El presidente de Guatemala Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti |
El día viernes 8 de mayo, tras un par de semanas de ánimos políticos caldeados, renunció la vicepresidente de Guatemala, Roxana Baldetti. Eso fue el final de un complejo proceso, no exento de ribetes policiales, que mantuvo en vilo a la sociedad guatemalteca por varios largos días. Y que la sigue manteniendo en un estado de movilización que hacía buen tiempo no se veía, el cual puede dispararse de modo impredecible.
Baldetti renuncia porque su espacio político se había reducido dramáticamente en pocas semanas, y en estos momentos ya había quedado asfixiada y en completa soledad. Su salida, para nada gloriosa, es el final casi obligado de una larga cadena de hechos corruptos. Ella es la cara visible de una red de mafiosos funcionarios enquistados en el Estado desde hace ya algunas décadas (cara visible porque así parece que lo decidieron los poderosos factores de poder de la Embajada de Estados Unidos y la coordinadora del alto empresariado, habiéndosele perdonado la vida –al menos por el momento– al actual presidente, el general Otto Pérez Molina, ex kaibil ligado a la lucha antiguerrillera, acusado de violaciones a los derechos humanos). Dicha red mafiosa y corrupta es producto directo del Estado contrainsurgente, de la corporación militar que tomó un desmedido poder (político, pero también, y fundamentalmente, económico) en los años de la guerra interna, y que se viene perpetuando como grupo delincuencial de cuello blanco manejando diversos negocios ilícitos a la sombre de sus cargos públicos (narcoactividad, contrabando, crimen organizado, etc.).
Baldetti renuncia porque esos factores de poderes, fundamentalmente la alta cúpula económica (CACIF) más que la Embajada, encuentra en ese sector de “burguesía ascendente” dado por los militares manejando su creciente paquete económico, un competidor serio. En otros términos: porque los “nuevos ricos” le comienzan a robar negocios al empresariado tradicional. La renuncia que forzaron es una demostración de fuerza. A Pérez Molina se le perdona, pero a cambio de sacrificar una pieza clave de la estructura mafiosa, por lo pronto su compañera sentimental extramatrimonial, según todos los comentarios; estructura mafiosa, decíamos, de la que el presidente del país es una de sus cabezas (del grupo clandestino autodenominado El Sindicato, junto a otros grupos igualmente corruptos como La Cofradía y La Oficinita, manejadas por ex altos mandos castrenses).
La vicepresidente renuncia porque la poderosa embajada de Estados Unidos comenzó a detectar un malestar creciente en la población en relación a la corrupción que campea, malestar que se alimentaba día a día por odiosas y reprobables declaraciones, en muy buena medida de Roxana Baldetti, quien con altanería atraía cada vez más anticuerpos. Lúcidos analistas de la situación, ante el descontento que aumentaba, la Embajada vio en la lucha frontal contra la corrupción un expediente gatopardista por excelencia: cambiar algo para que nada cambie. De ahí su insistencia en la cruzada anticorrupción, forzando la permanencia de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG–, terminando por exigir un chivo expiatorio significativo. La cabeza de Baldetti fue la elegida, dado que tiene un valor simbólico (sin descartar que la misoginia reinante pueda alimentar el encono popular).
Pero fundamentalmente, Baldetti se ve obligada a presentar la renuncia porque la movilización popular espontánea de diversos sectores de la sociedad le cerró el paso, pidiendo el fin de la corrupción generalizada que tomó niveles bochornosos. Ese descontento se comenzó a materializar en movilizaciones populares, y una vez que la población alzó la voz, el panorama político, que parecía entrar en la recta final para las elecciones de septiembre (otra maniobra gatopardista), cambia repentinamente de curso.
“Esta llaga putrefacta de la sociedad es un grave pecado que grita hacia el Cielo pues mina desde sus fundamentos la vida personal y social”, dijo la Conferencia Episcopal de Guatemala en referencia a los actos corruptos denunciados, llamando a la devolución de los recursos robados por parte de los funcionarios malhechores. Buena medida que hay que apoyar e impulsar.
Podría entenderse esta salida de la vicepresidente como una válvula de escape que esos factores de poder, empresariado organizado y Embajada, forzaron para evitar males mayores (las masas en la calle –y también en el campo, dado que en estos días se movilizaron también los 48 cantones de Totonicapán, que aún lloran la masacre del 2012, habiendo un largo historial de protesta contra las industrias mineras a lo largo y ancho del país– son una alarma prendida para esos sectores políticos). Pero más allá que efectivamente el sacrificar a un agente, para el caso Ingrid Roxana Baldetti Elías, pueda intentarse como salida que atempere los ánimos… ¡los ánimos están encendidos!
Lamentablemente no hay nadie (grupos de izquierda) que pueda acelerar esa movilización espontánea para profundizar la protesta. Para la derecha (oligarquía y Washington) “limpiar la casa” defenestrando a un personaje corrupto puede ser el final del proceso de “reordenamiento” con que pretende tranquilizar la protesta.
Pero debemos ir más allá de la denuncia de la corrupción. Es momento oportuno como pueblo, aunque no haya una organización con clara direccionalidad política transformadora, para profundizar la demanda. Pedir que los ladrones mafiosos devuelvan lo robado, tal como hicieron los obispos católicos, es un paso. Pedir la renuncia del otro presunto implicado, el actual presidente Otto Pérez Molina, y profundizar de verdad las investigaciones contra todas las prácticas y funcionarios corruptos, debe ser el paso siguiente. Los corruptos, hay que tenerlo claro, no son sólo los funcionarios delincuentes que roban del erario público, sino también los empresarios que evaden impuestos o pagan salarios de hambre.
Desmantelar todos los aparatos clandestinos herederos del conflicto armando interno, exigir el alejamiento de todos los elementos militares de los hilos del Estado que debe ser manejados por civiles y terminar con la impunidad es el paso siguiente, retomando una bandera histórica como es el juicio por genocidio y delitos de lesa humanidad, dejado en un limbo desde hace dos años.
¿Y después? Se abre entonces un escenario nuevo, del que la derecha probablemente se horroriza, pero que para el campo popular es imprescindible, es su camino para una transformación real de la condiciones de vida: demandar la reforma del Estado, el cumplimento efectivo de los Acuerdos de Paz, la transformación de condiciones históricas y estructurales de explotación y exclusión social.
El pueblo en la calle es poder. Eso está sucediendo ahora en Guatemala. Lo que pueda pasar –expresión de las luchas de clases, aunque hablar de eso se lo pretenda hacer ver como “pasado de moda”– es una apuesta que nadie sabe cómo seguirá. Lo cierto es que el ciudadano común se atrevió a hacer cosas que hace un corto tiempo ni pensaba: movilizarse, exigir sus derechos, protestar, pedir cambios. La lucha contra la corrupción es imprescindible y hay que darla con todo el rigor posible. Pero eso es sólo el comienzo. ¡Hay que ir por más!
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