Universo y las mujeres con pecho siliconado, y muchísima población –incluidos
funcionarios de gobierno– continúan adorando los más rancios valores
capitalistas, desviviéndose por el vehículo lujoso con un chofer que les abra
la puerta y cambiando divisas en el mercado paralelo. ¿No está funcionando la
Revolución Bolivariana entonces? Todo esto no nos habla de un fracaso de los
ideales socialistas. Nos habla, en todo caso, del peso fenomenal de la
historia, de las tradiciones, de la cultura. Como brillantemente lo expresó
Einstein: "es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio".
El desafío es cambiar esa historia. Eso es la revolución.
Si nos tomamos en serio lo de las utopías, pues de eso se trata entonces: no
sólo transformar las relaciones políticas, cambiar las reglas de juego de las
relaciones sociales; no sólo repartir con equidad el producto del trabajo
humano. Se trata, junto a todo ello, y quizá más que ello, de transformar la
historia misma, las matrices que nos determinan como sujeto.
Es ahí donde entra a jugar un papel clave el tema de la
autocrítica de nuestra humana condición. ¿Estamos acaso, tal como lo pretendería
el darwinismo social, condenados a una lucha a muerte los unos contra los
otros? ¿O nuestra "naturaleza" va de la mano de las condiciones
culturales? ¿Por qué cuesta tanto superar los vericuetos del poder? ¿Nuestra
condición finita y deficiente nos lleva a acercarnos al ámbito del ejercicio
del poder como alternativa para superar esa pequeñez originaria? ¿Puede
superarse la idea del poder como sinónimo de beneficio propio a base del
sacrificio de otro? ¿Es cierto que el que manda, manda; y si se equivoca…
vuelve a mandar? ¿Qué habrá que hacer para superar
todo esto?
El trabajo es arduo, enorme. Es transformar toda una
cultura que lleva hoy un peso ancestral en sus espaldas con una importancia
definitoria, y que con las nuevas tecnologías que generó el capitalismo (léase:
guerra psicológico-mediática, guerra de cuarta generación, como la llamaron los
estrategas militares estadounidenses) se impuso por todo el globo, y en muchos
casos, haciéndose atractiva. Si no, los camaradas cubanos no arrasarían las tiendas
buscando esos productos "seductores" toda vez
que tienen oportunidad al salir de la isla. Lo cual nos lleva a un tema no
menos trascendente.
La cultura del consumo a que dio lugar el capitalismo
mercantil es insostenible –se produce no sólo para satisfacer necesidades sino,
ante todo, para vender, para obtener lucro económico–. En función de ese
modelo de desarrollo el planeta se está empezando a poner en serio riesgo. La
progresiva falta
de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan
el globo terráqueo, la desertificación, el calentamiento global, el
adelgazamiento de la capa de ozono que ha aumentado por 13 la incidencia del
cáncer de piel en estos últimos años, el efecto invernadero negativo, el
derretimiento del permagel son todas consecuencias de
un modelo depredador que no tiene sustentabilidad en el tiempo. ¿Cuánto más
podrá resistirse esta devastación de los recursos naturales? Las sociedades
agrarias "primitivas", o inclusive las tribus del neolítico
que aún se mantienen, son mucho más racionales en su equilibrio con el medio
ambiente que el modelo industrialista consumidor de recursos no renovables. Si buscamos un nuevo mundo, una nueva ética, nuevos y
superadores valores, la cultura del consumo debe ser abordada con tanta fuerza
revolucionaria como las injusticias sociales. Pero ahí está el problema
justamente: tanto ha calado esta cosmovisión del consumo hedonista que se hace
muy difícil atacarlo, desarmarlo. Y el "hombre nuevo" todavía
no pudo sacudirse esa carga cultural. ¿Podremos construir una cultura
alternativa al consumo industrial fabuloso sin volver a las cavernas,
aprovechando el confort que brindan las nuevas tecnologías traídas por la
industria capitalista y la moderna ciencia occidental?
Se
abre allí otro desafío, por cierto. ¿Somos más revolucionarios porque no
tomamos Coca-Cola, o es más compleja que eso la lucha contra el patrón
consumista? Sin dudas es más compleja, y por tanto, más difícil que mantener
una consigna. Esa cultura milenaria de la dialéctica
del amo y del esclavo que constituye nuestras relaciones, esa cultura de la
búsqueda del poder como fin en sí mismo, esa creencia ancestral en que hay "superiores"
e "inferiores", eso da como resultado también una cultura del poder
sobre la naturaleza. En el mundo de la industria moderna la naturaleza dejó de
ser parte del cosmos del que somos parte para pasar a ser recurso explotable.
El marxismo clásico no pudo ir más lejos de esa visión estrecha; por eso hoy la
crítica del consumismo irracional es tan imprescindible como la lucha contra
las injusticias. El planeta no es la "cantera a explotar", el
"bosque a arrasar" sino parte de nuestra realidad compleja; si lo
destruimos, nos destruimos a nosotros mismos. Si lo vemos sólo como lucro
económico, ahí están los resultados con la catástrofe ecológica que ese modelo
generó. Obviamente, si la consideramos con detenimiento, esa idea de progreso
científico-técnico no parece tan "desarrollada". De ahí que pueda
entenderse el pesimismo de Saramago.
Vemos, entonces, que la tarea transformadora de la
revolución socialista es titánica. Lo es porque más difícil que cambiar el mapa
político de un país –desplazar a una minoría de la casa de gobierno, armas en
mano incluso–, muchísimo más difícil que eso –y nadie dijo que eso fuera fácil–
es aún cambiar el sujeto humano. Pero ahí está el desafío. Educación, formación
ideológica, autocrítica, revisión de la historia, discusiones, liberar la
creatividad, la imaginación al poder… los pasos para lograr esa monumental
empresa son muchos, diversos, variados. Hablamos de "hombre nuevo"; ideal
genial, sin dudas. Mas ¿no se filtra allí ya desde el vamos un prejuicio
machista? ¿No es de la mayor arrogancia machista identificar la especie en su
conjunto con sólo su mitad? ¿Los seres humanos somos todos hombres?
Hoy, después de las primeras experiencias del pasado
siglo y teniendo claro los límites de nuestra condición, probablemente estamos
en mejores condiciones para avanzar por ese camino. Si hablamos de un nuevo
socialismo del siglo XXI –que no desconoce las bases sentadas en el XIX ni las
primeras experiencias del XX– es para superar viejos errores y llegar con éxito
al XXII.
La ruta misma
de la revolución socialista debe guiarse por lo que acertadamente proponía
Gabriel García Márquez: luchar para "que ningún ser humano
tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para ayudarlo a
levantarse". Hasta que eso no sea realidad,
debemos seguir luchando, porque si no, la revolución no habrá triunfado.
¿Por qué la violencia?
La
violencia es algo presente cotidianamente entre los seres humanos. Tenemos una
tendencia a identificarla con acciones físicas concretas: un puñetazo, un
golpe, un balazo. Su expresión más elocuente, más descarnada es, seguramente,
la guerra. Pero sin ningún lugar a dudas hace parte constantemente de la vida
social. Si hablamos del ser humano, necesariamente hablaremos de la violencia.
Es
difícil dar una definición acabada de ella pero, de hecho, es una noción que
manejamos a diario en cualquier aspecto de la vida, siempre ligada, de una u
otra manera, a "fuerza", a "poderío", a
"conflicto".
Las
relaciones humanas conllevan una disparidad de origen: padres e hijos, hombres
y mujeres, viejos y jóvenes, dirigentes y dirigidos. Esa estructura de las
relaciones implica siempre una diferencia, un conflicto: hay, desde el inicio,
una relación de jerarquía entre unos y otros. Seguramente es imposible dar
razón ontológica de por qué ello es así; y también de su origen en la historia.
¿Desde cuándo somos de ese modo? Por otro lado, esto nos remite a la pregunta
básica: ¿somos así en términos de esencia los seres humanos? ¿Nuestro destino
es el eterno conflicto? Si la estructura de lo real, siguiendo a Hegel, es
conflictiva, esto es: constituida originariamente por el conflicto, por la
lucha entre contrarios, ¿podemos aspirar a construir relaciones armoniosas duraderas
entre los miembros de nuestra especie? Lo que las ciencias sociales o el
estudio de cualquier período histórico enseñan es que toda vinculación
interhumana presenta esa forma: hay relaciones de poderío, intereses en pugna,
independientemente de las voluntades individuales. A su vez esto se apoya en el
ejercicio de una forma de violencia intrínseca. La armonía, la concordancia y
la superación pacífica de las diferencias son aspiraciones, necesarias sin
dudas, pero que no pueden ir separadas de su contrario, teniendo implicada
siempre la violencia como horizonte posible. Las experiencias socialistas –muy
cortas en el tiempo de momento– también parecieran confirmar esto. No sólo
porque con el triunfo de una revolución el sector derrotado se resiste a ceder
su lugar, contrarrevolución mediante –lo cual es, por tanto, foco de conflicto,
de guerra–; también entre la clase ganadora, los hasta ayer oprimidos y
explotados, también allí podemos ver conductas de mezquindad, ánimos de
figuración y exhibicionismo, actitudes machistas, racismo, xenofobia. También
entre los revolucionarios muchas veces se compite para ver quién es
"más" revolucionario.
La
violencia no es sólo expresión física; adquiere muy distintas formas, incluso
puede ser refinada y sutil. Sin necesidad de estar en guerra todos los días
muere innumerable cantidad de seres humanos en hechos de violencia de la más
variada índole: atropellados por un carro conducido por una persona
alcoholizada, o solitariamente por una sobredosis de droga. O de hambre. Esto
es contundente: muere infinitamente mucha más gente por hambre que por causas
bélicas. Hay ahí una violencia implícita, subterránea, definitivamente más
mortífera que cualquier conflicto armado declarado; y paradójicamente sus
efectos no entran en las estadísticas que hablan de la violencia.
Por
otro lado, sin mencionar ya las muertes, cotidianamente asistimos a situaciones
violentas altamente dañinas: chantajes, acosos, abusos deshonestos, falsificaciones
de las más variadas, el transitar por una ciudad populosa a una hora pico o el soportar
el ruido ensordecedor de la grabadora de mi vecino en un momento inapropiado.
Además, la contaminación ambiental que cada habitante del planeta padece, o las
irritantes y explosivas diferencias económico-sociales entre la gente no dejan
de ser otras tantas formas de violencia despiadada. ¿No lo son también
cualquier expresión de discriminación: étnica, religiosa, cultural?
La
violencia física y psicológica entra naturalmente en la crianza de los niños,
en la educación formal, en las relaciones de pareja, y aunque de hecho estas
circunstancias pueden estar –y lo están a veces– tipificadas como actos
delictivos, en una inmensa mayoría de casos son asumidos como
"normales" culturalmente. La circuncisión o la ablación clitoridiana,
por mencionar algunos, junto a una infinidad de ritos iniciáticos que puede
encontrarse entre las diferentes culturas, apelan a mecanismos violentos, pese
a lo que no dejan de ser parte de la cotidianeidad aceptada.
La
violencia está entre nosotros, a diario y en todas las facetas, aunque en
principio no se haga evidente dado que tendemos a asimilarla con hechos
físicos. Baste para comprobarlo una rápida mirada a nuestro alrededor: el juego
de los niños –agresivo, despiadado a veces, pero no por ello menos inocente–, o
el placer que pueden encontrar descuartizando un insecto; los chistes morbosos,
la forma en que pueden ser objeto de burla los discapacitados o algunos
estereotipos de conducta social que no necesariamente apelan a la coacción
física (el machismo, el verticalismo en el mando), la forma en que algunos
conducen un vehículo no respetando normas, el acoso sexual de –generalmente– un
varón que ocupa un lugar de mayor poder hacia una subordinada mujer, o el
cántico de las porras entre equipos deportivos rivales, son todas formas de
violencia que modelan la vida social. Dicho de otra manera, junto al
entendimiento y la tolerancia, la agresividad es igualmente constitutiva de las
relaciones humanas.
La
armonía, la paz, la concordia, son aspiraciones. Por cierto absolutamente
necesarias para vivir, para desarrollarnos, para crecer; pero la dinámica
humana está marcada por ese interjuego entre armonía y violencia. La vida no es
precisamente un paraíso (el único paraíso es el perdido). Oponer a la
violencia, en tanto elemento supuestamente pérfido y malvado, un reino de la
felicidad y una ética de la bondad es, como mínimo, ingenuo. Toda la cultura
humana, la edificación social, la civilización en su sentido más amplio, no es
sino una forma de asegurar la convivencia entre la gente garantizando el no
recurso a la violencia. "Si quieres la paz prepárate para la guerra" decían
los romanos.
Ese
escepticismo original sobre una supuesta condición "bondadosa" de
nuestra especie recorre la historia del pensamiento. "Pregúntese cada
hombre qué hace cuando emprende un viaje, cuando sale de noche, cuando duerme.
¿Acaso no se arma, va bien acompañado, cierra con llave las puertas y hasta
esconde sus tesoros de la propia familia, sirvientes o amigos? ¿No delata su
proceder la opinión que tiene de la humanidad, aun existiendo leyes y
organismos públicos para protegerlo?", se planteaba Thomas Hobbes.
Y
un consumado comunista como Fidel Castro reflexiona igualmente: "El
hombre es un ser lleno de instintos, de egoísmos, nace egoísta, la naturaleza
le impone eso; la naturaleza le impone los instintos, la educación impone las
virtudes; la naturaleza le impone cosas a través de los instintos, el instinto
de supervivencia es uno de ellos, que lo pueden conducir a la infamia, mientras
por otro lado la conciencia lo puede conducir a los más grandes actos de
heroísmo".
Que
la violencia haga parte de la misma constitución intrínseca de lo humano no
significa que seamos "malos" de nacimiento. ¿Es, entonces, la
violencia nuestro destino? ¿Estamos condenados a ser unos mezquinos seres que nos
comemos unos a otros? (¿homo homini lupus: el hombre como lobo del hombre?)
Recordemos
que la violencia y el conflicto se encuentran en el fenómeno humano tanto como
el amor o la solidaridad. Esto significa que la naturaleza humana es siempre
convencional, depende de las relaciones que se establecen entre los seres
humanos y no queda explicada por causas solamente biológicas. Hay un sustrato
físico-químico primario, pero esto no da cuenta del por qué de la violencia
humana. Los animales matan para sobrevivir, conducta regida por los vericuetos
del instinto. Pero los humanos no nos violentamos para asegurar nuestro
alimento; las armas no están sólo al servicio de la cacería (de hecho es para
lo que menos se utilizan). No hay determinación genética que explique el por
qué de la guerra, o del chantaje, de la tortura o del racismo. Estas son
posibilidades que sólo encuentran su desarrollo en la dimensión psicosocial en
la que el ser humano existe. En el reino animal no se constata ninguna de esas
conductas; al menos, no con la significación que tienen entre los humanos.
La
violencia es algo privativo de la especie humana; los animales no son violentos
en el sentido humano. Pueden ser grandes depredadores, insaciables como el
tiburón o el cocodrilo, pero no violentos. Cuando matamos a algún animal para
comérnoslo no somos precisamente violentos. Ninguno de nosotros sería tildado
de tal a partir de la vaca "asesinada" que nos almorzaremos más
tarde. La violencia se liga al orden no natural de la humanización; tiene que
ver con el particular universo simbólico que nos constituye y donde el instinto
no cuenta en la determinación última de nuestros actos. La violencia, al igual
que la paz, tiene que ver con la ley humana. Ambos elementos son, en
definitiva, producto de la civilización. Ni la maldad ni la bondad son
naturales, genéticas.
La
ruptura más violenta de la armónica convivencia entre los seres humanos es,
seguramente, la guerra. Ahí tienen lugar profundas modificaciones en la
psicología colectiva por las que caen las interdicciones más elementales: el
"no matarás", quedando consecuentemente todo permitido. El otro ser
humano que tengo enfrente deja de ser visto como tal para pasar a ser "el
enemigo". Con ello se autoriza su eliminación. No sólo se lo puede matar;
es imperioso que lo mate. Hasta inclusive se premia con todos los honores a
quien más enemigos elimine; he ahí un héroe a quien se condecora, y no un
asesino.
Pero
la guerra, de hecho, es una constante en la historia humana. Actualmente la
preparación para la guerra es la actividad más dinámica, que consume más
esfuerzos moviendo más recursos que cualquier otra industria (25.000 dólares
por segundo). ¿Qué impulsa a los seres humanos a esto? ¿Qué posibilita que
terminado un conflicto bélico ya esté comenzando otro? Quedarnos simplemente
con la explicación de una "tendencia agresiva" es parcial. Existe, por
cierto, una lectura ingenua de la mitología conceptual de Freud que desemboca
en esas conclusiones; pero no estamos ahí ante conceptos científicos sino ante
un posicionamiento ideológico –sumamente reaccionario, por lo demás–.
La
guerra tiene raíces diversas: económicas, políticas, culturales. Pero no hay
ninguna duda que existe también una constitución psicológica común en todos los
humanos que posibilita que todos, dadas las circunstancias, nos encontremos con
"el enemigo" al que hay que eliminar, en nombre de lo que sea (por
más justa que se plantee la causa que desata el enfrentamiento: guerra
revolucionaria, guerra santa, guerra antiimperialista). Pese a nuestro más
enconado pacifismo la posibilidad de la guerra, la posibilidad de tomar parte
en ella, o hasta incluso de alentarla, está siempre presente en la psicología
de los humanos.
La
violencia, entonces, es una construcción humana: ningún otro ser vivo tortura,
maltrata a su pareja, delinque, hace chistes de humor negro o quema en la
hoguera a quien no coincide con su punto de vista (dicho sea de paso, esta
última práctica fue, por siglos, el modus operandi de la institución que
levanta como principal bandera el amor incondicional entre los hombres y de esa
manera se quemaron vivos cinco millones de "poseídos por el demonio").
La violencia tiene lugar a partir de la caída de las normas sociales de
convivencia, de su evitación. Dicho al revés: las normas sociales, la ley,
constituyen la máxima obra humana, aquello que nos distingue del mundo
instintivo, de lo puramente animal. La ley es lo que posibilita la vida humana,
que es necesariamente social, y que debe tener un mínimo de armonía garantizada
para poder permitir el desarrollo de los individuos.
Si
existe la ley es porque hay violencia. Lo cual nos puede llevar a la conclusión
que no hay nada más humano que la violencia.
Es,
quizá, justamente en las situaciones límites donde descubrimos las posibilidades,
las potencialidades que anidan en cada ser humano. La solidaridad y la entrega
son posibles, así como también lo son las actitudes más mezquinas, más
sórdidas. Todos podemos llegar a cometer las barbaridades más espantosas. Tal
vez por eso en toda formación cultural en cualquier momento histórico nos
encontramos con códigos de ética que regulan esa violencia. No hay, por tanto,
ninguna cultura más "superior" que otra en estos aspectos. No hay,
definitivamente, pueblos "bárbaros" y "civilizados": hacha
de piedra o misil nuclear, lo que los alienta en el fondo no ha cambiado
sustancialmente. Lo violento, justamente, es creer que hay "superiores",
creer que sea posible que alguien sea "más" que otro.
Violencia y cultura
La
ley es una creación del orden humano, no está en la Naturaleza. Es una
convención, un acuerdo. La ley, la norma, la regla, es algo que debemos
aprender, y por tanto, reforzar y mantener cotidianamente. Un niño llega al
mundo y debe ingresar a un universo cultural que lo espera. Ahí aprenderá a
hablar, aprenderá normas de las más diversas, deberá aprender a esperar, a
tolerar. Todo ese proceso complejo, duro, no garantizado biológicamente en
cuanto a su resultado final, es la crianza de un niño y su marcha hacia la
adultez considerada normal. En todo tiempo histórico y en cualquier cultura ese
proceso debe cumplirse inevitablemente para lograr que alguien devenga un
sujeto adaptado.
La
ley es un principio ordenador, es lo que posibilita que no nos eliminemos unos
con otros. La ley, la norma, es lo que dice qué se puede y qué no se puede.
Para que exista sociedad humana es necesario un orden, y eso es lo que viene a
dar la ley. Secundariamente podrá decirse que un determinado orden social no es
justo, que beneficia a unos pocos en detrimento de la mayoría, por lo que se
buscarán medios para transformarlo y edificar otro menos violento
estructuralmente. Pero siempre habrá un orden social. No hay individuo sin
orden social, y no hay igualmente ser humano ni sociedad sin ley.
Si
el ser humano es, por definición, un producto de su medio, de su cultura, esto
es: un ser simbólico, la importancia de la ley radica justamente en esto: su
eficacia simbólica. Las convenciones establecen que no se pueden hacer
determinadas cosas: matar, atravesar la calle con el semáforo en rojo o
mantener contacto sexual padres con hijos. Las reglas lo establecen. De hecho
vemos que, sin embargo, todo esto que está prohibido igualmente puede tener
lugar. Pero la transgresión de las normas es lo que las reafirma como
efectivas. Y aunque de hecho se cometan homicidios, alguien cruce con luz roja
un semáforo o se consume el incesto en algún momento, la gran mayoría de la
gente no lo hace. La ley se cumple. Todos la respetamos porque de ello depende
nuestra sobrevivencia. Además, adicionalmente, si no lo hacemos sabemos que hay
castigo.
El
lugar donde primeramente los seres humanos entramos al mundo de las normas es
la familia. Esa célula social es el microcosmos donde la cría humana va
deviniendo sujeto integrado a las convenciones preestablecidas. No importa las
formas que adopte esa crianza, la modalidad con que se lleve adelante: familia
monogámica, clan, familia monoparental, etc. Lo importante es que, en cualquier
sociedad, el proceso nunca falta, no puede faltar (si no, no habría ser
humano).
Hasta
donde la antropología comparada y la ciencia de la historia pueden enseñarnos,
en todo momento y lugar de la Humanidad asistimos a este proceso: cada ser
humano individual es producto de su mundo cultural, al que reproducirá en cada
acto de su vida, y que traspasará (no a través de los genes sino del lenguaje)
a las nuevas generaciones que engendre.
El
rompimiento de ese orden legal establecido es la violencia. Toda cultura humana
tiene como objetivo último su propio mantenimiento, su conservación. Pero en
ese proceso de autoperpetuación no está excluida la violencia. Por el
contrario, es una constante repetida en toda cultura de que se tenga noticia
que la violencia hace parte de su más cotidiana dinámica normal, tanto en las
relaciones internas como en las que se establecen con otros distintos, extraños
a ella.
Si
hay algo que se repite en todo pueblo, en toda civilización, es la violencia. Y
ello en un doble sentido. De alguna manera puede decirse que el sujeto
individual, heredero y representante de su mundo cultural, está sometido y es
producto de una violencia intrínseca que lo sobredetermina, lo constituye como
uno más de la serie a la que pertenece. Allí hay en juego un proceso que,
aunque no es asimilable a la violencia física ejemplificada por el golpe o el machetazo,
presupone un acto de sometimiento: nadie pide nacer, el ser nos es dado. Nadie
decide su lenguaje, su cultura, su determinación social. Todo esto adviene
desde otro. Ningún bebé demanda ser circuncidado, o bautizado, o sometido a
ninguno de los ritos que nos fijan en una cultura. Ningún niño pide asistir a
la escuela, y las imposiciones paternas son ante todo eso: imposiciones. He ahí
una primera vertiente de la violencia originaria: yo me constituyo contra
otro. La agresividad está en la base de nuestra existencia, no como elemento
"malévolo" del que tendremos que deshacernos, sino como ingrediente
fundamental.
Desde
otro punto de vista, y dando por supuesta esa violencia constitutiva, todo
grupo, toda cultura funciona resguardándose a sí misma y tomando distancia del
otro diferente. "Amar al prójimo como a sí mismo" es una elaboración
racional que presupone que ese otro también puede ser agredido, justamente por
distinto, por diferente –al igual que me puede suceder a mí–, por lo cual
debemos protegernos con una máxima moral. El ataque al otro diferente es algo
siempre posible en la dinámica humana. Piénsese en los fenómenos masivos que
pueden dispararse en cualquier momento: quizá, dadas ciertas circunstancias, –y
esto, de hecho, ocurre muchas veces– un partido de fútbol puede degenerar en
una batalla campal entre las porras contrarias simplemente porque "los
otros" provocaron, por citar algún ejemplo.
Digámoslo
de otra manera: aunque no se sea racista, no es lo más común, en principio, que
se formen parejas entre hombres y mujeres de distinta etnia o religión, o que
los amigos de mis hijos pertenezcan a otro grupo socioeconómico diferente al
mío. La elección de objeto amoroso es, en el fondo, narcisista. Se escoge lo
semejante, lo que evoca al propio yo. Lo extraño, en ese marco es,
primariamente, hostil. Amo al otro porque amo en él lo que es igual que yo. La
aceptación de lo disímil necesita de un trabajo racional, no es lo más
primariamente espontáneo. Todo código ético, del que ninguna organización
social puede carecer, es un intento de no fagocitar al extraño, sentando con
ello las bases para que otro tanto no me suceda a mí. En este sentido,
entonces, la discriminación (de cualquier índole: étnica, cultural, sexual,
etc.) puede comprenderse como algo muy fácil, muy a la mano en la estructura
humana, y de lo que continuamente hay que estar alerta. Sin fuese tan natural y
espontáneo el amor por los otros, no habría necesidad de una máxima que nos lo
recordara.
La
posibilidad de eliminar al "otro" diferente está siempre presente. No
es sino ése el mecanismo íntimo de la guerra: el otro distinto de mí deja de
ser respetado como ser humano abriéndose la perspectiva, concretada muchas
veces, de suprimirlo –con lo que se presupone que yo, claro está, tengo la
razón y el derecho de neutralizar al "equivocado" (matándolo,
acallándolo, segregándolo)–. En ese sentido no hay ninguna cultura tan
"buena"; todas, según la historia nos lo demuestra, apelan a la
discriminación, en una u otra manera. Y en todos lados vemos que se repite la
posibilidad de sacrificios humanos, de linchamiento, de lapidación. Ninguna
civilización es ni "inocente".
De
ahí, entonces, la pregunta casi obligada: ¿estamos condenados a la violencia?
La violencia política
La
violencia no es un cuerpo extraño en las relaciones interhumanas. Por el
contrario, es parte medular, fundante, definitoria de todas nuestras
vinculaciones. Las relaciones entre seres humanos, entre grupos, entre
naciones, están siempre marcadas por ella. Las relaciones políticas, en tanto
una de las tantas expresiones del lazo social que nos une, están así
determinadas enteramente por esa violencia.
Hay
que apurarse a despejar el equívoco de identificar violencia con hecho natural,
con "esencia" de lo humano. Sería aventurado, presuntuoso quizá –o
simplemente erróneo– afirmar con suficiencia que la historia de nuestra especie
nos lleva a extraer la conclusión que somos violentos –y por tanto egoístas,
competitivos, depredadores hambrientos de nosotros mismos– como si
respondiésemos a un supuesto instinto, a una naturaleza irrevocable. Que hoy
día el ser humano "confeccionado" en el molde de la propiedad privada
y la lucha por el poder se haya entronizado y reine victorioso, no es
suficiente para sacar la anterior conclusión. Si somos violentos al modo que
sabemos que lo somos –el hambre del que muere tanta gente, que es no es un
hecho biológico sino político, o las guerras, o cualquiera de las interminables
formas que adopta la violencia sesgando vidas con velocidad siempre creciente–
de ningún modo podemos decir que eso responda a una presunta conformación
natural. Somos así porque un molde social determinado nos construye de esa
manera. Nos alienta la esperanza de pensar que otro molde es posible, molde que
podría haber sido el que existió en los millones de años que precedieron a las
sociedades de clases basadas en la propiedad privada, e igualmente que podría
ser el molde del futuro, dando como resultado otro tipo de sujeto, obviamente
no vertebrado en la dinámica del poder como centro de todas las relaciones.
Si
a partir de ese molde social –construido históricamente– podemos decir hoy que
la lucha en torno al poder nos define, que es lo mismo que decir que la
violencia nos define, entonces la política, en tanto ámbito
"especializado" para el manejo de esas relaciones interhumanas, no
puede dejar de ser violenta.
"¡A
las armas ciudadanos! / ¡Formad vuestros batallones! ¡Marchemos, marchemos! /
¡Que una sangre impura /empape nuestros surcos!"
Este
himno de guerra –que no otra cosa es– inaugura el mundo moderno en términos
políticos, inaugura la era de los Derechos
del Hombre ("Hombre" como sinónimo de humanidad, valga
agregar… ¡qué machismo!, es decir: otra forma de violencia), era de la
fraternidad, de la ¿igualdad? Pero curiosamente… lo hace pidiendo sangre. Sin
dudas podemos estar todos de acuerdo que nadie osaría calificar a la Marsellesa,
cuyo coro es el citado más arriba, como una invitación al primitivismo sino,
por el contrario, el broche de oro de una refinada elaboración intelectual.
Pero por más "civilizada" que se pretenda, la violencia está marcando
su totalidad. La sed de sangre no puede dejar de ser eso: sed de sangre, el
deseo de terminar con el otro. Aunque la sangre en cuestión se considere
"impura" (lo cual, por cierto, debería alertarnos sobre el sentido
del pedido en juego: ¿cuándo una sangre comienza a ser "impura"?,
¿cómo y cuándo se "purifica"?, ¿matando a quien la porta?), pedir que
corra es en sí mismo un hecho tremendamente violento. O sea que el mundo
moderno, pretendidamente "civilizado", que se levanta sobre las
injusticias de regímenes "primitivos", no deja de estar basado en la
violencia más elemental: "matemos a
ese portador de sangre impura".
Las
relaciones interhumanas son siempre, en mayor o menor medida, relaciones de
poder; y el ejercicio del poder siempre está indisolublemente ligado al recurso
a la violencia. "El individuo sólo puede convertirse en lo que es a
través de otro individuo; su misma existencia consiste en su 'ser-para-otro'.
No obstante, esta relación no es en absoluto una relación armónica de cooperación
entre individuos igualmente libres que promueven el interés común en
persecución de la propia conveniencia. Es más bien una 'lucha a vida o muerte'
entre individuos esencialmente desiguales, en la que uno es el 'amo' y el otro
es el 'esclavo'", sintetiza Marcuse leyendo a Hegel. Idea de lucha, de
conflicto que dará como resultado la aparición del marxismo, quien hace de la
lucha de clases el núcleo de esa dialéctica.
Esta
dialéctica se inscribe en los términos de una lucha incesante, que se materializa
en la aplicación concreta de una metodología violenta. Ninguna relación de
dominación se establece sin la utilización de una fuerza, disuasiva a veces,
operativa otras, pero que tiene que estar presente para afianzar que el poder
es tal.
Poder
va de la mano de violencia. Hoy, igual que nuestros ancestros, gana aquel que
tiene "el garrote más grande". La famosa frase "la guerra es la continuación de la política con otros
medios", del prusiano von Clausewitz, puede ser leída a la inversa: la
política es la afirmación de un poderío basado, entre otras cosas, en una
fuerza que puede llegar a ser usada, y que legitima la "dialéctica del amo
y del esclavo". La política –incluso desarrollada por una casta de
tecnócratas profesionales ad hoc cada vez más especializada como sucede hoy
día–, la política en sentido moderno ("arte de evitar que la gente tome
parte en los asuntos que le conciernen", según Paul Valéry) es, en
otros términos, el arte de ejercer una dominación antes de utilizar la
violencia física, aunque recordando siempre que la misma es posible.
La
dominación tiende a perpetuarse, y ello se consigue, entre otras cosas, por
medio de la coacción física. Por otro lado, el dominado tiende a quitarse de
encima la opresión, y el instrumento de que dispone para ello es igualmente la
acción violenta. Por tanto se instaura un ciclo en el que continuidad y
renovación van de la mano de la violencia. "La historia de la
Humanidad" –dirá Marx– "es la historia de la lucha de
clases", para completar la idea con la formulación: "la
violencia es la partera de la historia".
Toda
formación política –es decir: toda organización cultural– que nos hemos dado
hasta ahora los seres humanos a través de la historia de las sociedades que
instauran la propiedad privada, la división de clases –con no más de 10.000
años– es la manera como la dialéctica del amo y del esclavo se ha corporizado,
siempre con el resguardo de la fuerza, del garrote –hoy día, del misil
nuclear–. Hasta la actualidad ningún régimen político conocido (el esclavismo
de los faraones egipcios, el jefe con su consejo de ancianos en una tribu
reducida, la confederación inca o las democracias representativas surgidas de
la Revolución Francesa, por poner algunos ejemplos) ha podido prescindir de los
cuerpos de seguridad que lo resguardan, tanto interna como externamente.
Inclusive la experiencia del socialismo real surgida en el pasado siglo no deja
de transitar la misma senda.
La
organización de las relaciones de poder entre los seres humanos legitima las diferencias,
legitimando al mismo tiempo el uso de la violencia para su perpetuación. Para
ningún pueblo conquistador el hecho de invadir, de hacer esclavos o de saquear
al derrotado fueron injusticias. Ni lo son tampoco para el rey tener un pueblo
famélico que trabaja para mantener la opulencia de su corona, o para el
empresario capitalista pagar salarios miserables gracias a lo cual deviene
millonario, o para el jerarca del partido comunista –tal como sucedió en
cuestionables experiencias del balbuceante socialismo en sus primeros pasos–
mantener privilegios irritantes. Todo ello, en definitiva, es el resultado de
las relaciones políticas vigentes, de la forma en que se distribuye y ejerce el
poder en el seno de la comunidad. En tal sentido, entonces, la política es la
instancia por medio de la que queda organizada la violencia dentro de la
sociedad. Y ella legitima, en última instancia, otras manifestaciones
violentas, como el machismo, el racismo, el autoritarismo.
Cuanto
más compleja la sociedad, más política; por tanto, más elaborada. Y lo mismo
puede decirse hoy a escala planetaria. El grado de complejidad de las
relaciones internacionales es abrumadoramente complicado, pero en definitiva se
sigue repitiendo el mismo principio: quien detenta el garrote más fuerte impone
las condiciones.
Los
llamados a la "paz" y la "concordia" entre los seres
humanos, más allá de buenas intenciones –no sin cierta dosis de ingenuidad
quizá, ¿o de hipocresía?– no parecen haber prosperado. Ni pueden prosperar, por
lo que la historia nos enseña. Las relaciones de poder no se negocian, no se
arreglan en encuentros "civilizados" de buena voluntad. Por el
contario, mal que nos pese, se modifican en la lucha. Los Métodos Alternativos
de Resolución de Conflictos –Marcs–, tan a la moda hoy luego de caído el muro
de Berlín, parecen haber reemplazado a Marx. Pero más allá del llamado a una
cultura de la negociación y el consenso, la violencia sigue siendo el motor de
las relaciones políticas. "Cuando Estados Unidos marca el rumbo, la ONU debe
seguirlo. Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos.
Cuando no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos", pudo expresar sin empacho el candidato de Estados
Unidos a Embajador ante la ONU, John Bolton, para expresar la idea con un
ejemplo algo patético. La diplomacia, parece, tiene límites. Y la fuerza bruta
sigue siendo la opción.
¿Estamos
"condenados" a la violencia entonces? Así planteada, la cuestión es
una aporía que no ofrece salida. Si somos productos históricos, queda la
esperanza de poder generar otro tipo de sujeto, no constituido en torno al
poder. El reto, que las primeras propuestas socialistas tomaron en serio aunque
no terminaran su construcción, es darle forma a eso que hoy, todavía, parece
una utopía inalcanzable: construir nuevas relaciones de poder, concebir una
nueva idea de poder. Quizá, un poder no machista, no masculino, tal como ha
sido la historia hasta ahora. El reto está abierto.
¿Hacia una cultura de la no-violencia
y del entendimiento?
Ahora
bien, tanto la historia como la observación cotidiana de las relaciones
interhumanas muestran que el aseguramiento de la paz es una meta de difícil
obtención. Es una aspiración necesaria, imprescindible incluso. Pero si el
conflicto es la razón de ser de lo humano no puede pretenderse eliminarlo; en
todo caso, y en nombre de una genuina cultura de la no violencia –siguiendo a Estanislao
Zuleta– "es preciso, por el contrario, construir un espacio social y
legal en el cual los conflictos puedan manifestarse y desarrollarse, sin que la
oposición al otro conduzca a la supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a
la impotencia o silenciándolo". Un mundo paradisíaco libre de
conflictos y regido por el amor incondicional no pareciera muy humano; es esa la
aspiración de los diversos pacifismos y religiones, pero no debe olvidarse que
en nombre del amor también se puede ser violento y cometer las peores
barbaridades. En todo caso, y como algo más posible, el aseguramiento de la paz
está más en dependencia del respeto de las leyes y del rechazo de la impunidad.
La ley nos aleja de la violencia. Prepararse para la paz es asegurar el estado
de derecho, y no la acumulación de armas.
De
todos modos "la ley es lo que conviene al más fuerte", dirá
Trasímaco de Calcedonia en su diálogo con Sócrates en "La República"
platónica. Interesante afirmación; la ley no es necesariamente justa. La
historia humana hasta la fecha muestra diversos ordenamientos sociales que no
han beneficiado a las mayorías precisamente. Contra esas injusticias se han
levantado, y seguramente lo seguirán haciendo, grupos opositores al orden constituido,
subversivos en el más cabal sentido de la palabra: Espartaco y sus seguidores
contra el Imperio Romano, los iluministas franceses contra la monarquía
absolutista, los padres fundadores estadounidenses contra la metrópoli
británica, las guerrillas latinoamericanas del siglo XX, los diversos
nacionalismos del Tercer Mundo. Cualquier orden legal imperante que organiza la
vida social, hasta ahora y como una constante, es perfectible. Eso es lo que
enseña toda la historia de la Humanidad: una interminable sucesión de
conflictos sociales en búsqueda de mejores condiciones de vida para las grandes
masas. Por cierto que la historia no ha terminado, como dijera Francis Fukuyama
sobre la cresta de la ola neoliberal de los pasados años, lo cual se desprende
de una simple mirada a nuestro alrededor donde se siguen registrando
injusticias sociales intolerables; de hecho, gente que muere de hambre pese a
todo el desarrollo técnico. La ley imperante, que conviene al más fuerte sin
dudas y que se mantiene en virtud del ejercicio de una violencia legalizada, es
también convencional. Puede cambiar, como han cambiado a través del tiempo los
distintos modelos sociales, por medio de transformaciones que,
irremediablemente, deben recurrir a la violencia para imponerse. La actual
economía de libre mercado y democracia parlamentaria se construyó sobre la
cabeza guillotinada de los monarcas, no olvidemos, y ese acto inaugural –sangrientamente
violento por cierto– del sistema capitalista es la fuente inspiradora de todos
los actuales derechos humanos.
No
podemos prescindir de la violencia porque ella es parte de lo humano, pero esto
no debe llevar a su resignada aceptación, ni mucho menos a su entronización. De
esto sólo se seguiría fatalmente su apología. Si bien la violencia está entre
nosotros, hay que trabajar denodadamente en la preparación para la paz. Que
nuestra constitución psicológica tenga que ver con la violencia no significa
que toda la sociedad esté regida exclusivamente por ella; también es posible y necesaria
la tolerancia de las diferencias, la aceptación del otro distinto. Si no,
debería aceptarse que las injusticias son de carácter natural, y por tanto nada
podría hacerse al respecto. Y definitivamente algo puede, y debe, hacerse en
contra de las injusticias.
Si
se terminasen las injusticias en el mundo ¿se terminaría la violencia? Quizá
así planteado el problema no ofrece salida. Por lo pronto, a partir de la
experiencia de la que podemos hablar –la actual, nuestra historia como especie–
es imposible pensar en una sociedad sin disparidades (y ya no sólo las
económicas, que quizá puedan superarse si el socialismo triunfa en todo el
mundo, sino las de género, de edades, de tradiciones, de generaciones). De
hecho un orden social que legitima no sólo diferencias sino flagrantes
injusticias es una fuente de violencia. En la actualidad –era de la revolución
científico-técnica, de la conquista espacial y de los logros más inimaginables
del ingenio– cada siete segundos muere de hambre una persona en el mundo, y
cada segundo nacen tres nuevos seres, siendo que dos de esos nacimientos se
producen en un barrio marginal de una gran urbe del Tercer Mundo, con lo que el
nuevo venido a la vida ya tiene bastante trazado su futuro, no muy promisorio
por cierto. Todo esto es una injusticia en términos humanos, y al respecto
coinciden tanto el Vaticano, las izquierdas y el Fondo Monetario Internacional.
Ese orden social imperante es intrínsecamente violento; de ahí que, si desde el
estado de derecho general, globalizado para decirlo con un término actual, se
ejerce una violencia originaria, las acciones que se sigan probablemente han de
ser igualmente violentas: cada vez mayor delincuencia, oleadas imparables de
inmigrantes ilegales rumbo a la prosperidad del Norte, aumento de la
narcoactividad, ciudades crecientemente peligrosas, actos mal llamados terroristas
en el lugar menos pensado, y consecuentemente una proliferación como nunca
antes de armas, agencias de seguridad y sistemas de alarma cada vez más
sofisticados.
¿Acaso
el mundo actual es más violento que el de otros momentos históricos? Pregunta
imposible de ser respondida en forma terminante; Freud, en ocasión de marchar
al exilio ante la invasión nazi, dijo: "ahora queman mis libros, en la
Edad Media me hubieran quemado a mí. Hemos progresado". Junto al
estremecedor arsenal nuclear que la Humanidad ha acumulado actualmente, con
posibilidades de destrucción masiva como nunca antes, también se ha avanzado
considerablemente en la defensa de los derechos humanos; de hecho se legisla
sobre delitos de lesa humanidad, la degradación ambiental, el aborto o la
eutanasia como nunca en la historia se había hecho, con lo cual se van sentando
precedentes para la construcción de sociedades más equilibradas y tolerantes. ¿Progresamos
entonces? Ya no se mata al mensajero portador de malas noticias, y la sangre
del esclavo que bañaba el casco de las nuevas naves que los vikingos botaban al
mar, ahora se reemplazó, muy "civilizadamente" por cierto, por el
champagne de una botella que rompe la madrina de la embarcación. Ante lo cual,
entonces, estaríamos tentados de decir que sí, efectivamente, hay progreso en
la esfera ética. Aunque –esto es lo que nos produce la sorpresa, lo que nos
deja atónitos– los actuales amos del mundo pueden amedrentar a la Humanidad
toda con la amenaza del uso de armas nucleares cuando se suponía que Naciones
Unidas regulaba la no violencia entre las naciones. ¿Hay o no hay progreso
humano? Sí y no.
Los
boxeadores actuales cumplen severas normas dentro del cuadrilátero y no pelean
hasta matar al contrincante como los gladiadores del circo romano. Pero la
población sigue yendo a estos espectáculos a ver sangre. ¡Y es eso lo que pide
a gritos desde las gradas! ¿Será que el progreso moral, tal como dijo Freud,
hay que medirlo por esos pequeños pasos de hormiga en la historia? Las leyes
laborales, la jornada de ocho horas, la estabilidad para el trabajador, todo
eso costó años de terribles luchas sindicales, muertos, torturados, grandes
sufrimientos para el campo popular. Eso, que parecía un avance sin retroceso en
las condiciones de vida de la humanidad, entrado el siglo XXI, por la caída del
campo soviético, rápidamente se pierde y volvemos a una precariedad laboral
similar a la del siglo XIX. Aunque tengamos vehículos-robot que aterrizan en
Marte preparando la inminente llegada humana a ese planeta, ¿dónde está el
progreso entonces?
La
conclusión obligada de todo esto es que la no-violencia debe construirse,
edificarse, afianzarse día tras día. Y en ese arduo trabajo, la lucha contra la
injusticia juega un papel de suma importancia. Pero no debe pensarse que
estamos fatalmente condenados a repetir el círculo de la violencia. Sin ser
ingenuos podemos (debemos) aspirar a un mundo más vivible para todos, porque
ahí radica la posibilidad de un verdadero mejoramiento (empezando muy
egoístamente por mi mismo si se quiere, para luego pensar en el bien común).
Quizá la máxima de amar al prójimo como a uno mismo, o la esperanza en un
"hombre bueno" y naturalmente solidario deban revisarse.
Probablemente no exista una vacuna efectiva contra las atrocidades humanas –el
esclavismo o la bomba atómica, el machismo, la tortura, las dictaduras o la
CIA, etc., etc., y la lista se podría prolongar casi infinitamente–, pero
existe la posibilidad (o la perentoria necesidad más exactamente) de revisar
qué somos y cuáles son nuestros proyectos vitales. Debemos cuestionarnos
nosotros mismos (cosa, valga agregar, que la fascinación tecnotrónica en que
actualmente vivimos no nos alienta precisamente –la máquina lo resolverá todo–
¿no habrá allí una nueva religión?) para, en alguna medida, ir acercándonos a
esos antídotos. Sócrates fue condenado a beber la cicuta justamente por eso,
por atuocuestionarse y cuestionar a todos. Los derechos humanos son como las
estrellas: inalcanzables… Pero nos marcan el camino.
* La segunda y la tercera parte serán publicadas próximamente.
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