Las migraciones humanas son un fenómeno tan
viejo como la Humanidad misma. De acuerdo a las hipótesis antropológicas más
consistentes se estima que el primer ser humano, el Homo habilis, hizo su
aparición en un punto determinado del planeta (el centro de África) y de ahí
migró por toda la faz del globo. De hecho el ser humano es el único ser viviente
que ha migrado y se ha adaptado a todos los rincones del mundo, cosa que ningún
otro ser vivo, animal o vegetal, ha podido hacer.
Las migraciones no constituyen una novedad en la
historia; siempre las ha habido, y generalmente han funcionado como un elemento
dinamizador del desarrollo social. Hoy día, sin embargo, y desde hace varios
años con una intensidad creciente, se plantean como un “problema”. Pero… ¿problema
para quién?
La gente ha migrado históricamente de un sitio a
otro: a) forzada por las circunstancias algunas veces, y b) voluntariamente
otras, casi como aventura personal. En este último caso la población migrante
buscó nuevos horizontes simplemente movida por el humano afán de conocer cosas
nuevas, del descubrimiento. Las primeras, las migraciones forzosas, se han
debido a diversas causas, pero en general puede afirmarse que aparecen ligadas
a contingencias naturales: catástrofes, hambrunas, empeoramiento en las
condiciones de habitabilidad de una región. Sólo recientemente el fenómeno ha
adquirido una dimensión masiva de proporciones antes nunca vistas, apareciendo
motivado por razones de orden puramente social: guerras, discriminaciones,
persecuciones, pero más aún, y fundamentalmente: pobreza. Sólo en la segunda
mitad del siglo XX puede decirse que empieza a constituirse en un verdadero
problema, perdiendo definitivamente su carácter de factor de progreso, de
aventura positiva. Hoy por hoy, 3.000 personas diariamente huyen de la pobreza
de los países del Sur buscando oportunidades en el Norte próspero y
desarrollado.
La forma que ha adquirido el desarrollo actual
del sistema-mundo centrado en el modelo capitalista es paradójica: la riqueza y
el bienestar crecen a pasos agigantados para algunos, los menos, pero para
muchísimos otros también crece –en forma inversamente proporcional– su
marginación, su falta de posibilidades, su precariedad. La dinámica social en
curso, curiosamente, aunque se amplía en potencialidades productivas, en
tecnologías más efectivas, en acceso al confort, no termina de resolver
problemas ancestrales de la Humanidad en cuanto a mejoramiento de las
condiciones de vida sino que, por el contrario, para una gran mayoría, las
empeora. Ello fuerza movimientos migratorios cada vez más masivos… ¡y
desesperados!
Las guerras, quizá la peor catástrofe no
natural, desde siempre han sido un factor determinante de migraciones. Las
llamadas “guerras de baja intensidad” de las últimas décadas, incluidas
aquellas desarrolladas en el marco de la Guerra Fría (fría para las dos
superpotencias enfrentadas, terriblemente caliente para los países del Tercer
Mundo donde en verdad se libró), han dejado un saldo de migrantes forzosos como
nunca anteriormente se había contabilizado. Seguramente contribuye a estos
movimientos cada vez más masivos de población la proliferación de
comunicaciones más desarrolladas en todo el mundo que achican distancias
globalizando y homogeneizando posibilidades y alternativas. En estas migraciones
forzosas prácticamente se huye por una imperiosa necesidad de sobrevivencia, es
cuestión de vida o muerte.
Pero hay otras migraciones igualmente masivas,
donde la población escapa de circunstancias quizá no tan mortíferas como una
guerra, pero igual o peor de nocivas: se huye de la pobreza (¡que también es de
vida o muerte!). Eso es demostrativo de los tiempos que corren: el sistema
capitalista mundial crea unos pocos focos de prosperidad y empobrece
brutalmente a las mayorías populares. No habiendo opción en sus países de
origen, esas enormes masas de pobres buscan el bienestar de esas islas de
salvación.
Las penurias que deben pasar los migrantes en su
marcha hacia la supuesta salvación son enormes, terribles. En estos últimos
años de crisis sistémica, esas penurias se acrecentaron. Y justamente por esa
crisis global del sistema capitalista, las condiciones de recepción de
migrantes en el Norte se ponen cada vez más duras, más denigrantes incluso.
Hay ahí una doble moral en juego: por un lado se
aprovecha la mano de obra barata, casi regalada, que llega a los bolsones de
desarrollo en el Norte; y por otro, se le pone trabas cada vez mayores
alentándola a no migrar. Es real que la crisis económica hace que muchos
trabajadores oriundos de los países desarrollados estén escasos de trabajo,
pero el endurecimiento de los obstáculos migratorios con los trabajadores del
Sur busca no sólo desestimularlos sino también –¿básicamente?– chantajearlos,
pagando salarios bajísimos y ofreciendo condiciones de super explotación. El
antiguamente llamado “ejército de reserva industrial”, es decir: las
poblaciones desocupadas y siempre listas a trabajar por migajas, no ha
desaparecido. Hoy se presenta como fenómeno global, mundial. Se lo declara
problema, pero al mismo tiempo es lo que ayuda a mantener bajos los salarios.
No hay dudas que ese endurecimiento torna el
viaje de los migrantes una verdadera pesadilla. Luego, si sobreviven a
condiciones extremas y logran ingresar a las “islas de salvación” (Estados
Unidos, Canadá, Europa, Japón), su estadía allí, en general en condiciones de
irregularidad, aumenta la pesadilla.
Ahora bien –y ahí está el sentido de este
escrito–, permítasenos esta reflexión: suele levantarse la voz, lastimera por
cierto, en relación a las penurias de los migrantes indocumentados. Suele
decirse que la vida que llevan en los países del Norte es deplorable, lo cual
es cierto. Y suele exigirse también un mejor trato de parte de esos países para
con la enorme masa de migrantes irregulares. Todo eso está muy bien. Es,
salvando las distancias, como preocuparse por la situación actual de los niños
de la calle. Pero ese dolor, expresado en la lamentación por la situación de
esas poblaciones especialmente vulnerables y vulnerabilizadas (los migrantes
indocumentados, la niñez de la calle) queda coja si no se ve también la otra
cara del problema: ¡la verdadera y principal cara! ¿Por qué hay millones y
millones de migrantes que escapan de sus países de origen forzados por la
situación económica? La cuestión no es tanto pedir un trato digno en los países
de llegada sino plantearse el porqué tienen que escapar.
En vez de quedarnos con la lamentación y
victimización del migrante, ¿por qué no denunciar con la misma energía la
injusticia estructural que los fuerza a migrar? Pedir que los países de acogida
los legalicen no está mal. Pero ¿por qué no trabajar denodadamente para lograr
que nadie tenga que migrar en esas condiciones, porque su país de origen no le
brinda las posibilidades mínimas de sobrevivencia?
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