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venerdì 11 gennaio 2013

EL NARCOTRÁFICO: UN ARMA DEL IMPERIO, 3, Mesa redonda sobre el narcotráfico, por Marcelo Colussi


NARCOTRÁFICO: UN ARMA DEL IMPERIO, 1, por Marcelo Colussi
EL NARCOTRÁFICO COMO ESTRATEGIA POLÍTICA, 2, por Marcelo Colussi

Mesa redonda sobre el narcotráfico

Para ahondar en el análisis de esta problemática presentamos a continuación una serie de preguntas y respuestas producto de una mesa redonda entre distintos investigadores y conocedores del tema, y que nos permitimos sintetizar en forma de coloquio. Se tratan ahí las cuestiones básicas del por qué del narcotráfico contextualizadas en relación al caso colombiano.

Pregunta: Considerando el caso colombiano, ¿por qué un campesino llega a convertirse en productor de un cultivo prohibido por la ley?

Respuesta: Es un tema que tiene varias aristas. ¿Por qué un campesino llega a sustituir los cultivos tradicionales por la coca? ¿Por qué deja atrás el cultivo de maíz, de yuca, de papa, de plátano? Eso tiene que ver con el modelo de país en juego. En Colombia históricamente el campesinado ha estado relegado, en todo sentido. Su economía de autosubsistencia lo colocó en una situación de desventaja; lo que producía iba destinado mayoritariamente para su propio consumo, quedándole una pequeña cuota destinada a la comercialización. Pero siempre las condiciones con que comercializaba le fueron desventajosas. Eso es algo que se da en todo el campo latinoamericano, en Colombia y en cualquier país de la región. Los campesinos trabajan sólo para cubrir sus gastos, casi sin ninguna ganancia económica.
A su situación de precariedad histórica debe agregarse la inseguridad con que han vivido estas últimas décadas, dado que toda la región sur del país (los departamentos de Caquetá, Putumayo, etc.) ha sido zona de guerra y el ejército continuamente ha estado interviniendo en esa región. Como esa es el área clásica de la insurgencia, el movimiento campesino también fue reprimido en la estrategia contrainsurgente. Esa persecución política hizo que muchos campesinos prefirieran dejar sus tierras y marcharan a la ciudad. Los que se quedaron, ante la nueva oferta de producción de mata de coca que fue apareciendo hacia los años 70/80, fueron optando por este nuevo cultivo. Eso les traía una serie de beneficios: tenían ya asegurada la colocación de toda la producción, les pagaban un mejor precio que los cultivos tradicionales, pagaban en efectivo, incluso le retiraban el producto en su mismo lugar, dado que la cuestión del traslado fue un problema crónico para los pequeños productores agropecuarios que viviendo en zonas recónditas no tenían vías de desplazamiento para sacar su producción. Por el contrario, las mafias que llegaron a proponerles estos nuevos cultivos, llegaban hasta el sitio donde cada campesino sacaba su cosecha, y eso les facilitaba grandemente la situación. Incluso, como otro beneficio, la producción de la mata de coca es relativamente corta y fácil, dado que es una planta muy resistente, distinto a otros cultivos tradicionales que requieren mayor atención. Pueden tener hasta dos cosechas anuales. O sea que todo eso representaba una gran ganancia: mejor pago y menos trabajo. Obviamente esas condiciones hicieron que muchos campesinos se pasaran a ese cultivo sin pensarlo dos veces. Ante la necesidad crónica en que vivieron siempre, la posibilidad de encontrar un principio de salida a su precariedad los llevó a este cambio en los cultivos, por pura sobrevivencia. Eso fue lo que detuvo el éxodo hacia las ciudades, que no es otra cosa que llegar a engrosar los cinturones de miseria urbana. Podríamos decir que la amplia mayoría del campesinado aceptó este cambio. Aquí no había espacio para consideraciones de índole moral, era una pura cuestión de sobrevivencia. En las montañas no está presente el tema del narcotráfico o del consumo de droga como un problema. Eso ahí no es evidente, para nada.

Visto en términos globales, esta sustitución de cultivos que se dio en Colombia debe entenderse como parte de estrategias generales de los poderes imperiales donde se decide qué produce cada país, no en función de sus propios intereses sino atendiendo a las conveniencias de Washington y su estrategia de dominación hemisférica. Por ejemplo en México se sustituyó el maíz, cultivo tradicional, ancestral, la cultura de los “hombres de maíz”, y recientemente, a partir de las políticas neoliberales que fijan esa repartición internacional del trabajo por medio del NAFTA, el Tratado de Libre Comercio para América del Norte, la nación azteca se encontró con la paradójica situación en que debe importar el maíz producido por granjeros de Estados Unidos, subsidiados por su propio Estado.

Las políticas neoliberales se mueven con los mismos criterios para todas las mercaderías: las colonias producen para los centros imperiales los productos terminados, a bajo costo, y es el imperio el que se encarga de la comercialización. En el medio de todo eso se insertan los distintos personajes del narcotráfico, los “malos de la película” según el discurso mediático que nos han metido últimamente, haciéndolos aparecer a ellos, a esas redes mafiosas de distribución de la droga, como los verdaderos responsables de la circulación de esa nueva mercadería. Pero si lo vemos desde la luz de las políticas en juego, no son las mafias las que mueven el negocio en última instancia, sino que hay poderes más arriba aún que son las que fijan esas estrategias globales.

Como ha pasado con cualquier modelo de agroexportación, el país que es condenado a esa práctica se ve arrastrado, contra su voluntad por supuesto, a una situación de dependencia externa, y por tanto, de vulnerabilidad. Y en el caso de la droga colombiana, con el agravante que ese producto específico, que va de la mano de toda una cultura del dinero fácil vinculado a la criminalidad, se liga con un desgarramiento profundo de todo su tejido social. De esa manera el país en su conjunto va entrando en un proceso de descomposición, de guerra. Pero debe quedar claro que es una guerra fabricada, impuesta. Y ahí es donde se ve cuál es la verdadera estrategia que está en juego detrás de todo esto: se penalizan criminalmente cultivos supuestamente ilegales, lo cual lleva a niveles de violencia atroces con esta guerra prefabricada.

Pregunta: ¿Cómo, cuándo y por qué un cultivo –la coca en este caso– pasa a ser ilegal? ¿A quién conviene decretar esa ilegalidad?

Respuesta: La mata de coca es un cultivo ancestral de las culturas aymará y quechua en los territorios de lo que hoy son Bolivia y Perú. Esa planta hace parte de su alimentación básica desde tiempos inmemoriales, hace alrededor de 5.000 años. De hecho tiene una amplia variedad de usos: además de la alimentación, usada como harina, se emplea también en medicina, se hacen infusiones, sirve como abono para plantas, como alimento para el ganado. Su cultivo no es ningún crimen, es parte de una cultura milenaria. Sólo un 10% de lo producido en Bolivia, por ejemplo, se destina a la elaboración de cocaína. Vemos hoy de una manera evidente que para estas poblaciones es algo normal su cultivo cuando los pueblos de Latinoamérica eligen líderes populares que reivindican esas raíces, ese pasado reprimido por el discurso opresor llegado de Europa que mantuvo silenciadas estas civilizaciones por siglos. Lo vemos, por ejemplo, con la elección de Evo Morales en Bolivia, quien levanta y reivindica, entre otras cosas, esa cultura ancestral, y por tanto, la producción de la mata de coca, siendo él mismo un productor cocalero. Pero curiosamente el principal productor de coca en el mundo en estos momentos es Colombia, lugar donde no era práctica común su cultivo. Es decir que ahí se introdujo siguiendo un plan previamente trazado. Por eso vale una vez más la pregunta: ¿quién se beneficia con esto?

Se ha popularizado la visión que quienes trafican con este producto, los narcotraficantes, pueden solucionar los problemas económicos de la noche a la mañana como por arte de magia. Por eso en Colombia se suele llamar a los mafiosos “los mágicos”. Es que, dadas las dinámicas sociales que ha estado viviendo el país estas últimas décadas, cualquiera que se acercara a las mafias del narcotráfico, “mágicamente” podía cambiar su modo de vida y pasar a ser, por ejemplo de un desempleado, de pronto alguien que maneja enormes cantidades de dinero, opulento, lujoso. Realmente parece “arte de magia”. Hay numerosos ejemplos de esto, como el caso del padre del actual presidente Álvaro Uribe Vélez. Gente que se acostaba hoy como propietario de cinco fincas y mañana se levantaba con el doble, mágicamente. Eso fue generando una cultura de admiración, y luego de adoración de estas peculiares “magias”. Para la gran mayoría de la población, siempre en precarias condiciones de sobrevivencia, el traficar con estos nuevos productos abría la posibilidad de una solución definitiva a sus crónicas penurias. Así se fue tejiendo una nueva moral de dinero fácil y de enriquecimiento casi instantáneo. Y una vez instalada esa cosmovisión, esa ética tan peculiar, fue ya muy difícil desarmarla. Por el contrario, se expandió siempre más y más.

Esa misma visión de las cosas creó una cultura de la opulencia desvergonzada, de “nuevo rico”, para hacer ver de manera ostentosa cómo la “magia” del nuevo negocio podía cambiar la vida en forma acelerada. Y ello fue creando mitos: el mito del narcotraficante, del mafioso que se enriquece y pasa a ser el nuevo centro de esta economía en ascenso. Pero no hay que dejar de ver que esa opulencia repentina está asentada en pies de barro. En definitiva: estos nuevos ricos que va creando el negocio del tráfico de cocaína es una historia de vidas breves, de fortunas efímeras. Dado que lo que se comercia es una sustancia ilegal, las fortunas que se tejen y toda la actividad económica en torno a ella están estructuralmente marcadas por la brevedad, por la inmediatez. Se hacen fortunas a velocidad de la luz, pero a un alto costo: la muerte o la cárcel están siempre a la vuelta de la esquina. No es una economía sustentable, no hay allí, con todo ese negocio que se puso en marcha en estos últimos años, una verdadera posibilidad de desarrollo. Todo lo cual ratifica que hay intereses muy poderosos que buscan mantener ese estado de cosas porque, en definitiva, se benefician de esta “ilegalidad”.

No se puede construir un país en base a esa economía ficticia; pero esa economía sí puede mantener al país en funcionamiento, y con mucha población fascinada por ese camino rápido hacia la solución de sus problemas básicos. Sin dudas una narcoeconomía no soluciona nada a largo plazo; al contrario: genera un país en crisis continua, con una violencia total, con una juventud que ansía esas supuestas soluciones mágicas, aún sabiendo que sus historias de vida al entrar a los circuitos del narcotráfico son cortas, muy cortas. Pero sin dudas, ante la presión de la sobrevivencia y la falta de otras oportunidades, esa fascinación por la “magia” del dinero fácil e inmediato terminó imponiéndose. O, al menos, esos poderes que son los que se benefician con ese estado de cosas, terminaron imponiendo ese modo de vida.

Aparentemente todos los que están en la cadena de la comercialización de las sustancias prohibidas parecen beneficiarse: el narcotraficante, el campesino que produce la mata, el pequeño distribuidor que está parado en una esquina, el matón que hace trabajos sucios para toda la cadena, etc. Pero visto en su conjunto, como sociedad, eso no lleva a ningún lado sino a la guerra civil, tal como sucede hoy día. El campesino, sin saberlo, termina siendo parte y alimentando la ilegalidad, y también él pasa a ser parte de esa cultura delincuencial. Sin saberlo, o sin quererlo, pasa a pertenecer a una práctica ilegal y es pasible también de ser extraditado a Estados Unidos, o detenido y procesado en suelo colombiano. Por ese supuesto dinero fácil y rápido que genera el negocio de la cocaína, toda la sociedad queda en perpetua zozobra.

Pero en definitiva el resultado final de ese supuesto florecimiento económico es lo que los poderes fácticos quieren: se da la oportunidad de intervenir militarmente el país porque es “peligroso”. Y Colombia, hay que decirlo claramente, es un país intervenido por fuerzas armadas extranjeras. El país ha perdido toda su soberanía. Tiene personal militar extranjero dentro de su territorio tomando decisiones que deberían tomar colombianos; tiene bases militares extranjeras con gran capacidad de operación, tres para ser precisos, y posiblemente una cuarta, al cerrarse la de Manta en Ecuador. Es decir: hoy por hoy Colombia ha cedido vergonzosamente su soberanía como país.

Por suerte algunos países limítrofes, como el caso de Venezuela y Ecuador, han tenido una posición muy digna en la defensa de su soberanía y han rechazado este papel de gendarme regional que la estrategia de Washington le quiere hacer jugar al Estado colombiano. El gobierno ecuatoriano, por ejemplo, ha rechazado las fumigaciones con glifosato en su frontera común. Esa es una importante medida para detener la avanzada del imperialismo. El glifosato está debidamente probado que es una sustancia muy nociva tanto para el medio ambiente como para el ser humano.

Los campesinos que entran en las redes de la producción de coca supuestamente tienen, según la propaganda mediática más que nada concebida hacia fuera de Colombia, la posibilidad de optar por otros cultivos sustitutivos que apoya el gobierno colombiano con asistencia de Estados Unidos, en especial a través de la USAID, su Agencia para el Desarrollo Internacional (la cara “buena” de la CIA, digámoslo así). Pero todas esas maniobras no son sino payasadas, así de sencillo. En realidad el primer interesado en no acabar con el actual estado de cosas, más allá de las pomposas declaraciones oficiales, es el mismo Estado. Sin lugar a dudas, y lamentablemente, hoy el Estado colombiano está secuestrado por estas políticas estadounidenses de promoción del narcotráfico. Hoy en Colombia no mandan los funcionarios colombianos: mandan estas políticas que perversamente fija la Casa Blanca como parte de una estrategia de dominación hemisférica. O más aún: global, como también con una situación más o menos parecida que ha generado en el Asia con la producción de amapola afgana y su transformación en heroína, que maneja a su gusto con la misma lógica que aquí, en suelo americano, hace con la coca y la cocaína.

Pregunta: ¿Puede entenderse, entonces, que en el asunto de la droga hay más que un buen negocio de alguna mafia? ¿Se trataría de un mecanismo político implementado por los grandes poderes?

Respuesta: Exactamente. La estructura del Estado colombiano está totalmente permeada por fuerzas que se manejan con esta estrategia del narcotráfico. Y es importante puntualizar lo siguiente: no es que el aparato de gobierno esté infiltrado por estas mafias malévolas. Es más complicado aún: el Estado mismo avala esa política de fomento del cultivo ilegal, aunque oficialmente la persigue e invita a los campesinos a hacer la sustitución de ese cultivo ilegal de la coca por otros que promueve como supuesta alternativa. Los escándalos que salen a luz permanentemente hablan claramente de esa política que define al Estado. No son cosas excepcionales, mafias que se filtraron, algún personaje maligno que aprovecha el aparato de gobierno para hacer su negocio. Por el contrario: es una política calculada. Y en verdad, quien dirige la batuta final es Washington. 

Algo interesante: en alguno de los documentos desclasificados del Departamento de Estado de Estados Unidos el actual presidente de Colombia Álvaro Uribe Vélez aparece en el puesto número 82 de la lista de narcotraficantes identificados. Como lo señalara un documento de la Defense Intelligence Agency de los Estados Unidos, elaborado en 1991 y conocido más tarde: “Álvaro Uribe Vélez es un político colombiano y senador que trabaja con el cartel de Medellín a altos niveles del gobierno. Uribe ha estado ligado a actividades de narcóticos en Estados Unidos. Su padre murió en Colombia por sus conexiones con los narcotraficantes. Uribe trabajó para el cartel de Medellín”. Esto quiere decir que la actividad política en su conjunto dentro del Estado colombiano está regida por esta estrategia, desde el presidente hacia abajo. No es algo casual, ocasional: hay una política que alguien trazó y se encarga de mantener vigente. Álvaro Uribe, sin ambages, está reconocido como un integrante del cartel de Pablo Escobar, y nadie lo persigue legalmente. Al contrario: llegó a la primera magistratura del país. Durante su gestión como gobernador de Antioquia asignó una enorme cantidad de autorizaciones para construir pistas de aterrizaje al cartel de Medellín, para quien trabajaba. En ese período, corto por cierto, se construyeron más pistas que en los anteriores 30 años.

Al desarrollar esta política de utilización de las drogas como herramienta que le permite controlar, la Casa Blanca se asegura tener como aliados –aliados forzados, en algún sentido, chantajeados– a todos los actores políticos que están involucrados con el narcotráfico, pues al ser éste ilegal, aunque Washington lo sabe y lo promueve, puede mantener esa carta siempre escondida con la que presionar a los funcionarios. Sin dudas desde mucho antes que Uribe fuera candidato presidencial, el gobierno de Estados Unidos sabía de su participación en el narcotráfico, pero no hay dudas que le conviene tener a alguien como él en la presidencia del país. En realidad la Casa Blanca declara estar alarmada con este flagelo, pero en verdad no hay tal. Usa todo este circuito para sus planes imperiales.

En Colombia hay crisis, una profunda y ya crónica crisis que no parece poder superarse en el corto plazo tal como están las cosas, pero en modo alguno eso le preocupa a la política de dominación del imperio. Por el contrario, eso es lo que busca. Aprovecha ese estado de cosas para llevar adelante su política. Es una crisis provocada y de la que se favorece. En esa estrategia el imperio toma y da, ajusta un poco las cosas y luego da algo de soga. Ahora, por ejemplo, quizá intente lavar un poco la cara la democracia formal, que está muy deteriorada por los recientes escándalos que salieron a la luz pública durante el año 2007. Pero esas denuncias no dicen nada nuevo que no se supiera ya: no es ninguna novedad que en el país se vive una narcopolítica fríamente calculada, buscada, provocada. Tal vez en este momento se hizo demasiado evidente la relación del Estado con las estrategias contrainsurgentes de los paramilitares, por eso Washington amaga con tomar alguna distancia del ejecutivo colombiano. Pero no son más que reacomodos coyunturales. La política de fondo no varía.

El imperio necesita esa base militar que es Colombia, no sólo para un eventual ataque a la vecina Revolución Bolivariana en Venezuela sino como un centro de operaciones, monitoreo y seguimiento para toda América Latina. Cuando el gobierno colombiano habla de promover la sustitución de cultivos para los campesinos del sur del país, que es el lugar donde fundamentalmente se cultiva la coca, las ofertas que hace, siempre ayudado por el gobierno de Estados Unidos, son ridículas. Son apenas unas migajas que no sirven en nada para cambiar la situación. Es que, en realidad, no hay la más mínima intención de atacar el problema. Al contrario, se busca que el mismo se perpetúe. En esa zona del país, que es la más atrasada, la más postergada históricamente, se juega con la ignorancia de la población.

El narcotráfico va de la mano de las políticas neoliberales. Hay que dejar bien en claro que no es un problema que generó la población colombiana sino que obedece a una política diseñada en los laboratorios sociales del Pentágono. Es un arma de dominación político-militar, y por otro lado es un gran negocio. Se calcula que entre un tercio y la mitad de todo el dinero que mueve la industria de las drogas ilegales en el mundo es lavado en la banca estadounidense. Hoy día se estima esa cifra de dinero blanqueado es aproximadamente entre 300 y 400.000 millones de dólares. De todo eso, a los latinoamericanos nos queda la crisis, la guerra civil, los muertos, sociedades desgarradas, y sólo algunos dólares que mueven las mafias locales. Pero debe quedar claros que si bien esos poderes locales, presentados como los dueños del negocio por una interesada prensa internacional que, en realidad, es la prensa del imperialismo, mueven una considerable masa de dinero (muchísimo, para la lógica de sociedades empobrecidas donde el estilo fastuoso de los nuevos ricos tiene el valor de riqueza fastuosa), su poder real es limitado, dado que responden –por cierto sin saberlo– a una arquitectura geoestratégica que no trazan ellos sino otros centros de decisión internacional en el que ellos encajan.

El campesino productor, allá en sus montañas, en los lugares más inhóspitos, más olvidados, es finalmente quien menos se favorece con este negocio. Como son cultivos ilegales está siempre ante la posibilidad de poder ser tratado como delincuente, caen siempre bajo este supuesto combate al narcotráfico. Por supuesto que no se lo combate en verdad, pero al montarse todo el discurso mediático que presenta esta guerra sin cuartel contra la droga, como siempre el hilo termina cortándose por lo más fino, siendo el productor campesino el que recibe la mayor carga represiva, pues se le ataca en el único bien que posee, que es su parcela de tierra. Allí fumigan, y las consecuencias de esas fumigaciones –que son siempre altamente perniciosas– quedan para el campesino, su familia y su tierra. Las enfermedades que provocan esas aspersiones en su cuerpo, o el daño que se ocasiona en su tierra, no tienen precio. El que sale especialmente perjudicado, entonces, es el pequeño productor, que más allá de obtener algún dinero en forma rápida dedicándose al cultivo de la coca, a largo plazo termina siendo perjudicado por esta política de fomento del consumo de drogas, tanto en su salud como en su entorno ecológico.

Pregunta: Entonces, ¿efectivamente no existe ninguna voluntad de terminar con el narcotráfico, al cual se lo presenta como un terrible flagelo?

Respuesta: En realidad el supuesto combate al narcotráfico es el montaje de una sangrienta obra de teatro. El imperio mantiene su hegemonía a través de distintos tipos de intervenciones, que van de la mano, y que tienen que ver con estos tres aspectos: económico, político y militar. Con esas tres aristas, privilegiando una u otra según las coyunturas o los intereses particulares en juego, perpetúan su dominación. En esa lógica hay que ver el nacimiento y desarrollo del narcotráfico, y luego su supuesto combate.

Colombia no era un productor histórico de hoja de coca; este cultivo no hacía parte de su tradicional cultural como sí estaba presente en Bolivia y en Perú. La mata de coca fue introducida en Colombia hacia fines de los 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado. Y el auge del narcotráfico como gran problema, como nuevo monstruo mediático satanizado justamente comienza para esa época, cuando comienzan a ponerse en marcha las políticas neoliberales con las que las instituciones del Consenso de Washington (Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional) sojuzgaron a Latinoamérica en forma descarada desde esa época, mientras en lo político y militar se mantenían sangrientas dictaduras a lo largo y ancho del continente. Inicialmente Colombia era el laboratorio para producir la pasta básica para la posterior producción de cocaína con hoja de coca boliviana. Posteriormente pasa a ser productor de la hoja misma. Hubo ahí un movimiento en función de una mayor rentabilidad para los carteles colombianos, y son ellos los que para la década del 80 comienzan a manejar fuertemente el negocio. Casualmente en Colombia opera ya por ese entonces un movimiento insurgente con largos años de lucha y con considerable apoyo en el movimiento campesino. Es curioso, entonces, que justamente ahí, en la zona de mayor presencia del movimiento armado, comience a surgir la producción de coca en forma acelerada y masiva.

La hipótesis que liga el surgimiento del nuevo demonio del narcotráfico como peligro a atacar para justificar el avance contra el movimiento guerrillero colombiano cobra entonces mayor lógica.

Pregunta: ¿Es todo el montaje del combate contra el narcotráfico en la región latinoamericana una estrategia para justificar el ataque al movimiento insurgente colombiano?

Respuesta: En parte sí. Aunque la estrategia de dominación imperial va más lejos aún: se trata no sólo de golpear la posible insurrección colombiana sino preparar condiciones para poder intervenir militarmente en cualquier punto de América Latina. Sin lugar a dudas el satanizado comercio de drogas ilícitas brinda la excusa perfecta para mantener bajo control militar toda la región. Y a través del control militar viene luego el control de los recursos, del petróleo, del agua dulce, de la biodiversidad de las selvas tropicales.
En el Plan Patriota que se implementó recientemente en Colombia el objetivo central, claramente dicho, era descabezar el Secretariado de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia –FARC–, así de simple. De todos modos los actuales planes implementados por Washington en el interior del país, tanto el Plan Colombia como el Plan Patriota, fueron fracasos desde el punto de vista político y militar. Pero lo más paradójico es que también son un fracaso en términos de combate contra el narcotráfico. Desde el momento en que se inició el Plan Colombia a la fecha el área de cultivos de coca se duplicó. Es obvio, por tanto, que no hay el más mínimo interés por terminar con ese cultivo.

En la década del 80 pudimos ver cómo con dinero producto del narcotráfico, y en forma ilegal, se financiaba a la Contra nicaragüense. Es decir que instancias del gobierno de Estados Unidos usan descaradamente el tema de las drogas ilegales para desarrollar sus políticas imperiales. De lo que se trata en Colombia es de mantener aislado, y si se pudiera, de aniquilar, al movimiento armado y a todos los movimientos populares organizados que luchan por un cambio social. Todo aquel que proteste, que alce la voz, que tienda a la organización popular, sean campesinos, movimientos indígenas, cualquier tipo de organización comunitaria, es barrida en medio de esta guerra civil no declarada que se puede justificar perfectamente con la guerra sin cuartel contra las mafias del narcotráfico. Pero es claro que si en años de intervención militar las áreas sembradas con coca no se redujeron sino que, por el contrario, crecieron, no hay tal combate contra la droga. Es un combate frontal contra el campo popular organizado. Es un ataque a la soberanía, es una forma de preparar condiciones para lo que nos rapiñarán en el futuro. Es como denunciar que en la triple frontera entre Brasil, Argentina y Paraguay hay “terroristas islámicos”. Eso no es sino una forma hipócrita de poder penetrar en la zona para quedarse con el Acuífero Guaraní, la reserva de agua dulce subterránea más grande del planeta. Así funciona el engaño del tráfico de drogas: donde hay recursos vitales para el imperio, casualmente ahí aparecen las plantaciones de matas “ilegales”.

Se sabe que el tema de la droga implica un costo para la misma juventud estadounidense; pero ello también es producto de un frío cálculo. Con la droga se saca de circulación la protesta social, se estupidiza, se despolitiza. Más aún si los sectores que consumen son potencialmente peligrosos para el sistema, como por ejemplo la población negra. En ese sentido puede decirse que el capitalismo desarrollado, y más aún su fase superior, el imperialismo, se dedica sólo a chupar la sangre de la gente como buen vampiro. Todo el diseño del sistema tiene mucho de maquiavélico. Evidentemente para la lógica de mantenimiento del sistema no interesa que un determinado porcentaje de su población esté atrapado en las garras de la tóxico-dependencia. Eso, por último, es funcional. Hoy día existen alrededor de 25 millones de consumidores de drogas fuertes en el mundo, y el sistema los necesita. Eso es negocio, porque cada uno de esos consumidores paga la droga que consume, y eso es lo que en definitiva quiere el sistema entendido en su dinámica comercial: compradores, consumidores, gente que gaste dinero. Que el sistema esté enfermo, que moralmente sea insostenible, que esté en ruinas, eso no le importa a quienes detentan el poder. El sistema capitalista en su conjunto no tiene salida; si no, no podría permitir/alentar una enfermedad social como el consumo de drogas.

Además, tal como decíamos, la dependencia respecto a una droga permite el control de toda esa población. El adicto crónico restringe toda su vida a procurarse el narcótico, por lo que, en otros términos, es un ser al que su historia personal lo quita de circulación, lo margina como ser pensante-actuante con perspectivas críticas y/o transformadoras sobre la realidad. El drogadicto se dedica sólo a la droga. Y aunque parezca maquiavélico, satánico, monstruoso, esa es la razón de ser de todo este circuito del narcotráfico: generar ganancias económicas y ser un mecanismo de control social.

Es claro que a las altas esferas del poder no le interesa terminar con este problema. Es más: para esa lógica, el tema de la droga no es un problema, en absoluto. Es la savia que lo alimenta; más que un problema, es una “necesidad”.

Pregunta: ¿Quiénes son, entonces, los que se benefician finalmente con todo este entramado?

Respuesta: En realidad, cuando nos referimos a los factores del poder, decimos básicamente el capitalismo estadounidense. Es decir: los grandes capitales acumulados en territorio de Estados Unidos, y el poder político-militar de su aparato de Estado, que es el que los defiende. Hoy por hoy, el poderío de esa élite no se apoya tanto en la fortaleza industrial científico-técnica, en una moneda fuerte respaldada en su salud económica sino, fundamentalmente, en las armas, en la fuerza bruta. El núcleo del capitalismo que se desarrolló en Estados Unidos como punto máximo del crecimiento del capital degeneró en un monstruo que necesita la guerra como su sostén. Muy buena parte de su pujanza económica se asienta en la industria de guerra, y su proyecto político hegemónico como potencia unipolar luego de la caída de la Unión Soviética está basado en la guerra. Sin guerra, Washington no tiene proyecto. Y de la misma manera, con esa lógica, se inscribe el campo de las drogas. Las drogas son un cáncer en términos de salud pública, definitivamente. Eso no es ninguna novedad. Pero sin su tráfico ilegal al imperio se le dificultaría su papel de potencia dominante. El imperialismo usa el tema de la droga en términos económicos, a través del lavado de dinero, y en términos políticos, como excusa para controlar. Estamos en presencia, por tanto, de un capitalismo mafioso, un capitalismo que dejó de ser inventivo, creador, arrollador en términos de pujanza como sucedió hace 200 años, cuando las colonias de cuáqueros del Atlántico se veían como el futuro de grandeza que efectivamente construyeron. Hoy ese capitalismo, si bien no agoniza, está mortalmente enfermo. Su aspecto mafioso (guerrerista, basado en el chantaje, en la prepotencia, en los negocios sucios) es lo que lo salva del derrumbe.

Es una infame mentira decir que la estrategia de la Casa Blanca tiene que ver con el combate a las drogas. Todo lo contrario: las alienta, porque las necesita. En Colombia no se plantaba la coca anteriormente, y ahora es un cultivo de la mayor importancia. Lo mismo pasa en el Asia Central. En Afganistán, por ejemplo: antes de la entrada de Estados Unidos en el escenario se cultivaba amapola, pero nunca a los niveles actuales. Desde el involucramiento del gobierno estadounidense en el área, ese cultivo se triplicó. ¿Dónde está la preocupación por su erradicación? Eso no existe, es sólo el discurso mediático.

El gobierno de Estados Unidos lejos, muy lejos está de preocuparse sinceramente por el problema sanitario ligado al consumo de las drogas. Por supuesto que no va a reconocer en forma pública que todo esto hace parte de su estrategia de hegemonía global; pero ahí está verdaderamente el núcleo de todo. Más allá de la declamación el negocio de la droga le es necesario. Y ahí es donde vemos que todo el campo de la drogadicción, visto globalmente, excede los marcos de un tema sanitario. Es un problema político. Cuando Marx dijo que “la religión es el opio de los pueblos”, estaba claro el mensaje. Hoy día, además de la televisión y los medios masivos de comunicación, ese “opio” se perfeccionó, se desarrolló. Hoy día ese “opio”, o las sustancias que se han ido desarrollando y hacen las veces de tal, se comercializan con criterio de multinacional global con las fuerzas armadas estadounidenses por detrás.

Que este ámbito es algo concebido, estructurado y manejado con criterios políticos, con criterios de geodominación política, hoy es ya algo sabido, documentado y debidamente probado. Para muestra, lo ocurrido en todos los países socialistas. Allí, anteriormente, no existía el negocio de la droga. La Unión Soviética era un territorio relativamente libre de narcotráfico; una vez desintegrada, para la década de los 90 del siglo pasado, en forma vertiginosa aparece tanto el tráfico como la producción. Hoy día, a una década y media del colapso soviético, en alguna ex república socialista que componía ese bloque como Kirguistán, en el Asia Central, se calcula que el porcentaje de tierra productiva dedicado al cultivo de drogas es uno de los más elevados del mundo. Y las mafias del narcotráfico crecieron aceleradamente, ganando notoriedad económica y política.

Otro tanto ocurrió en la Nicaragua sandinista. Durante la década de revolución sandinista, entre 1979 y 1990, el país, con sus numerosas dificultades, casi no conocía la droga. Destrozado por la guerra mal llamada “de baja intensidad” –baja intensidad para Washington, para Nicaragua significó 17.000 millones de dólares en pérdidas, con 50.000 muertos y miles de heridos y discapacitados crónicos como una pesada carga– casi al momento mismo de retirarse los sandinistas del Ejecutivo, floreció el narcotráfico. ¿Casualidad o estrategia política? Y en la Venezuela Bolivariana nunca se dieron tantos decomisos de droga –fundamentalmente cocaína colombiana en tráfico hacia Estados Unidos– como con la Revolución, más aún luego del retiro de la DEA (la Drug Enforcement Administration, por su sigla en inglés: la Administración de Drogas y Narcóticos) por una decisión política del gobierno de Hugo Chávez. ¿Casualidad? Definitivamente: la droga es mucho más que un problema de salud pública. Se maneja con criterios políticos, de multinacional económica y de estrategia global. No es un problema de salud de algunos muchachos desorientados. Es, en todo caso, un arma cultural.

Pregunta: Los grandes poderes, además de la dominación militar, tienen infinidad de aristas con las que controlan sus áreas de influencia, ya sea a lo interno o en relación a las colonias que manejan: lo político, lo cultural, la dependencia técnica, etc. En el caso de las drogas ilegales ¿cómo es el manejo que realizan?

Respuesta: El dominio cultural, la narcotización a que se somete a las poblaciones a través de las drogas, o incluso a través del terror que se ha ido construyendo en torno a las drogas como esfera ilegal, como reino de la criminalidad, todo eso no es pura casualidad. Obedece a criterios calculados. Siempre, desde el poder, mantener asustada a una población es un arma eficaz para la dominación. A las masas se las puede asustar de muchas maneras: con las religiones, con las supersticiones, con los nuevos fantasmas mediáticos de fines del siglo XX como el siempre mal definido “terrorismo”. O con el narcotráfico. Las drogas, en ese sentido, juegan un importante papel. O desconectan de la realidad a quien las consume, transformándolo en un enfermo, en un dependiente psicológico; o desconectan por toda la paranoia social que se crea con el campo de la ilegalidad que las rodea.
El drogadicto es un enfermo desde el punto de vista psicopatológico, sin dudas. Y no cualquier joven que consuma droga ocasionalmente llega a ser un dependiente. Pero no hay dudas que concebida socialmente, en términos globales, el campo de las drogas ilegales no es sólo una cuestión de enfermedad. No estamos hablando de una pandemia planetaria con una etiopatogenia que puede abordar la epidemiología, el salubrismo como especialidad de las ciencias de las salud. El enfermo que no puede vivir sin el tóxico, el drogodependiente que está dominado biológica y psicológicamente por el tóxico, es un aspecto del problema. Aspecto de muy difícil abordaje y resolución, por cierto. Pero “curando” drogadictos no se termina el problema del narcotráfico. Hay otras esferas en el problema: las aristas del poder, de enormes y diabólicos poderes globales que lucran con este aspecto de la vida humana. El joven que entra al campo del consumo está muy comprometido en su recuperación. Pero el problema no se agota en la recuperación. ¿Por qué cada vez hay más oferta de drogas ilegales? Se podría decir que porque crece la demanda. Círculo vicioso engañoso, pero si así fuera: ¿por qué crece la demanda? ¿Se “enferma” cada vez más la sociedad? ¿Se tornan cada vez más “patológicos” los jóvenes? Con el abordaje sanitarista no se puede terminar de entender el fenómeno. Es más que un problema de salud, de psicopatología.

El crecimiento del consumo va de la mano de una estrategia de mercadeo de esta nueva mercadería. Como cualquier producto nuevo debe ser introducido en el mercado, presentado, posicionado; si así no fuera, nadie lo conocería, y por tanto, nadie lo consumiría. Con las drogas ilegales, al igual que con cualquier nueva oferta, hay políticas que lograr imponer los nuevos gustos, las nuevas modas. Las redes de narcotráfico que funcionan en los distintos países latinoamericanos que sirven de puente para hacer llegar la coca colombiana, o boliviana o peruana transformada en cocaína al gran mercado estadounidense muchas veces –esto es un hecho que crece cada vez más– reciben el pago de sus servicios no en metálico sino en droga. Ello hace que para monetarizar su ganancia deban vender en sus respectivos mercados locales ese producto. De ahí que el consumo crece no sólo en Estados Unidos o Europa (principales fuentes de la demanda de los tóxicos) sino también en todos los países, incluidos aquellos con economías débiles. De la producción de cocaína colombiana, en la actualidad el 65% va para el mercado de Estados Unidos, el 30% a Europa y el 5% restante a otros destinos. Hay mercados, pequeños todavía, pero en franca expansión, que se localizan en las áreas pobres del planeta. También allí, para decirlo con un término de la mercadotecnia, hay “nichos de mercado” que se intenta hacer crecer.

Centroamérica, por ejemplo, años atrás no consumía ni un gramo de cocaína, y hoy día es ya un mercado considerable. ¿Se volvieron “enfermos drogadictos” de buenas a primeras los jóvenes centroamericanos, o fueron víctimas de políticas planificadas? En esa región, dos décadas atrás prácticamente nadie tenía un teléfono celular, y en la actualidad las líneas móviles superan a las fijas. ¿De dónde salió esa explosión de consumo de teléfonos celulares? Fue inducida, obviamente. Fue impuesta por estrategias de comercialización. Otro tanto sucede con las drogas. El gramo de cocaína que en las calles de Nueva York puede venderse a 100 dólares, en los años 90 fue promocionado en América Central con precios de introducción de 10 dólares. ¿Se volvieron drogodependientes tantos jóvenes centroamericanos simplemente por casualidad o hubo alguna decisión superior que allí contara?

Existen técnicas mercadológicas para fomentar el consumo de drogas ilegales no muy distintas de las que se utilizan con otros productos. Por ejemplo, se la introduce regalando las primeras dosis, buscando lograr la dependencia para, una vez obtenida, tener un cliente fijo que hará lo que sea para comprar su ración. Eso, en definitiva, es una forma de descuartizar una sociedad, dividirla, fragmentarla, manipularla. El consumo de narcóticos va indisolublemente ligado a actividades ilícitas, por la sencilla razón que el adicto termina robando o prostituyéndose para contar con dinero en efectivo con que comprar su dosis. En tanto es ilegal y caro, ese producto moviliza los peores recursos de cada quien. Muy distinta sería la situación si la mercadería droga fuera legal, y por tanto más barata. Pero no hay ningún interés en que eso suceda, más allá de las declaraciones formales. Por supuesto que todo esto es jugar con fuego: si una sociedad “necesita” mantenerse con circuitos como el de las drogas, o con la industria de la guerra, o acabando los propios recursos naturales, por supuesto que atenta contra sí misma. Pero eso es el capitalismo: no tiene salida.

El consumismo voraz que alienta el campo del narcotráfico destruye en todo sentido. Física y psicológicamente a quien consume; pero igualmente destruye las redes sociales proponiendo un “sálvese quien pueda” salvaje, primitivo, donde la vida pasa a girar en torno a tener o no tener la dosis diaria de droga. Como modelo cultural eso es de la mayor pobreza. Pero es así como los factores de poder que manejan el mundo –y también el negocio de las drogas– han optado por manipularnos. Con lo que vemos que la estrategia es particularmente maléfica. El consumismo siempre es dañino en términos éticos, pero con la droga el agravante es que, además de esta pobreza en valores, está en juego también –y antes que nada– la vida misma.

La DEA tiene su actual política de “entregas controladas”. Es muy discutible eso, porque nunca se sabe con exactitud qué hace esta organización con la droga decomisada. Su mecánica consiste en publicitar una determinada cantidad como droga incautada no mayor al 10%, pero no queda claro qué hace con el resto. Por eso, justamente, se puede decir que quien realmente juega el papel de controlador del narcotráfico, de distribuidor, es la DEA, más allá de su supuesta misión de luchar contra el mismo. Y esto no es mera declaración: está demostrado con cifras concretas, por ejemplo, que en Venezuela luego de la partida del territorio nacional de la DEA por pedido explícito del gobierno, aumentaron los decomisos de drogas ilegales. De hecho, según el “Informe Mundial 2007” de la UNODC, es el tercer país en el mundo en términos de decomiso. Lo cual es altamente significativo. Ahora, sin la presencia de la DEA, se da una política antinarcóticos más efectiva. ¿Cómo es posible? ¿Qué nos está significando? Esto nos lleva nuevamente a ese perverso mecanismo que ha transformado el tema del narcotráfico en una llave para la dominación. El verdadero papel que juega la DEA en los países donde interviene es el espionaje. No actúa contra el tráfico ilegal de estupefacientes, de ninguna manera, más allá de una cubierta oficial donde cumplen con esa función, y por lo cual de tanto en tanto produce alguna incautación. Lo denunció claramente el Ministro del Poder Popular para Relaciones Interiores y Justicia de Venezuela, Pedro Carreño, el 2 de marzo del 2007: “a través de esta organización salía del país una gran cantidad de alijos de drogas, por medio de la figura de entrega vigilada, y nunca se obtenía información en el país y por tanto determinamos que estábamos en presencia de un nuevo cartel de la droga”.


Como se ha dicho en más de una oportunidad: el cartel más grande organizado e intocable del mundo es, justamente, la DEA. Son los narcotraficantes legales, provistos del doble discurso hipócrita que les permite condenar en unos lo que hacen a escondidas. Y provistos, además, de toda la fuerza que les confiere ser la potencia hegemónica unilateral sin límites a la vista, con absoluta disponibilidad de recursos, intocables.

Se juegan, entonces, dos modelos de cómo conducir la política exterior de un país: ceder toda la soberanía y permitir que entre esta organización para espiar y controlar desde dentro mismo, o plantarse con firmeza y quitarse de encima este mecanismo de control. Eso último es lo que ha hecho, hoy por hoy, la República Bolivariana de Venezuela, sacudiéndose de encima este caballo de Troya que es la DEA. Felizmente vemos que en estos momentos en Latinoamérica comienza a darse una ola de gobernantes nacionalistas que anteponen la propia soberanía nacional sobre la entrega abierta, tal como sucede en Colombia. Se juegan, entonces, dos modelos: o el apostar por un desarrollo propio, endógeno, pensando en el país como unidad, o la entrega total a los intereses del imperio, al que lisa y llanamente se acata sin chistar.

Es por eso que el tema del narcotráfico queda corto si lo vemos sólo como problema de salud pública desde la óptica del consumidor. Eso está, seguro que existe, y por supuesto debe ser tratado en su justa medida; pero ante todo hay que ver el problema en su globalidad como estrategia de penetración y control. Ese es el papel real que juega la DEA y toda la construcción mediática que se ha venido haciendo del narcotráfico.

Pregunta: suele presentarse la imagen de los narcotraficantes como los grandes acaudalados que manejan todo el negocio, como magnates con gran poder. ¿Qué hay realmente tras todo esto?

Respuesta: Junto a esas fortunas fabulosas que crea el narcotráfico va el problema de la deshumanización de la gente que se liga a este fenómeno. A través de la búsqueda de esas fortunas, que en realidad es para la gran mayoría de quienes están en este campo un objeto inalcanzable, a través de esa búsqueda casi imposible vemos los grados de deshumanización y degradación más grande que uno pueda imaginarse. En cierta forma podemos decir que el narcotráfico es la historia de las “vidas cortas”. Todos los que se ligan a él saben que tienen vidas cortas por delante, sea la mula, el jíbaro, el sicario, el capo. Todas las cadenas de las mafias que están en el negocio son historias muy cortas, siempre con los días contados. Nadie envejece junto con este “oficio”. El vendedor callejero al detal termina cayendo preso rápidamente, la mula hace unos cuantos viajes y se le termina su carrera. Todos los que están implicados en el negocio terminan mal muy rápidamente; esa es la cruda realidad, y no esa imagen un tanto estereotipada de los grandes traficantes ostentosos con sus cadenas de oro y joyas, viviendo en casas con grifería de oro y yacuzzis enchapados en oro, viajando en avionetas o carros blindados.

Esa es la visión que se suele transmitir cuando se habla del narcotráfico, una visión más bien peliculesca, con ribetes hollywoodenses; pero la realidad verdaderamente es otra. Es una historia sórdida de sufrimiento, de dolor, y siempre de muy corta duración. Por ejemplo, la mujer colombiana pobre, que no tiene ningún recurso y que termina prestando su vientre para transportar 90 dediles de 10 gramos cada uno, es decir: casi un kilo de cocaína, para llevarlos a Estados Unidos por unos cuantos dólares. Esa mujer, que está siempre al borde de la muerte si se le revienta un dedil, o está al borde que la detengan y se le termina su carrera, tiene una vida corta y no hace ninguna gran fortuna. Y esa es la realidad de la gente que forma las filas del narcotráfico: gente pobre, sin salida, que se presta a cualquier cosa para “mágicamente” solucionar su vida. Pero que no la soluciona; que en poco tiempo, por el contrario, termina su vida, porque o la detienen, o porque muere por sus mismas condiciones de vida. Son vidas cortas, muy cortas.

Por otro lado, veamos la vida del sicario, la vida del joven al que preparan para matar y al que le prometen una gran cantidad de dinero para matar por encargo. Esa también es una vida corta. Muchas veces las mismas mafias terminan matándolos para no pagarle lo prometido. No hay futuro con esas soluciones pretendidamente mágicas. Son supuestas salidas, pero en realidad muy limitadas, que se acaban muy rápidamente, un año, dos quizá. En definitiva: más allá del espejismo, no son salidas, no son soluciones.

Y con el capo pasa otro tanto: son vidas siempre muy cortas, sus “reinados” no van más allá de los cinco años. O terminan presos o muertos, ya sea por las fuerzas de seguridad o por luchas internas con otros mafiosos por el reparto de sus zonas de influencia; pero siempre son historias muy cortas. En todos los niveles del narcotráfico pasa lo mismo: son historias efímeras, y es mentira que todos hacen fortuna.

Pregunta: ¿Hay soluciones reales al problema de consumo creciente de drogas que se registra hoy día en el mundo? ¿Cómo encarar ese reto? ¿A qué o a quién se debería apuntar para cambiar la actual situación?

Respuesta: Si bien es cierto que el consumo de tóxicos depende de estructuras psicológicas, y ello no hace sino evidenciar las flaquezas humanas presentes siempre en todo modelo cultural, la explosión de consumo y la mercadotecnia que rodea la oferta de las drogas prohibidas en estas dos o tres últimas décadas no es sino una política calculada por factores de poder. Si se piensa en un trabajo serio de enfrentamiento del problema, no hay que apuntar a las mafias del narcotráfico como las causas últimas del problema. Ellos son, en definitiva, comerciantes, intermediarios; pero los verdaderos responsables del fenómeno no son ellos. Hay que ir más arriba aún: los que diseñan las políticas para el continente, o para el mundo. Y eso sale de Washington. Las mafias, sin con esto quitarles su cuota de responsabilidad, no son sino una pequeña parte de toda la cadena. Los mafiosos son unos comerciantes que hacen su trabajo y no pasan de ahí; ganan dinero, mucho dinero sin dudas, pero no tienen el poder de decisión sobre los términos macros del asunto. Ese es un mundo sórdido que está enfrascado sólo en la obtención del dinero del día a día a través de una práctica delictiva, pero no decide más allá de eso. Las mafias no son las que idearon la política, ni quienes la conducen. Por supuesto que funcionan con autonomía, pero eso es parte de las reglas del juego de todo el andamiaje que se montó. El que decide, finalmente, no es el capo de alguno de estos carteles latinoamericanos.

Quienes hacen la gran fortuna, en definitiva, son los banqueros. Ellos siguen siendo los reputados dueños y señores legales del asunto, en tanto que los mafiosos, aunque manejen fuertes sumas de dinero, no tienen prestigio social. Se fabricó un mito en torno a ellos, y por supuesto que para los sectores humildes, muchas veces marginales de donde provienen sus cuadros, el hecho de pasar a manejar esas cantidades de efectivo significa un enorme cambio cualitativo. Pero no son ellos, eternos delincuentes siempre al borde de la muerte, quienes manejan las políticas mundiales de dominación que, sin que lo sepan y sin habérselo propuesto, los ha puesto en esta situación de “nuevos ricos” opulentos presentados como “los dueños del circo”. El circo no lo manejan las mafias, definitivamente. 

Incluso esos grupos mafiosos gozan de buena reputación entre los sectores más excluidos, históricamente más marginados. En las barriadas populares más paupérrimas, de donde salen los personajes que engrosan las redes del narcotráfico en sus distintos segmentos, no son considerados delincuentes que atentan contra la sociedad. Todo lo contrario: son altamente valorados, envidiados en muchos casos. Un capo de cualquier cartel juega el papel de un moderno Robin Hood. Los sectores más postergados así los ven. Esos capos, en sustancia, son gente que viene de los sectores más marginales y saben lo que es la miseria, el hambre, la exclusión, porque de esa situación han salido. Cuando detentan las efímeras fortunas que les provee el negocio del narcotráfico, en mayor o menor medida devuelven a sus sectores de origen parte de ese recién obtenido botín. De ahí que los capos son reverenciados en sus propios sectores. Es curioso, y altamente elocuente además, que en general los grandes capos continúan viviendo –o si no viviendo continúan siempre– muy ligados a las barriadas pobres de donde surgieron. Como benefactores que se sienten, a su modo ayudan a sus poblaciones de origen. De un modo paternalista, pero ganándose con ello el respeto y la simpatía de quienes siguen en su crónica situación de marginados. Como vemos, siempre hay en torno al tema del enriquecimiento súbito esta fantasía de lo “mágico”. Y a toda la población le entusiasma esa posibilidad mágica de resolver sus problemas. Claro está que son muy pocos los que logran amasar fortunas por medio de este negocio; y por supuesto que a un costo muy alto: no dejan de ser marginales en términos sociales, y siempre exponiendo su vida, porque el destino de todo capo es, finalmente, la cárcel y la muerte. Sus reinados son siempre efímeros, pasajeros, muy cortos. En todos los países latinoamericanos se repite ese patrón: su bonanza no va más allá de los cinco a diez años. Después: cárcel o muerte. Y aunque sigan manejando los negocios desde la prisión, su estatus social es la de preso y no la de banquero. Eso hace una sustancial diferencia, más allá que muchos banqueros son tan delincuentes como el peor capo mafioso.

El modelo cultural que se desprende del relativo éxito social de los capos mafiosos es insostenible en términos de patrón válido para el desarrollo. Esperar obtener estos golpes de suerte mágicos que permiten de buenas a primeras resolver la vida no es sino mantener una ilusión. Una sociedad no puede construirse en base a eso. Y mucho menos, edificarse sobre donaciones paternalistas de estos Robin Hood. De todos modos, producto de las manipulaciones mediáticas y aprovechando el caldo de cultivo de la miseria y la desesperanza más profundas de amplios sectores sin mayores expectativas, se ha generado una cultura de adoración del narcotráfico donde se los valora, se los aprecia, y donde se vive esperando esos golpes mágicos. Pero es evidente que no se puede construir una sociedad sobre estos pies de barro, sobre estas ilusiones, aunque algún narcocorrido alabe el modelo.

Quizá lo más preocupante ante todo esto es cómo el Estado colombiano no adopta medidas reales para frenar esas políticas tejidas desde el imperio y para destruir esa cultura que se ha entronizado en el país. Por el contrario, se ha generado una bomba de tiempo que nadie quiere desactivar desde las estructuras de gobierno, porque en mayor o menor medida muchos se benefician de la situación. Aunque debe quedar claro que el costo de todo eso es terrible: la sociedad colombiana se está desangrando.

Otros países de la región, como Venezuela y Bolivia, están teniendo posiciones más firmes contra el imperio, han puesto límites. Y eso es lo que los pueblos necesitan: detener estas políticas de penetración cada vez más irreverentes del gobierno estadounidense. Bolivia produce coca desde tiempos inmemoriales, y no por eso es un país de narcos –aunque así lo quisiera presentar Washington–. Es decir: si hay voluntad política para enfrentar estas cosas, se enfrentan. En Colombia hay una oligarquía y un gobierno central complacientes con el gobierno de Estados Unidos, por eso surgió y pudo expandirse este negocio del narcotráfico. Y hay también una nueva oligarquía emergente, ligada a este negocio, que creció en forma fabulosa en estos años, por lo que no ven todo esto como problema, sino que, por el contrario, hacen lo imposible para que así continúe la situación. Y la DEA, en vez de servir para detener el asunto, sirve para expandirlo más aún, siendo una plataforma para desarrollar la guerra contrainsurgente contra los grupos armados que actúan en el país. Ese es el trágico panorama real.

El mundo debe reaccionar ante esta brutalidad que está sucediendo en Colombia. El campesinado colombiano está siendo utilizado, masacrado, y todo de una manera artera, vil, condenándolo a una guerra civil que no tiene solución en los actuales términos. Con otras características puede decirse que en Colombia está teniendo lugar una invasión no muy distinta a la de Irak en cuanto a sus resultados finales. En Colombia se da un continuo asesinato, quizá peor que en Irak: además de la muerte física continua de cantidades de seres humanos –es uno de los países más inseguros y violentos del mundo– se intenta matar culturalmente al país. La cultura del narcotráfico no es sino muerte. Y lo que pasa en Colombia es muestra de cómo el poder imperial maneja el mundo.

A modo de conclusión: ¿qué hacer?

El mundo de las drogas ilegales, en tanto gran negocio a escala planetaria, pero más aún: como mecanismo de control social, es algo manejado por los mismos actores que deciden las políticas globales, las deudas externas de los países y fijan las guerras. Dicho claramente: el mundo de las drogas ilegales es un instrumento implementado –secretamente– por los grandes poderes, y más exactamente, por la Casa Blanca, por el gobierno de la principal potencia del orbe: Estados Unidos de América, en función de seguir manteniendo su hegemonía.

Sabiendo que no es simplemente un problema de salud pública o una cuestión criminal de orden policial, sabiendo que las dimensiones del asunto son gigantescas, con implicancias militares a nivel planetario incluso, ¿qué podemos hacer los ciudadanos de a pie para enfrentar todo eso, nosotros, los pueblos que seguimos padeciendo la explotación y la exclusión social?

Hay que empezar por crear conciencia, por desmontar la mentira en juego, por denunciar de manera pública el mecanismo que allí se realiza.

Está claro que el problema afecta a todos los ciudadanos comunes, tanto los del Norte como los del Sur. En los países capitalistas desarrollados el problema es la cultura de consumo establecida, consumo universal de cuanta mercadería se ofrezca y que incluye, entre otras, las drogas. En el Sur, donde no es tanto la calidad de vida lo que está en juego, sino su posibilidad misma, el problema tiene otras connotaciones: es una buena excusa que sirve para la intervención directa, política y militar. En ambas perspectivas, no obstante, se trata de lo mismo: mecanismos de dominación político-cultural con los que el poder se asegura el manejo de las poblaciones y los recursos. En ambos casos, también, para el campo popular se trata de lo mismo: ¿qué hacer?, ¿cómo enfrentar este monstruo que se ha ido creando y que se presenta como de tan difícil desarticulación?

La legalización es una clave fundamental para empezar a cambiar todo esto; si se saca a las drogas de su lugar de prohibido, seguramente va a descender en muy buena medida el consumo y se va a terminar, o se va a reducir ostensiblemente, mucho de la delincuencia y la violencia que acompañan al fenómeno. Pero la legalización no es la solución final.

A partir de la misma condición humana, finita, siempre necesitada de válvulas de escape ante la crudeza de la vida, para lo que apareció el uso de evasivos –práctica que se repite en todas las culturas–, a lo cual se suma la monumental inducción artificial a un consumo siempre creciente, es muy difícil predecir si en un futuro inmediato podremos prescindir absolutamente de las drogas. Pero el hecho de quitarles su estigma diabólico, despenalizarlas, eso ya constituiría un paso adelante en el manejo del tema. De todos modos, dado que en la actual situación estamos ante una red tan fuertemente tejida, con intereses tan extendidos, quizá resulte prácticamente imposible, dentro de los marcos sociales donde la misma surgió, poder terminarla en totalidad.

Los planteamientos policíaco-militares en relación al narcotráfico no son una verdadera respuesta ante el problema. De hecho las políticas antinarcóticos que se despliegan por todo el planeta, alentadas por Washington como parte de su estrategia de dominación global, ponen siempre, y cada vez más insistentemente, todo su acento en la represión. Se reprimen, eso sí, los dos puntos más débiles de la cadena, los que menos incidencia tienen en todo el fenómeno: el productor de la materia prima (campesinos pobres de las montañas más recónditas) y el consumidor final. De esa forma no hay posibilidad alguna de terminar con el círculo. Eso, en todo caso, marca que no hay la más mínima intención de afrontar el problema en forma seria. Muy por el contrario, reafirma que es un “problema” artificial, provocado, manejado desde una óptica de control político-militar planetaria. La angustia humana que lleva a consumir los diversos consuelos químicos de que disponemos no es artificial; lo es el manejo político que se viene haciendo de él desde hace unas tres décadas, con fines de dominación.

A esto se suma el manejo hipócrita que se hace del tema, pues mientras por un lado la estrategia de hegemonía global de Washington levanta la voz contra el flagelo del narcotráfico, al mismo tiempo su principal instancia presuntamente encargada de combatirlo, la DEA, funciona de hecho como el más grande cartel del trasiego de sustancias ilícitas en el mundo. Doble discurso inmoral con el que es imposible afrontar con seriedad el asunto y que ratifica, en definitiva, que no hay interés en terminar con el mismo.

En Cuba hay algo emblemático: el caso del general Arnoldo Ochoa, héroe de la guerra de Angola, y otros tres oficiales del Ejército. Cuando se descubrió que participaban en una red de narcotráfico, se les fusiló. Eso fue realmente una respuesta fuerte del Estado a este problema social, con un alto contenido político e ideológico. Y de hecho Cuba, más allá de la sucia campaña mediática internacional con la que quiere involucrársela en el negocio de las drogas ilegales, no tiene problemas de narcotráfico. ¿Se tratará de fusilar unos cuantos mafiosos para terminar con el problema? No, sin dudas que no; los entramados en torno al poder mundial que hoy día se construyeron con este mecanismo son infinitamente complejos. En definitiva, el consumo inducido de drogas es parte medular del mantenimiento del sistema capitalista, tanto como lo es la guerra. Atacar el narcotráfico, por tanto, es dar en el corazón mismo del poder. Por eso en un país socialista se puede fusilar a narcotraficantes considerándolos delincuentes peligrosos mientras que la DEA, la agencia pretendidamente dedicada a la lucha contra los narcóticos, termina funcionando como el principal grupo mafioso de narcotráfico. Está claro que el proyecto del capitalismo no es terminar con el negocio; al contrario: lo necesita. Para muestra, lo sucedido en la República Bolivariana de Venezuela, donde luego de la salida de la DEA por expreso pedido de las autoridades del país, los decomisos de estupefacientes subieron significativamente.

Dicho de otra manera: el sistema capitalista se apoya cada vez más en pilares insostenibles. Si la guerra, el consumo de narcóticos o un modelo de consumo voraz que está provocando una catástrofe medioambiental sin salida, si esas formaciones culturales son las vías sobre las que transita, eso marca que, como sistema, no tiene salida. Si la muerte y la destrucción son su alimento imprescindible, definitivamente no sirve al desarrollo de la humanidad. Por el contrario, es el camino que conduce a su destrucción.

En un sentido es casi imposible, al menos hoy, pensar en un sujeto que a través de la historia no haya necesitado este soporte artificial de las drogas. De hecho, hasta donde podemos reconstruir, nuestra historia como especie, nuestra misma condición de finitud nos confronta con esa angustia de base que nos lleva a buscar apoyos en determinadas sustancias químicas. Son nuestras “prótesis” culturales, que hablan, en definitiva, de nuestras flaquezas originarias. Es difícil, cuando no imposible, hablar de “la” condición humana, una condición única, ahistórica; con modestia podemos hablar de la condición de ser humano que conocemos hoy. El sujeto de referencia, aquél del que podemos hablar en este momento, es una expresión en pequeño de la dimensión socio-cultural general que lo moldea; por tanto es una expresión de finitud girando en torno a valores egocéntricos y donde la lucha en torno al poder juega un papel central. Esa es, al menos, nuestra realidad constatable hoy; si la edificación de una nueva cultura basada en otros principios da lugar a un nuevo modelo de sujeto, a nuevas relaciones sociales, y por tanto a una nueva ética, está por verse. En todo caso, hay ahí un desafío abierto. Con mayor o menor éxito, el socialismo lo ha intentado construir en estas primeras experiencias del siglo pasado. Si aún no se logró, ello no habla de la imposibilidad del proyecto. Habla, en todo caso, de su dificultad, de la lentitud en cambiar modelos ancestrales. ¿Quién dijo que cambiar la ideología patriarcal, machista, xenófoba y egocéntrica que conocemos en todas las culturales actuales es tarea fácil? La duda, en todo caso, es ver si ello será posible cambiar. La apuesta nos dice que sí. ¿O estaremos condenados a sociedades centradas en la división de clases y en el triunfo de los “mejores”? ¿O habrá que aceptar un darwinismo social originario?

Siendo crudamente realistas, nuestra situación en este momento es que estamos en el medio de un mundo manejado criminalmente por unos pocos grandes poderes basados en enormes capitales privados y con un espíritu militarista furioso; y son esos factores de poder los que han puesto en marcha la estrategia del consumo de drogas ilegales como parte de su política hegemónica. Una vez más, entonces, la pregunta inicial: ¿qué hacemos ante este estado de cosas?

Llamar casi ingenuamente al no consumo de drogas sabemos que no alcanza. En todo caso, con bastante más modestia –o visos de realidad–, se podrían pensar estrategias para minimizar el consumo. ¿O podremos terminar algún día con la angustia de base que genera estas huidas a paraísos perdidos? De momento, nadie en su sano juicio podría concebir un mundo donde los evasivos no fueran necesarios; pero lo que sí podemos intentar es generar una nueva sociedad donde ningún grupo aliente las conductas de las grandes mayorías imponiéndole tendencias, obligándolas a consumir en función de proyectos basados en el beneficio de unos pocos.

Los gobiernos revolucionarios, o con proyectos alternativos al neoliberalismo salvaje de estos últimos años, están proponiendo nuevos caminos. No se trata de seguir los dictados del imperio, hacer buena letra para no ser descertificado y apoyar la estrategia de represión que se ha puesto en marcha. Reprimiendo al usuario o al campesino productor de las materias primas, no se termina con el problema de las drogas ilegales. Para atacar el consumo con alguna posibilidad cierta de impactar positivamente hay que implementar políticas que vayan más allá de la represión policíaco-militar; hay que poner énfasis en la prevención en su sentido más amplio.

Pero terminar con el narcotráfico tal como hoy lo conocemos implica, por fuerza, luchar en términos políticos por otras relaciones sociales. Se trata, inexorablemente, de una nueva sociedad: nuevas relaciones de clases, nuevas relaciones entre países. Es decir: un mundo nuevo, una nueva ética, un nuevo sujeto. Sin ese marco no es posible considerar seriamente el narcotráfico, sabiendo que él es, en definitiva, un instrumento más de dominación de la clase capitalista global liderada por el aparato gubernamental de Washington.

Sólo la construcción de una sociedad nueva que supere las injusticias de lo que ya conocemos en el ámbito de la iniciativa privada basada en el lucro y que recupere críticamente lo mejor que hayan producido las primeras experiencias socialistas del siglo pasado, sólo así podremos pensar de verdad en terminar con el altísimo consumo inducido y el tráfico de sustancias psicoactivas como gran problema de salud a escala planetaria. Sólo una sociedad nueva a la que llamaremos socialista, quitándonos de encima el miedo y la esclerosis que nos produjeron las pasadas décadas de neoliberalismo feroz, sólo una sociedad con esas características, centrada en la equidad, en la búsqueda de justicia por igual para todas y todos, sólo eso será lo que podrá desarmar esa estrategia de muerte que hoy, al igual que el siempre mal definido “terrorismo”, ha implementado el imperialismo para seguir manteniendo sus privilegios disfrazando el control social con el noble fin de un combate contra un problema real. El peor enemigo de la sociedad, en definitiva, no son las mafias delincuenciales que trafican con drogas ilegales; el enemigo sigue siendo el sistema injusto que usa esa barbarie para beneficio de unos pocos privilegiados.

Nadie asegura que los seres humanos, por nuestra misma condición de finitud, no sigamos apelando por siempre a estos apoyos externos, estos evasivos que constituyen las drogas. Pero sí podemos –y debemos– buscar modelos de sociedades más justos donde ningún poder hegemónico decida maquiavélicamente la vida de la humanidad, tal como sucede hoy día con el capitalismo desarrollado. Una sociedad que no ofrece salidas, que se centra cada vez más en los “negocio de la muerte” como son la guerra, la catástrofe ecológica provocada, el consumo imparable de drogas, la apología de la violencia, no es sino una barbarie, es la negación de la civilización. Los “incivilizados” no son los pueblos que aún están en el neolítico y con taparrabos, tendenciosa imagen holywoodense que ya se nos internalizó. La barbarie está en la sociedad capitalista que no ofrece salida a la marcha de la humanidad, que tiene como sus dos principales quehaceres la guerra y las drogas, primer y segundo rubros comerciales del mundo.

En ese sentido, entonces, hacemos nuestras las palabras de Rosa Luxemburgo para mostrar que sin cambio social no es posible terminar con esta cultura de muerte llamada capitalismo que nos envuelve día a día, destruyendo valores morales y el propio medio ambiente. Es decir: “socialismo o barbarie”.



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