Leer: NARCOTRÁFICO: UN ARMA DEL IMPERIO, 1, por Marcelo Colussi
http://utopiarossa.blogspot.com.ar/2012/12/el-narcotrafico-un-arma-del-imperio-1.html
El narcotráfico como estrategia política
1 Mucho dinero!
2 Una transnacional muy poderosa
3 El botín y sus consecuencias
4 La sociedad controlada
5 Dominación versus resistencia
1) ¡Mucho dinero!
El negocio del narcotráfico tiene
tal dimensión, mueve tal cantidad de miles de millones de dólares, involucra a
tal cantidad de Estados, está infiltrado de tal manera en las altas esferas de
poder de naciones ricas y pobres, abarca un mercado mundial de tal magnitud y
finalmente, envenena a tal cantidad de seres humanos, que desafía el corazón
mismo del sistema de una manera contundente, poniendo en tela de juicio los
valores de la sociedad capitalista reflejando los elementos más hondos de una
crisis estructural sin salida dentro de los actuales modelos.
Las drogas ilegales, como
cualquier producto puesto a la venta, están concebidas para ser
comercializadas. Son mercancías, así de simple, una mercancía más como tantas.
Tanto la amapola como la coca son plantas con propiedades psicoactivas
conocidas desde la antigüedad. Pero la producción de sustancias artificiales
derivadas de ellas, como la heroína o la cocaína respectivamente, con características
de “drogas”, son actividades mucho más recientes en la historia, ligadas al
mundo de la industria moderna y a sociedades de alto consumo. Cuando ello comienza
a suceder (no más de un siglo) entramos al campo de las drogas modernas y a
todos los circuitos conexos: las drogas se producen como una mercadería más, se
comercializan, se promueven. Hay, por tanto, toda una cultura en torno a ellas
que se va generando deliberadamente, hay grandes fortunas que comienzan a amasarse,
se genera poder político.
Con el surgimiento de los carteles
colombianos de la droga hacia 1970 la hoja de coca se disparó exponencialmente
como una materia prima para una producción industrial masiva, particularmente
en Perú y Bolivia donde la calidad del producto era mejor que la de Colombia.
Para satisfacer la demanda exterior –demanda artificialmente creada, como
sucede con innumerables productos dentro de la economía capitalista– los
carteles expandieron las áreas de cultivo hacia donde la coca no era un cultivo
tradicional. En Colombia muchos campesinos pobres expulsados de sus tierras o
sin tierra o sin trabajo migraron hacia los territorios bajos al oriente de los
Andes donde se dedicaron a cultivar este producto. Hoy, significativamente, Colombia
es el principal productor de cocaína del mundo, siendo que su materia prima, la
hoja de coca, no es un cultivo tradicional del lugar.
La decisión del gobierno
estadounidense de controlar estos productos tomada a principios del siglo XX,
presionado por sectores puritanos y con fuerte poder económico, precipitó la
andanada de leyes, reglamentos, persecuciones y prohibiciones iniciados por
casi todos los países del mundo y que persisten hoy día, como una muestra más
de la hegemonía global de Washington. Lo curioso es que simultáneamente se
protege y fomenta el consumo de otras drogas –tabaco, alcohol etílico, diversos
tipos de psicofármacos (las benzodiazepinas o tranquilizantes menores son los
segundos medicamentos más vendidos en el mundo–), las que dejan grandes beneficios
empresariales a multinacionales tabaqueras, alcoholeras y farmacéuticas, a la
vez que buenos impuestos a los gobiernos. Debe señalarse también que Estados
Unidos es el primer productor mundial de marihuana. ¿Cómo es posible que ahí
sea legal su cultivo –habiendo multiplicado por cinco las cosechas anuales con
los métodos hidropónicos en los últimos años– y reprimido militarmente fuera de
sus fronteras? ¿Qué agenda oculta hay allí?
“La crisis familiar lleva a las
drogas”, suele decirse para explicar la complejidad del fenómeno en juego, y
con ello se lava la responsabilidad social que hay en la dinámica entablada
dejando intocados a gobiernos y al gran capital. Pero queda la pregunta: ¿quién
es el responsable de esa “crisis familiar” entonces? Muy lejos de un problema
de orden “doméstico”, las drogas y el narcotráfico constituyen uno de los
pilares que sostiene al capitalismo en su fase actual. La pujanza de este
mercado es tal que “los habitantes de la Tierra gastan más dinero en drogas
ilegales que alimentación, vestimenta, educación, salud o en cualquier otro servicio,
dato que sirve para poner de relieve cómo la industria del narcotráfico es
actualmente una de las de mayor crecimiento en el mundo” (Suplemento del diario
“La Nación”, Argentina, dedicado a la cuestión de las drogas, 18/11/98).
Cifras aportadas por el Fondo
Monetario Internacional afirman que el lavado de dinero proveniente de la droga
alcanza en la actualidad los 800.000 millones de dólares anuales, lo que es
equivalente al 2% del producto bruto mundial, o al 13% del comercio
internacional, “o siete veces más que los aportes realizados por los países
que destinan recursos para el desarrollo y la asistencia de las naciones
llamadas emergentes” (ídem).
La hipocresía en juego en todo
este negocio presenta al narcotráfico como un flagelo para elevar el precio de
la mercancía, que por la acción de la represión volcada esencialmente sobre los
consumidores hace que la misma se encarezca. Lo sugestivo es que, más allá de
tantas pomposas declaraciones de lucha frontal contra el problema, el consumo
real no baja sino que, en todo el mundo, se acrecienta día a día.
La importancia de esta actividad
comercial ha especializado a sus ejecutivos que, según declaraciones del mismo
Departamento de Estado de Estados Unidos, poco difieren “de los gerentes
financieros corporativos. Son especialistas en finanzas, abogados, contadores y
empresarios”.
No sólo difieren poco; antes bien, se entrelazan constantemente. Las utilidades,
mayoritariamente, alimentan la economía mundial, porque –según apreciaciones de
esa dependencia gubernamental estadounidense– “cerca de un tercio del dinero
ilícito se coloca en el sistema financiero, otro tercio en negocios diversos y
sólo el restante en nuevas actividades ilegales”. Ese es el motivo por el cual los
especialistas consideran que, aunque muchas veces se ha afirmado que el lavado
de dinero amenaza al sistema financiero mundial, la realidad es que le resulta
de gran utilidad.
El discurso dominante –que impone
sus criterios de manera cada vez más global apelando a los medios de
comunicación de impacto mundial– dice horrorizarse ante el fenómeno del
narcotráfico presentando el problema como la personificación misma de la
maldad. El argentino Julio Saguier, no sin razón, dice que “el narcotráfico
no respeta ninguna ley. Sólo acata la ley de la oferta y la demanda”. ¿Pero no es ésta la ley
suprema del régimen social que la misma derecha defiende? Ratificando que ese
mecanismo económico es el que rige toda la actividad mercantil de las drogas ilícitas,
para mejor transferir los fondos el capitalismo mundial ha engendrado, de un
lado a otro del mundo y sin complicaciones, paraísos fiscales, que conceden
grandes ventajas impositivas e imponen un estricto secreto bancario y financiero.
En completa consonancia con ese mecanismo de la demanda, en este caso del
narcotráfico, menos de una cuarta parte de los centros financieros del mundo
han adoptado legislaciones de prevención. La globalización, la desregulación
bancaria y los acuerdos de libre comercio ofrecen herramientas hechas a la
medida de las narcomafias, algunas de las cuales poseen la organización y el
alcance de las grandes empresas multinacionales “legales”.
Los consumidores de drogas
ilícitas son muchos menos que los fumadores o los bebedores de alcohol etílico.
En la actualidad en todo el mundo cerca de 2.600 millones de personas consumen
alcohol etílico –la sustancia psicoactiva más popular– ya sea en forma
ocasional, habitual, abusiva o adictiva. Y el tabaco, si bien empieza a ser
seriamente cuestionado por sus efectos perniciosos, continúa siendo socialmente
aceptado. Con las drogas ilícitas no sucede lo mismo; pesa sobre ellas el
estigma de la satanización. Sin embargo, su número está creciendo, alcanzando
en la actualidad entre el 3 y 4% de la población mundial. Según datos
confiables, en los países del Norte con alto poder adquisitivo prácticamente
toda la población juvenil en algún momento de su vida tiene un contacto con
alguna droga ilegal, lo cual no la torna consumidora. Es decir que hay ahí un
mercado enorme. La marihuana es la sustancia psicotrópica más requerida, al
tiempo que los estimulantes sintéticos están ganando más popularidad, en
particular entre la juventud urbana. La Oficina de Naciones Unidas contra la
Droga y el Delito calcula que en todo el planeta hay más de 200 millones de
consumidores frecuentes de marihuana, cocaína, heroína y drogas sintéticas como
el éxtasis. De esa cantidad total de consumidores, de entre 15 y 64 años de
edad, 110 millones consumen drogas una vez al mes y unos 22 millones de forma
diaria; el resto probó alguna droga al menos una vez al año. La mayoría de los
consumidores se encuentra en el Norte, en las sociedades más prósperas de
Estados Unidos y de Europa occidental, aunque también se registra un incremento
en los países de Asia y América Latina, en los países productores y de paso de
la droga. No hay ninguna duda que se trata de una catástrofe sanitaria
silenciosa. Las adicciones son transtornos psicológicos, de ello no caben
dudas. De hecho en la “Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades
y Problemas relacionados con la Salud” de la Organización Mundial de la Salud
(OMS), en su décima revisión del 2003 aparece la “drogodependencia” como un
afección con entidad propia. Pero pese a saberse perfectamente acerca de su
etiopatogenia y a la declamada persecución de la producción de las sustancias
psicoactivas, el número de “enfermos” no baja. ¿Será pura coincidencia? No lo
creemos.
Dado que todas estas drogas
ilegales se manejan como mercancías puestas en un mercado, las leyes que
regulan su dinámica no difieren de la de cualquier otro producto en la esfera
capitalista. Si hay escasez, sea de hoja de coca o de amapola, el precio de la
droga sube. Si hay exceso de oferta, el precio baja.
2) Una transnacional muy poderosa
Como cualquier corporación
multinacional, los carteles internacionales de la droga tienen departamentos de
mercadeo o unidades estratégicas que se ocupan de la planificación. Una de las
“pruebas de mercadeo” más escalofriantes se llevó a cabo en Puerto Rico para la
década del 90 del pasado siglo. Los carteles colombianos, que buscaban penetrar
el lucrativo mercado estadounidense de la heroína, desarrollaron en suelo
propio un producto de alta calidad. La idea era competir con las redes de
tailandeses y birmanos que controlaban la venta de heroína en el mercado
estadounidense, el mayor del mundo. Para tal fin llevaron a cabo en Puerto Rico
un programa piloto. Embarcaron grandes cantidades de la droga y comenzaron a
vender el producto en la isla. Los encargados de la comercialización en la
calle recibieron muestras gratis de heroína para regalar cada vez que concertaran
una venta de cocaína. “Muestras gratis para consumidores potenciales” es, sin
dudas, lo último en estrategias de mercadeo. Muy pronto muchas personas que
sólo consumían cocaína comenzaron a comprar y consumir heroína. El plan tuvo
éxito y se extendió por todo Estados Unidos. Como consecuencia, Puerto Rico
enfrenta hoy en día el grave problema que representa una enorme cantidad de
adictos a la heroína Por su parte, los narcos colombianos se han hecho de una
considerable porción del mercado de la heroína en territorio estadounidense.
El proceso impulsado por el
aumento generalizado del consumo y la revalorización del producto desde su
origen (la hoja de coca en las montañas de Latinoamérica o la bellota de la
amapola en Afganistán o en Myanmar) hasta su recepción por el consumidor final
(fundamentalmente ciudadanos de los países ricos del Norte) en ocasiones hace
que su valor se multiplique hasta por 100.000. Aunque también hay drogas
baratas, drogas para pobres. Esos casos –el bazuco y el crack por ejemplo–
deben su bajo precio a sus peligrosos niveles de impureza, lo cual ocasiona
daños irreparables al organismo humano en mucho mayor medida que sus parientes
cercanos, en este caso: la cocaína. Y hasta existe un sector de drogas ilegales
en un sentido amplio que utilizan los sectores más excluidos, los grupos más
marginados de todos: los niños y niñas de la calle, de los que en Latinoamérica
se cuentan por miles. Nos referimos a los inhalantes, sustancias volátiles que
contienen diversos agentes químicos tales como solventes industriales o
distintas pegamentos con propiedades psicoactivas. También para eso existen
redes que trafican los productos. ¿Por qué se repite siempre la existencia de
estas redes mafiosas de distribución?
El fenómeno del consumo
generalizado de las sustancias prohibidas y su correspondiente tráfico comenzó
a ser contemplado con preocupación tras la Segunda Guerra Mundial. Ello motivó
que en la entonces recién nacida Organización de las Naciones Unidas se
iniciara el estudio de las medidas de índole legislativa, política y policial
que podían ser adoptadas. Pero las tendencias al hiper consumo definitivamente
se fijan para los 70 , terminándose de agudizar tras la caída del bloque
soviético y el final de la Guerra Fría, preludio de una libertad económica que
influyó decisivamente en la mundialización de la producción, distribución y
consumo de drogas ilegales. En este momento, ya entrado el siglo XXI, la droga
está presente en todos los continentes y áreas geográficas del planeta.
El consumo crece, y no sólo en los
países con alto poder adquisitivo; ahí, sin dudas, está el grueso de la demanda.
Pero las técnicas de mercadeo utilizadas para comercializar estos productos
buscan “nichos de mercado” por donde sea. También los países del Sur, incluso
los productores y los territorios de paso, pueden ser buenos clientes. Un
estudio de la Universidad de los Andes de Santafé de Bogotá realizado en el año
1987 demostró que si más del 55% de la población bebía alcohol y un 30% fumaba,
no había más que un 1,08% que fumara marihuana, un 0,64% que consumiera bazuco
y apenas un 0,25 % que aspirara cocaína en ese entonces, mientras que hoy, dos
décadas después, también la sociedad colombiana puede ser consumidora. El
despegue experimentado en los últimos años por el consumo de narcóticos en el
interior de un gran número de los países productores o de tránsito indica que
las estrategias en juego son más que vender drogas en el Norte.
El auge del consumo de sustancias
psicoactivas iniciado a partir de los últimos años de los 70 del siglo pasado
trajo como consecuencia, en apenas una década, un incremento de la conflictividad
social que se manifestó de múltiples formas: delincuencia asociada,
entronización de la cultura de la violencia, propagación del VIH/SIDA,
carencias asistenciales o propagación de la droga en las cárceles, etc. Para
hacer frente a ese problema surgieron multitud de iniciativas ciudadanas desde
los más diversos ámbitos geográficos y de actividad (asociaciones vecinales,
grupos profesionales, organizaciones culturales, educativas o religiosas,
etc.), que fueron configurando una tupida red asociativa que pronto se
convirtió en una alternativa a las entidades asistenciales de carácter público.
La dimensión del problema se viene
agravando año tras año, habiéndose consolidado los canales de blanqueo de
capitales que son utilizados para ocultar sus beneficios por traficantes
internacionales y todo un entramado de agentes públicos corruptos (incluidas
fuerzas armadas legales de muchos Estados) ligados a estas actividades. Su
accionar se ve favorecido por la mundialización de la economía y el vertiginoso
desarrollo de las tecnologías de la comunicación, que se traduce en una mayor
facilidad para el movimiento internacional de capitales. A ello contribuye
también la creciente utilización de dólares en los mercados negros, la
tendencia a la desregulación financiera, la consolidación del mercado único
europeo y la proliferación de paraísos fiscales exentos de todo tipo de
control.
3) El botín y sus consecuencias
La adicción a las drogas y su
tráfico ilícito adquieren proporciones alarmantes dado que están afectando cada
vez más a la juventud y a los niños en edad escolar. La situación de indigencia
en que viven amplios grupos sociales marginados, tanto en el Sur como incluso
en los países capitalistas centrales, a los que la sociedad no brinda acceso
regular a bienes ni servicios, constituye la mano de obra barata y más
arriesgada de las redes del narcotráfico.
En las áreas rurales donde se
produce la materia prima para la obtención de las drogas, pese a que la
sustitución de cultivos tradicionales ha dado al campesinado empleo y mejores
ingresos, estos beneficios inmediatos le han costado muy caro: el costo de la
vida en las zonas cocaleras se ha elevado significativamente y el pago en
efectivo ha sustituido a las formas tradicionales de trueque en pequeña escala
y de apoyo mutuo que eran fuente de estabilidad y equidad dentro de las
comunidades indígenas. Igualmente, la introducción de cultivos más rentables
fue dejando de lado o desplazado totalmente los granos básicos. El dinero fácil
y rápido que traen estos nuevos sembradíos va implicando la introducción de
nuevos hábitos alimentarios, dado que se sustituye la dieta tradicional por la
comida comprada fuera del ámbito doméstico, enlatados importados en muchos
casos. Esto, en definitiva, atenta contra la seguridad alimentaria de los
países en que va ganando terreno la producción de las plantas que sirven de
materia prima para las drogas. Por tanto, hecho un balance de los beneficios o
perjuicios que traen estos nuevos cultivos, los primeros son mucho menores que
los segundos en el largo plazo. La ilusión de riqueza inmediata es sólo eso:
ilusión.
En Colombia, por ejemplo, decenas
de millares de nuevos colonos han emigrado desde la cordillera hasta los llanos
del sur para cultivar la coca, trastornando el equilibrio social anterior. Los
productos alimenticios tradicionales como la papa, el maíz y la yuca comenzaron
a escasear a medida que la mano de obra era absorbida por los cultivos
cocaleros. La economía de autoconsumo fue reemplazada por una mercantilizada,
impersonal, muy alejada del espíritu comunitario de las tradiciones campesinas.
De todos modos, los pequeños
productores que surten de la materia prima a las redes que elaboran la droga en
los laboratorios clandestinos, sea la hoja de coca en los Andes
latinoamericanos o la amapola en el Asia Central, no son los “malos de la
película”, y mucho menos los beneficiados económicos. Si hay alguna ganancia
extra por la disponibilidad inmediata de efectivo –en Afganistán se estima que
con la amapola los campesinos pueden ganar hasta seis veces más que con el
trigo tradicional– ello no trae aparejado un verdadero mejoramiento sostenible.
Las penurias que implica esta economía subterránea son demasiado costosas.
“Queremos que Colombia y el
mundo sepan de una vez que nosotros no cultivamos coca por gusto sino porque
nos obligan a ello, y no es la guerrilla la que nos obliga, es el propio
gobierno: no hay alternativas”, declaraba algún campesino cocalero colombiano, según lo
presenta en su muy documentada investigación María Clemencia Ramírez “Entre
el Estado y la guerrilla: identidad y ciudadanía en el movimiento de los
campesinos cocaleros del Putumayo”.
La repercusión social de la droga
y de todos los cambios que ha traído aparejados también se hace sentir en la
estructura del empleo. Sin dudas el negocio de las drogas ilegales es un
empleador importante en Bolivia, Colombia y Perú. Ocupa directamente entre
600.000 y 1.500.000 personas, según diversas estimaciones. Otras fuentes elevan
este número a 1,8 millones, lo cual vendría a representar más de un 4,5% de la
población activa, o sea cerca del 3% de la población total de estos tres
países. De ellas, unas tres cuartas partes son agricultores y cosechadores de
la hoja de coca; casi una cuarta parte son “pisadores” que con los pies descalzos
mezclan las hojas con productos químicos no elaborados, como el queroseno, para
hacer la pasta base; unos cuantos miles trabajan en los laboratorios clandestinos
en los que la pasta se convierte en cocaína refinada. También existe una
considerable cantidad de población ligada al negocio del tráfico y distribución
ocupando distintos puestos: vendedores, personal de apoyo, guardaespaldas;
todos ellos, en actividades consideradas fuera de las leyes, tienen un sustento
asegurado a través del campo de las drogas. Por otro lado, su número crece día
a día. Además, un número mucho mayor de personas obtiene indirectamente sus
medios de vida del efecto multiplicador que se hace sentir en las economías
locales. Pero la figura del “capo”, hoy día tan popularizada como el principal
actor en todo el circuito, es más legendaria que real. En realidad son muy
pocos, y sus fortunas –que, sin dudas, son reales– no son en verdad todo lo que
la maquinaria mediática presenta. Existen, por supuesto, y disponen de grandes
cuotas de poder. Pero hay algo más en todo el “circo”. El narcotráfico no sólo
es negocio de unos cuantos mafiosos. Hay otra agenda ahí, asunto sobre el que
volveremos más adelante.
Otro efecto social de la droga fue
la aparición del “narcoagro”, el cual ha adquirido particular importancia en
Colombia. Los nuevos “barones” de las drogas hacen su conversión en
neoterratenientes con evidentes efectos en la economía agropecuaria y en el
sistema de tenencia de la tierra. En efecto, los estudios acerca del proceso
agrario comenzado por los narcotraficantes coinciden en describirlo como una
“contrarreforma agraria”, ya que, contrariamente a lo buscado por los programas
reformistas, ha vuelto a consolidar una estructura latifundista. Según un estudio
de 1990 de Sarmiento y Morento, a fines de 1988 los narcotraficantes poseían un
millón de hectáreas, es decir un 4,3% de las tierras productivas. La
intervención de la economía de la droga en el negocio de las tierras repercutió
en la forma de tenencia de ésta, ya que aumentó la propiedad (75% en 1960 y 88%
en 1988), y se redujo el arrendamiento (del 9% al 3,2%) y el colonato (del 14%
al 5,6%), en igual período. Con métodos mafiosos, valiéndose de la fuerza
bruta, las narcomafias van obligando a desprenderse de sus tierras a campesinos
o a otros finqueros.
El Departamento Nacional de
Planeación de Colombia indica que el narcotráfico compró o se apropió de
tierras en el 42% de los municipios teniendo en su poder más de 4 millones de
hectáreas de los 9 millones de hectáreas de tierra cultivable existentes en el
país.
Pero además
de un enorme negocio, el tráfico de drogas ilegales tiene otro significado: es
utilizado como mecanismo de control de las sociedades.
4) La sociedad controlada
El negocio de
las drogas ilegales, si bien ya existe desde hace muchas décadas a un nivel más
bien marginal, a partir de su gran explosión en los años 70 del pasado siglo
rápidamente se mostró como algo más que una lucrativa actividad comercial.
Desde el inicio fue ya concebido como “algo más”: nació como un complejo
mecanismo de control social. Grandes poderes decidieron hacerlo entrar en
juego.
Como todos
los fenómenos masivos que ha ido desatando el capitalismo, una vez puesto en
marcha adquirió dinámicas propias; pero en su origen –y eso no ha variado sino
que, por el contrario, sigue siendo alimentado a diario en ese sentido– es un
dispositivo que permite una supervisión del colectivo por parte de los poderes.
Vigilando, supervisando la sociedad en su conjunto, se la puede controlar. O
más aún: llevar hacia donde esos factores de poder desean. En nombre del orden
público, de la seguridad ciudadana –y se podrían agregar ahí varias pomposas
declaraciones en esa línea: resguardo de la moralidad, defensa de los más
sacrosantos valores: de la familia, de la patria, del progreso, de la
prosperidad, etc., etc.– los poderes fácticos tienen en el combate contra un
verdadero peligro social como son las drogas ilícitas un justificativo para actuar.
Como dice
Charles Bergquist –citado por Noam Chomsky– en su obra “Violence in Colombia
1990-2000”:
“la política antidrogas de Estados Unidos contribuye de manera efectiva al
control de un sustrato social étnicamente definido y económicamente desposeído
dentro de la nación, a la par que sirve a sus intereses económicos y de
seguridad en el exterior”.
Se podría
pensar que, como cualquier calamidad de orden natural, también el flagelo del
consumo de estupefacientes es un problema que deben acometer los Estados. Y
tratándose de un problema de orden sanitario, el enfoque que debería primar es
la prevención. Pero vemos que, en forma siempre creciente, el fenómeno es
abordado desde una faceta fundamentalmente represiva. Es más: de hecho, desde
hace ya un par de décadas, ha pasado a ser un problema policíaco-militar, y
para la estrategia global del gobierno de Estados Unidos, el asunto en su
conjunto ha asumido una importancia capital, una línea maestra de su accionar.
O, al menos, eso es lo que se declara oficialmente.
Las drogas ilícitas juegan
el papel de mecanismo de control social en un doble sentido: a) como distractor
cultural, y b) como coartada para el control militar. Ambas vertientes van de
la mano y se retroalimentan una a otra.
El uso de cualquier sustancia
psicoactiva sirve para desconectarse de la realidad. Esto no es nuevo en la
historia de la civilización humana; en mayor o menor medida, por milenios ha
venido aconteciendo. Como distractor de la realidad, como evasivo, la humanidad
ha buscado apoyos químicos que le ayuden a soportar la crudeza de la vida. Y si
bien el abuso de esas sustancias constituye un problema –las adicciones, como
psicopatología, no son un fenómeno nuevo en la historia– la promoción inducida
de su consumo es algo muy moderno. Más aún: la promoción masiva al consumo que
se desarrolló estas últimas décadas a partir de técnicas mercadológicas, no
depende para nada de los consumidores. Por el contrario, hay ahí una estrategia
en juego donde el consumidor ya no decide nada. El que consume, en realidad,
está inducido a consumir. A partir de ello, son los sectores juveniles, por
razones ligadas a su peculiar psicología justamente, los más fácilmente “inducibles”,
los más manipulables.
Lo nuevo en la historia es
la promoción masiva al consumo de drogas ilícitas. Ello no sucede casualmente;
hay un plan que lo sustenta. La cuestión básica entonces pasa a ser: ¿quién y
para qué hace eso? Es ahí donde se empieza a dibujar la idea de “control
social”. Alguien se beneficia de esto, aunque se vea muy satánica la lógica en
que ello se apuntala, muy monstruosa. Pero, ¿quién dijo que el mundo se maneja
con criterios de justicia, respeto o amor? ¿Quién dijo que no hay actitudes
francamente monstruosas en todo esto? Los factores de poder saben sólo de eso:
del ejercicio de un poder que los torna cada vez más impunes. Por tanto:
monstruosos. Y para eso vale todo.
Desde que el capitalismo
cambió la faz del planeta al globalizarse el comercio hace ya varios siglos, y
con las tecnologías cada vez más poderosas que fueron desarrollándose en
consonancia, las sociedades masificadas que surgieron con ese nuevo modelo
económico debieron ser manejadas con nuevas herramientas. La iglesia católica
que dominó durante todo el medioevo europeo ya no alcanzaba para estos fines.
Las sociedades masificadas a que dio lugar el capitalismo, tanto en las
metrópolis como en las colonias del Sur, sociedades que fueron urbanizándose
con enormes concentraciones de población, implicaron una nueva arquitectura
social para los poderes dominantes. En esa perspectiva surgen los medios de
comunicación masivos, quizá la mejor arma para controlar a los grandes colectivos,
más que los ejércitos.
Más
tarde surge también el negocio de las drogas ilegales como política de acción
enfocada a sectores específicos, quizá no tan numerosos como los destinatarios
de los monumentales medios de comunicación, pero posibles de neutralizar a
mucha gente. ¿Qué entender aquí por “neutralizar”? Sencillamente: sacar de
circulación. Las drogas, cualquiera sea, sacan de circulación, desconectan de
la realidad. A veces, por un rato, por un período relativamente corto. Cuando
ya se crea una dependencia de los tóxicos, la desconexión es crónica. Es ese,
justamente, el efecto buscado: un porcentaje determinado de población –jóvenes
en su gran mayoría– “sale de circulación”, queda atontado.
Tal como lo pensaron las
usinas ideológicas del imperio, dentro de su mismo país el usuario tipo de esta
arma de dominación son los sectores marginales, los habitantes de barrios
pobres, en general negros, los grupos que pueden ser disfuncionales al sistema.
Con las drogas –más todo otro arsenal que nunca se abandona, desde medios de
comunicación a policía, etc., etc.– se logra incidir en ese control social. Así
surgió como política para el interior de Estados Unidos, siendo los barrios
urbanos marginales, negros y latinos fundamentalmente; y así se difundió luego
por otros países: los sectores más rebeldes –“rebeldes” en términos de
incorporación al statu quo, más “peligrosos”– fueron los consumidores elegidos.
De ahí que los jóvenes constituyen el mercado “natural” para esta mercadería.
Todo ello posibilita luego
el segundo nivel del control en juego, quizá el más importante: se pasa a
controlar a la sociedad en su conjunto, se la militariza, se tiene la excusa
ideal para que el poder pueda mostrar los dientes: los narcotraficantes,
elevados a la categoría de nuevos demonios, pasan a ser el enemigo a vencer.
El
fenómeno de las drogas ilegales, además de ser sin lugar a dudas un verdadero problema
social y sanitario, es una buena excusa para azuzar miedos irracionales. Sabido
es que, ante el miedo, y más aún: ante el miedo prolongado, ante el terror,
ante una actitud sádica que induce al miedo y lo refuerza reiteradamente, las
respuestas son siempre irracionales. Una población asustada es mucho más
manejable. El poder eso lo sabe, y lo usa. Con las drogas ilegales se puede ver
claramente.
5) Dominación versus
resistencia
Como
parte de sus políticas de dominación global, el imperialismo estadounidense
viene aplicando en forma sostenida ese supuesto combate al negocio de las
drogas ilícitas. Desde que arrancó este circuito de la venta masiva de
sustancias ilícitas, existe la imagen –mítica, creada en buena medida por la
manipulación mediática– que son las bandas ilegales de mafiosos que se encargan
del narcotráfico los principales beneficiarios de todo el negocio. Sin dudas
que esas redes delincuenciales se benefician. Pero hay alguien más que saca
partido de la cuestión. Ese “alguien” no es otro que una estrategia de
dominación surgida en los laboratorios del gran poder imperial del siglo XX: el
gobierno de Estados Unidos. En nombre de la lucha contra ese problema
universal, el imperio desarrolló la estrategia de combate contra esas mafias.
El problema, supuestamente, se ataca de raíz. De ahí que se queman sembradíos
en los países productores de la materia prima. Pero si hubiera un deseo real de
contener el problema sanitario en juego, no se hubiera militarizado el mundo en
función de esta lucha. Y, básicamente, se hubiera hecho descender el nivel de
consumo; pero curiosamente, ese nivel nunca baja. Al contrario, año a año
crece.
“Necesitamos una lucha de
verdad contra el narcotráfico, y convoco a las Naciones Unidas, invito al
gobierno de Estados Unidos a hacer un acuerdo, una alianza efectiva de lucha
contra el narcotráfico y que ya no se use como pretexto la guerra a las drogas
para dominarnos, o para humillarnos, o para tratar de sentar bases militares en
nuestro país so pretexto de lucha contra el narcotráfico”, declaró con vehemencia
el presidente boliviano Evo Morales.
Está claro que si hubiese
un verdadero interés por terminar con el enorme problema socio-sanitario y
cultural que representan las sustancias psicoactivas ilícitas, lo más lógico
sería –como en el caso del alcohol etílico, por ejemplo– permitirlas bajo
determinadas normativas manejadas por los Estados. En otros términos:
despenalizarlas. Pero ello no sucede. Es más: no hay nunca una justificación
creíble de por qué deben continuar siendo ilegales.
Voces
equilibradas en todas partes del mundo llaman a la legalización de las drogas
hoy prohibidas como única manera de acabar con la violencia y las penurias que
traen de la mano en su comercialización ilegal. Incluso los sectores acusados
de promover el narcotráfico, como por ejemplo el movimiento armado colombiano,
han declarado en forma contundente la necesidad de controlar ese negocio.
Revelador al respecto es el comunicado que uno de los grupos armados que existe
en el país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia –FARC– produjera en
marzo del año 2000, documento casi desconocido por la prensa del sistema y que
nos parece oportuno citar:
“Legalizar el consumo de la droga, única
alternativa seria para eliminar el narcotráfico.
Con el desarrollo a ultranza
del capitalismo en su etapa imperialista, que en esta fase de la globalización
hunde en la miseria a la mayoría de la población mundial, muchos pueblos de
importante economía agraria optan por los cultivos de coca, amapola y marihuana
como única alternativa de sobrevivencia.
Las ganancias de estos
campesinos son mínimas. Quienes verdaderamente se enriquecen son los
intermediarios que transforman estos productos en substancias psicotrópicas y
quienes los llevan y realizan en los mercados de los países desarrollados, en
primer lugar el de Estados Unidos de Norteamérica. Las autoridades encargadas
de combatir este proceso son fácil presa de la corrupción, pues su ética
sucumbe ante cualquier soborno mayor de 50 dólares.
Gobiernos, empresarios,
deportistas, artistas, ganaderos y terratenientes, militares, políticos de
todos los pelambres y banqueros se dan licencias morales para aceptar dineros
de este negocio que genera grandes sumas de dólares provenientes de los drogadictos
de los países desarrollados.
El capitalismo ha enfermado la
moral del mundo haciendo crecer permanentemente la demanda de estupefacientes,
al mismo tiempo que las potencias imperiales ilegalizan ese comercio, dada su
incapacidad para producir la materia prima. El ejemplo del mercado de la
marihuana en los Estados Unidos es plena evidencia.
Por ser tan grande la demanda
en sus propios territorios como voluminosa la cantidad de dólares que por este
concepto salen del marco de sus fronteras, erigen el eslabón de producción en
su enemigo estratégico, en grave amenaza para su seguridad nacional. Olvidan
sus propios postulados del libre mercado: la oferta en función de la demanda,
descargando su soberbia contra los campesinos que trabajan simplemente por
sobrevivir pues están condenados por el neoliberalismo a la miseria del
subdesarrollo.
El narcotráfico es un fenómeno
del capitalismo globalizado y de los gringos en primer lugar. No es el problema
de las FARC. Nosotros rechazamos el narcotráfico. Pero como el gobierno
norteamericano pretexta su criminal acción contra el pueblo colombiano en la
existencia del narcotráfico lo exhortamos a legalizar el consumo de narcóticos.
Así se suprimen de raíz las altas rentas producidas por la ilegalidad del este
comercio, así se controla el consumo, se atienden clínicamente a los
fármaco-dependientes y liquidan definitivamente este cáncer. A grandes
enfermedades grandes remedios.
Mientras tanto, deben aportar
fondos suficientes a la curación de sus enfermos, a campañas educativas que
alejen a la humanidad del consumo de estos fármacos y a financiar en nuestros
países la sustitución de los cultivos por productos alimenticios que
contribuyan al crecimiento sano de la juventud del mundo y al mejoramiento de
sus calidades morales.
Pero que no sigan financiando
la guerra a través de políticas como EL PLAN COLOMBIA, criminal estrategia que
le riega más gasolina a nuestro conflicto interno. Que no sigan experimentando
con la vida de nuestros compatriotas regando gusanos que matan toda la
vegetación y en muchas ocasiones a las gentes. Que no continúen fumigando
porque están matando la naturaleza. Que no continúen alterando nuestro precario
equilibrio ecológico. Que no coloquen a los campesinos colombianos de carne de
cañón de sus sucios propósitos, porque los gringos están acostumbrados a hacer
la guerra bien lejos de sus fronteras con cualquier pretexto y a hacer experimentos
criminales con los pobladores de nuestros subdesarrollados países.
Si de verdad quieren liquidar el
fenómeno del narcotráfico, deben ser serios. No utilizar la desgracia de
nuestro atraso como elemento electorero en la lucha de demócratas y
republicanos en los EE.UU. Y menos, como vergonzoso pretexto para justificar
intromisiones en asuntos internos de nuestros países.
Los gobernantes de la potencia
imperial del norte deben dejar su doble moral, su hipocresía y su ambición y
hacerle una real contribución a la humanidad. No deben olvidar que el antiguo
imperio romano pereció por su arrogancia e inmoralidad.
FARC-EJERCITO DEL PUEBLO. PLENO DEL ESTADO MAYOR
CENTRAL
Con Bolívar, por la paz y la soberanía nacional
Montañas de Colombia, Marzo del año 2000”
Si estas
sustancias ilegales producidas a partir de materias primas de países pobres que
no representan un verdadero problema militar para las grandes potencias siguen
procesándose y convirtiéndose en drogas que llegan a los mercados del Norte
como sustancias ilegales, ahí hay “gato encerrado”. El supuesto combate al
narcotráfico, en definitiva, lo único que logra es permitir a la geoestrategia
de Washington poder intervenir donde lo desee. O más exactamente: donde tenga
intereses, o donde los mismos se vean afectados. Terminar con el consumo está
absolutamente fuera de sus objetivos.
Para ejemplo
de esta política de dominación imperial, entre otros, el Plan Colombia. Como
dice David Javier Medina en su obra “El horror de la violencia y el
Apocalipsis del Plan Colombia”: “la aplicación del plan Colombia, la iniciativa
regional andina y la multiplicación de bases militares dadas en América latina
se orientan a buscar la derrota militar de la insurgencia colombiana, las FARC
y el ELN, para desestabilizar y derrocar al presidente Hugo Chávez en Venezuela”.
Dicho
sintéticamente, esta iniciativa no es sino la pantalla legal que necesita la
política neocolonial del gobierno de Estados Unidos para seguir
monitoreando/controlando/reprimiendo las protestas sociales en América Latina,
y eventualmente preparar las condiciones para el dominio continental en función
de los recursos que busca en este subcontinente. “¿Qué hacer para lograr el
dominio político de esa franja que necesita los Estados Unidos para el desarrollo
de un segundo canal como el de Panamá?” –indica Medina en su estudio–. “¿Qué
hacer para apropiarse de más del millón de hectáreas de tierras que están en
Urabá, de las más fértiles de Colombia, para ponerlas a producir, a través de
las trasnacionales, todo tipo de productos agrarios y que puedan salir
libremente para todo el mundo también? (…) Surge un plan Colombia y le
agregan la iniciativa andina, señalando a los tres países más peligrosos para
la seguridad de USA como son Colombia, Ecuador y Venezuela. (…) Van a crear un
corredor acuático y unos grandes oleoductos en la zona fronteriza del estado
Zulia y de Colombia, de Ecuador y de la Amazonia, directamente hacia Estados
Unidos. Eso no se dice, por cuanto explicaría cuál es la verdadera intención en
el desarrollo de esa política militar, el desarrollo del plan Colombia y de la
iniciativa andina”.
Con el consumo
generalizado de sustancias que no desean legalizar, y satanizando su producción
y su tráfico, Washington tiene la excusa perfecta para militarizar/controlar
todas las regiones del mundo que son de su interés. Si la producción de la
planta de amapola se disparó en estos últimos años en el Asia Central,
especialmente en Afganistán, así como la coca en la región andina de
Latinoamericana, básicamente en Colombia, ello obedece a un plan bien trazado
que sirve a su estrategia de dominación: donde hay recursos que necesita
explotar –petróleo, gas, minerales estratégicos, agua dulce, etc.– y/o focos de
resistencia popular, ahí aparece el “demonio” del narcotráfico. Ello es una
política consustancial a sus planes de dominación global, lo cual puede verse
claramente, por ejemplo, en el documento de Santa Fe IV, aparecido en el año
2000, entre cuyos principales mentores está Lewis Tambs –de quien Gabriel
García Márquez dijo que “parecía suponer que Estados Unidos podía demostrar
que narcotraficantes y guerrilleros eran una sola cosa: narcoguerrilleros. Lo
demás era cuestión de mandar tropas a Colombia con el pretexto de apresar a los
unos y combatir en realidad a los otros”–. Dato interesante –y que
sintetiza el sentido último de toda la iniciativa imperial que estamos
analizando–: Lewis, embajador estadounidense en Colombia y más tarde en Costa
Rica, en este último país se involucró profundamente con el apoyo a los
“contras” nicaragüenses, siendo señalado en el posterior informe de la Comisión
Tower como uno de los contactos del Irán-contras-gate, escándalo en el que hubo
tráfico de drogas ilegales para financiar ese ejército contrarrevolucionario
que ayudó a desmontar la revolución sandinista. La hipocresía del doble discurso
no tiene límites, sin dudas.
En esa
patética plataforma ideológica del gobierno republicano de la Casa Blanca puede
leerse, entre otras monstruosidades: “Dado que el narcoterrorismo no ha sido
reconocido como uno de los principales factores de muerte de los ciudadanos
norteamericanos en las últimas décadas, en forma de cocaína y heroína, y dado
que las organizaciones narcoterroristas no han sido identificadas como la
fuerza que impulsa la verdadera guerra química desatada contra los ciudadanos
norteamericanos y como la influencia más corruptora de nuestra fibra moral, la
llamada “guerra contra las drogas” –ese recurso de boca para afuera de la
administración Clinton en forma de unas pocos miles de millones aquí y allá–
sólo logrará, como ha ocurrido hasta ahora, alimentar la corrupción en aquellos
países donde supuestamente estamos ayudando a combatir ese flagelo. Entre
tanto, como aspecto ineluctable de cualquier sociedad, la corrupción por medio
de drogas y, en última instancia, el dinero de las drogas, puede sacar ventaja
hasta del sistema capitalista y democrático más avanzado. Esta es una amenaza
que Estados Unidos no puede permitirse ignorar. (…) El narcoterrorismo es una
simbiosis mortal que desgarra los elementos vitales de la civilización
occidental, no sólo de Estados Unidos. Más aun, desde sus comienzos
relativamente modestos hace unas décadas, el narcoterrorismo se ha vuelto cada
vez más global en su naturaleza, convirtiéndose en una herramienta y un arma
predilecta esgrimida contra Occidente por sus enemigos jurados”.
Preparadas
las condiciones, las intervenciones militares son el próximo paso, casi
natural, “obligado” podría llegar a decirse. Para la lógica de dominación de
Washington, la supuesta defensa de los sacrosantos valores de la civilización
occidental (léase: empresa privada haciendo sus negocios) le “imponen” salir
una vez más a cumplir con su “destino manifiesto”. El motivo puede ser
cualquiera. Ahora el combate contra el narcotráfico llena a cabalidad las
exigencias.
“Las drogas ilegales proveen a
los narcoterroristas ingresos anuales que están entre los 750 y 1.000 millones
de dólares sólo en Colombia. (…) ¿Por qué mantener vivo el mito de que hay diferencia
entre los terroristas y los traficantes de drogas en Colombia? ¿Por qué darles
respetabilidad y legitimidad, manteniendo la ficción de que estos codiciosos
delincuentes tienen una 'agenda social y política'?”, se preguntaba el Santa Fe IV. El
plan Colombia y el plan Patriota son la respuesta a esas preguntas.
Con el
argumento del combate contra un mal de dimensiones apocalípticas como pasó a
ser el narcotráfico, similar al “comunismo internacional” con que se alimentó
la paranoia colectiva durante la Guerra Fría, o el ataque del “fundamentalismo
islámico” y el terrorismo que se abrió con el golpe mediático del 11 de
septiembre del 2001 con la caída de las torres del Centro Mundial de Comercio
de Nueva York, las razones de una militarización global absoluta están
servidas. Por medio de esos combates –universales, totales, perpetuos– queda
trazada la política que se prefigura en los distintos documentos de Santa Fe y
que buscan, luego de la caída de la Unión Soviética, el “nuevo siglo
americano”, es decir: la continuidad de la hegemonía estadounidense para el
siglo XXI.
Gracias a ellas el gobierno de Estados
Unidos puede hacer, virtualmente, lo que desee, con absoluta impunidad:
intervenir, secuestrar en cualquier parte del mundo a sospechosos de
narcotráfico y terrorismo, declarar guerras preventivas. En esa lógica ha
implementado el perverso, infame mecanismo de la “descertificación”. Es decir: un descarado informe anual sobre la calificación que otorga la Casa
Blanca a los gobiernos que, según su parecer, colaboran en el combate contra la
producción y tráfico de drogas –los “certificados”–, lo que se traduce en
beneficios políticos y económicos que como premio les da el imperio, y en
castigos para los que no colaboran con esa política, los que salen
“descertificados”. En ese sentido tiene absoluta vigencia lo planteado
recientemente por las autoridades bolivianas cuando reclaman que “es
importante plantear un nuevo equilibrio en el principio de la responsabilidad
compartida, a fin de que también se aplique la ‘certificación’, por parte de la
comunidad internacional, a los países consumidores que no hayan alcanzado
índices significativos de reducción del consumo”.
Es en esta lógica que el
narcotráfico se descubre como un grandioso, monumental instrumento de control social.
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