Hace un año, nuestro compañero Hugo Blanco decidió morirse.
Con el cuerpo agotado por su incansable andar, aceptó la muerte con la misma valentía y naturalidad con que la había enfrentado tantas veces.
Lo quiso matar el estado, el gran capital y también cada pequeño reyezuelo al que se enfrentó. Pero la gente le quería y le cuidaba.
La madre tierra también lo quería y lo protegió en medio de la guerra contra los pueblos y sobrevivió siempre.
Era terco Hugo y el 25 de junio quiso irse y se fue.
Quienes lo conocían lo vieron irse muchas veces.
Estaba sentado, tal vez en una plaza o comiendo en un mercado,
y se le acercaban para decirle,
“¿Es usted Hugo Blanco? En mi pueblo estamos luchando.”
Entonces sacaba su libretita, buscaba en su agenda
el día más próximo posible y para allá iba.
Sabía que su presencia daría fuerza y confianza.
Luego partía, hacia otra lucha local. La defensa de un río, de una laguna, de un bosque; la lucha por el acceso al agua, a la tierra.
No creía en partidos políticos, ni proyectos nacionales, ni grandes líderes.
“Ahora lucho por la Tierra con mayúsculas,
porque la humanidad no se extinga”, decía.
Era testarudo Hugo y tras conocer la experiencia de la lucha indígena
en toda el Abya Yala, el Kurdistán y el mundo,
no pensó nunca más en que hubiera otro camino para la humanidad
sino el que marcan los pueblos y las gentes arraigadas a un territorio.
Para entramar esas luchas y resistencias,
para visibilizar la gesta de los miles de pueblos y comunidades
que enfrentan el ataque del capitalismo contra la madre tierra
sobre sus propios ríos, sus propios campos, sus propios cuerpos;
Hugo fundó Lucha Indígena.