Cuando en el año 1883 la erupción del volcán Krakatoa, en Indonesia –a la sazón colonia holandesa–, produjo un maremoto con tremendas olas de 40 metros de altura que provocaron la muerte de 40.000 habitantes, un diario en Ámsterdam tituló la noticia: “Desastre en lejanas tierras. Mueren ocho holandeses y algunos lugareños”. ¡Qué racismo!, podríamos decir hoy escandalizados. Lo cierto es que la historia no ha cambiado mucho 130 años después.
Ya estamos tan habituados a Hollywood y montajes hollywoodenses, que vemos el mundo en términos de “buenos” y “malos”, de “muchachitos” justicieros (siempre blancos, defensores de la “democracia y el estilo de vida occidental y cristiano”, “triunfadores” por antonomasia) que castigan a “bandidos” (los cuales, casualmente, son siempre indios, negros, y desde hace un tiempo musulmanes). Tanto se nos metieron estos esquemas en la cabeza –¡nos los han metido!, habría que aclarar– que interpretamos todo lo que pasa a nuestro alrededor según esa clave. Para el caso, remedando aquel racismo de la tragedia del volcán Krakatoa, los recientes hechos de París nos lo dejan ver de un modo vergonzoso.
De ningún modo se puede aplaudir la muerte violenta de nadie, la de los caricaturistas, la del policía rematado en el piso, la de tanta gente que muere a diario por causas prevenibles. Pero levantar estas repulsas universales tan ¿hollywoodenses? por los muertos franceses –tan respetables como cualquiera, por supuesto– como mínimo abre ciertas sospechas.
Ya se escribió hasta la saciedad sobre el ataque al semanario francés Charlie Hebdo. Un texto más sobre el asunto seguramente no aporta nada nuevo (por el contrario: más bien puede contribuir a aumentar ese hartazgo). Pero casi como un acto de militancia me pareció necesario –aunque sea tardío– decir ¡basta! a tanta manipulación mediática.
Este manipulado proceder, que ya se nos hizo tan habitual, de dividir maniqueamente el mundo entre buenos y malos, impide entender la complejidad de los procesos en juego, obnubila la mirada crítica sobre la realidad. En otros términos: estupidiza.
Hollywood y toda la parafernalia comunicacional que sigue esa línea (que es muy buena parte de lo que consumimos a diario como “información”) nos ha anestesiado, convirtiéndonos de máquinas tragadoras de imágenes prediseñadas. Desde hace aproximadamente más de dos décadas toda esa industria mediática ha venido haciendo del mundo musulmán un enemigo público de la “racionalidad” occidental. El asunto no es azaroso. Unos años después de iniciada esa campaña de preparación, un catedrático estadounidense –Samuel Huntington– no sin cierto aire pomposo nos alertó del “choque de civilizaciones” que se está viviendo.
Ahora bien: lo curioso es que ese “monstruoso” enemigo que acecha a Occidente, ese impreciso y siempre mal definido “fundamentalismo islámico” que pareciera ser una nueva plaga bíblica, siempre listo para devorarnos, debe ser abordado antes que nos ataque. De ahí que nace la estrategia de guerras preventivas. Dicho de otro modo: “le hacemos la guerra nosotros (los buenos) antes que ellos (los malos) nos la hagan”. El esquema es simple, demasiado simple. Más aún: atrozmente simple, puesto que se repite el modelo de las películas hollywoodenses: soldados occidentales “buenos” castigando a los musulmanes “malos”.
Pero lo más curioso –¡y atroz!– es que justamente los países de donde proviene esa supuesta amenaza… tienen sus subsuelos cargados de petróleo. Curiosa coincidencia, ¿verdad?
Como los medios audiovisuales cada vez más deciden nuestras vidas, nuestra forma de pensar, las ideas que nos hacemos del mundo, el bombardeo de estos días nos mostró a tres “fundamentalistas musulmanes” (los hermanos Kouachi y Mohammed Mehra) cometiendo “actos atroces” (tan atroces como comete cualquier soldado occidental, blanco y educado, cuando masacra musulmanes, negros o indios en algún “remoto rincón del mundo”, según dijera en alguna oportunidad el presidente de Estados Unidos que empezó con lo de las guerras preventivas).
Pero ya que estamos hablando de curiosidades, valga decir, citando al diario estadounidense McClatchy, que esos “asesinos” fueron reclutados en su momento por el francés David Drugeon, miembro de los servicios de inteligencia del país galo, y ligado al grupo Al Qaeda. ¿Otra curiosidad? Por supuesto, el gobierno francés lo negó. ¿Algo así como Osama bin Laden, el peor “malo” de la película inventado por la CIA?
No pretendemos con este breve texto desarrollar una exhaustiva investigación sobre al asunto. Mucho menos, denunciar abiertamente que ahí hubo un execrable montaje, en relación al cual podríamos aportar pruebas convincentes. Quizá alguien ya se encargará de hacerlo, así como se hizo con las Torres Gemelas de New York. Pero como de manipulación de sentimientos se trata (¿guerra de cuarta generación la llamaron?), ese odio que se ha intentado crear contra el Islam… ¡no me lo como!
Si es cierto que todos somos Charlie (como el hebdomadario), también todos somos los miles y miles de niños muertos por las bombas asesinas de la OTAN y las potencias occidentales, con Washington a la cabeza, en los más de 20 frentes de guerra abiertos en el mundo ¿para defender la democracia? Y también todos somos los diez mil niños muertos diariamente por hambre, y todos somos los miles de damnificados por las inmorales deudas externas de los países que pagan a los acreedores del Consenso de Washington, y todos somos los que viven en favelas, y todos somos los que mueren de diarrea por no tener acceso a agua potable. Ninguna de esas víctimas se merecía morir, como seguramente tampoco lo merecían los 12 asesinados de la revista parisina. ¿O acaso alguien se lo merece? ¿Tal vez esos “malos de la película” retenidos en Abu Ghraib, o en Guantánamo? ¿Tal vez sí lo merecían los 108.000 desaparecidos de las guerras sucias en América Latina?
Como dijo Thierry Meyssan: “No es en El Cairo, en Riad ni en Kabul donde se predica el «choque de civilizaciones» sino en Washington y en Tel Aviv”. El petróleo robado por las compañías occidentales lo deja ver. Y si no se ve clarito, es porque este oro es demasiado… negro.
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