La situación social de las mujeres es un problema que afecta a ellas primera y principalmente, pero no restringe su abordaje y posible solución al ámbito femenino. Por el contrario, es una problemática de corte social que involucra por fuerza a la totalidad de la población, varones incluidos.
Aclaremos rápidamente, evitando malentendidos, que ello no significa que la solución esté en manos masculinas. Lo importante a destacar es que, aunque son las mujeres quienes llevan la peor parte, la comunidad en su conjunto se perjudica ante el hecho discriminatorio, ante esta inequidad de géneros. Si se aborda profundamente el problema, la conclusión obligada confronta primeramente a los varones, en tanto los discriminadores; pero en otro sentido: a la sociedad como un todo, pues la historia generó esas formas de organización marcadas hondamente por una ideología machista-patriarcal.
Las diferencias sexuales anatómicas conllevan otras tantas diferencias psicológicas; pero esto no explica, y mucho menos justifica, la posición social del género femenino. Ninguna conducta humana puede concebirse solamente en términos biológicos. Aunque este determinante exista -el macho, en muchas especies animales, es más fuerte que la hembra, también entre los humanos-, se dan otros procesos que posicionan culturalmente a las mujeres.
Como una constante en diversas civilizaciones, las mujeres se ven sometidas a un papel sumiso ante la imposición varonil. No significa “papel secundario”, pues su quehacer es básico al mantenimiento del grupo social, pero sí ausente en la toma de decisiones. Hasta ahora las mujeres, como género, han estado excluidas del ejercicio del poder. Los trabajos femeninos, en esta concepción patriarcal, se consideran secundarios, poco “importantes”.
En el ámbito humano, el horizonte desde donde se estructuran las conductas está regido por algo no exclusivamente biológico, y que en términos de ordenamiento macho-hembra no responde tanto a realidades anatómicas sino a posicionamientos subjetivos, propios del campo simbólico, no del orden físico-químico. El machismo, en tanto una posibilidad de relaciones entre hombres y mujeres, no tiene ningún fundamento genético.
En otros términos: en lo humano no hay correspondencias biológico-instintivas entre machos y hembras sino ordenaciones entre “damas” y “caballeros”. El acoplamiento no está determinado/asegurado instintivamente. Tiene lugar, pero no siempre (hay relaciones homosexuales, hay voto de castidad, hay psicopatología en esto); y no necesariamente está al servicio de la reproducción (eso es, antes bien, una eventualidad; la mayoría de los contactos sexuales no buscan la procreación). Masculinidad y femineidad son construcciones simbólicas, arraigadas en la psicología de los humanos y no en sus órganos sexuales externos. La cuestión de géneros se desenvuelve en el campo social.
En las distintas culturas que podemos constatar hoy, actuales o vistas en retrospección, los estereotipos de género se repiten sin mayores variedades: masculino = poderoso, activo; femenino = sumiso, pasivo. El poder es masculino; así como lo son también la guerra y las distintas manifestaciones de sabiduría (las filosofías, las ciencias, las teologías, las artes), que no son sino otra forma de expresión de aquél. El papel de las mujeres es hacer hijos y ocuparse de los quehaceres domésticos; la sabiduría femenina queda confinada a la reproducción y al hogar. Lo increíble, para decirlo de algún modo, es que esas acciones, básicas para toda la especie, quedan relegadas como “de menor cuantía”. Las cosas “importantes” son varoniles; la historia se cuenta en términos de gestas viriles: conquistas, descubrimientos, invenciones, victorias; pero nunca como logros domésticos.
Pero quizá los varones no son tan “malos”, pues no se trata de la maldad o bondad de nadie. La cultura machista dominante en toda la historia no es responsabilidad directa de ningún varón concreto en tanto sujeto “malvado”. Es un producto colectivo, e incluso las mujeres contribuyen a su sostenimiento, reproduciendo -sin saberlo- los seculares patrones de género a partir del seno familiar. Esto no significa, por supuesto, que los varones concretos estén al margen del problema. El machismo, la violencia y discriminación de género, los golpes y la opresión vienen desde un lado muy claramente definido (los hombres); y también es muy claro quién lleva las de perder en todo esto (las mujeres). Pero, retomando la idea inicial, he ahí un problema que incumbe a la totalidad del colectivo social.
De donde han surgido las primeras críticas a esta injusticia estructural ha sido el campo femenino. Aunque siendo consecuentes con un pensamiento progresista, todos podemos (debemos) aportar algo en la lucha contra esa inequidad, también los varones. No se trata de hacer un masculino mea culpa histórico (lo cual, por otro lado, no estaría de más, al menos como gesto), sino de propiciar, con la amplitud del caso, una nueva actitud de reconocimiento de esa exclusión. La solución al problema de la discriminación de género no está solo en manos de los hombres, obviamente. Pero si de reacomodos en la distribución de los poderes se trata, el segmento masculino de la población tiene mucho que ver con lo que está en juego en esa dinámica. Por ello una nueva masculinidad es imprescindible.
Está claro que no puede haber derechos humanos si no hay derechos de las mujeres. Lo curioso (¿preocupante?) es que el campo mismo de los derechos humanos hasta recientemente fue casi exclusivamente de orden varonil. El mismo marxismo, sin dudas la ideología contestataria más radical que haya surgido (“una crítica implacable de todo lo existente”, pedía Marx) no confirió un lugar importante a los derechos de género, sino que los subordinó a la lucha de clases. La experiencia del socialismo real (el derrumbado y el que todavía persiste, con sus variantes particulares) es muy aleccionadora al respecto: allí hay una agende pendiente. El machismo atraviesa toda la sociedad planetaria.
Igualar los derechos de las mujeres con los de los hombres no significa “masculinizar” la situación de aquéllas. Hay cierta tendencia a identificar las reivindicaciones de género con una lucha por la equiparación en todo sentido (y de allí a la peyorización de la misma, un paso; conclusión inmediata: el movimiento feminista es un movimiento de lesbianas). Los derechos de las mujeres son derechos específicos en cuanto género, distintos y con particularidades propias por su condición diferente en relación a los hombres. En esto se incluye su carácter particular de madre, de lo que se siguen derechos específicos relacionados a salud reproductiva, punto medular que sostiene al machismo: los hijos son “de” las mujeres, el varón es el semental, aunque luego deben llevar el apellido -marca de propiedad- masculino. Ellas se encargan de parirlos y criarlos; los hombres están en cosas “más importantes”.
No debe perderse de vista que los derechos de las mujeres son derechos universales en tanto seres humanos: derecho a disponer de su cuerpo, a ser considerada como sujeto y no como objeto, junto a todos los otros derechos considerados universales: derechos civiles, derechos económicos, etc. ¿A algún varón se le ocurre que no es él quien puede decidir cuándo tener relaciones sexuales? Pareciera que no; he ahí un derecho intrínseco a su condición masculina. ¿Por qué no es lo mismo con las mujeres?
Las sociedades conocidas ofrecen todas diversas injusticias; pero se recalcan mucho más las de índole económica. La exclusión de género no es, en principio, vista con la misma intensidad. Claro está que esa mirada es siempre masculina. Las construcciones sociales, y sus correspondientes niveles de crítica, han sido masculinizantes. No olvidemos que al hablar de marginación de género estamos refiriéndonos nada menos que a la mitad de la población, lo cual no es poco.
El mundo no es un paraíso precisamente; son muchas y muy variadas las cosas que podrían o deberían cambiarse para mejorar las condiciones de vida. Evidentemente las económicas son relevantes, a no dudarlo. Pero quizá esto solo no alcance. Los países prósperos del Norte han superado problemas que en el Sur todavía son alarmantes. A partir del capitalismo, sistema hoy absolutamente hegemónico dada la globalización de la vida humana, el impulso que ha ido tomando el desarrollo científico-técnico y económico en los últimos años es realmente espectacular; en un par de siglos la Humanidad “avanzó” lo que no había hecho en milenios. Pero cabe una pregunta: ese modelo masculino de desarrollo, heredero de una tradición beligerante y conquistadora de la que no ha renegado, no ha solucionado problemas ancestrales. La distribución de poderes entre géneros está aún muy lejos de ser equitativa. Conquistamos todo: planetas, conquistas científicas. ¿Varón conquistando mujeres?
El género es social, no se apuntala en ninguna base anátomo-fisiológica. Apunta, ante todo, a fijar las relaciones culturales y jurídicas de los sujetos que detentan un determinado sexo biológico pero que, en tanto seres históricos, tienen una determinada identidad que no responde automáticamente a una realidad orgánica. Hombres y mujeres no somos iguales (lo cual hace menos aburrido el mundo); pero no hay diferencias sociales, jurídicas y políticas -o al menos no hay nada que justifique esas diferencias- entre los géneros.
Mientras no se considere seriamente el tema de las exclusiones -todas, no sólo las económicas, también la de género al igual que las étnicas- no habrá posibilidades de construir un mundo más equilibrado. Dicho en otros términos: el machismo patriarcal del que todos somos representantes, el modelo de desarrollo social que en torno a él se ha edificado -bélico, autoritario, centrado en el ganador y marginador del perdedor- no ofrece mayores posibilidades de justicia. Trabajar en pro de los derechos de género es una forma de apuntalar la construcción de la equidad, de la justicia. Y sin justicia no puede haber paz ni desarrollo, aunque se ganen guerras y se conquiste la naturaleza.
Obviamente no se trata de invertir los poderes, sino de terminar con los poderes opresivos.
Material aparecido originalmente en Wall Street International, 6 de marzo de 2017.
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