Guatemala: sobre el juicio al general José Efraín Ríos Montt
El Estado, se supone,
está destinado a armonizar la vida y las relaciones de todos los habitantes que
se encuentran bajo su jurisdicción. Por tanto, es su deber proteger la vida de
todos sus ciudadanos, sin excepción. Si alguno de ellos incurre en graves
delitos, en Guatemala, dado que existe pena de muerte, puede llegarse al
extremo de condenarlo a ella; pero eso no deja de ser una medida racional,
sopesada y, básicamente, apegada a la ley, a un Carta Magna que así lo
establece. En todo caso, se podría refutar la pena de muerte desde una crítica
ética, desde principios humanísticos. Eso es lo que hace, por ejemplo, la
Iglesia Católica. Pero no es posible condenarla por ilegal, por
anticonstitucional. Aplicándola, el Estado no se constituye en homicida;
simplemente está cumpliendo con un mandato legal que una determinada
circunstancia lo lleva a tomar.
Ahora bien: si el
Estado, arbitrariamente, mata a alguien fuera de los marcos constitucionales,
incurre en un delito. A eso se le llama terrorismo de Estado. ¿Quién es el
responsable en ese caso? ¿El jefe de Estado? ¿Aquél que cometió el asesinato?
¿El que dio la orden? ¿Los cuadros intermedios? Asunto difícil, por cierto.
Pero lamentablemente, eso sucedió en Guatemala: el Estado fue responsable de
muchos crímenes. Eso está largamente documentado en profundos y concienzudos
estudios: el de la Iglesia Católica, por ejemplo: el Proyecto Interdiocesano
Recuperación de la Memoria Histórica, publicado como “Guatemala: nunca más”,
que le costara la vida a su mentor, el obispo Juan Gerardi. O el surgido de los
Acuerdos de Oslo de 1994 entre gobierno y movimiento revolucionario: el Informe
“Guatemala. Memoria del Silencio”, voluminosa y bien documentada investigación
que realizara Naciones Unidas a través de la Comisión para el Esclarecimiento
Histórico.
Que el Estado practicó
terrorismo, que fue anticonstitucionalmente un violador de preceptos legales,
está demostrado a través de una cuantiosa documentación. Sucedió en miles de
ocasiones. La guerra interna que se vivió por espacio de muchos años dio lugar
a una enorme comisión de asesinatos por parte del Estado contra población civil
no combatiente. Si fueron 200,000 los muertos, o menos de 40,000 como ahora se
ha comenzado a decir, eso no cambia la situación de fondo: no es asunto de
cantidades sino de responsabilidades: el Estado no puede matar a sus ciudadanos,
así sea que se trate de una guerra civil, tal como la que aquí se vivió. El
número no lo exime de culpa. Y así fuera uno solo el muerto en condiciones de
ilegalidad, no como ajusticiamiento luego de un juicio público con todas las
garantías del caso, el ilícito no puede tener justificación. Si no se lo
considera un delito, un quebrantamiento de la ley, un acto que merece castigo
por ilegal y del que tiene que haber algún responsable, es lisa y llanamente
porque la impunidad se impone. Eso, exactamente, es lo que viene pasando en
Guatemala desde toda su historia.
Terminado el conflicto
armado interno, las heridas que esa catástrofe social dejó aún están abiertas.
Sin dudas lo estarán por varias generaciones aún. 200,000 muertos y 45,000
desaparecidos no son poca cosa; de hecho, fue la guerra contrainsurgente vivida
por países latinoamericanos en estas últimas décadas en el medio de la Guerra
Fría y las estrategias de Doctrina de Seguridad Nacional más cruenta de toda la
región. Ello, seguramente, habla de la impunidad que define nuestra historia:
una catástrofe social… ¡y nadie se hace responsable!
Superar tanto dolor no
es fácil. Como una de las secuelas principales de esa guerra tenemos una
fortalecida cultura de impunidad, que se asienta en una impunidad ya histórica,
estructural. Es decir: se puede hacer cualquier cosa (pasar un semáforo en
rojo, matar, evadir impuestos, comprar una licencia de conducir, contratar un
sicario) con la seguridad que nada pasará. Eso es la impunidad. ¿Nadie se hará
responsable de los crímenes que cometió el Estado durante la guerra interna? A
17 años de terminada, parece que no. Pero hay una buena noticia: al menos
alguna cabeza visible va a ser juzgada. En realidad: dos. Los generales Ríos
Montt y Rodríguez Sánchez van a juicio por masacres en el área ixil, Quiché.
¿Empieza a funcionar la
justicia en Guatemala? Quizá… Pero la respuesta debe ser matizada.
Combatir la impunidad,
siempre, en cualquier circunstancia, es una buena noticia. La historia
reivindica como un avance civilizatorio los que hoy se consideran “históricos y
emblemáticos” juicios de Nüremberg, en la Alemania de la segunda post guerra
mundial. ¿Por qué? Pues porque la justicia funcionó condenando a quienes
cometieron delitos de lesa humanidad, para el caso los nazis, y eso significó
un mensaje esperanzador para la humanidad. No puede dejarse de mencionar que
esos juicios deben entenderse en clave política: los ganadores de la Segunda
Guerra Mundial, los Aliados, en buena medida capitaneados por la potencia
emergente de Estados Unidos, se permitieron legarnos esta buena noticia, este
mensaje contra la impunidad que constituyó el juicio a los genocidas jerarcas
alemanes. Buena nueva, por cierto; pero enmarcada en una agenda que podría
cuestionarse: se castigó la impunidad de los vencidos. ¿Por qué no un juicio a
quienes arrojaron dos bombas atómicas contra población civil no combatiente en
momentos en que militarmente ello no era necesario, pues Japón ya estaba
destrozado y a punto de rendirse? ¿Por qué no funcionó allí el combate a la
impunidad y al abuso de poder? Simplemente porque Washington fue ganador en la
contienda. El mensaje de los juicios de Nüremberg es importantísimo en sí
mismo, sin dudas; pero también conlleva un estigma: se castigó al perdedor
(¿hacer leña del árbol caído?). El ganador se salió con la suya; la historia la
escriben los que ganan, suele decirse. Y de hecho ahí comenzó una carrera de
armamento nuclear que nunca se ha detenido y donde la Casa Blanca se siente con
derecho a ser la primera y decidir quién puede y quién no puede seguir sus
pasos. ¿No es eso impunidad también?
Lo que se quiere
resaltar es que los juicios contra los “asesinos nazis” (al igual que los que
se puedan haber hecho contra los militares asesinos de Ruanda en su momento, o
contra el general Milosevic en la ex Yugoslavia luego de la Guerra de los
Balcanes), tienen una carga política nada desdeñable: son una buena noticia
para la humanidad, pero también encierran agendas ocultas. Es decir: hay en
ellos jugadas políticas (se juzga a unos pero se perdona a otros; se mira para
otro lado en el momento de las atrocidades avalándolas finalmente, y luego se
las castiga cuando es “políticamente correcto” hacerlo). Lo cual lleva a
plantearse hasta qué punto la justicia es realmente independiente.
¿Qué tiene que ver todo
ello con los juicios contra los generales Ríos Montt y Rodríguez Sánchez en
Guatemala? Pues bien: también puede haber en todo ello jugada política.
Sin dudas, como primera
cuestión a puntualizar, es importante decir que el juicio contra quienes están
acusados de delitos tan graves como masacres, desapariciones forzadas de
personas y, llegado el caso, genocidio (es decir: delitos de lesa humanidad,
igual que los jerarcas nazis o los militares ruandeses), es siempre una buena
noticia, una bocanada de esperanza en la perpetua lucha de la especie humana
por mayores cuotas de respeto a los derechos elementales, al Estado de derecho.
En definitiva: cualquier achicamiento de la impunidad debe ser bienvenido y
saludado efusivamente.
Pero, ¿realmente eso
está sucediendo con estos juicios en Guatemala en este momento? De ningún modo
podría decirse, como afirma cierta derecha pro militar, que hay allí algún
encono, un espíritu revanchista o cosa por el estilo. El Estado, desde un
principismo mínimo que no es políticamente ni de derecha ni de izquierda, no
puede masacrar a su propia población. No puede, bajo ningún punto de vista,
atentar contra la vida de sus ciudadanos, aquellos que lo financian con sus
impuestos. Eso es un delito y no admite justificaciones. Si durante la guerra
interna el Estado cometió esos abusos, ahora debe resarcir a las víctimas de los
mismos. Y debe enviar mensajes de respeto a la Constitución y a la
institucionalidad democrática como una sana medida que preserva el Estado de
derecho. Enjuiciar a acusados de delitos de lesa humanidad puede contribuir a
afianzar la justicia, no al revanchismo. Es, si se quiere, una medida que
finalmente contribuye a crear un clima de paz social y no de confrontación.
De todos modos, como
todas las acciones humanas, las cosas nunca son absolutamente puras y
transparentes. Por el contrario, en el ámbito del poder, de lo político, más
bien son enrevesadas y complejas, sumamente complejas, con agendas ocultas, con
dobles mensajes.
¿Se está reforzando la
lucha contra la impunidad con los juicios contra los generales José Efraín Ríos
Montt y José Mauricio Rodríguez Sánchez? Ojalá así sea. ¿O hay “quinta pata del
gato” en la maniobra?
Si la justicia llega,
aunque sea tarde, bienvenida. Sin dudas, ahora es algo tarde, porque lo que se
está juzgando ahora sucedió hace tres décadas, y ya ha corrido demasiada agua
bajo el puente desde aquel entonces. De todos modos, este tipo de delitos, por
ser considerados de lesa humanidad, son imprescriptibles. En ese sentido,
bienvenidos como aporte contra la impunidad, así como podríamos decir también
bienvenidos los juicios que echen luz sobre los crímenes de Estado de la Guerra
Civil Española de la década del 30 del pasado siglo. Insistamos: más vale tarde
que nunca.
La pregunta es si
realmente habrá ahora, aquí en Guatemala, el inicio de una verdadera campaña de
combate a la impunidad, o hay en todo esto mucho de una maniobra distractora,
de doble rasero, oportunista en definitiva. ¿Cómo entender que un gobierno
lleno de militares, con un comando kaibil en la presidencia que fue parte activa
de la misma estrategia de guerra por la que ahora se juzga a estos dos
generales, la emprenda contra militares? Más bien habría que pensar que se
están sacrificando algunos peones, que hay chivos expiatorios. No puede dejarse
de mencionar que en el mismo momento en que empieza el juicio se registra una
avanzada de agresiones contra militantes del campo popular y defensores de
derechos humanos.
No es ninguna novedad
que existen poderes que deciden mucho, quizá más que los presidentes (eso no
sólo en Guatemala, por supuesto). Ríos Montt es un símbolo, y por eso mismo se
lo puede usar. ¿Por qué ahora cae en desgracia y se lo sienta en el banquillo
de los acusados? ¿Quién decidió esto? De hecho, hace tiempo ya que no es santo
de devoción de los grandes factores de poder, de esos que mandan más que los
presidentes de turno; o quizá nunca lo fue, por eso su historia política está
plagada de cortocircuitos (se le “robó” una elección presidencial y se le envió
a un dorado exilio en España, por ejemplo). Si bien la impunidad reinante
permitió que, terminada la guerra, fuera omnipotente Secretario General de un
partido político creado a su medida y presidente del Congreso, después del
infausto Jueves Negro, en julio del 2003, su figura empezó a caer en desgracia,
con arresto domiciliario incluido. Su partido político, el Frente Republicano
Guatemalteco –el FRG– de omnímodo dominador de la escena política unos años
atrás, ahora desaparece sin pena ni gloria. ¿Por qué fue muriendo, y ya desde
las elecciones pasadas, el partido “militar” se recicló en el Patriota? ¿Quién
decidió esto? De hecho, hace poco se disolvió oficialmente, y la noticia casi
no tuvo cobertura mediática. Más aún: alguien bajó el dedo para que Zury Ríos,
la hija del general, saliera de la escena política nacional. Hasta no hace mucho
se hablaba de su posible llegada a la presidencia; ahora es un cadáver
político, y ni una vez más se la volvió a mencionar en los medios de
comunicación desde hace un tiempo. Evidentemente, alguien decidió esto.
Enjuiciar ahora por
delitos de lesa humanidad a este par de ancianos militares puede ser el inicio
de una lucha frontal contra la impunidad y la recuperación de la memoria
histórica del país, conmocionado todavía por esa carnicería que fue el llamado
conflicto armado interno (¿por qué no decirle “guerra civil”, si eso es lo que
fue?) Mucho de la violencia actual (“epidemia de violencia”, según los
expertos) hunde sus raíces en ese conflicto, pues de ahí se sigue buena parte
de los problemas actuales ligados al tema de seguridad (o inseguridad)
ciudadana. Aunque también puede ser una maniobra que, finalmente, contribuya a
dejar inalteradas las causas que provocaron ese cataclismo social que se inició
con el golpe de Estado de 1954 y la entrada de la CIA, y que formalmente terminó
el 29 de diciembre de 1996, pero cuyas causas reales siguen inalterables.
El ejército, como cuerpo
destinado a defender la patria de cualquier ataque, actuó en nombre de aquello
para lo que fue preparado durante décadas: la contrainsurgencia, el enemigo
interno, el “comunismo internacional” que, según la lógica de la Doctrina de
Seguridad Nacional, como “cáncer” se expandió en los años de Guerra Fría. En
realidad, lo que esas fuerzas armadas, en cuenta Ríos Montt y todos los
militares de aquellos años, defendieron a capa y espada, ahí sigue inalterable:
diferencias socioeconómicas irritantes, concentración de la riqueza en pocas
manos, reales espacios políticos para transformar esa situación cerrados. Tal
como dice la Comisión para el Esclarecimiento Histórico en sus Conclusiones
cuando analiza las causas de la guerra: “Si
bien en el enfrentamiento armado aparecen como actores visibles el Ejército y
la insurgencia, la investigación realizada por la CEH ha puesto en evidencia la
responsabilidad y participación de los grupos de poder económico, los partidos
políticos, y los diversos sectores de la sociedad civil. El Estado entero, con
todos sus mecanismos y agentes ha estado involucrado. Reducir el enfrentamiento
a una lógica de dos actores no explicaría la génesis, desarrollo y perpetuación
de la violencia, ni la constante movilización y diversa participación de
sectores sociales que buscaban reivindicaciones sociales, económicas y
políticas”.
Es buena noticia sentar
en el banquillo de los acusados a alguien que dio órdenes para masacrar, a
alguien vinculado al delito de genocidio. Pero los grupos que, en definitiva,
se beneficiaron de todo ello, difícilmente serán enjuiciados algún día. Al
general no hay dudas que lo dejaron morir solo. No podríamos decir que eso sea
para lamentarnos, claro… Pero ello debe llevar a preguntarnos: ¿y qué hay, como
dijera el Informe de la CEH, de “la
responsabilidad y participación de los grupos de poder económico, los partidos
políticos, y los diversos sectores de la sociedad civil” a los que defendió
el ahora abandonado militar-pastor?
La intención del
presente escrito en modo alguno pretende ser de aguafiestas, de cuestionador
del histórico juicio que ahora inicia. Juzgar el genocidio no es asunto del
pasado: por el contario, es la posibilidad de construir otro presente y un
mejor futuro. Quizá el juicio en sí mismo no garantiza que estos delitos de
lesa humanidad nunca vuelvan a repetirse; pero es un paso importantísimo, toral
en la búsqueda de una sociedad más justa y equitativa. Lo que no hay que perder
de vista es que si se llegó a todas estas masacres execrables, es porque ello se
hizo en nombre de la defensa de un modo de vida que, lo vimos en el pasado y lo
seguimos viendo ahora, no resuelve los problemas estructurales del país, la pobreza
crónica, la exclusión de los más, el atraso comparativo, el racismo.
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* Artículo aparecido en la
Revista Análisis de la Realidad Nacional, N° 25 (abril de 2013) de la
Universidad de San Carlos de Guatemala. Se reproduce aquí con autorización del autor y de los Editores.)
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