“La invencibilidad reside en la
defensa,
las oportunidades de victoria, en el ataque”.
Sun-Tzu
“La tarea
es formar revolucionarios y no consumistas, culminar una revolución y no
competir en una subasta de votos”.
Luis Britto-García
Una
elección reñida
Más allá de la interesada y tendenciosa matriz de opinión con
que la derecha, tanto nacional como internacional, quiso presentar las
recientes elecciones en Venezuela proclamando fraude a los cuatro vientos, la
realidad es que Nicolás Maduro, aunque sea con estrecho margen, ganó.
De ello se pueden sacar varias conclusiones.
Por lo pronto, que la derecha está desesperada por terminar
de una buena vez por todas con ese experimento político que es la Revolución
Bolivariana. Ya lo probó de diversas maneras, hasta con golpe de Estado (en el
histórico abril de 2002) y nada le funcionó. Ahora, ante el apretado triunfo
del candidato del PSUV, vio una nueva oportunidad de asaltar el poder político
que perdió desde la llegada de Chávez a la presidencia –continuado en la
ocasión por Maduro– y no vaciló en intentar armar un nuevo escenario golpista.
El grado de desesperación por el poder que perdió desde hace
ya algunos años no lo oculta. Curiosamente, el gobernador del Estado Miranda y
ahora candidato presidencial, Henrique Capriles, contradiciendo lo dicho por él
mismo unos pocos meses atrás, llamó a la sublevación: “«Más nunca los
venezolanos tendremos guerra. No seré quien le pida a nuestro pueblo que salga
a la calle a matarse unos con otros», dijo en su
discurso al reasumir la gobernación del Estado Miranda hace unos días”, publicaba el diario La
Nación el 17/01/2013. El 14 de abril por la noche, viendo que la
“pesadilla” chavista continuaba, olvidándose de esas pasadas declaraciones no
dudó en generar una movilización violenta que intentara cerrarle el paso al
triunfo del PSUV (no puede asegurarse que operadores del gobierno
estadounidense hayan estado involucrados, pero no sería de extrañar). La jugada
no salió como se previó, pero fue suficiente para mostrar el odio de clase
contenido que hay ahí: 8 muertos, 70 heridos y varios edificios destruidos
patentizan el estado político-emocional de la derecha venezolana. La magra
diferencia de votos obtenida por Maduro sirvió de excusa para que esa derecha,
que se siente herida y desplazada en términos políticos, pueda dar rienda
suelta a su vehemencia. El pedido de fraude, aunque estaba condenado a morir
pues, de hecho, no lo hubo (así lo atestiguaron infinidad de observadores
internacionales), fue un intento más de reconquistar la casa de gobierno.
Que la derecha tradicional venezolana, en sintonía con la de
Estados Unidos y la del resto del mundo, odien visceralmente al proceso
bolivariano, no es ninguna novedad. No podría ser de otra manera, puesto que ese
proceso, aún siendo un socialismo muy tibio, más bien aguado, no deja de tener
como sujeto de referencia un pobrerío difuso, que para la derecha es siempre
sinónimo de “chusma peligrosa”. Esto, seguramente, no es ninguna conclusión
nueva.
Pero de todo esto sí pueden marcarse elementos nuevos, de los
que es posible extraer nuevas conclusiones, o más bien, abrir nuevos debates
¿Hay
chavismo para rato?
Todo indica que el chavismo está a la baja. Lo cual no
significa que va a su disolución; eso sería lo que anhela la derecha. Pero sí
ha perdido la dinámica que tuvo un tiempo atrás. La ausencia del líder, Hugo
Chávez, seguramente tiene mucho que ver con esa merma, lo cual, desde una
lectura minuciosa desde la izquierda, debe llevar a plantearse fuertes
autocríticas como movimiento: ¿todo dependía de su figura carismática entonces?
Si así fuera, se está ante un grave peligro: ¿será ahora cada vez más difícil
mantener la revolución sin el líder? Pero…. ¿y el poder popular, garantía misma
del proceso transformador?
No hay dudas que el caudal electoral del movimiento
bolivariano sigue siendo grande; de hecho –le guste o no a la derecha– continúa
siendo la mayoría, así sea por un uno por ciento de diferencia. Sigue
manteniendo además la mayoría parlamentaria, con 95 diputados sobre 165, y tiene
20 de las 23 gobernaciones. Pero todo ese aparato burocrático-estatal no
significa que la revolución, en términos políticos, esté avanzando. Según
estudia pormenorizadamente el fenómeno Luigino Bracci, “entre 2006 y 2012 los votos del chavismo crecieron
en 882.052 votantes, es decir, 12 por ciento. Muy por debajo de lo que esperaba
la dirigencia chavista. En ese período, los opositores crecieron en 2.298.838
votantes, es decir, 54 por ciento”.
Aún
haya ganado esta nueva elección (17 triunfos sobre 18 justas electorales), esta
victoria tiene algo de pírrica, y forzosamente debe hacer prender las luces de
alarma llamando a la reflexión autocrítica. “Sectores del pueblo pobre votaron por sus
explotadores de siempre”, fue una primera reacción del Presidente de
la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, leyendo los resultados. Seguramente la
explicación es más compleja que eso. En las dos últimas elecciones, la que ganó
Chávez en octubre del año pasado y las que ganó Maduro en abril del 2013, el
caudal de electores del movimiento bolivariano desciende. Eso tiene que tener
alguna causa profunda, y no sólo la “presunta estupidez” de los votantes que
prefieren a sus “explotadores”.
¿Cómo
en sólo seis meses pudo el bolivarianismo perder 685.794 votos y la oposición
neoliberal ganar 679.099? ¿En verdad esos electores detestan que uno de cada
tres venezolanos esté estudiando, y en forma gratuita? ¿Aborrecen el servicio
médico sin costo de Barrio Adentro? ¿Les amarga que los patronos deban pagarles
prestaciones sociales? ¿Les subleva que seamos el país más feliz y con menor
desigualdad social en América Latina? ¿Odian tener pensión para su vejez? ¿Les
repugna que la Misión Milagro devuelva la vista? ¿Les duele que el gobierno
construya para los sin techo quinientas viviendas por día? Si tantas ventajas
los molestan, nada les impide rechazarlas ¿Pero tienen que votar para que sus
compatriotas también las pierdan?, se preguntaba José Manuel
Rodríguez inaugurando así la crítica, tan indispensable en estos momentos.
La
caída en el caudal de votos se debe a una sumatoria compleja de factores. La
ausencia física de Chávez cuenta, por supuesto. Con él los problemas también
estaban, pero su gran carisma y su enorme muñeca política, al menos hasta
ahora, habían servido para ir solventándolos. O, al menos, posponiéndolos. Es
importante no perder de vista que los problemas estructurales del país, en la
década y media de su presidencia, nunca se abordaron de raíz. Hubo, sin ningún
lugar a dudas, un notable mejoramiento en la calidad de vida de la población,
debido a la más equitativa repartición de la renta petrolera. Pero el poder
económico nunca dejó de estar en manos de la derecha tradicional. “Según
las Cuentas Nacionales, explicitadas por el Banco Central de Venezuela (BCV),
el PIB privado (el porcentaje de la actividad económica del país en manos
directas del empresariado) corresponde al 71% del total (año 2010). En el año
de 1999 el PIB privado era de 68%. Es decir que, a pesar de las
nacionalizaciones, el PIB sigue siendo mayoritariamente privado, y comparado
con países que nada tienen que ver con el comunismo –como Suecia, Francia e
Italia, donde el PIB es mayoritariamente público (estatal)–, el estado
venezolano no tiene en sus manos (salvo el petróleo) ningún resorte económico
importante de la economía”, nos informa un economista marxista como Manuel
Sutherland. El enriquecimiento de los banqueros nunca fue tan grande como en
este período. Si la derecha levantó todas las armas posibles contra el proceso
bolivariano, fue porque perdió su supremacía política. La económica nunca le
fue cuestionada realmente.
Justamente por esa ambivalencia, porque los resortes básicos de
la economía nacional siguieron en manos de la oligarquía vernácula, siempre
ligada política, cultural y hasta emotivamente a la derecha estadounidense, el
chavismo no avanzó en la construcción de una verdadera opción socialista con
poder popular que levantara un proyecto de transformación radical. Más allá de
un intento redistributivo y bastante retórica, la burguesía nacional no fue
tocada. De ahí esa suma complicada de causas que hacen que el panorama
económico-social se torne hoy tan dificultoso: inflación siempre creciente, una
impopular devaluación del 46% en febrero pasado y un dólar paralelo por las
nubes, desabastecimiento crónico de productos de primera necesidad, la siempre
omnipresente dependencia del petróleo, el escaso desarrollo industrial propio
que fuerza a importar casi un 50% de los alimentos. A lo que se suma, no como
males menores sino, quizá, con mayor fuerza en la percepción de las grandes
masas populares, una generalizada y abrumadora corrupción así como una
delincuencia y una inseguridad ciudadana prácticamente fuera de control.
Ante este panorama la pérdida de 685.794 votos no significa
simplemente que “los pobres son masoquistas y optaron por el candidato de los
explotadores”. Esa corrida de votos tuvo mucho de mensaje, de voto castigo por
todo este entramado de problemas que se van acumulando y a los que no se les da
real solución desde el gobierno. Si los problemas estaban con Chávez (también
la última enorme devaluación, por ejemplo), la presidencia que se le abre a
Nicolás Maduro se vislumbra como mucho más complicada aún.
Por lo pronto, el caudal de votos con que llega a Miraflores,
sin poner ya en discusión como quiere la derecha si es mayoría legítima o no
(por supuesto lo es, así sea por un voto de diferencia), augura un panorama muy
problemático: gobernará sobre una sociedad profundamente dividida. Y dividida,
además, en partes iguales. Chávez siempre tuvo una diferencia electoral notoria
sobre sus contrincantes; pero además –quizá es esta la cuestión básica– tenía
total ascendiente sobre las Fuerzas Armadas, garantía última de la continuidad
del chavismo. Maduro, no se sabe.
Está
claro que Nicolás Maduro inicia su período presidencial en condiciones de mayor
debilidad que Chávez. Más allá de la cuestionable campaña electoral donde se
presentó como “el delegado” del Comandante, su “hijo dilecto”, su “ungido
sucesor”, es evidente que, para bien y/o para mal, Maduro no es Chávez. Lo cual
puede abrir interesantes oportunidades: no toda decisión habida y por haber en
Venezuela tendrá que pasar por él, con lo que pueden ir pensándose nuevas
formas de conducción, quizá no tan centralizadas como fue el caso en vida de
Chávez.
Que
Maduro sabe de todos los problemas con que va a enfrentarse (inflación,
inseguridad, corrupción) es evidente. Por lo pronto habló de la puesta en
marcha de un cuerpo secreto especialmente dedicado a la persecución de
malversaciones, lo cual, por supuesto, sería un gran paso. Pero como dijo Mario Hernández: “El
único problema que veo es que habla permanentemente de las medidas que va a
tomar pensando solamente en el aparato estatal, en las fuerzas de seguridad, en
las Fuerzas Armadas pero no piensa, ni menciona, desgraciadamente, la
auto-organización de la gente, es decir, el desarrollo del poder popular, de
las misiones, la profundización de la revolución”.
Y esto, justamente, nos lleva a la otra conclusión
importante.
La
Revolución debe ser más que un proceso electoral
“Las
carencias del poder popular pueden ser fatales, puesto que allí se concentran
los embriones de la construcción socialista. Ese poder es el gran resguardo de
continuidad del proyecto revolucionario, frente a los imprevisibles vaivenes de
la disputa electoral. Por esta razón cuando se cierra un acto comicial no sólo
hay que contar los votos obtenidos. Se necesita saber cuánto se avanzó en la
organización de la estructura popular”, decía acertadamente
Claudio Katz siguiendo el proceso en Venezuela.
Si algún mérito a nivel internacional tuvo el proceso que
abre Hugo Chávez, fue el de volver a dar esperanzas. En medio de una marea
neoliberal salvaje, y luego de las sangrientas dictaduras militares que habían
barrido Latinoamérica en las décadas de los 70 y los 80 del siglo pasado, el
retomar banderas que parecían condenadas al olvido –socialismo, revolución,
imperialismo– dio nuevas esperanzas, fue volver a creer que los cambios son
posibles, que no estamos condenados ineluctablemente a un mundo de injusticias
regido por los capitales. Esto será su gran aporte a la historia, sin dudas.
En la construcción del proclamado socialismo del siglo XXI
fue mucho más errático, y ahí su legado es más difuso, quizá cuestionable
incluso. Pero en el medio del mar de desesperanza que cundía para los 90, ganar
elecciones con propuestas medianamente populares ya fue un logro. La sucesión
de “presidentes progresistas” que se viene dando en Latinoamérica en estos
últimos años, y las propuestas de integración alternativas a la égida de
Washington que se vive (proyecto del ALBA, Petrocaribe, UNASUR, Telesur, Radio
del Sur, CELAC), tienen en la figura de Hugo Chávez un referente obligado.
Si algo caracterizó a la Revolución Bolivariana –cosa que el
mismo Chávez se esforzaba en remarcar constantemente– fue la continua apelación
a lo que hoy entendemos por democracia, a las elecciones periódicas. Para
taparle la boca a la derecha, que vivía vilipendiando al chavismo tachándolo de
“dictadura”, los procesos electorales pasaron a ser casi una gimnasia cotidiana
en la vida de los venezolanos en estos últimos años. De hecho, hubo más de una
elección anual: 18 en total desde que se abrió este complejo proceso que pasó a
llamarse “chavismo”, o Revolución Bolivariana. La vida política colectiva pasó
a tomar la forma de elecciones (presidenciales, legislativas, de gobernadores,
referéndum revocatorio), expresando en las urnas las contradicciones de clase,
las que se pusieron al rojo vivo.
Todo pasó a tomar la forma de elecciones; lo cual, en principio,
puede verse como un fenomenal avance. Pero bien analizado, y quizá como una
réplica de lo que sucedía en el ámbito económico, más allá de la apariencia de
hiper politización y participación cívica que este continuo llamado a
elecciones podía dar, eso no construyó una verdadera opción de poder popular
revolucionario. Democracia formal, sí; democracia de base, faltó. Porque
democracia de base no es llenar una plaza con simpatizantes. Ahí está la enorme
diferencia.
En vez de un partido político revolucionario con propuesta de
transformación de base y poder popular real asentado en las asambleas
comunitarias, desde la dirección del proceso (Chávez en cuenta) el esfuerzo
estuvo más bien encaminado a reforzar la maquinaria electorera. Como bien lo
dijo Luis Britto-García: en vez de forjar cuadros revolucionarios se terminó
generando una subasta de votos al peor estilo de cualquier candidato burgués. Incluso
se llegó a la cuestionable situación –aparentemente muy amplia y democrática–
de transformar la vida política venezolana en un continuo plebiscito donde las
opciones eran votar por sí o por no, a favor o en contra. Y se entiende que…. a
favor o en contra del comandante. “Están
conmigo o están con el imperialismo”, pudo decir Chávez en alguna oportunidad
en una campaña presidencial.
“La invencibilidad reside en la defensa, las
oportunidades de victoria, en el ataque”, dijo sabiamente Sun-Tzu hace 2.500 años. Una
revolución, un proceso de profunda transformación del estado actual de cosas,
¿debe consistir sólo en defenderse invenciblemente, o debe atacar, debe
destruir cosas viejas para establecer un nuevo orden? La forma casi
plebiscitaria que se construyó –con 17 elecciones ganadas sobre 18 llamados
electorales– no terminó de servir para construir verdaderos mecanismos de poder
popular de base. Más allá de la declamación, todo se vertebró de arriba hacia
abajo. El Palacio de Miraflores era el absoluto centro de gravedad de la vida
política nacional, y no el barrio, la comunidad, el sindicato. De hecho, todo
el chavismo fue una construcción surgida a partir de una propuesta palaciega,
una “revolución” de arriba hacia abajo, y no al revés, como han sido otras
revoluciones, con la población en las calles forjando el cambio.
Es
cierto que ese chavismo tuvo fulgurantes momentos populares, revolucionarios.
Se ha dicho, por lo pronto, que el mismo Chávez fue el representante del
volcánico descontento –chispa revolucionaria, por cierto– contenido en el
Caracazo de 1989; su revolución palaciega sería así la puesta en acto de un
proceso revolucionario que estaba en la población venezolana, por cierto la
primera que reaccionó contestatariamente a los infames planes neoliberales
(capitalismo salvaje, mejor dicho) que se implementaban en la región para los
años 80 del siglo pasado. Montado en esa ola de descontento, protesta y fervor
revolucionario, Hugo Chávez llevó a Miraflores esa vena de cambio (“astucias de
la razón”, diría Hegel). Y también se “olfateó” revolución en la memorable
reacción popular y espontánea (tal como son las verdaderas revoluciones
político-sociales) de abril del 2002, cuando el golpe de Estado de la derecha,
al salir al rescate del líder. Por esos puntos de quiebre, por el “peligro
real” que con olfato de clase la derecha vernácula, la Casa Blanca y toda la
derecha internacional perciben esos momentos y lo que en alguna medida
representó el chavismo, es que todo el proceso se demonizó, se atacó, se vio
como una verdadera amenaza. Se lo hizo con la figura de Chávez, y seguramente
se lo seguirá haciendo con la de Nicolás Maduro, porque lo que realmente está
en juego es la posibilidad que esa “chusma” abra los ojos y se quiera sentir
dueña del poder. Es esa posibilidad la que realmente atemoriza a la derecha
porque, hoy por hoy, los negocios los sigue haciendo, y quizá mejor que nunca;
pero la posibilidad de transformación real que ahí está presente con la marea
de franelas rojas puesta en la calle le quita el sueño. La reacción de Capriles
llamando a incendiar el país la noche misma de las elecciones lo deja ver con
claridad meridiana.
Ahora bien: con esa sucesión casi mecánica de elección tras
elección, siempre con previas plazas llenas de simpatizantes ataviados con sus
tradicionales franelas rojas, no se hace revolución. El siglo pasado, para las
fuerzas revolucionaras era casi un chiste pensar en la opción de participación
en el ruedo político convencional como una verdadera posibilidad de transformación.
Cambiar administraciones (presidentes, gobernadores, alcaldes, legisladores)
cada cierto tiempo no era sino un superficial cambio cosmético. Las estructuras
de base no cambiaban un milímetro. Y si algo se iba medianamente de control,
ahí estaban las fuerzas represivas (policía, ejército, parapoliciales o
paramilitares si era necesario) para componer el desorden. Pensar en
transformar algo desde ese esquema era, y sigue siendo, sumamente difícil, casi
imposible, dado que se trabaja contra todo el poder de una clase, contra su
dinero, su casi infinita presencia mediática y, en muy buena medida, contra una
ideología dominante muy difícil de torcer. De ahí que esos 685.794 votos
emigraron quizá hacia Capriles, lo que rápidamente pudo hacer decir a Diosdado
Cabello que “la gente vota por sus explotadores”. Pero lo social nunca es tan
sencillo; para apelar una vez más a Hegel: “el esclavo piensa con la cabeza del
amo”. Una revolución, si realmente se precia de tal, debe apuntar a eso: a cambiar
las cabezas, a modificar hondamente nuestras formas de ver y entender las
cosas, a “¡formar
revolucionarios y no consumistas, culminar una revolución y no competir en una
subasta de votos!”. Y las
maquinarias electorales no son precisamente escuelas revolucionarias.
Es evidente que competir en la arena electoral contra todo el
poder de la clase dominante de un sistema que ya lleva varios siglos amasando
capital, conocimiento y mañas, muchísimas mañas, es una tarea monumental,
quijotesca. Toda la izquierda que lo intentó, terminó mal. La socialdemocracia
europea, en los inicios del siglo XX, como opción no violenta que se opuso al
sistema y entró en el juego electoral, terminó siendo cooptada. Hoy no pasa de
ser un mecanismo más del sistema imperante, el “rostro amable” de una
explotación inmisericorde. O el caso del Chile de Salvador Allende, con su
intento de construcción del socialismo por la vía electoral… Generales Pinochet
que juran fidelidad a la Constitución y luego terminan dando golpes de Estado por
la espalda, sobran. ¿Los habrá también entre las filas castrenses chavistas?
Si el movimiento bolivariano, con Maduro a la cabeza en este
momento, o con quien sea, intenta mantenerse como opción dentro de los límites
de estas democracias restringidas, deberá terminar volviéndose cada vez “menos
revolucionario” y más complaciente con el sistema dentro del cual se mueve. Eso
quizá le permitirá sobrevivir como opción electoral, como partido político
institucionalizado. Podría sucederle como le pasó al peronismo en Argentina, o
al MNR en Bolivia, o incluso al PRI en México: mantendrá un discurso populista,
pero de transformación revolucionaria, nada. Pero si el chavismo no avanza
realmente hacia un poder popular de base y, por el contrario, se alinea cada
vez más con un pensamiento de derecha (la “boliburguesía” imperante en sus
filas ya lo deja ver), terminará siendo una opción aguada, que podrá ganar
elecciones quizá, pero que no podrá ir más allá de hacer repartos más
populistas de la renta petrolera. Y las posibilidades de transformación real
que se abrieron con una población envalentonada como en abril del 2002, se
habrán esfumado.
Hoy,
aún en medio de la marea neoliberal que nos azota, con bases militares de
Estados Unidos que acordonan toda América Latina, y luego de los terribles
golpes sufridos por el campo popular en las décadas recientes, es difícil pensar
en los caminos de transformación del actual estado de cosas. No es imposible,
pero sí se ve difícil. Luego de años (décadas) de gobiernos militares, la
vuelta de las democracias formales se puede percibir como un gran avance. Y por
cierto, en un sentido lo es. Pero pensar que la lucha revolucionaria se agota
en un sufragio es muy limitado, si no erróneo. Las 18 elecciones continuas del
proceso bolivariano, por sí solas, no sirvieron para construir un auténtico
poder popular desde abajo. Para que haya revolución, de eso se trata. Y junto a
ello, cambiar sustancialmente la estructura económica. Desde el Parlamento o la
casa de gobierno está visto que no se puede.
Es
evidente que las democracias formales son un avance sobre las dictaduras; pero
tampoco ellas por sí solas resuelven nada. De hecho en un estudio realizado por
Naciones Unidas en el año 2004, buena parte de la población latinoamericana
dijo no importarle vivir en un sistema democrático o autoritario si este último
le resolvía sus históricas penurias socio-económicas. Pensar en las elecciones
periódicas como un arma para el cambio es limitado. La invitación de este
pequeño texto es encontrarle vías de posibilidad a la democracia parlamentaria
como un momento en la construcción de la verdadera democracia participativa, de
base. En ese sentido la experiencia de Venezuela nos convoca como un laboratorio
y como un desafío.
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