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lunedì 25 febbraio 2013

COMUNISMO LIBERTARIO O INDIVIDUALISMO, por Pier Francesco Zarcone



Fundamentos jurídicos de la democracia directa


¿Anomia?

Desde hace ya tiempo, por varias razones históricas, la perspectiva de la revolución social en Europa ya no tiene aquella inmediatez que aún se expresaba en los años 30 del siglo pasado. Esto, en los ambientes libertarios, se manifiesta también con la ya consolidada carencia de un ideario concreto en relación a los problemas fisiológicos inherentes al aspecto constructivo de una sociedad libertaria, es decir basada en la democracia popular directa. Algunos objetan que tal aspecto tiene escasa relevancia ya que la construcción de la nueva sociedad es asunto de las masas revolucionarias. Si así fuera de manera absoluta, no tendría sentido que operasen en el seno de aquellas los libertarios, cuyo papel consiste en desplegar una función de sensibilización, de clarificación y de orientación para la maduración progresiva de la conciencia de clase de esas propias masas. En esta acción hay un mínimo que no se puede eliminar: indicar al menos las líneas esenciales de base a seguir, respecto a los problemas y cuestiones de carácter “fisiológico”; fisiológico ya que incluso una sociedad nacida de una revolución radical  debe ajustar cuentas con estos, aun cuando sean formulados de modo distinto al del pasado. Naturalmente, si se quiere, todo esto pude ser tranquilamente ignorado, y cerrarse de manera apodíctica en la mera reiteración de los principios clásicos del anarquismo, o enclavarse en ciertas aplicaciones dogmáticas de estos – como sea y donde sea – a guisa de elementos cardinales de una identidad testimonial. La obra de clarificación y orientación a la cual se ha hecho referencia debe, para ser constructiva, abandonar el optimismo ingenuo desligado de la realidad (persistente por mucho que haga más mal que bien) y optar por aquel realismo revolucionario que animara a un gran anarquista del pasado – Christiaan Cornelissen – y su obra El comunismo libertario y el régimen de transición. En realidad, la falta de claridad y concreción en el aspecto constructivo de la nueva sociedad, tiene notables efectos negativos, porque expone a  todo el movimiento libertario a las acusaciones de falta de concreción (con frecuencia fundadas) que sus adversarios le echan en cara a manos llenas.
Sin embargo, las respuestas existirían, si solo se dejaran atrás ciertos modos de pensar, abstraídos de toda realidad y dotados de un carácter más fabuloso que revolucionario. La matriz de estos se encuentra en un exasperado (y también inconfesado) individualismo que, en su esencia, tiene bien poco de “social”, centrándose en la vieja y estéril posición del “haz lo que quieras”, la cual absolutiza la acción autónoma del individuo/mónada. Ya Luigi Fabbri había hecho notar, respecto al influjo de las ideologías burguesas en el medio libertario, que,
«La máxima importancia dada a un acto (...) de rebelión brota de la máxima importancia que la doctrina política burguesa da a unos pocos hombres con relación a todo el ambiente social (...). Así logramos constatar dos formas de influencia burguesa sobre el anarquismo: una, directa, que se manifiesta en una mayor importancia dada al hecho revolucionario a expensas del objetivo al cual este debería tender, - y la otra  indirecta, de la literatura burguesa decadente (…) dirigida a idealizar las formas más antisociales de rebelión individual (…). Lo mismo en cuanto a la cuestión de la organización. Los anarquistas han siempre sostenido que no hay vida fuera de la asociación y de la solidaridad, y que no es posible la lucha y la revolución sin una organización prefijada de los revolucionarios. Pero a los burgueses les resultaba cómodo pintarnos como partidarios de la anarquía en el sentido de confusión y comenzaron a decir que somos amorfistas, enemigos de toda organización y, con tal fin, sacaron a relucir a Nietzsche y luego a Stirner…Muchos anarquistas cayeron en el jamo y se hicieron de verdad amorfistas, stirnerianos, nietzscheanos y otras diabluras: negaron la solidaridad, el socialismo; para terminar, algunos, con volver a colocar la propiedad en el altar, favoreciendo precisamente el interés de la burguesía individualista. Sus ideas se volvieron, en este sentido, - según la frase de Filippo Turati- la exageración del individualismo burgués”. (1)
Nadie quiere poner en discusión la importancia del individuo (cuyo contenido está en la respuesta a la pregunta: “¿qué cosa es Fulano?”), ya que a este corresponde una persona (a la cual se refiere la pregunta: “¿quién es Fulano?”, pero la respuesta debe residir en la inefabilidad de la existencia singular). La persona es irrepetible, es un valor único; y es eje del pensamiento y de la acción de los libertarios, la defensa del individuo/persona ante los tentáculos de un orden social basado en el dominio. Pero la cuestión del individuo/persona ha de ser vista en una dimensión binaria, es decir concerniente a su relación con el contexto asociado, lo que incluye también la defensa de este último, cuando sea absolutamente necesario. Los primeros anarquistas de la Internacional eran socialistas y comunistas porque se daban cuenta plenamente de la naturaleza y/o realidad social del ser humano. Viviendo en sociedad, y estando llevado a ello, el individuo/persona – conservando su valor ab-soluto (quiere decir abs-traído de todo) – no es, en términos prácticos, para nada absoluto, y sí insertado en densas tramas de relaciones sociales que son “otras respecto a él” y que, en la mayoría de los casos, no son percibidas inmediatamente: piénsese en la casa, el alimento, los transportes públicos y privados, en los suministros energéticos, etc. Todo ello es fruto del trabajo y de la intervención de otros, a su vez interrelacionados y que componen la llamada “sociedad”. El individuo/persona es usufructuario de esto, de lo cual no puede prescindir y a lo cual contribuye con su propio trabajo. Hay que tener esto en cuenta antes de afirmar la autonomía total e incondicionada del individuo/persona ante la sociedad en general y ante aquella nacida de una revolución, en particular.
Algunos parten del asunto del individuo/persona como dato totalizante llegando al extremo de no considerar la plena democracia directa como objetivo máximo y de preconizar una dimensión ulterior de libertad total que, sin embargo, no queda mejor identificada. Por lo cual, la sociedad nacida de una verdadera revolución social no solo sería de democracia directa sino también anómica (sin reglas). Es bien conocido el uso distorsionador y propagandístico que hacen los adversarios burgueses: un caos total en el cual cada uno hace lo que le parece y, al final, los débiles son quitados del medio, peor aun que en las  sociedades regidas por el dominio y la jerarquía, donde al menos las leyes establecen derechos y deberes, y hay quien vela por su aplicación. Y al hombre común le inspira temor la palabra “anarquía” (2). Las etimologías no son meramente un aburrido ejercicio académico, sino que ayudan a esclarecer el significado de las palabras usadas, según el principio de que si se habla mal se termina por pensar mal también. En base a su étimo griego, anarquía significa – en referencia a la esfera política- la negación del gobierno, de la señoría, del dominio; negación, es decir, de una potestad objetiva e irremediablemente superior y externa sea a la sociedad sea al individuo/persona. La anomia, por el contrario, es la ausencia de νόμος, de regla o ley, según se la quiera llamar.

La nueva organización social y las características de base de su derecho

Habiendo preliminarmente aclarado que los “clásicos” no son fetiches que adorar de forma acrítica y dogmática, sino puntos de referencia útiles para comprender bien de dónde se ha partido para no perder la orientación, hay que recordar que – no por casualidad – "Proudhon y Bakunin aspiran a destruir el Estado, pero, ¡cuidado!, no el poder político. Este deberá ser resuelto en las instancias de base, deberá ser ejercido desde muchos y armónicos centros de decisión…” con una fórmula “de democracia directa y de federalismo” (3). Por otro lado, la conocida expresión de Bakunin que subvierte el esquema liberal –afirmando, en lugar de la libertad de los demás como límite de la libertad individual, que es por el contrario mi libertad la que necesita de la libertad de los otros para realizarse y explicarse- implica justamente la estrecha interrelación entre el individuo y el contexto social. Antes de adentrarnos en cuestiones teóricas,  algunas premisas e hipótesis políticas concretas. Dejemos rápidamente a un lado los ejemplos que se podrían extraer maliciosamente de las tragicómicas asambleas de consejo de vecinos, porque son expresión de situaciones y personajes fruto de la típica sicología social burguesa. Tengamos en, cuenta, por el contrario, el hecho que –como ha demostrado la experiencia del comunismo libertario en la España revolucionaria de 1936- la práctica de la revolución en su dinámica puede conducir a la superación de los egoísmos individualistas y de grupo en términos cuantitativamente elevados. Y consideramos sin embargo que –a la inversa- por un periodo de tiempo imprecisable y sucesivo a la revolución, algunos estratos de la población permanecen refractarios a hacer suya la realidad post-revolucionaria, dado que aún están insertados en una perspectiva individualista; o que respecto a determinadas elecciones entran a jugar intereses diversos y con frecuencia contrastantes. De lo cual muy bien podríamos ser portadores los revolucionarios, los anarquistas o las personas “neutrales”.
Se dice también, y en general se puede estar de acuerdo con ello, que en el orden de una sociedad libertaria se realiza un tránsito de la política a la administración. De hecho, en el curso de la experiencia de la España revolucionaria los propios participantes en las iniciativas de colectivización –en pequeño y en no tan pequeño- constituyeron en el cuadro de la democracia directa los necesarios aparatos de decisión, administración, contabilidad y estadísticas. En realidad, siempre prevalece la necesidad de que los interesados establezcan “cómo” debe ser desarrollada la actividad administrativa, porque si cada cual hace lo que quiere ya no hay ningún comunismo libertario, sino caos, y la administración fracasaría por completo, comenzando por el registro  de documentos y terminando por la gestión como tal. Lo cual se vería agravado por un factor que en la óptica libertaria es fundamental: la rotación de las responsabilidades establecida por las asambleas competentes. Por no hablar de las controversias entre individuos que pueden siempre surgir, incluso cuando el comunismo libertario reduzca los temas controversiales; o entre sociedad e individuos; o entre organismos de la misma realidad u otras realidades federadas. Y dejamos incluso a un lado las exigencias de defensa interna y externa, imposibles de eliminar. La cuestión, por lo tanto, no está en la ausencia de normas, es decir de un derecho, sino en la tipología y además en el enfoque de la valoración y satisfacción de las exigencias y pretensiones individuales y de grupo, en términos conciliadores, sancionadores y defensivos.
En los ponderosos volúmenes jurídicos al uso de las universidades, se habla con frecuencia de un aspecto del ordenamiento jurídico que siempre ha quedado a nivel de piadosa ilusión: la “certeza del derecho”, aun tratándose de esa exigencia que, muy probablemente en épocas remotas, condujo a la redacción de las normas sociales. Bien. Los sistemas jurídicos estatales ignoran, y voluntariamente, esta exigencia: las normas se sobreponen caóticamente en el tiempo, son frecuentemente oscuras y no fácilmente relacionables con las precedentes; la práctica de las abrogaciones no expresas sino implícitas, hace a veces muy difícil el determinar qué elemento de la normativa precedente ha quedado en vigor; la interpretación de las normas positivas no es un trabajo al alcance de todos, y con frecuencia conlleva a resultados no previsibles a la sola luz de la  “letra” de la norma. Todo esto crea una situación tal que cuando nace una controversia, ¡el problema para los interesados no está tanto en el tener razón cuanto en hallar un juez que la reconozca! La exigencia primaria regulativa de una sociedad libertaria está entonces:
      . en el garantizar la máxima democracia directa en lo concerniente a la producción  de las reglas sociales, y limitarla a las situaciones realmente necesarias para individuos y sociedad;
      .   en el darse normas fundamentales de claridad máxima, de modo que la certeza del derecho sea una realidad y no un deseo;
     .   en el evitar lo más posible que el sistema jurídico implique la necesidad de volver a confrontar una y otra vez el hecho concreto a la norma abstracta (siempre insuficiente, por fuerza de las cosas, en el abarcar la complejidad y el dinamismo de la vida social) ;
    . y, en consecuencia, en el practicar, a la luz de las normas fundamentales, la investigación del “derecho concreto” que el caso individual contiene en sí, teniendo presente el principio ciceroniano summum ius summa iniuria.
Dijo Kant que los juristas están aún en busca de la definición exacta de derecho. Puede parecer paradójico, pero es, en buena medida, cierto. Desde hace algunos siglos hasta hoy, lo más fácil es proporcionar una definición formalista: el derecho (o complejo de normas positivas) es aquello que el Estado produce y/o define como tal, siendo este el monopolista de la fuerza y el derecho. A ello se añade – inevitablemente- el complejo de interpretaciones efectuadas por los teóricos del derecho y de los jueces, en los límites en los cuales hayan sido comúnmente aceptadas por las cortes judiciales. Los contrastes son resueltos por la c. d. Suprema Corte. Hasta hoy, al precisar las fuentes específicas del derecho, se delinea un oligopolio productivo restringido que necesita de la fuerza para la “vigencia” de su producto. Todo esto hay que evitarlo como la peste. Los intentos de una definición sustancial del  derecho conducen a veces a ridículas tautologías, como esa según la cual un derecho positivo estaría dado por la experiencia jurídica de un pueblo en una fase histórica determinada. Lo cual es también justo en el sentido de que el derecho no se reduce solo a las normas positivas, sino que el contenido posible del término “jurídico” permanece irresoluto y suspendido. De todo lo hasta ahora dicho se puede deducir, por lo tanto, que si históricamente una sociedad basada en principios anarquistas puede subsistir (pero se la debe desear y crear sus premisas estructurales organizativas y económicas) – y la España libertaria ha demostrado ampliamente que no se trata de una utopía – una sociedad a-nómica es por el contrario imposible por  definición y concretamente. Se trata entonces de razonar acerca del “tipo” de normas coherentes con una sociedad libertaria nacida de la revolución social.
Hasta ahora se ha hablado de “sociedad” para indicar una asociación estable de masa en la cual se enfrentan (o deberían enfrentarse) las necesidades –fundamentales o no- del individuo/persona y del agregado asociativo en cuanto tal. No obstante, en la sociología política se ha introducido hace ya tiempo una distinción que tiene su razón de ser objetiva, dado que a nivel esencial pueden identificarse dos especies diferentes en el ámbito del género más amplio de la macro-asociación: la sociedad y la comunidad. La segunda es antigua, mientras que la primera es moderna. La esencia de la comunidad está en la profunda unidad de lo diferente que vive en su interior y la constituye; de que la participación en ella no es para el sujeto una alienación sino una realización. La sociedad, por el contrario, está constituida por
«un círculo de hombres que, como en la comunidad, viven y habitan (...) uno junto al otro, pero ya no están vinculados esencialmente, sino esencialmente separados, permaneciendo separados a pesar de todos los lazos, mientras que la [en la comunidad; N. d. R.] permanecen vinculados a pesar de todas las separaciones (…) cada uno está por su cuenta en un estado de tensión contra todos los demás (…) lo que uno posee y goza es poseído y gozado contra todos los demás; no existe en realidad ningún bien que sea tal para todos». (4)
Y en las sociedades capitalistas esta es la regla general. Los comunistas anárquicos, por su parte, aspiran a la creación de comunidades que tengan lazos federativos entre sí, dilatando al máximo el sentido de la pertenencia, de la participación y la hermandad. Es en esta perspectiva que se determinan y examinan los problemas que pudieran surgir. En el interior del movimiento libertario se presenta, con frecuencia, la superfluidad de las instituciones estatales en un orden societario libertario, con el hecho de que en esta nueva dimensión habría de operar una interiorización difusa de normas éticas cuya resultante supliría la acción del Estado. Ahora bien, admitiendo que la posibilidad de vivir en una sociedad sin Estado implicaría una revolución interior de cierta consistencia –la cual, si bien no ocurre del todo antes, puede ser inducida por la propia experiencia de la revolución- hay que considerar no obstante que la superfluidad del Estado depende del hecho mismo de la reapropiación de sus prerrogativas por parte del cuerpo societario en tanto que sujeto colectivo independiente y autónomo.

¿Derecho natural?

El discurso acerca de la interiorización de las normas éticas fundamentales puede conducir fácilmente –como sucede en efecto- a afirmar que el funcionamiento de la macro-comunidad libertaria se basa en el derecho natural. Tratemos de poner orden en la cuestión sin dejarnos arrastrar por fáciles entusiasmos. Acerca del derecho natural (5) se ha discutido mucho, de manera filosófica, desde la época de los antiguos romanos, y de modo más acentuado del Renacimiento en adelante, pasando, sobre todo, por Ugo Grozio (Huig Van Groot) y su De jure belli ac pacis (El derecho de la guerra y de la paz), de 1625. Hasta hoy, la doctrina del ius naturale constituye uno de los puntos cardinales de la ideología católica por el nexo entre derecho natural y orden teológico de la naturaleza.  Sobre este argumento se han escrito bibliotecas enteras y doctas, mas para los no especialistas en la materia (y, de todos modos, no solo para ellos) la impresión es de una serie de vagas disquisiciones (ideológicas en el sentido marxiano del término) con frecuencia carentes de sustentación. También porque (tal como reconocen los propios gestores/teóricos del derecho natural) no se trata de
« un código de leyes deducibles racionalmente, de reglas que puedan determinarse hasta los últimos detalles con precisión inmediata y con la única ayuda de la lógica (…) no puede hacerse una casuística del derecho natural». (6)
Recientemente un escritor libertario ha definido el derecho natural
«como un conjunto de principios generales que cualquier derecho positivo que pretenda servir a la idea de justicia (en vez de los intereses del grupo social dominante) debe respetar, adaptar a las circunstancias concretas del lugar y de la época y tratar de aplicar en la vida real ». (7)
El adjetivo "natural" remitiría por lo tanto a una naturaleza humana definida en los términos de la racionalidad y de la libertad, y no a una naturaleza externa y trascendente. Parecería que todo está claro, pero no lo está. Nos quedamos siempre en lo indefinido, no ya por lo que respecta a los principios generales: por ejemplo, unicuique suum es un principio general aceptable bajo todos los cielos y en cualquier contexto cultural. Que es lo que después ello puede significar concretamente…es algo no resuelto incluso en el interior de un contexto cultural dado, dependiendo de los varios subsistemas ideológicos que lo compongan. Toda la problemática acerca del derecho natural reporta – en definitiva- a una vaga dimensión ética (a una ética genérica del “buen sentido”, se podría decir), integrándose a ella. En la base de todo, siempre son recurrentes las cuestiones de la justicia y la libertad. Y está claro que sin una noción de justicia bien precisa nunca hubiera habido revoluciones sociales. Sin embargo, una de las más importantes conquistas de la cultura contemporánea – por lo menos desde el surgimiento de las ciencias humanas en la segunda mitad del XIX- consiste en la conciencia (que los intereses políticos y económicos tienden siempre a ofuscar) de la pluralidad de las culturas y de las dimensiones éticas incluso en el interior de una misma cultura.  Derrumbando con ello las “certidumbres” estáticas que se habían afirmado, con anterioridad, a partir del occidente europeo, y trayendo como resultado un “relativismo” cultural y ético en contraste con “verdades” que parecían consolidadas.  Del mismo modo, quien lucha contra el capitalismo contrapone al concepto de justicia de la burguesía explotadora el concepto de justicia de los explotados, que brota de la revelación de todas las mistificaciones burguesas y del descubrimiento de la estructura interna de las relaciones clasistas. Y, en cierto sentido, puede decirse que tanto la burguesía como los revolucionarios se mueven en coherencia con sus “puntos de vista”, es decir con las situaciones respectivas.
Seguir, por lo tanto, en la hipótesis de un pretendido derecho natural como eje del funcionamiento de la sociedad libertaria deja abierto del todo el problema de los contenidos que se dan a aquellos que son, en realidad, solo principios muy generales de la racionalidad humana, cuyas concretizaciones pueden variar según el contexto cultural y sus subsistemas. De modo que, en cuanto a la práctica, dicen bien poco pues tendríamos que ponernos de acuerdo cada vez con respecto a sus traducciones concretas. Para algunos, por ejemplo, pagarle bien a un trabajador asalariado y hacerlo trabajar, quizás, seis horas por día, será una cosa justa; pero para un comunista anárquico ello constituirá siempre una forma de explotación del hombre por el hombre, un modo de extraer plusvalía. Cambian los ángulos de visión y, por ende, también los valores.  Y se podría continuar. Hay que decir, por otra parte, que los eventos de la vida asociada requieren de concretizaciones, cada vez menos rarefactas, de esos principios muy generales con los cuales todos pueden estar de acuerdo, aunque después piensen de modo opuesto en cuanto a las cuestiones prácticas, que son aquellas que inciden en la vida de las personas.
Se pueden hacer reflexiones análogas sobre el concepto de “libertad” ¿Qué significa? Sobre este punto, también, tenemos a nuestra disposición una ilimitada biblioteca, igualmente inútil en el plano de la práctica. En términos generales, en la perspectiva comunista anárquica es válida – por lo que respecta a la libertad- la definición clásica de Bakunin, amante fanático de la libertad, pero
«no de aquella libertad individualista, egoísta, mezquina y ficticia ostentada por la escuela de Rousseau, como por todas las otra escuelas del liberalismo burgués (…) No, yo entiendo por la única libertad que sea verdaderamente digna de un hombre tal, la libertad que consiste en el pleno desarrollo de todas las potencialidades materiales, intelectuales y morales que se encuentran en el estado de facultades latentes en cada uno; la libertad que no reconoce otras restricciones más allá de aquellas que han sido trazadas por las leyes de nuestra propia naturaleza (…) Yo entiendo esta libertad de cada uno, que lejos de detenerse como ante un límite ante la libertad de los otros, encuentra allí su confirmación y su extensión al infinito(…) ». (8)
Una libertad, por lo tanto, que se define en su socialidad. En la óptica comunista anárquica existen tres categorías generales de “libertad”: la libertad “desde”, “para”, “con”. La libertad “para” es solo posible si existe la libertad “con”, porque su efectividad – dada la socialidad inherente al ser humano- depende del ser libres junto a otros seres humanos. Ser libres significa ser responsables de nosotros mismos con nosotros mismos y con los otros. Ninguno de nosotros es el centro del universo, que si fuera lo contrario podrían resultar justificadas las posiciones de extremo egoísmo. Nuestro ser centro personal no puede prescindir nunca de las relaciones con los otros centros personales, que en la concepción del comunismo anárquico terminan –por así decirlo- con ser concéntricos. La libertad, escribió Proudhon,
«no existe más que en la sociedad. La libertad es anárquica porque no admite el dominio de la voluntad, sino solo la autoridad de la ley, es decir de la necesidad (…) es esencialmente organizativa». (9)
En cuanto al derecho natural, para concluir el discurso, hay que decir sin embargo que este, con sus principios generales que el derecho positivo debería después traducir en práctica, termina por colocarse en un extraño empíreo situado entre la esfera ética y la jurídica propiamente dicha. Tal que aparece igualmente anómala atribuirle la calificación de “derecho”. Es propio de la norma ética el tener una esfera de operatividad que comprenda la intención interior además de la acción externa; con la consecuencia de que, estando la intención encerrada en el “fuero interno”, y por ende accesible solo al sujeto interesado, el respeto de la norma ética –con sus dos planos inseparables- no puede, en realidad, ser totalmente coercible. La coercibilidad concierne solo a la acción. La norma jurídica, por el contrario, es
«un imperativo que cae exclusivamente sobre una acción (ordenada o prohibida) en el mundo sensible, independientemente de la intención», (10)
y su observancia es, por ende, coercible. Se desprende de ello que, a nuestro parecer, el único derecho existente es el positivo,  mas no por esto aquello que se coloca fuera de su esfera está privado de valor: por ejemplo, las nociones singulares de justo e injusto conforman “exigencias pre-jurídicas”  cuya recepción en el derecho positivo es el concreto punto de llegada de una lucha…Por lo cual el problema se vuelve: ¿cuál derecho para una sociedad libertaria?

Las normas sociales imperativas

Desde el punto de vista del contenido las normas jurídicas pueden ser distinguidas, fundamentalmente, en imperativas o constrictivas, no constrictivas (y/o derogables, programáticas y directivas. El contenido, si embargo, no constituye un problema propiamente dicho, ni siquiera para las normas imperativas.  La cosa, dicho así brutalmente, podría escandalizar a algunos,  con motivo del hiato sustancial que se ha creado con nuestros “clásicos”. En el Programa de la Fraternidad Internacional Revolucionaria de 1865, Bakunin auguraba que, tras el derrocamiento del Estado, las comunas se organizarían revolucionariamente, se darían a si mismas representantes, una administración y tribunales revolucionarios, basados en el sufragio universal y en la responsabilidad real de todos los funcionarios con respecto al pueblo (11). Lo mismo se diga para las provincias y el país en su conjunto. Y respecto a lo imperativo de las normas sociales parecen coherentes y significativas estas palabras suyas contenidas en el c. d. Catecismo Revolucionario:
 «Sin embargo la sociedad no debe en absoluto permanecer desarmada contra los individuos   Parásitos, malhechores y nocivos. Debiendo ser el trabajo la base de todos los derechos políticos, la sociedad (…) podrá privar de ellos a los adultos que no siendo ni inválidos, ni enfermos, ni viejos, vivan a costa de la caridad pública o privada (…) siendo inalienable la libertad de cada individuo humano, la sociedad no tolerará jamás que un individuo cualquiera aliene jurídicamente su libertad (…) Todas las personas que hayan perdido sus derechos políticos serán privadas también  del derecho de criar y tener consigo a sus hijos. (…) Todo individuo condenado por las leyes de una sociedad cualquiera, municipio, provincia o nación, conservará el derecho de no someterse a la pena que se le haya aplicado, declarando que no quiere ser ya parte de esta sociedad. Mas en este caso, la sociedad tendrá a su vez el derecho de expulsarlo de su seno y de declararlo fuera de su garantía y protección. Habiendo así recaído bajo la ley natural de ojo por ojo y diente por diente, al menos en  el territorio ocupado por esta sociedad, el refractario podrá ser despojado, maltratado, e incluso asesinado sin que aquella se preocupe por ello».(12)
Se dirá que Bakunin no es un dogma, y estamos de acuerdo. Lo que nos interesa es que tales afirmaciones provienen de un anarquista indiscutible y prestigioso, con implicaciones de principio claras e importantes, aunque en ciertos aspectos algunas consecuencias aparezcan marcadamente anticuadas. Además de la admisión de las normas sociales imperativas, en  Bakunin halla espacio incluso el aspecto de las sanciones. La reconstrucción de ciertos pasajes de su torrencial razonamiento (es notorio que él no privilegió la sistemática) no siempre es fluida: no obstante, si por una parte sostiene la más amplia libertad asociativa para cualquier fin, incluso contrario a los intereses sociales; por otra parte afirmó claramente que   
«En caso de falta de cumplimiento de una obligación libremente contratada y  también en caso de ataque abierto y probado contra la propiedad, contra la persona y sobretodo contra la liberta  de un ciudadano (…) ¡ la sociedad infligirá al delincuente autóctono o extranjero las penas establecidas por sus leyes!». (13)
Y en James Guillaume el derecho social de coerción en defensa del grupo asociado y de sus principios fundadores, es afirmado con una claridad en las orientaciones, incluso estructurales, que puede asombrar (o escandalizar) a quien esté habituado solo a las fabulaciones actuales de ciertos libertarios:
«Es improbable que en una sociedad en la cual cada uno podrá vivir en plena libertad del fruto de su trabajo, y encuentre todas sus necesidades satisfechas en abundancia, puedan existir aún casos de hurto y bandidaje (…) No por ello será inútil tomar precauciones por la seguridad de las personas.  Este servicio que podría llamarse, si no tuviese un significado demasiado equívoco, la policía comunal, no estará en manos, como sucede actualmente, de un cuerpo especial: todos los habitantes estarán llamados a tomar parte y a velar, por turnos, en las secciones de policía que la comuna haya creado. (…) Evidentemente no se podrá, con el pretexto de respetar los derechos del individuo y de negar la  autoridad, dejar circular a un asesino o esperar por que algún amigo de la víctima aplique la ley del talión. Será necesario privarlo de su libertad y retenerlo en una casa especial, hasta que se pueda, sin peligro, restituirlo a la  sociedad».. (14)
El hecho es que los mayores pensadores y revolucionarios comunistas anárquicos, además de razonar acerca de las posibles líneas organizativas de base de una sociedad sin Estado (ya sea para aclararse las ideas, o para ser capaces de dar respuestas coherentes a las inevitables objeciones de los adversarios), lo han entendido como organismo externo y/o superpuesto a la sociedad, con todo lo que ha implicado e implica; proyectando, sin embargo, un orden comunitario en el cual – excluido el dominio – la autoridad emana de abajo hacia arriba, con una “globalidad” que abarca lo político y económico. Tanto es así que, en esta óptica, Noam Chomsky ha podido escribir que
«Los anarquistas a los que nos referimos [Bakunin y Kropotkin; N. d. R.] han creído siempre que el control de la vida productiva fuera “condición sine qua non para una verdadera y significativa práctica democrática” (15). Y control de la economía quiere decir ejercicio de autoridad y gestión por parte de los trabajadores organizados.
En términos estructurales, la organización de un agregado social anárquico ha sido representada sintéticamente – y en modo clásico- por Chomsky:
«una red de consejos de los trabajadores y, a nivel superior, la representación de otras fábricas y ramas de la industria y del comercio, y así sucesivamente, hasta las asambleas generales de los consejos de trabajadores a nivel regional, nacional e internacional. Desde otro punto de vista, y en otra vertiente, puede imaginarse un sistema de gobierno basado en asambleas locales, a su vez federadas regionalmente, las cuales se ocupen de los problemas regionales, por ejemplo los que conciernen la ocupación laboral y, por tanto, la industria, el comercio, etc., para luego pasar al nivel nacional, a la confederación de las naciones, etc.». (16)
Nada que ver, por lo tanto, con un mundo de mónadas autónomas que se comunican mal entre sí, sino más bien de moléculas que entran en sistemas diversos, unas con otras, para la gestión directa de los intereses comunes, y su defensa. Una realidad asociativa nacida de una auténtica revolución social se concretará como democracia directa radical y difusa, organizada desde la base y dotada de todos los instrumentos internos para su subsistencia.

La producción de las normas sociales

Aclarada toda una serie de pasajes, habrá que ver qué tipo de normas, y cuál modalidad de producción de ellas será compatible con una sociedad libertaria. El advenimiento del llamado Estado moderno ha conducido progresivamente a una centralización de la actividad de producción normativa que ya ha sido señalada. Actividad ya concentrada –a diversos niveles- en el Estado y en las entidades periféricas por él constituidas o reconocidas. Paralelamente, se ha reducido, hasta casi desaparecer, la esfera de producción normativa por parte del cuerpo social (la cual concierne directamente a los intereses concretos e inmediatos de las poblaciones): es decir, la esfera de lo que se llamaba “derecho consuetudinario”, el cual se realizaba a través de “formación espontánea”. En el actual Código Civil italiano, en el art. 8 de las disposiciones sobre la ley en general, el derecho consuetudinario viene llamado “usos” (término no casual pues ya el nombre implica una degradación) y su operatividad queda reducida al mínimo: “En las materias reguladas por las leyes y por las regulaciones los usos tienen eficacia solo en cuanto sean recabados por aquellas”. El discurso sobre el origen y la formación del derecho consuetudinario nos llevaría lejos del tema. Aquí lo que interesa recordar es que ha existido –y que en los derechos estaduales de hoy opera a niveles mínimos- una capacidad social de formación del derecho independiente de la intervención del Estado.
Es natural que en una sociedad libertaria esa capacidad de formación normativa reencontraría su más amplio espacio originario, junto a los acuerdos logrados entre individuos y/o grupos; con todos los eventuales correctivos postulados por el hecho de que los derechos consuetudinarios pre-estatales se remontaban en general a una época remota y no eran fácilmente modificables por iniciativas singulares que no fueran expresión de dominio. De modo que, en los límites de lo posible, debería tener un papel más indicativo e interpretativo, más que imperativo o constrictivo, de los comportamientos sociales difusos. Por lo que concierne al derecho positivo, no hay dudas de que los interesados reunidos en asambleas, o sus delegados provistos de mandato, serían la fuente productiva de este, en razón de los diversos ámbitos de competencia por materia y territorio.  Volviendo a lo que se ha dicho acerca de la “certeza” que puede concedérsele al derecho, y con motivo de la función esencialmente de guía que el derecho debería tener en una sociedad libertaria, hay que decir que las normas positivas deberían contener, sobre todo, principios reguladores claros y ciertos, de modo de poder asumir la doble tarea:
. de evitar l'ignorantia legis, a la cual nadie escapa, pero que notoriamente non excusat, con todas las implicaciones del caso;
. de lograr que no se reproduzcan las “trampas” jurídicas cuya apertura y cierre – con frecuencia casual- es monopolio de los “especialistas de la materia”.
En la formación de las normas entran a jugar, además de la auto-nomía del individuo/persona, la autonomía del cuerpo societario en cuanto tal; y es la resultante de las autonomías individuales y de grupo la que forma la autonomía societaria o, mejor aun, comunitaria. Allí donde no se alcance unanimidad en la formación de las normas que sancionen derechos y obligaciones, o en su modificación, es obvio que no se podrá ya hablar de carácter pactado en la base de las normas mismas. Esta unanimidad, en cualquier caso, será siempre el fruto de una autonomía colectiva que apunte a garantizar el desarrollo del sujeto, del cuerpo societario y de sus autonomías; y para aquellos sujetos que hayan estado en contra de las deliberaciones en cuestión, debería tener en esencia un valor “regulativo/indicativo”, proporcionándoles el sentido de cuál será la orientación de la mayoría la cual ellos, en su actuar, deberán tener en cuenta, de modo de poder comportarse en consecuencia, asumiendo las responsabilidades inherentes. El propio Stirner tuvo a bien escribir que   
«La condición originaria del hombre no es el aislamiento o la soledad, sino la vida social». (17)
Y que, en definitiva
«Hay una diferencia entre una sociedad que limita mi libertad, y una sociedad que limita mi individualidad. En el primer caso hay una unión, entendida como asociación. Mas, cuando mi individualidad está amenazada, es entonces que ella se encuentra frente a una sociedad que constituye un poder por sí y para sí, un poder por encima del Yo, que me es inaccesible (…) que no puedo ni controlar ni utilizar (…). Ninguna asociación podría fundarse ni existir sin alguna limitación de la libertad (…). Una limitación de la libertad es, en cualquier caso, inevitable». (18)
Una de las observaciones que se pueden hacer respecto a este problema concierne a las personas que, por varios motivos, no tengan deseos de participar – como podría ser su derecho e interés- en las deliberaciones colectivas. También esto vale como ejercicio de libertad que un agregado social no puede menos que respetar. De ello se desprende, como de costumbre, una responsabilidad. El haber preferido no expresar siquiera las propias razones, eventualmente renunciando a influir en el resultado de las deliberaciones, equivaldrá al silencio/asentimiento preventivo y, frente a una ya formada y deliberada acción asamblearia, los motivos para la lamentación serán, como es razonable, muy reducidos. Los presupuestos técnico/estructurales de un proceso normativo efectuado desde la base, son en esencia dos; uno antiguo y uno moderno. El primero consiste en la proliferación en la base de centros colectivos de decisión, confederados a niveles crecientes. El segundo, en la tecnología electrónica moderna que permite interrelaciones pluricéntricas  en tiempo real. Inútil es decir que en la base debe existir la más amplia posibilidad de acceso a las informaciones. Lo que sí vale la pena subrayar es que hoy, no deberían existir obstáculos técnicos para un ejercicio rápido de la democracia directa.
Además del proceso formativo, lo extremadamente importante es que la normativa producida:
  • sea exigua y no voluminosa;
  • que deje amplio espacio a la autonomía privada, interviniendo solo en los aspectos de interés absolutamente colectivo;
  • presente lo menos posible un carácter de ordenanza, dando preferencia a los modelos de comportamiento considerados más funcionales para la propia colectividad, sin, empero, tender a transformarlos en exclusivos para así permitir a los individuos realizar los propios intereses conjuntamente al interés general, desplegándose la libertad individual dentro de los límites y prohibiciones que la  colectividad, solo por sus exigencias vitales, haya considerado necesarios.
Las normas del tránsito siempre requerirán de normativas al detalle, no así las otras. Toda la normativa producida por una colectividad libertaria, en síntesis, no podrá sino inspirarse, para ser coherente con sus propias raíces, en lo que, por ejemplo, escribiera Rudolf Rocker:
«La libertad (...) es (...) la posibilidad concreta para todos los seres humanos de desarrollar plenamente en la vida las facultades, las capacidades, los talentos que la naturaleza les ha dado y ponerlos al servicio de la sociedad». (19)
Hay un aspecto que, de todos modos, hay que subrayar: en una colectividad libertaria la situación es muy distinta de la de una sociedad estatal, donde la ley es una creación monstruosa (sobre todo la legislación administrativa) que apunta a regular al detalle una serie infinita de actividades y aspectos de la vida privada y social. En la colectividad libertaria las características esenciales –y por ende las exigencias- actúan de modo que la producción de normas puede ocurrir solo allí donde sea realmente necesario o indispensable, dejando libre campo a las autonomías privadas y/o colectivas; y que – en general- la susodicha producción puede concentrarse fundamentalmente en la determinación de landmarks (positivos y negativos), piedras miliarias o puntos de orientación básica. Y dado que los mundos no se construyen en un solo día, es el caso de recordar que a la par de la consolidación eventual de la colectividad libertaria federada –y en los límites en los cuales esta no corra el riesgo de verse comprometida en cuanto tal- habrá lugar para ampliaciones de la esfera operativa individual y social para aquellos que, de ningún modo, quieran adherirse a los principios y formas de desenvolvimiento de esta colectividad. Tal vez, incluso, hasta el punto de incluir en la esfera de la libre experimentación social, en ciertos casos, los acuerdos en los cuales una persona se ve empeñada con respecto a otra, no en un plano de igualdad o reciprocidad. Teniendo, no obstante, presentes dos indicaciones del viejo Bakunin. La primera, que es cierta
«la imposibilidad de éxito de una revolución nacional aislada»; (20)
y la segunda, que
«La sociedad no podrá impedir que un hombre o una mujer, se pongan, bajo contrato respecto a otro individuo, en relación de servidumbre voluntaria, pero aquella los considerará como individuos que viven de la caridad privada, y en consecuencia serán privados del goce de los derechos políticos, por toda la duración de esta servidumbre». (21)
Un ámbito así conformado no podrá menos que quedar restringido al máximo, considerando que la servidumbre derivada del trabajo asalariado es – junto a la propiedad privada de los medios de producción- uno de los componentes básicos del sistema capitalista que los comunistas anárquicos trabajan para destruir y que es incompatible con el principio fundamental del trabajo libremente realizado bajo control de los propios productores.

Notas:

(1). L. FABBRI, Influenze borghesi sull'anarchismo, Milano 1998, pp. 35 e 46.
(2). Sobre el argumento, R. GIULIANELLI, L'Anarchia nelle enciclopedie e nei dizionari italiani. Note sulla storia di un lemma, en «Rivista Storica dell'Anarchismo», n. 1, 200, pp. 95-107.
(3). J. GÓMEZ CASAS, Storia dell'anarcosindacalismo spagnolo, Milano 1975, p. 77.
(4). F. TÖNNIES, Comunità e Società, Milano 1979, pp. 83-84.
(5). G. FASSÒ, La legge della ragione, Bologna 1964.
(6). F. De ESCALANTE, El derecho natural entre la "exigencia" ética y el "razonamiento" político, en «El Derecho Natural Hispánico», Madrid 1973, pp. 96-97.
(7). A. PERRINJAQUET, Anarchici senza legge? Chi l'ha detto?, en «Libertaria», n. 2, 2001, p. 78.
(8). Citado en D. GUÉRIN, Né Dio né padrone, Cremona 2001, pp. 133-34.
(9). J. PROUDHON, La proprietà è un furto, reportado en D. GUÉRIN, op. cit., p. 57.
(10). A. PERRINJAQUET, op. cit., p. 77.
(11). Reportado en D. GUÉRIN, op. cit., p. 149.
(12). Ibidem, p. 153.
(13). Ibidem.
(14). J. GUILLAUME, Idee sull'organizzazione sociale, 1876, reportado en D. GUÉRIN, op. cit., p. 242.
(15). N. CHOMSKY, Anarchia e Libertà - Scritti e interviste, Roma 2003, p. 53.
(16). Ibidem, p. 60.
(17). M. STIRNER, L'unico e la sua proprietà, reportado en D. GUÉRIN, op. cit., p. 34.
(18). Ibídem, p. 35.
(19). R. ROCKER, Anarcho-syndicalism, London 1938, p. 31.
(20). Reportado en D. GUÉRIN, op. cit., p. 147.
(21). Ibídem, p. 153.

Traducción: Omar Pérez

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