por Marcelo Colussi
La Psiquiatría es una especialidad médica moderna, nacida en Europa hacia el siglo XVIII. En realidad, es una práctica destinada a mantener un orden social y no tanto, en sentido estricto, una prestación biomédica. Surge en las sociedades que pasan del Medioevo hacia ordenamientos urbano-industriales (Inglaterra, Francia, Alemania), erigiéndose en sancionadora de aquel que escapa a esa lógica de alineamiento con los nuevos paradigmas que van imponiéndose: “todo el mundo a trabajar a la ciudad en la industria naciente. Todo el mundo a consumir lo que esa industria produce”. Para una sociedad que empieza a masificarse, a uniformizarse, que pasa de lo rural a la aglomeración urbana, hay que estar “bien ajustado” a los patrones dominantes. Lo bucólico del campo se reemplaza por la competitividad/movimiento/rapidez de la vida citadina. Quien no entra en esos parámetros y se adecúa correctamente, queda fuera, está “loco”. Así surge la Psiquiatría, como la “policía” social encargada de dictaminar quién entra y quién no, quién está ajustado, y quién escapa a esa uniformización.
El médico psiquiatra, munido de un discurso pretendidamente científico amparado en las ciencias biológicas en medio del marcado positivismo dominante, clasifica y ordena el mundo. Los “locos”, es decir quienes se salen de la norma, “se salen de lugar” (“locus” significa “lugar” precisamente, en latín), van a parar al lugar específico para mantener todo ese “desorden humano”: el hospital psiquiátrico, o loquero (lugar para poner locos).
La “locura”, por tanto, no es sólo lo que hoy denominaríamos enfermedad mental; es todo aquello que “sobra” en la lógica dominante. Así, describiendo a la Salpêtrière en el siglo XVIII –el mayor asilo de Europa de ese entonces, ubicado en París–, Thénon (citado por Michel Foucault) dice: “acoge a mujeres y muchachas embarazadas, amas de leche con sus niños; niños varones desde la edad de 7 u 8 meses hasta 4 o 5 años; niñas de todas las edades; ancianos y ancianas, locos furiosos, imbéciles, epilépticos, paralíticos, ciegos, lisiados, tiñosos, incurables de toda clase, etc.” La Psiquiatría nació para clasificar los “buenos” y los “malos”, ordenando el mundo a partir de ello. Hoy se especializa en clasificar “disfunciones” psicológicas, pero siempre en esa lógica de los “integrados” y los “fallados” (¿“buenos” y “malos”?). ¿Por eso asustará tanto esta rama médica? Ir al psiquiatra es ir a buscar el certificado de “raro”, de posible excluido. En principio, la Psiquiatría no está tanto para “curar”(en realidad, no sabe bien qué hacer con la locura –¿chaleco de fuerza?, ¿baños de agua fría?, ¿electroshock?, ¿lobotomía?, ¿chaleco químico?, ¿consejo paternalista?, ¿internación y cura de sueño?–) sino para dictaminar. El psiquiatra forense decide quién está en sus cabales o no: firma un certificado de defunción social. El declarado insano mental pierde sus derechos civiles.
A partir de presupuestos biológicos centrados en el campo de la enfermedad, es decir: en el proceso mórbido que rompe una normalidad (una homeostasis), se pudo construir una edificación diagnóstica que sanciona quién está “sano”, quién está “en equilibrio”, y quién se sale de esa norma. Así tenemos el nacimiento de la psiquiatría clásica en el siglo XVIII buscando su credencial científica. El médico alienista, amparado en un saber médico (en realidad, en una clasificación que recuerda más a la taxonomía botánica que a una lectura profunda del drama humano) dictamina quién puede vivir en sociedad y quién es un “insano”. Las clasificaciones psiquiátricas se basan en una preconcebida –y nada crítica– idea de normalidad. De ahí que cualquier cosa que se aleje del paradigma propuesto como normal puede ser enfermo. Y antojadizamente, ahí puede entrar lo que se desee.
Estas clasificaciones psiquiátricas dan para todo. Por ejemplo, el Trastorno disfórico premenstrual (molestias anímicas previas a la menstruación: irritabilidad, ansiedad, etc.), ¿constituyen una enfermedad mental? En los manuales de Psiquiatría aparecen. La idea de “normalidad” psíquica es bastante difusa, innegablemente.
“Normalidad”: idea limitada, problemática sin dudas, que merece ser repensada. ¿Qué clasifican las clasificaciones psiquiátricas? O dicho de otro modo: ¿de qué enfermedad nos hablan? La ideología psiquiátrica parte de supuestos cuestionables, de una determinada normalidad, una homeostasis psíquica podría decirse, que se rompe y que puede ser restaurada. Incluso hay toda una Psicología que aborda el tema con similar ideología. Y ahí tenemos el amplio campo de lo que, quizá provocativamente, podría llamarse Psicología de la Felicidad, o más aún: “palmaditerapias”: hay una normalidad por un lado, feliz y libre de conflictos, y hay enfermedad en su antípoda. La misión de quien trabaja en el campo siempre complicado de definir de la Salud Mental sería el técnico que restaura la felicidad o el equilibrio perdido. Las clasificaciones psiquiátricas serían el manual para el caso.
Profundizando en la crítica, intentando mostrar la cuota de ideología cuestionable que pueden guardar esas clasificaciones –y por tanto la idea de salud y enfermedad subyacentes–, Néstor Braunstein, psicoanalista argentino radicado en México, citaba un texto de Jorge Luis Borges muy elocuente al respecto. Decía el poeta en su libro Otras Inquisiciones: “En las remotas páginas de cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos está escrito que los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”. La taxonomía psiquiátrica, aquella que mide y decide sobre quién está sano y quién está enfermo en este resbaladizo campo, no pareciera muy distinta. Se clasifica el malestar, podríamos decir; se clasifica el eterno conflicto que nos constituye, siendo que todo eso no es “una enfermedad” en sentido biológico sino nuestra humana condición. ¿Se le puede poner números, valores, niveles al malestar? ¿Nos ayuda a resolverlo esa ilusión métrica? Por cierto, no otra cosa son los tests a que están tan acostumbrados los psicólogos, que, en algún nivel, bien podrían definirse como “auxiliares médicos tomadores de tests”.
¿Quién puede estar sano de inhibiciones, síntomas y angustias varias? ¿Quién es más “normal”: el que fuma o el que no fuma? ¿El homosexual declarado, el que lo fustiga, el que lo acepta? ¿Y qué debe hacerse si nuestro hijo o hija nos declara que es homosexual?
El campo de la llamada “enfermedad mental” es, sin lugar a dudas, el ámbito más cuestionable y prejuiciado de todo el ámbito de la salud. “Yo no estoy loco” es la respuesta casi automática que aparece ante la “amenaza” de consultar a un profesional de la Salud Mental. Aterra al sacrosanto supuesto de autosuficiencia y dominio de sí mismo que todos tenemos, la posibilidad de sentir que uno “no es dueño en su propia casa”, como diría Freud. Pero Sigmund Freud, justamente, fundador del Psicoanálisis, jamás escribió una definición acabada de normalidad. Cuando fue interrogado sobre ello, escuetamente se limitó a mencionar la “capacidad de amar y trabajar”como sus notas distintivas. Por cierto que “lo normal” es problemático; eso remite obligadamente a la finita condición humana, donde los límites aparecen siempre como nuestra matriz fundamental. Muerte y sexualidad son los eternos recordatorios de ello, más allá de la actual ideología de la felicidad comprada en cápsulas que el mundo moderno nos ofrece machaconamente. Y recordemos que existe toda una “ingeniería humana” dedicada a buscar ese estado de no-conflicto. Las terapias que buscan ese paraíso, por cierto, son funcionales a esa búsqueda. Y los libros de autoayuda y superación personal se venden por millones.
La última edición (la quinta) del Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, habitualmente conocido por su sigla en inglés DSM, en buena medida “libro sagrado” de la Salud y la Enfermedad Mental, al menos en la región donde la presencia cultural-académico-científica del Gran Hermano es casi total, es decir: buena parte de Latinoamérica, además de Estados Unidos, presenta en forma creciente nuevos “cuadros psicopatológicos”.
Ante ello, alrededor de 2,000 trabajadores de la Salud Mental de distintas partes del mundo, encabezados por el psiquiatra infantil Sami Timimi, a través de la plataforma Change.orgreaccionaron reciamente abriendo una dura crítica contra esta ideología. De esa cuenta dieron a conocer un fuerte comunicado titulado “No más etiquetas diagnósticas”, donde llaman a desconocer las clasificaciones psiquiátricas. “El diagnóstico en salud mental, como cualquier otro enfoque basado en la enfermedad, puede estar contribuyendo a empeorar el pronóstico de las personas diagnosticadas, más que a mejorarlo”, dicen enérgicos en su proclama. “En lugar de empeñarnos en mantener un línea de investigación científica y clínicamente inútil, debemos entender este fracaso como una oportunidad para revisar el paradigma dominante en salud mental y desarrollar otro que se adapte mejor a la evidencia”. Es así que proponen un enfoque de “recuperación” o “rehabilitación”, en vez de un modelo de enfermedad y de clasificación diagnóstica.
Sin dudas este manual, el DSM, en cualquiera de sus versiones, pasó a ser palabra sagrada en este campo siempre resbaladizo de las “enfermedades mentales”. Ejemplos sobran. El hoy día tan conocido “trastorno bipolar” hace unos años ni siquiera figuraba en las taxonomías psiquiátricas. Cuando apareció, se calculaba que el 1% de la población lo padecía; en la actualidad esa cifra subió al 10%. Y el trastorno bipolar pediátrico en unos pocos años creció “¡alarmantemente!” Pero… ¿estamos todos tan locos…., o se trata de puras estrategias de mercadeo? Antes de la aparición de los antidepresivos, por ejemplo, en Estados Unidos se consideraba que padecían “depresión” 100 personas por cada millón de habitantes; hoy día, esa cantidad subió a 100 mil por un millón. Es decir: un aumento del 1,000%; por tanto, 10% de su población consume antidepresivos, el doble que en 1996. Repitamos la pregunta: ¿estamos todos locos…., o son muy aceitadas estrategias de mercadeo? ¿Cuál es el modelo de Salud Mental que está a la base de todo esto y posibilita estas acciones?
Necesitamos poner orden en el abigarrado campo del sufrimiento psicológico. La jurisprudencia, por ejemplo, tiene imperiosa necesidad de contar con una guía clara que permita decir si alguien está “loco” o no, si alguien es dueño de sus actos y se lo puede condenar por un delito, o no. De ahí que la taxonomía que puede usar, por ejemplo, un perito forense, es imprescindible. Ahora bien: ¿hasta qué punto ello es útil para abordar el sufrimiento humano, la angustia, la psicopatología en su sentido más amplio? Las clasificaciones psiquiátricas no siempre y necesariamente ayudan en ese cometido de ordenar ese abigarrado y complejísimo campo del sufrimiento psicológico. Quizá pensar en las estructuras de base según el acceso a la Ley planteadas por el psicoanálisis (es decir: neurosis, psicosis y psicopatías, según el procesamiento de la castración) puede resultar más funcional para la práctica psicológica. Extraviarse en los centenares de “trastornos” que mencionan los manuales, puede ser útil, fundamentalmente, a las empresas farmacéuticas.
Llegados a este punto puede verse que la proliferación de “enfermedades mentales” es llamativa. Cada nueva edición del manual psiquiátrico estadounidense crece en número de trastornos. ¿Cómo puede explicarse eso? No parecieran, precisamente, nuevas entidades gnoseo-patológicas, nuevos “descubrimientos” que la ciencia aporta, sino estrategias de comercialización de nuevos productos farmacológicos, bien presentados, bien empaquetados. Más que surgidas de la investigación clínica, parecen nacidas de los departamentos de mercadeo de los grandes laboratorios. Crecería así el número de entidades mórbidas, por lo que crece la oferta psicofarmacológica de las empresas dedicadas al ramo. Lo mínimo que puede decirse es que eso huele raro. La Psiquiatría, indudablemente, da para todo. También para hacer buenos negocios. Y como todo el campo de la “locura” asusta mucho, repele, estigmatiza, mejor no hablar del asunto.
Pero quizá es bueno hablar. El silencio no es salud.
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Bibliografía
“Abolir la esclavitud del diagnóstico por mandato”.
Braunstein, N. (1980) “Psiquiatría, teoría del sujeto, psicoanálisis. Hacia Lacan”. México: Edit. Siglo XXI.
Foucault, M. (1998) “Historia de la locura en la época clásica”. Bogotá: Fondo de Cultura Económica.
Freud, S. (1991) “El malestar en la cultura”. Madrid: Biblioteca Nueva.
Leon-Sanromà, M.; Mínguez, J.; Cerecedo M. J. y Téllez, J. “¿Nos pasamos al DSM-5? Un debate con implicaciones clínicas, sociales y económicas”.
Malpica, C.; De Lima Salas, M. A. y Mobilli Rojas, A. “El manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Psiquiátrica Norteamericana. Una aproximación crítica a su quinta edición (DSM 5)”. Disponible en: https://www.researchgate.net/profile/Rojas_Malpica_Carlos/publication/282218655_El_manual_diagnostico_y_estadistico_de_los_trastornos_mentales_de_la_Asociacion_Psiquiatrica_Norteamericana_Una_aproximacion_critica_a_su_quinta_edicion_DSM-5/links/5608334a08ae8e08c094604c/El-manual-diagnostico-y-estadistico-de-los-trastornos-mentales-de-la-Asociacion-Psiquiatrica-Norteamericana-Una-aproximacion-critica-a-su-quinta-edicion-DSM-5.pdf
Sandín, B “DSM-5: ¿Cambio de paradigma en la clasificación de los trastornos mentales?” Disponible en: http://revistas.uned.es/index.php/RPPC/article/view/12925/11972
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