10
de octubre: Día Mundial de la Salud Mental
Liga
Guatemalteca de Higiene Mental
“Locura” no
es un término científico. Si bien es cierto que se asocia inmediatamente con la
siempre mal definida idea de “enfermedad mental”, hay que hay notar que es, en
todo caso, una designación de signo ideológico que sirve para marcar, para
etiquetar, para sacarse de encima lo que molesta a la “sana” normalidad. Proviene
del latín “locus”: lugar, significando
entonces –jugando un poco con la semántica–: “el que está en un lugar
determinado, que no es el lugar correcto”. Padecer “locura”, estar “loco”,
entonces, sería no sólo haber perdido el sano juicio sino ocupar un lugar de
exclusión. Y, por supuesto, ahí entra de todo un poco, desde psicóticos
alucinados a marginales varios, desde “inmorales” de toda laya hasta todo aquel
que la “sana” conciencia ve como raro, peligroso, un atentado al orden y las
buenas costumbres.
“Los pueblos tienen los gobiernos que se
merecen”, se ha dicho por allí, frase que levanta las más enconadas
reacciones. En todo caso, hay que situar la aseveración: la clase política es
una expresión de la dinámica social. No es que, como pueblo, nos merezcamos
“corruptos y ladrones”. Sucede, en todo caso, que los políticos profesionales
que supuestamente representan a las grandes mayorías son una expresión –¿un síntoma?–
de cómo funciona la sociedad en su base.
Hay que
partir entonces por entender qué es la política. Tal como están las cosas, vale
la mordaz definición de Paul Valéry: “Es
el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que realmente le atañe”.
Y deberíamos agregar: “haciéndole creer que decide algo”. La política en manos
de una casta profesional de políticos termina siendo en muchos casos una perversa
expresión de manipulación de los grupos de poder, lo cual no tiene nada que ver
con la repetida idea de democracia. Aunque votemos cada cierto tiempo, las
reales relaciones de poder van por otro lado, no se deciden en una urna. ¿Quién
está “loco”: el político, el que lo elige, la sociedad en su conjunto?
Este Día
Mundial de la Salud Mental puede ser propicio para abrirnos algunas preguntas
sobre todo esto, porque… sin dudas, mucho de lo que pasa en el plano político
es “cosa de locos”.
En
Guatemala vivimos una sociedad llamada “post-conflicto”. Pero realmente muy
lejos estamos que esto sea “post”. Formalmente terminó la guerra hace ya 18
años, aunque el conflicto al rojo vivo sigue siendo nuestra más cotidiana
realidad. Una violencia desatada –no sólo la delincuencial; habría que meter
ahí diversas formas de violencia como el linchamiento, el racismo, el machismo,
la cultura autoritaria, la tenencia desaforada de armas de fuego, factores
todos que sobredeterminan nuestra vida cotidiana– junto a una corrupción y una
impunidad que ya se nos hicieron normales, son el pan nuestro de cada día. “Sólo borracho se puede vivir aquí” dijo
el Premio Nobel Miguel Ángel Asturias. No se equivocaba mucho. De hecho, el
alcoholismo tiene una prevalencia muy alta en nuestra población.
E igual que
el alcoholismo, otras cosas nos obligan a pensar cómo somos, por qué actuamos como
actuamos (100 personas por día salen del país buscando el “sueño americano” sabiendo
que una de cada tres llega y otra muere en el intento, un tercio de las mujeres
son madres solteras porque los padres biológicos se esfumaron, quien fue
sentenciado por crímenes de lesa humanidad sale libre, la jueza que lo juzgó es
sancionada y a quienes protestan porque no tienen para comer se les mete preso).
Parecen cosas de locos. Nos declaramos una sociedad católica que no acepta el
matrimonio homosexual, pero el país presenta uno de los índices más altos de
realización de abortos (ilegales) en Latinoamérica, y el crecimiento de
travestis en la ciudad de Guatemala marca un 1,000% de aumento en la última
década. ¿Una locura?
Como vemos,
hablar de locura, o de lo que sería su contraparte, la salud mental, no se
agota ni por asomo en un planteo psiquiátrico. Implica forzosamente hablar de
cómo es la sociedad, cómo es nuestra historia, de por qué actuamos así: ¿quién
protesta porque lo hagan viajar en una camioneta atestada cobrándole lo que el chofer
quiera, o colgado del paragolpes? ¿Cómo es posible que, desde un racismo
visceral, alguien pueda ufanarse de “ser pobre pero no indio”? ¿Por qué tenemos
la clase política que tenemos? ¿Por qué gana la presidencia una propuesta de
“mano dura” para terminar con la delincuencia, haciéndonos creer que eso es
posible? ¿Por qué terminamos creyendo que “las maras” son el principal problema
nacional, y no la pobreza estructural que afecta a más de la mitad de la población
y las genera en las barriadas marginalizadas?
Ahí viene
entonces nuestro planteamiento principal del problema: la política, como
expresión superior de las relaciones de poder dentro de la sociedad, se ve muy
enferma. Y más “enfermos” aún se ven muchos de quienes la practican
profesionalmente. La corrupción, la malversación de fondos públicos, el pasarse
de un partido a otro como práctica ya común sin el respeto por los valores
mínimos de los votantes, la falta de proyectos y la pura improvisación, todo
eso ¿no es “locos”?
La salud
mental de una nación no tiene que ver tanto –o casi nada– con diagnósticos psiquiátricos
estigmatizantes sino con esa capacidad de poder llevar gozosamente la vida.
Ahora bien: si “sólo borrachos” podemos mantenernos, más allá de la exageración
literaria de nuestro Premio Nobel, eso algo nos dice. Con 28 años de retorno de
la democracia y casi dos décadas de “paz”, la vida en Guatemala sigue siendo
complicada, difícil, agobiante. ¿Estamos todos locos?
A las
Madres de Plaza de Mayo, en Argentina, el poder las trató de “locas”. ¡Y sin
dudas no lo estaban! Del mismo modo, si bien la vida en nuestro país no es muy
fácil que digamos, de ningún modo ¡estamos locos!..., aunque el clima general
sea enloquecedor. ¿Qué sucede entonces? ¿Por qué la clase política da muestras
de esta generalizada “insanía”?
Dentro de
un año tenemos elecciones presidenciales. Eso puede significar una posibilidad
para tratar de cuestionar algunas cosas que no funcionan. Mientras sigue
muriendo población por hechos de violencia armada, mueren en la misma
proporción –o mayor aún– otros guatemaltecos… ¡por hambre! ¡Qué locura! Y con una
artera maniobra politiquera se quiso hacer pasar una ley que ponía en absoluto
peligro nuestra soberanía alimentaria. Camotán y su hambruna crónica son
noticia, curiosamente, sólo en algunas administraciones presidenciales. Pero
somos uno de los países más desnutridos del mundo, aunque producimos mucha caña
de azúcar o palma africana para destinar al etanol que llena los tanques de combustible
de los vehículos en el Norte quitando tierras a la producción de alimentos.
¡Qué locura!, ¿no? Y nuestros políticos lo avalan…o son los gestores de esto.
¿De qué
sociedad democrática hablamos en Guatemala entonces? ¿Cómo es posible que la
violencia, a casi dos décadas de terminada la guerra interna, no desaparece
sino que aumenta? Ahora pasaron a ser comunes los desmembramientos y el
sicariato infantil, mientras a diario suben las ventas de drogas ilegales y de
teléfonos celulares inteligentes. ¿Estamos todos locos?
Una fecha
como esta, donde se conmemora el Día Mundial de la Salud Mental, puede ser
propicia para detenernos a reflexionar sobre nuestras “locuras”. Reflexionar y
buscarle alternativas, más que “ponernos bolos”. Quizá no estamos locos, aunque
todo esto que mencionamos tenga mucho de locura. ¿Cómo construir, cómo afianzar
nuestra salud mental en un medio tan hostil, tan plagado de problemas y con tan
pocos caminos a la vista? El desmembramiento de personas del que hoy nos
escandalizamos, o la quema de un ladrón de gallinas o de cadenitas que se
comente en cualquier punto del país, (¿”justicia popular” o “barbarie”?),
fueron práctica común en los años del conflicto armado con la población civil
no combatiente en áreas rurales, aunque de ello no se hable. Y si el Poder
Legislativo echa un manto de olvido sobre el genocidio con un acuerdo
gubernativo que llama a la “concordia nacional” y a “dejar atrás el pasado”,
eso no parece muy sano. Así no se arreglan los problemas.
La única
manera de hacer prevención en este campo de la salud mental es hablando,
sacando a luz lo que “enloquece”. La basura puesta por debajo de la alfombra no
desaparece; ahí está, y de algún modo va a retornar. La salud mental de una
población no es el silencio: ¡es la posibilidad de hablar de los problemas, de
no taparlos con psicofármacos –ni con “guaro”–, de ventilarlos! No hablar del
aborto, por ejemplo, pero practicarlo, no es precisamente lo más sano que pueda
haber. Si ya entramos de lleno en el clima electoral, pues hablemos de política
y de los políticos. Hablemos de nuestros problemas –que por cierto son muchos y
complejos– sin tabúes, sin prejuicios. Perdámosle el miedo a esto de “estar
locos”. Tenemos muchos problemas, sin dudas, y de eso hay que hablar. ¿Qué nos
merecemos políticamente? ¿Peleas e insultos en el Congreso? ¿Malversación de
fondos y pagos ocultos en las Alcaldías? La política no puede ser sólo eso. ¡No
lo es!, definitivamente.
El campo de la llamada “enfermedad mental”
es, sin lugar a dudas, el ámbito más cuestionable y prejuiciado de todo el
ámbito de la salud. “Yo no estoy loco” es la respuesta casi automática que
aparece ante la “amenaza” de consultar a un profesional de la salud mental.
Aterra al sacrosanto supuesto de autosuficiencia y dominio de sí mismo que
todos tenemos, la posibilidad de sentir que uno “no es dueño en su propia
casa”, como diría Freud. Es por eso que, en un intento de aportar algo a los
problemas nacionales, desde la Ciencia Psicológica podemos plantearnos algo de
todo esto viendo que las “locuras” de los políticos son una expresión
sintomática de un modelo social que definitivamente no está sirviendo a las
grandes mayorías, pues no genera ni paz ni desarrollo.
En conclusión: quizá los políticos
profesionales, esos que ya se nos hizo común ver rodeados de guardaespaldas y
con buenas prendas costosas, no están “locos” precisamente sino que expresan
una anomalía social más profunda. En ese sentido, la falta de proyecto que
pareciera haber, la deshonestidad y la parodia son, en definitiva, lo que el
sistema imperante nos ofrece. ¿Eso merecemos? Hay que hablar muy en serio de
eso, más aún en el Día de la Salud Mental.
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