“Mi pequeño colibrí” (Beatriz Palmieri, plástica) |
ELLA CREE Y NO CREE
Ella va por la vida con paso cansado arrastrando penas y alegrías, portando como autodefensa permanente una sola arma bien cargada, prolijamente controlada como para que nunca falle si hace falta: su sonrisa.
Ella cree que hay castigos y no juicios, pero no cree en dioses ni en demonios aunque crea que algo, más allá de lo tangible, puede andar circundando cada momento que transcurre, mientras el tren de la vida tritura guijarros con dirección efectiva entre las vías.
Ella sabe que hay gente que se viste con piel de cordero, pero es lobo feroz. Y sabe que existen flores y también plantas carnívoras, pero no cree que devoren hombres, sino insectos. Cree en entelequias, pero no cree en perfecciones aunque jamás profundizó en esquemas filosóficos.
Ella cree que hay noche y que hay día, que hay luna, hay sol y que hay estrellas. Que hay amor y que hay odio, que hay bien y hay mal. Que hay sinceridad e hipocresía.
Ella no cree que lo blanco siempre es bueno o que lo negro, indefectiblemente, es malo; ella no cree en estigmatizaciones aunque sabe muy bien que sí, existen.
Ella anda sola aunque a su lado caminen montones de personas, siendo esa soledad su amiga inseparable por esas cosas tan extrañas de los andares. No acostumbra pedir, rogar y mucho menos suplicar, trata de ser racionalmente irracional, o quizás, irracionalmente racional aunque en realidad cree que no lo ha logrado, todavía.
Podrá parecer extraña, misteriosa, trashumante, pero yo miro sus ojos y leo en ellos como quien dirige su mirada a un libro abierto. Y conozco su pena, la última, la más desgarradora entre otras no menos desgarrantes. La que le permitió deducir, sin tanto esfuerzo, que una gran pena arruina, muchas veces, a la más bella alegría. Lo aprendió como quien asimila una lección dictada a cachetazos un día en que frente al mar se le ocurrió contarme que ella cree y no cree cuando se trata de diferenciar a la vida de la muerte.
Me contó que hubo una vez en la que un pequeño colibrí le susurró al oído antes de emprender un viaje hacia la nada.
-Mi pequeño colibrí, me dijo ella:
-Fue una mañana de aquellas que uno no quisiera sufrir de ningún modo. Quedó como tatuada a fuego sobre los jirones de un alma incinerada, que era mía.
-Fue una mañana de esas en las que, como frente al golpe artero de un hachazo, se derrumbaron esperanzas amasadas.
-Mi pequeño colibrí alzó su vuelo incierto, no sé, rumbo a cualquier estrella de fuego. Voló con la fuerza de un águila imparable rumbo a algún pozo insondable que no estaba abierto, en mis sueños.
-Ni imaginado siquiera. Y siguió contándome:
-Mi pequeño colibrí alzó su vuelo confundido entre nunca de olvidos y siempre de recuerdos. Y ya no pude verlo, ¡tan alto que voló y yo lo esperaba con mis brazos abiertos, ensayando caricias para darle, ni bien llegara a este mundo tan complejo!
-No me dejó mecerlo. Tampoco pude cantarle alguna nana, tal como hiciera mi abuela cuando me acunaba entre sus brazos tiernos.
-Mi pequeño colibrí alzó algún vuelo dislocado, errante, abandonado de mi mano, en la que hoy falta la suya.
-Y yo, -¡tan fuerte yo, según me creen! No fui capaz de seguir ese vuelo, tan solo quedé observándolo de lejos, paralizada, inmóvil, enredada en una nube de pánico asfixiante.
-Y él, tan pequeño, indefenso, solitario, pudo cargar en su piquito de oro un trozo del alma rota, que era mía.
-¡Tan solo estaba mi pequeño colibrí! ¡Tan solo estaba! que alzó su vuelo eterno sin darme tiempo, siquiera, para entregarle un beso. Apenas pude bañarlo con mi llanto.
-Se alejó dejándome los ojos oxidados, el corazón sangrando, casi yermo, y esta tristeza infinita que no cesa, anclada en mis sentidos.
-Por eso creo y no creo, dijo ella, porque no encuentro explicación cuando de los ojos brotan lágrimas y alguien dice que apenas si son pruebas a las que debés aceptar, ser sometido.
-Es entonces, amiga mía, continuó diciendo, cuando tu alter ego se formula mil preguntas que nadie habrá de poder responder de ningún modo. Sin embargo, pese a todo, sigo creyendo que es ilusorio que los conejos vivan en el estómago de las galeras. Pero no creo que el sol pretenda clandestinizar a gritos a la luna.
“El sueño y la guerra” (Beatriz Palmieri, plástica) |
MIS MUERTES QUE NO FUERON
Cuántas veces me morí, me sentí suicidada. Me imaginé gen recesivo, Diana cazadora sin flecha, Juana de Arco sin espada, Alfonsina sin mar, Cibeles sin leones. Yo sin mí. Siendo tantas para terminar siendo ninguna.
Comencé a morirme de a ratos, como dije, suicidada. Me moría de día y revivía de noche, cuando todos dormían y podía desplegarme tal como creía ser: rebelde, puro impulso, paridora de alegrías y enterradora de angustias. Llanto y risa, mariposa y ancla; una cosa de carnehuesoarteriasvenassangrehumores, siempre viva aunque no lo consiguiera del todo.
Me suicidaba al despuntar el día; a veces se puede pasar la vida muriendo por momentos, respirando sin oxígeno, mirando sin ver y escuchando aún con los oídos perforados por el estampido del silencio, que asesina sin necesidad de uranio ni plutonio.
Fui sintiéndome, en este trajinar descolocado, como un ente sin rostro trepando como un mono por las aristas de la vida, siendo todo y siendo nada. Apenas durando en la tremenda telaraña donde quedan atrapadas las ilusiones.
Aprendí a tomar lecciones de acerbidad eliminándolas al pretender elaborar la tesis final. Aprendí a subir escaleras apareciendo en el suelo sin caer y asimilé que la luz a veces enceguece tanto que termina dejándonos sin la posibilidad real de observar.
Traté de andar despejando mis tinieblas y me metí de lleno entre la bruma, tantas veces, que ya ni pude contarlas.
Asistí a mis propias exequias y me alegré en cada resurrección, nunca bendita (mucho menos bendecida), más bien terrena, afirmada en una nube con rueditas que me va acercando a la estación que quiero.
Y así espero seguir en este trajinar dentro del caos donde…
¡Donde me parece descolocado hablar de mí cuando hay tanto por decir de nosotros y yo aquí, perdiendo el tiempo en esta divagación ego centrista!
¡Hay otra realidad colectiva fuera de esta que soy y de lo que creo sentir! ¡Hay otra sustantividad que está más allá de donde copulan fronteras de la muerte en serio, del descarne verdadero, donde no soy protagonista sino simple testigo involuntario y puedo ver que huestes de algún infierno trastocado se abalanzan sobre tantos, inseminando el virus más peligroso que no tiene origen en el África olvidada hasta por la historia corriente!
¡En esta realidad tan ajena como propia, genocida: Acomete la estrella de seis puntas clavándose en los intestinos de niños, cuya “arma letal” fue la sonrisa, fiel compañera de la alegría irrespetuosa de vivir sin obtener permiso para ello!
¡Azola el norte feroz sobre ¿cuántos pueblos?! ¡La estatua prostituta yergue su antorcha símbolo del incendio del mundo y tiene hambre de guerra, de vísceras, de sangre coagulada, de tendones y músculos! ¡Tiene hambre de niños y de viejos, de recursos no propios sino adquiridos a fuerza de terror y llanto!
¡Tiene espanto en sus ojos de cemento bilioso descompuesto y está dispuesta a saciarlo como sea!
¡Irrumpe la ambición más descarnada por encima de la lógica irreversible volviendo loco al mundo que se parte, se incinera, se desgaja; se ahoga como se ahoga el niño por nacer en la placenta desprendida antes de tiempo!
¡Y yo aquí, irresponsablemente, contando de mis muertes que no fueron, de mis estúpidos suicidios, de mis yo sin mí, de esas tantas sin llegar a ser ninguna!
¡Y yo aquí, perdiendo un tiempo de oro que no vuelve, describiendo mis sentires con tanta cosa para hablar que no alcanzarían las vidas de cien mil gatos para describir con la ecuanimidad que corresponde!
¡Y me avergüenzo!
Publicado originalmente en el sitio web de “Agencia Para La Libertad. Periodismo de Intervención Social”.
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