Que el desarrollo científico-técnico surgido en Europa y luego expandido
por todo el mundo en estos dos últimos siglos ha sido fabuloso y cambió la historia
de la humanidad de una manera sin precedentes, es incontrastable. Los cimientos
intelectuales de ese cambio -la moderna ciencia matemática que se mueve por
conceptos- llegaron para quedarse, y su impronta en la cultura humana ya no
puede tener retrocesos. En esa línea, entonces, son pensables descubrimientos,
inventos e innovaciones sin un límite preciso: ¿se llegará a producir vida
artificial?, ¿a viajar en el tiempo?, ¿a acumular tanto poder destructivo como
para terminar con el sistema solar o la galaxia completa? Tal como se perfila
hoy el desarrollo de nuestra capacidad productiva, todo esto es pensable -¡y
posible!-.
Ahora bien, despejemos rápidamente un espejismo: cuando hablamos de un
desarrollo casi sin límites de la revolución científico-técnica moderna, debemos
tener muy claro dos cosas: a) que la misma está al servicio de la gran
industria, del gran capital, y b) justamente por lo anterior, sus beneficios no
llegan a la totalidad de los seres humanos. Por el contrario, si bien la
potencialidad de la acción humana hoy por hoy podría resolver de cuajo
problemas que aún continúan siendo endémicos (el hambre, muchas enfermedades,
el trabajo forzado, muchas formas de los miedos más primitivos), la realidad
nos confronta con que los avances de las ciencias no se reparten con equidad.
Hablando de espejismos, entonces, cuando mencionamos el desarrollo de la
tecnología moderna, no olvidemos que una cuarta parte de la humanidad no dispone
de energía eléctrica, y un 20 % no tiene acceso a servicios de agua potable. Ni
mencionemos ya que las dos primeras causas de muerte, pese a la diosa-ciencia,
siguen siendo el hambre y las diarreas. Y la tercera causa es la violencia (dos
muertos por minutos a nivel mundial por un arma de fuego, lo cual lleva a
preguntar entonces por el sentido del desarrollo tecnológico: ¿sirve para
matarnos?, ¿para perpetuar injusticias que nos matan?)
Se habla hoy con insistencia de la "era de las comunicaciones",
pero ante ello no debe dejar de recordarse que un tercio de la población del
planeta está a no menos de una hora de marcha del teléfono más próximo; y el
Internet apenas si lo usan un 10 % de los habitantes del orbe (lo usan
-¿usamos?-, no olvidarlo, entre un 25 y un 30 % de los casos, para consultar pornografía).
Los seres humanos vivimos de
espejismos, de ensoñaciones. Y
la ciencia lo sabe. En los albores de la psicología social, a principios del
Siglo XX, ya Gustave Le Bon lo anticipaba: "La masa no tiene
conciencia de sus actos; quedan abolidas ciertas facultades y puede ser llevada
a un grado extremo de exaltación. La multitud es extremadamente influenciable y
crédula, y carece de sentido crítico". Y todo el desarrollo de distintas ciencias sociales no hizo sino
corroborar y ampliar ese saber posteriormente; la sociología, la semiótica, la
psicología de la comunicación, lo saben y lo enseñan con claridad meridiana. Pero
más aún lo saben los factores de poder. Si no, no sería posible el auge impresionante y siempre creciente de los
medios de comunicación de masas, uno de los grandes y más notorios símbolos de
la explosión científico-técnica del siglo XX, siempre al servicio de los
poderes opresores: "En la
sociedad tecnotrónica el rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones
de ciudadanos incoordinados, que caen fácilmente en el radio de acción de
personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las
técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón"
(Zbigniew Brzezinski, asesor presidencial de James Carter e ideólogo ultra
conservador, mentor de los tristemente célebres Documentos de Santa Fe).
No muy distinto
al reino animal, la imagen nos atrapa, nos subyuga. Imagen, hipnosis, espejismo
constituyen un continuum que desemboca
en la fascinación, la cual es, sustancialmente, la ausencia de pensamiento, de
análisis, de crítica. El auge de la cultura de la imagen, que marcó la segunda
mitad del siglo XX y parece no tener fin, determina en muy buena medida la
manera en que concebimos nuestra realidad. En otros términos: importa más la presentación que el contenido.
Se vende cualquier cosa (productos necesarios o innecesarios, candidatos políticos
o religiones, se vende la felicidad, se vende el paraíso y la gloria, etc., la
lista es interminable) más por su colorido, por la cosmética con que se la recubre,
por la superficialidad ruidosa y hedonista con que se la presenta, que por sus
cualidades reales. En esa lógica entra la cultura del Power Point.
Hoy por hoy,
este programa para presentaciones con elementos multimediales ideado y
comercializado por el gigante Microsoft, es ya un ícono obligado en lo tocante al
mundo de los negocios, el del ámbito académico y el de las comunicaciones en
general.
El avance
tecnológico resuelve problemas, facilita las cosas, torna todo más sencillo; a veces. A veces con costos excesivos
(recordemos el desastre medioambiental en curso, ocasionado por el mismo
"progreso" que nos trajo también, a no dudarlo, tantos beneficios).
Pero a veces también, y esto podemos verlo fundamentalmente en el campo de las
comunicaciones -ámbito donde estamos tan cerca del circuito de la hipnosis, del
espejismo irreflexivo-, el modelo en juego en el desarrollo científico-técnico
refuerza y aprovecha desde la lógica del poder nuestra humana condición de ser
manipulables, tontos, banales, boquiabiertas e infinitamente influenciables.
Sin dudas se
podrá decir que la aparición de la aplicación Power Point debe ser saludada
como un interesante aporte al desarrollo: facilita las presentaciones, las hace
más amenas, va contra el aburrimiento de tediosos discursos. Quizá. Pero no es
menos cierto que también refuerza nuestra capacidad de fascinarnos con los ojos
desorbitados y con la baba chorreándonos. Quien se fascina, claro está, no
piensa. ¿Llegaremos a presentar la Metafísica de Aristóteles, o el Quijote de
Cervantes, o la teoría de la relatividad o el Capital de Marx, también en Power Point? ¿Será que eso torna temas
complejos en menos aburridos y más light,
o estamos alimentando la cultura de la inmediatez superficial y la cápsula?
(hay que decir tip para estar a la
moda). ¿Es el Power Point un síntoma que hemos entrado de lleno en la cultura
del manual, del instructivo banal y ligero? El Tao Te King o la
Fenomenología del Espíritu, por ejemplo, o el Hamlet, pueden trocarse así en el "Manual para pensar lo humano, su
historia y su sentido en el universo" (en 3 diapositivas), o en el "Manual del sentido trágico de la
vida" (en 4 diapositivas con efectos sonoros).
En otros
términos: ¿ayuda positivamente este nuevo instrumento, o ratifica el triunfo de
la imagen a costa del análisis razonado? Quizá todo esto no es sino una
estúpida exageración: el programa Power Point
es una herramienta, y nada más; de cómo se use la herramienta depende el
impacto. Pero quizá no: tal vez muestra el mundo que el desarrollo científico-técnico
y su aplicación por los poderes fácticos van construyendo -pareciera que sin
vía de retorno, o al menos con esa intención para algunos: explotando de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular
las emociones y controlar la razón.
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