El paso de la niñez a la edad adulta,
en ninguna cultura y en ningún momento histórico, es una tarea fácil. Es,
definitivamente, un pasaje duro que necesita de un cierto esfuerzo. Pero en sí
mismo, ese momento al que llamamos adolescencia no se liga por fuerza a la
violencia. ¿Por qué habría de ligarse? La violencia es una posibilidad de la
especie humana, en cualquier cultura, en cualquier posición social, en
cualquier edad. No es, en absoluto, patrimonio de los jóvenes.
Según la Organización Mundial de
la Salud (OMS) la violencia es un creciente problema de salud pública a nivel
planetario que asume formas de lo más variadas. De acuerdo a los datos de esa
organización, cada año más de dos millones de personas mueren violentamente y
muchas más quedan incapacitadas para el resto de sus vidas. La violencia
interpersonal es la tercera causa de muerte entre las personas de 15 a 44 años, el suicidio es
la cuarta, la guerra la sexta y los accidentes automovilísticos la novena. Por
el número de víctimas y las secuelas que produce, la violencia ha adquirido un
carácter endémico y además se ha convertido en un serio problema de salud en
numerosos países, dice la OMS. Además de heridas y muerte, la violencia trae
consigo un sinnúmero de problemas sanitarios conexos: profundos disturbios de
la salud psicológica, enfermedades sexualmente transmisibles, embarazos no
deseados, problemas de comportamiento como desórdenes del sueño o del apetito,
presiones insoportables sobre los servicios de emergencias hospitalarias de los
sistemas de salud. Ampliando la mira, podríamos decir que es un problema no
sólo de salud: es multifacético (educativo-cultural, político, social). Produce
disfunciones sociales, crea modelos de relacionamiento insostenibles, atrae
otras desgracias humanas. La violencia produce más violencia, y ese círculo
vicioso aleja de la convivencia armónica.
En ese marco se inscribe la
violencia juvenil, fenómeno que se expande en todo el mundo con cifras
alarmantes. El aumento de la drogadicción y de la delincuencia asociado a las
pandillas juveniles son síntomas que muestran la magnitud y profundidad de un
problema de adaptación e inserción de los jóvenes en el mundo de los adultos.
Los indicadores de violencia juvenil, además, se van expandiendo peligrosamente
también al mundo infantil, al punto de convertirse hoy en una de las
principales causas de muerte de la población entre los 5 y 14 años de edad. A
nadie sorprende ya que haya sicarios profesionales a una edad de 12 o 14 años.
La violencia no
es nueva en la historia de los seres humanos, ni tampoco la dificultad de
atravesar el período de la adolescencia. De todos modos, lo que resalta como
altamente preocupante es la ecuación que se va estableciendo –cada vez con
fuerza más creciente– entre juventud y violencia. Crece el desprecio por la vida,
y las nuevas generaciones absorben cada vez más violencia. ¿Por qué? Y más aún:
¿qué hacer?
El problema es especialmente
complejo, siendo imposible entenderlo –y menos aún aportarle alternativas de
solución– a partir de un prejuicio criminalizador donde los jóvenes son los
culpables. En todo caso debemos partir de la premisa que crece la violencia, y
los jóvenes lo expresan de un modo más trágico, más explosivo que otros
sectores. Las armas que utilizan o las drogas que consumen las producen
adultos, no olvidarlo.
La sociedad
capitalista moderna, hoy expandida globalmente, ha representado enormes avances
en la historia humana. Los progresos técnicos de estos últimos siglos son
fenomenales y contamos hoy con una potencialidad para resolver problemas que no
se había dado en millones de años de evolución. También crece el avance social;
hoy día existen legislaciones racionales que favorecen como nunca las relaciones
humanas: ya no dependemos de los caprichos del emperador de turno, existen
sistemas de previsión y seguros, hemos avanzado en el campo de los derechos
humanos, se legisla cada vez más sobre la vida y la muerte. Pero el malestar y
la violencia continúan.
Si bien existen
cada vez más comodidades materiales, asistimos también a un creciente vacío de
valores solidarios, de desprecio de la vida (si no, no serían causa de muerte
tantos hechos violentos como se mencionaba más arriba, a lo que habría que sumar
el crecimiento imparable del consumo de drogas y de armas). En las
complejísimas sociedades urbanas de hoy, moldeadas cada vez más por los medios
masivos de comunicación –que ya avanzaron en la escala y no son más el
"cuarto poder", constituyendo hoy el corazón de lo que se ha dado en
llamar "guerra de cuarta generación"–, crecientes cantidades de
jóvenes se enfrentan a un malestar difuso, ausencia de perspectivas, a un
inmediatismo hedonista. Sin caer en visiones apocalípticas ni en moralismos
ramplones, y sin generalizar, vemos que una parte significativa de la juventud
–no toda, por supuesto, pero el fenómeno aumenta– se encuentra a gusto en
formas violentas de relacionamiento.
Hay un
estereotipo prejuicioso que liga jóvenes con infractores. Obviamente eso es
prejuicio, puro y descarado prejuicio. Pero lo que efectivamente sí sucede es
que cantidades cada vez más numerosas de adolescentes encuentran normal la violencia.
En ese horizonte no es tan quimérico ver la delincuencia –y si se quiere: la
integración de pandillas juveniles– como una consecuencia posible, como una tentación
incluso, siempre a la mano.
Las pandillas
son algo muy típico de la adolescencia: son los grupos de semejantes que le
brindan identidad y autoafirmación a los seres humanos en un momento en que se
están definiendo las identidades. Siempre han existido; son, en definitiva, un
mecanismo necesario en la construcción psicológica de la adultez. Quizá el
término hoy por hoy goza de mala fama; casi invariablemente se lo asocia a banda
delictiva. De grupo juvenil a pandilla delincuencial hay una gran diferencia.
Pero no hay ninguna duda –ahí están los datos hablando por sí solos– que las
pandillas con conductas delincuenciales crecen. Es un fenómeno nuevo, de unas
décadas para acá, que va de la mano de un aumento de ciertas formas de
violencia que inundan el mundo.
El fenómeno se
da más en los estratos sociales pobres, pero también puede verse en capas
acomodadas. En su génesis se encuentra una sumatoria de elementos: necesidad de
pertenencia a un grupo de sostén, dificultad/fracaso en su acceso a los códigos
del mundo adulto; la pobreza sin dudas, sin que sea eso lo determinante. Pero
en muy buena medida –quizá lo definitorio– se encuentra como causa la falta de
proyecto vital; y por supuesto eso es más fácil encontrarlo en los sectores pobres,
siempre expuestos a la sobrevivencia en las peores condiciones. Jóvenes que no
encuentran su inserción en el mundo adulto, que no ven perspectivas, que se
sienten sin posibilidades a largo plazo, pueden entrar muy fácilmente en la lógica
de la violencia pandilleril. Una vez establecidos en ella, por distintos
motivos, se va tornando cada vez más difícil salir. La sub-cultura atrae
(cualquiera que sea, y con más razón aún durante la adolescencia cuando se está
en la búsqueda de definir identidades).
Constituidas las
pandillas juveniles –que son justamente eso: poderosas sub-culturas– es difícil
trabajar en su modificación; la "mano dura" policial no sirve. Por
eso, con una visión amplia de la problemática juvenil, o humana en su conjunto,
es inconducente plantearse acciones represivas contra esos grupos. De lo que se
trata, por el contrario, es ver cómo integrar cada vez más a los jóvenes en un
mundo que no le facilita las cosas, que se les hace hostil, los rechaza. Es
decir: crear un mundo para todos y todas.
La violencia es
algo siempre posible en la dinámica humana; en los jóvenes –por su misma
situación vital– ello se potencia. Las sociedades capitalistas modernas, las
urbanas en especial, con su invitación/exigencia al consumo disparatado (¿para
qué hay que consumir tanto?), son una bomba de tiempo respecto a la violencia
si no democratizan las posibilidades reales para todos sus miembros. La
violencia estructural del sistema genera violencia interhumana igualmente loca,
sin sentido. Si, como dice Eduardo Galeano, "la
televisión te hace agua la boca y la policía te corre a bastonazos";
es decir: si los modelos de desarrollo social crean esta locamente injusta
realidad que es el mundo que vivimos, entonces uno de los síntomas posibles de
esa exclusión de base es la violencia por la violencia misma tan fácilmente
constatable en esos peculiares clubes que son las pandillas juveniles.
Un rubio
"cabeza rapada" con su ropa negra, cadenas y estandartes nazis en
Europa, o un tatuado consumiendo crack en cualquier ciudad estadounidense o
latinoamericana –negro, rubio o latino, es lo mismo– hablan de la inviabilidad
de los modelos de desarrollo que el capitalismo ha forjado. ¿Por qué hay que
demostrar la valentía en peleas callejeras? ¿Por qué hay que consumir cada vez
más drogas y más fuertes? ¿Por qué se llega a un tal alto desprecio por la
vida? ("La naranja mecánica"
de Kubrick hace más de 30 años adelantaba lo que hoy puede verse cada vez más
comúnmente en Los Ángeles, San Salvador o Río de Janeiro).
Dato curioso: en
las experiencias socialistas –quizá, hay que reconocerlo, muchas de ellas
monstruos para olvidar y no repetir nunca jamás– no se da el fenómeno. ¿Son más
felices ahí los jóvenes? No necesariamente; pero dentro de la humildad de
medios hay más posibilidades. Lo que queda claro es que cuanta más exclusión se
genera –violencia, sin dudas– más violentos son, para decirlo en términos
psicoanalíticos, los síntomas del retorno de lo reprimido.
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