“Es el momento de enfrentarse al
gobierno”. Las palabras de don Roberto caen como piedras. Todos permanecemos en
silencio, un silencio ensordecedor que cala en lo más hondo de nuestros
corazones. Don Roberto -así le llamaré- no es un agitador profesional. Es un
campesino de Ayotzinapa, Guerrero, que habla de manera pausada, midiendo sus
palabras y sin levantar la voz. No es arrogante, no nos quiere impresionar; sólo
transmitir su dolor, un dolor indecible. Don Roberto es el padre de uno de los
43 muchachos desaparecidos en Iguala hace 45 días.
Hoy ofreció su testimonio ante
estudiantes y profesores de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, plantel
San Lorenzo Tezonco. Doscientas personas nos apretamos en el domo Ricardo
Flores Magón, símbolo de nuestra luchas en años pasados. Don Roberto no ve a su
hijo de 19 años desde el 24 de septiembre, dos días antes de la tragedia. No se
explica por qué desapareció, pero sabe que se lo llevó “la autoridad” y exige que
la autoridad se lo devuelva. “Aunque sea la última cosa que hago en mi vida,
aunque después me manden a matar”.
Don Roberto no está solo. Lo acompaña
otro padre de familia que cuenta su propia historia, igualmente desgarradora;
su hijo tiene una niña de siete años y otra de meses. ¿Dónde está? La mamá lo
está esperando, lo necesita. Aplaudimos. Puede parecer insensato, pero es la
única manera que encontramos de manifestar nuestra solidaridad. Luego
interviene un estudiante de la normal, sobreviviente
de la masacre. El muchacho habla con una dignidad tremenda, casi ofreciendo
disculpas por estar vivo. La fuerza que irradia es una muestra, por si fuera
necesario, de la pertinencia de las escuelas normales. Los muchachos se preparan
para ser líderes comunitarios y lo logran. Luego, precisamente por esto los
matan. “Es la hora de actuar”, dice. “Necesitamos que nos ayuden. No podemos
permitir que los gobiernos nos desaparezcan así. Y si no nos quieren ayudar,
por favor guarden silencio. Pero que no nos vengan a decir que nosotros somos los
violentos, que no nos vengan a cobrar unos vidrios rotos, que no nos
transformen de víctimas en victimarios”.
Tiene razón. Ante el tamaño de la tragedia, lo primero
que deberían sentir los que los critican a los jóvenes que manifiestan su rabia
es vergüenza. ¿Quién tiene la autoridad moral para condenarlos? ¿La izquierda?
¿La derecha? ¿El gobierno? Hay tanta desinformación como funcionarios
gubernamentales y de partido. ¿A quienes pertenecen los restos encontrados en
la fosa común de Cocula? ¿Por qué mintió el Procurador General de la República,
Jesús Murillo Karam, al declarar que son de los jóvenes normalistas? ¿Por qué mintió
cuando afirmó que el matrimonio Abarca fue detenido en Iztapalapa, cuando es obvio
que fue un montaje y que los detuvieron en otro lado?
Algunos creen que el narcotráfico infiltró al Estado
mexicano. Es al revés: el Estado infiltró a los narcos y los utiliza para el
trabajo sucio. Reducido a una banda mafiosa –o, mejor dicho, a un conjunto de
bandas mafiosas que se disputan dinero y territorios- el Estado mexicano muestra
hoy su naturaleza monstruosa y su rostro criminal. En Tlatlaya –que por cierto
se ubica a unos cuantos kilómetros de Iguala- el ejército federal ejecutó a 22
personas el 30 de junio pasado. ¿Tiene alguna relación ese crimen con el crimen
de Iguala? Una cosa es cierta: en ambos lugares destaca la participación
castrense.
El narco no es más que uno entre muchos negocios. Pocos
señalan que la zona de Iguala se encuentra en el llamado “cinturón de oro”, también rico en plata, cobre, zinc,
plomo y hierro, un auténtico El Dorado, enclavado en una región de terrible
pobreza y altísimo riesgo social. Abarca hizo su
fortuna con el oro y era dueño del Centro Joyero de Iguala, entre otros
negocios. No lejos de Cocula, cuyos policías están involucrados en el
crimen contra los normalistas, está el pueblo de Carrizalillo, donde se encuentra
la mina de oro más grande de Latinoamérica. Pertenece
a la candiense Goldcorp, que en 20 años pretende extraer unos 60 millones de
toneladas de oro, a pesar de la devastación ambiental y las protestas de los
ejidatarios.
Hay
un dato más. El 11 de octubre pasado, el semanario Proceso publicó una nota informando que un grupo
de sicarios había salido la noche del viernes 26 y la madrugada del sábado 27
de septiembre de la ciudad de Iguala con el respaldo de autoridades de los tres
niveles y del Ejército, para refugiarse en la comunidad de Carrizalillo,
municipio de Eduardo Neri “donde permanecen escondidos desde hace dos semanas
cuando al menos 100 delincuentes se posesionaron del poblado” (http://www.proceso.com.mx/?p=384480). Nadie
retomó esta información pero tampoco fue desmentida. ¿Por qué?
¿Hacia dónde vamos? Se respira un aire de catástrofe y las
palabras sobran. Las muy populares películas sobre los horrores del narcoestado
quedaron rebasadas. La realidad sobrepasa la ficción. Los criminales de Infierno, la famosa cinta que en 2010 se
antojaba exagerada, son diletantes comparados con los sicarios de Abarca y las mentiras
de Murillo Karam exceden La dictadura
perfecta, recién estrenada. No, la dictadura no es perfecta y la última
palabra la tiene el pueblo mexicano. Exijamos, para empezar, la liberación de
Nestora Salgado, del Dr. Mireles, de Carlos López Marín, de Fernando Bárcenas
Castillo, de Amelie Trudeau, de Fallon Rouiller, de Abraham Cortés Ávila, de
Álvaro Sebastián Ramírez y de todos los presos de la guerra social.
(14 de noviembre)
Nella diffusione e/o ripubblicazione di questo articolo si prega di citare la fonte: www.utopiarossa.blogspot.com