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mercoledì 9 maggio 2018

ITALIA: UN ‘68 QUE DURÓ DIEZ AÑOS, por Claudio Albertani

Para Valentina y Marcello, mis hijos

¿Qué queremos?
¡Lo queremos todo!
(Pancarta en la barricada de
corso Traiano, Turín, 1969)

Quien habla de revolución
sin referirse a la vida cotidiana
tiene un cadáver en la boca.
(Graffiti, Milán, 1971)

Una precisión necesaria: nací en Milán en 1952 y viví el año de 1968 en el liceo. Como decenas de miles de mis coetáneos, participé en el movimiento estudiantil a partir de finales de 1967, en calidad de activista de a pie. Viví con pasión la temporada de las luchas obreras y me incorporé al colectivo libertario de mi escuela. Después vinieron los años 70, las comunas, las drogas psicodélicas y la lucha armada (en la cual nunca creí). Y cuando el movimiento se agotó, agarré la mochila para conocer el mundo. Como dijera Amin Maalouf, “soy hijo del camino, la caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía”.

Recuerdos
Medio siglo después, 1968 me sigue pareciendo un año axial, la rara circunstancia en que el instante se enlaza con el tiempo y la coyuntura con la larga duración. No había crisis, más bien la economía marchaba viento en popa y, sin embargo, ocurrió un ataque, tan masivo como inesperado, contra el conjunto de las condiciones de vida bajo la dominación capitalista. En París, el movimiento estudiantil se convirtió en una gran revuelta que provocó la mayor huelga general en la historia de Francia. Otras grandes metrópolis –Ámsterdam, Tokio, Milán, Londres, Nueva York y la Ciudad de México– fueron teatros de luchas que tenían como objetivo nada menos que la creación de un mundo nuevo. Junto al sentimiento de que nada podría ser como antes, nuestra generación descubrió la pasión por la vida colectiva y la posibilidad de transformarla. “Rápido”, decían elocuentemente los muros, y todos sabíamos de qué se trataba.
Así como las epidemias medioevales no respetaban fronteras ni jerarquías sociales, la rebelión anuló clasificaciones políticas, geográficas e ideológicas. A pesar de que el mundo se hallaba dividido en dos bloques contrapuestos: el capitalista y el falsamente llamado “socialista”, la rebelión se contagió a Checoslovaquia y a Polonia revelando el carácter burocrático e imperialista del sistema soviético. En Gdansk, Stettin y Praga, las explosiones de cólera se parecían peligrosamente a las de Detroit y Watts.
En el sur del mundo, se oía la voz sorda y amenazante de los condenados de la tierra. En África, la descolonización despertaba insólitos apetitos de libertad; en América Latina, la Revolución cubana motivaba a una nueva generación de activistas, y en Vietnam la ofensiva del Tet ponía en jaque al país más poderoso del mundo. En este contexto, el caso de Italia se presenta como la expresión local de un movimiento de alcance planetario. En la península, sin embargo, el movimiento comenzó antes y terminó después, alcanzando un nivel de radicalidad desconocido en otras latitudes. Para comprender sus rasgos esenciales es necesario dar unos pasos atrás.

Antecedentes
Al concluirse el segundo conflicto mundial, Italia seguía siendo un país atrasado con una estructura prevalentemente agraria. Caso único en Europa occidental, el fascismo había sido derrotado por fuerzas populares que habían consolidado islotes de poder en las fábricas del norte, en el centro y en las regiones rurales del sur. El movimiento obrero contaba con una central única, la Confederación General Italiana del Trabajo (CGIL, por sus siglas en italiano), de tendencia comunista, mutilada hacia 1950 de las tendencias cristiana y socialdemócrata.
A un breve paréntesis de gobiernos unitarios que contaban con la participación del Partido Comunista Italiano (PCI) y del Partido Socialista (PSI), siguió el largo reinado de la Democracia Cristiana (DC) que, en alianza con la mafia, ganó las elecciones de abril de 1948 instaurando un régimen corrupto y aparentemente inamovible que tenía mucho parecido con el PRI de México. Por entonces, la vida política del país se encontraba enmarañada en la Guerra Fría: si los democristianos respondían a Washington, el PC obedecía a Moscú. Sin embargo, contrario a lo que afirmaba la propaganda, los soviéticos no tenían la menor intención de alterar el orden geopolítico surgido de los acuerdos de Yalta (1945), ni favorecían un cambio de gobierno en el país.
La prueba general llegó el 14 de julio de 1948 cuando Antonio Pallante, un estudiante anticomunista, hirió de cuatro balazos al secretario del PC, Palmiro Togliatti, sin matarlo. En todo el país se desencadenaron demostraciones violentas y una huelga general. Mientras los obreros comunistas se alistaban para la insurrección general, el día 15 Togliatti les ordenó volver al trabajo haciendo saber que la vía italiana al socialismo pasaba por la defensa de las instituciones del Estado burgués.
Se originó así una situación paradójica de la que el PC era al mismo tiempo víctima y beneficiario. Víctima, porque los preceptos de la Guerra Fría le impedían acceder al gobierno central, pero también beneficiario porque controlaba parte de la industria cultural, algunas alcaldías de las regiones centrales (Bolonia, por ejemplo) y el jugoso intercambio comercial con el bloque soviético. Se convirtió así en un partido conservador, garante del orden público, que ensanchó su base electoral gracias al transformismo, esa tradición típicamente italiana de cambiar de casaca en el momento oportuno.
Aun así, los comunistas fueron satanizados por la DC, sus paleros y la Iglesia católica, que amenazaba con descomulgar a quienes los votaban. Fincada en los valores del antifascismo y la resistencia, la innegable popularidad del PC, el partido pro-soviético más poderoso de Occidente, preocupaba a la OTAN y a los norteamericanos, que consideraban a Italia un país “en riesgo”. Como respuesta nació Gladio, una red paramilitar clandestina de alcance europeo en la que participaban la CIA y los servicios secretos italianos con el objetivo de desacreditar a los comunistas y mantenerlos alejados del gobierno.

El regreso de la revolución social
Los años 60 se abrieron con una oleada de luchas sociales en Génova, Reggio Emilia (1960) y Turín. Los protagonistas eran obreros jóvenes, emigrados del sur que proporcionaban mano de obra barata a las grandes fábricas del norte (Fiat, Pirelli, Alfa Romeo, Olivetti, Montedison, etc.). Ajenos a la tradición comunista, estos obreros organizaban huelgas salvajes, es decir no controladas por los sindicatos oficiales, que ponían en riesgo la paz social y el tránsito del país a la llamada “modernidad”. Frente al sobrecalentamiento del termómetro social, la Democracia Cristiana optó por incluir a los socialistas en el gobierno esperando frenar al movimiento vía la construcción del Estado social.
Sirvió de poco. Las protestas siguieron más fuertes y amenazantes. Surgieron revistas como Quaderni Rossi, Quaderni Piacentini y Classe Operaia, que expresaban las ideas de una nueva izquierda obrerista, y se formaron núcleos de jóvenes militantes que rechazaban la política conservadora del PC y de los sindicatos. En el centro del conflicto estaba la Fiat de Turín –por entonces una de las fábricas de coches más grandes de Europa– y su antagonista inevitable: el trabajador de línea, no calificado, sobreexplotado y discriminado por ser migrante.
Hacia mediados de la década, llegaron al país los fermentos de la revuelta juvenil internacional, la música de protesta, los cabellos largos y las minifaldas. Fue un severo golpe para la cultura católica y/o comunista de nuestros padres. En 1966, bajo la influencia de los provos holandeses y los hippies norteamericanos, apareció en Milán Mondo Beat, el primer ejemplo de prensa alternativa en Italia. Empezaron las manifestaciones contra la guerra de Vietnam, la toma de edificios y las batallas con la policía. A finales de 1967, fueron ocupadas las universidades de Génova, Nápoles, Milán y Turín. La reivindicación principal era el derecho a estudiar para todos.
A principios de 1968, las experiencias de obreros, estudiantes y contracultura convergieron de manera espontánea. En febrero, los estudiantes ocuparon la universidad de Roma. El 1 de marzo, tuvo lugar la “batalla de Valle Giulia” en la cual, por primera vez, fueron los estudiantes que atacaron la policía, liberando así la Facultad de Arquitectura. Era el principio efectivo de la revuelta juvenil. El mismo mes estalló una huelga en la Fiat por la supresión del sábado de trabajo y por mejores jubilaciones, y se formó el Comité Unitario de Base en la Pirelli de Milán (CUB Pirelli, que tendría una larga trayectoria), expresión de la autonomía de clase frente a la bancarrota de los sindicatos oficiales. En la primavera, la agitación estudiantil siguió en Milán y Turín; estalló la huelga de Valdagno (en el Véneto) contra el textilero Marzotto y se incorporaron a la lucha las fábricas Montedison de Puerto Marghera y Ansaldo de Génova. El norte, es decir la región más productiva del país, estaba en llamas.
En mayo y junio, jóvenes anti-artistas impugnaron la exposición de arte Trienal de Milán y después la Bienal de Venecia. En junio, después del atentado contra el líder estudiantil alemán Rudi Dutschke, cientos de estudiantes asaltamos la sede del Corriere della Sera de Milán, el diario principal del país, símbolo de la prensa al servicio del poder. En otoño, en ocasión de la inauguración de la temporada de ópera en el Teatro alla Scala, recibimos a tomatazos a la buena sociedad milanesa causando un escándalo nacional. Mientras tanto, el sur campesino se incorporaba al movimiento con luchas en torno a la supresión de las enormes diferencias salariales con el norte. En diciembre, la policía disparó en Avola (Sicilia) contra braceros que ocupaban una vía de tránsito, causando una ola de manifestaciones de solidaridad en toda la península.
De Francia nos llegaban las ideas sobre la autonomía de Cornelius Castoriadis (a quien conocíamos únicamente por sus pseudónimos de Pierre Chaulieu y Paul Cardan en la revista Socialisme ou Barbarie) y de los situacionistas sobre la subversión de la vida cotidiana. Leíamos el panfleto vitriólico Sobre la miseria en el medio estudiantil, que despedazaba el militantismo tradicional y defendía la acción política orientada a la realización del placer. Y nos pasábamos de mano en mano dos libros que se hicieron famosos después: el Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones de Raoul Vaneigem y La sociedad del espectáculo de Guy Debord, ambos publicados por primera vez en 1967.

El año que vivimos en peligro
En lo sucesivo, el movimiento se fragmentó en una miríada de conflictos que arremetían contra todos los aspectos de la sociedad: el trabajo asalariado, la explotación, el arte, la cultura, la religión, las costumbres sexuales, la familia y la condición de la mujer. Los integrantes del movimiento éramos ajenos a los partidos y a la izquierda oficial, que nos miraba con recelo pues no nos podía controlar. La mayoría éramos muy jóvenes y no teníamos experiencia política. Pero sabíamos lo que hacíamos.
Cuando, en la primavera de 1969, tomamos mi escuela, el Liceo Scientifico Vittorio Veneto de Milán, juntamos los crucifijos que se encontraban colgados en cada salón, los amontonamos en el patio central y les prendimos fuego. Fue nuestra manera de cuestionar los Pactos de Letrán firmados en 1929 entre la Iglesia católica y el gobierno fascista de Mussolini. Dichos pactos, todavía vigentes, aseguraban a la Iglesia católica el estatus de iglesia oficial del Estado, establecían la enseñanza de la religión católica en el sistema educativo italiano y obligaban la presencia de símbolos religiosos en las aulas.
Surgió un nuevo feminismo –muy diferente, hay que decirlo, a buena parte de la ideología ramplona hoy en boga–, que se nutría de las reflexiones de Mariarosa Dalla Costa y Selma James (compañera del legendario militante negro Cyril Lionel Robert James). Ambas detectaban un aspecto oculto de la acumulación capitalista: la división sexual del trabajo. La mujer llevaba a cabo un trabajo doméstico gratuito, lo cual era la clave de la producción y reproducción de la fuerza de trabajo. A partir de estos planteamientos, el colectivo Lotta Femminista de Padua impulsó la lucha por el salario doméstico y la reducción del horario de trabajo a 20 horas semanales para que todos, hombres y mujeres, pudieran disfrutar de la vida y llevar a cabo juntos los quehaceres del hogar.
En abril de 1969, estalló en el sur la revuelta de Battipaglia. Los obreros mal pagados de los sectores tabacalero y azucarero tomaron la delegación local de policía y expulsaron a los burócratas sindicales en respuesta a la represión de una manifestación pacífica. Empezó, a la par, la estación de las rebeliones carcelarias, que se inauguró en Milán (abril) y en Turín (octubre) y se prolongó durante la década de los 70. El 3 de julio, los obreros de la Fiat de Mirafiori marcharon por la reducción del horario de trabajo. Al ser atacados por la policía, levantaron barricadas logrando repeler la agresión, al cabo de una batalla campal. Cuando se disipó el humo de los gases lacrimógenos, apareció una pancarta que decía: “¿Qué queremos? ¡Lo queremos todo!”, lo cual se convirtió en el lema del movimiento y en el título de la novela [Vogliamo tutto] de Nanni Balestrini recién traducida al español.
A partir de septiembre, se intensificaron las huelgas por la renovación de los contratos del sector metalmecánico, el más combativo. Iniciaba el “otoño caliente”, un ataque en gran escala contra la organización capitalista del trabajo que estremeció a la patronal, al Partido Comunista y al gobierno. El 3 de octubre, una multitud de huelguistas devastó los sectores de los modelos “600”, “850” y el comedor de Mirafiori. Cuando la Fiat individuó a 120 responsables e intentó despedirlos, tuvo que retirar el pleito ante una nueva y más nutrida ola de movilizaciones. El 19 de noviembre, el agente policial Antonio Annarumma fue muerto en Milán en el curso de un choque entre policía y manifestantes. A finales de año, el grupo Il Manifesto rompió con el PC y, en la huella de las luchas obreras, nacieron dos de los grupos extraparlamentarios más emblemáticos de la época: Potere Operaio y Lotta Continua.

La estrategia de la tensión
El país estaba partido en dos. Mientras minorías consistentes de la juventud y del proletariado queríamos revolución, los conservadores, los comunistas y la patronal exigían represión. Se activaron las estructuras clandestinas del Estado y el 12 de diciembre de 1969 estalló una bomba en el Banco de la Agricultura de Piazza Fontana (Milán), que causó 17 muertos y 80 heridos. Un volante anónimo circulado en Milán el 16 de diciembre denunció la situación con claridad meridiana: “la alternativa revolucionaria madurada en los últimos dos años no ha podido ser derrotada con los medios acostumbrados. Los muertos de Piazza Fontana son el primer balance de un nuevo incendio del Reichstag”.
No tardaron en aparecer culpables prefabricados –anarquistas, por supuesto–, cuya inocencia tardó mucho tiempo en comprobarse. El obrero ferrocarrilero Giuseppe Pinelli –presentado como cómplice del hipotético ejecutor material, el también anarquista e igualmente inocente Pietro Valpreda– fue arrojado de una ventana de la jefatura de policía de Milán. Recuerdo la rabia de los tres mil compañeros que acompañamos su féretro, un día de diciembre frío y lluvioso.
Conocida como “estrategia de la tensión”, la política criminal de las masacres de Estado se prolongó hasta, por lo menos, 1980 con la matanza de Bolonia (2 de agosto, 85 muertos y 200 heridos), el atentado terrorista más terrible sufrido por Italia en el segundo posguerra. Así las cosas, después del golpe de Estado en Chile (1973) y ante el peligro (real) de un golpe militar en Italia, Enrico Berlinguer, secretario nacional del PCI, lanzó la política del “compromiso histórico”, es decir la colaboración orgánica con la DC para defender las “instituciones democráticas”.

El movimiento 77
Ni las matanzas de Estado ni la política oportunista del PC pudieron detener la conflictividad social. En los años 70, el movimiento ya no se circunscribía a las fábricas ni a las universidades, sino que se encontraba sólidamente implantado en el territorio. Se ocupaban casas, se fundaban centros sociales, se creaban comunas y se generalizaban prácticas ilegales como la “autoreducción”. Un lema que nos venía de los anarcosindicalistas norteamericanos resumía bien nuestras demandas: el pan y las rosasel pan, es decir la justicia social, y las rosas, o sea el placer y la belleza–.
Cientos de miles de jóvenes vivíamos al margen de la sociabilidad admitida, en una suerte de inmenso laboratorio político y existencial. Mirando hacia atrás y viendo cómo funciona el mundo ahora, creo que fue algo muy parecido a lo que podría ser el comunismo o la anarquía, o como se le quiera llamar. No era lo que habían previsto Marx y Bakunin; tampoco lo que pregonaban las numerosas sectas marxistas-leninistas, sino un estilo de vida comunitaria que se desplegó más allá de las ideologías y que en los hechos funcionaba como alternativa al capitalismo.
Los principales grupos extraparlamentarios como Lotta Continua y Potere Operaio entraron en crisis, pero nacieron otros, más creativos –como los Indios Metropolitanos de Roma o, en el norte, la vasta nebulosa conocida como Autonomia Operaia–, junto a un montón de revistas autoproducidas que, de una manera u otra, expresaban la necesidad de subvertir el orden constituido. Y surgieron las radios “libres”, emisoras que disputaban al Estado el terreno estratégico de la comunicación: Radio Alice de Bolonia, Radio Onda Rossa de Roma y Radio Popolare de Milán.
El movimiento alcanzó su máxima expresión en 1977, sin duda el año más intenso de la década empezada en 1968. Aunque ahora cueste creerlo, millones de jóvenes compartíamos la idea de que sólo faltaba un último esfuerzo para que el sistema se derrumbara. En esa situación, un número importante de militantes optó por la lucha armada creyendo acelerar así la marcha de los acontecimientos. El grupo más conocido, las Brigadas Rojas –nacidas en Milán, a principios de la década, como soporte a las luchas obreras en grandes fábricas como la Siemens, la Pirelli, la Breda y la Alfa Romeo–, se preparaba para la batalla final.

La derrota
El 16 de marzo de 1978 –día en que se estrenaba el primer gobierno sostenido por los comunistas–, las BR secuestraron a Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana y artífice del diálogo con el PC. El 9 de mayo, se halló su cadáver en una calle central de Roma. Se ha especulado –y se continúa especulando– sobre la posible participación en la operación de Gladio, los servicios secretos franceses, la CIA, el Mossad, además de la Stasi y la KGB. Moro molestaba a muchos y si bien está claro que las Brigadas Rojas estaban infiltradas, yo creo que tomaron la decisión de matarlo de manera independiente. Exigían la liberación de Renato Curcio y de otros dirigentes que estaban en la cárcel, pero estaban dispuestos a negociar y se hubieran conformado con la liberación de militantes de menor envergadura.
Lo cierto es que asesinar a Moro fue un trágico error. Las 86 cartas escritas por el jerarca democristiano durante su cautiverio muestran que estaba enfurecido no sólo contra su partido –al cual había renunciado en protesta por la actitud cínica de sus dirigentes–, sino contra el arco de fuerzas que se negaban a negociar, el llamado “frente de la firmeza” que iba del PCI a los neofascistas pasando por la propia DC. Moro arremetía, incluso, contra el papa Pablo VI que no movía un dedo para ayudarlo. Libre hubiera sido una mina ambulante en el sistema político italiano; matándolo, las BR perdieron la oportunidad histórica de desarticular el bloque de poder y contribuyeron a la liquidación del movimiento.
Como consecuencia del secuestro, el gobierno promulgó leyes de emergencia que cerraron los espacios de la acción pública, empujando a más militantes a la clandestinidad. Las cifras oficiales dan cuenta de la dimensión del choque: además de las BR, actuaron en Italia unas 250 organizaciones clandestinas de extrema izquierda que cometieron 7,866 delitos contra la propiedad y 4,290 contra las personas. En total, 36 mil ciudadanos fueron investigados por el delito de banda armada, de los cuales 6 mil fueron condenados a décadas de cárcel, con un saldo superior al de la época fascista.
La derrota nos arrastró a todos. Desesperados, algunos integrantes del movimiento optaron por entregarse a las sugestiones mortíferas de la heroína, que comenzaba a circular de manera masiva y era distribuida por la mafia en complicidad con los servicios secretos. Dueño, una vez más, de la iniciativa política, el gran capital implementó la reestructuración necesaria: el ciclo productivo se descentralizó y la robotización eliminó la cadena de montaje, haciendo más difícil el sabotaje.
El 14 de octubre de 1980, 20 mil trabajadores de cuello blanco marcharon en Turín a favor de la patronal, marcando simbólicamente el acta de defunción del movimiento. El país entró así en la era de la electrónica, el neoliberalismo y la fragmentación del mercado laboral. Se cancelaron, poco a poco, la escala móvil de los salarios y el Estatuto de los Trabajadores, promulgado en 1970 como resultado del otoño caliente. El Partido Comunista y la Democracia Cristiana, los hermanos enemigos, se autodisolvieron a principio de los años 90, sólo para dar paso a una edad más desalmada aun: la del pensamiento débil, Berlusconi y la política como negocio espectacular.

A manera de colofón
Hacia finales de los 70, los que le habíamos apostado a la revolución social teníamos tres opciones: 1) integrarnos a una de las numerosas organizaciones armadas, sabiendo que era una opción suicida; 2) sobrevivir discretamente a la ola conservadora en espera de tiempos mejores que nunca llegaron; y 3) seguir la aventura de la vida en otro rincón del planeta. Elegí la tercera opción, viajando primero a Estados Unidos y posteriormente a México, donde me curé el alma y también el cuerpo. Hoy, agradezco la suerte de haber vivido mi juventud en otro tiempo. Y cuando, al detectar mi inconfundible acento italiano, alguien me pregunta de dónde soy, contesto orgullosamente: soy de los años 70.

Ciudad de México, abril de 2018

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