En la frontera entre Guatemala
y México acaba de temblar con bastante intensidad. Según los datos
proporcionados por las autoridades, el sismo tuvo una magnitud de 6.9 en la
escala Richter. Sin ser de los más fuertes, fue suficiente para provocar
cuantiosos daños a la infraestructura, básicamente en el fronterizo
departamento de San Marcos, en el límite con México.
La infraestructura de
esta zona ya venía siendo frágil, producto de una historia de pobreza crónica
por un lado, y de otro sismo que conmovió la región dos años atrás, cuando
numerosas casas cayeron o quedaron inutilizadas. Por suerte, para la presente
ocasión hubo que lamentar pocas víctimas: alrededor de 80 heridos, dos muertos
(un bebé recién nacido al que le cayó encima un cielorraso del hospital en que
se hallaba internado y una mujer que falleció a causa de un paro cardíaco al iniciarse
el desastre), además de 100 casas caídas, unos 120 tramos carreteros dañados y
unas 5.000 personas afectadas. En algunos pocos puntos se registraron problemas
con la provisión de agua y energía eléctrica. Podría decirse que fue una
desgracia con relativa suerte, pues no alcanzó las cotas de destrucción del
movimiento telúrico de un par de años atrás, y mucho menos las de 1976, ocasión
en la que murieron 23.000 personas, quedando un saldo de más de un millón de
guatemaltecos sin vivienda.
¿Será que nuevamente el
gobierno utiliza la desgracia como válvula de escape, como aire fresco que se
le insufla a un anodino proceso que va teniendo cada día más detractores que
seguidores?
Dos años atrás, luego de
una masacre (la primera en tiempos de paz, luego de las políticas de tierra
arrasada que asolaron en el país con alrededor de 650 masacres a población
civil no combatiente en los años 80) con saldo de 7 campesinos muertos y 34
heridos en una manifestación que reclamaba por el aumento de tarifas del
servicio de energía eléctrica en el departamento de Totonicapán,
providencialmente para el gobierno apareció ese sismo. Valga decir que no fue
particularmente catastrófico (44 muertos y 175 heridos), pero el gobierno se
apuró a decretar estado de calamidad pública, mantenido por casi un semestre,
lo cual sirvió para sobredimensionar los efectos del evento natural, desviando
así rápidamente la atención en relación a la reciente masacre cometida.
Esta vez las
posibilidades de una utilización política –que seguramente no faltará– son
menores, dado que menores son los daños que deja la catástrofe. De todos modos,
casi como ritual, es de esperarse que algo de eso suceda; estos eventos son un
momento para “aprovechar” políticamente, y para agenciarse de algunos fondos de
cooperación internacional. Pornografía de la pobreza, se ha dicho alguna vez…
Pero queda siempre una
pregunta en pie: ¿estamos ante desastres naturales… o sociales? La
vulnerabilidad de países como Guatemala, al igual que cualquiera de la región,
no es un destino ineluctable, por cierto. Es un producto histórico. ¿Por qué el
mismo evento natural en Japón (con casi infinitos recursos) o en Cuba (con
muchísimo menos en términos materiales paro con una envidiable organización
comunitaria) no deja víctimas, y en países como Guatemala produce este
desastre?
Tal vez el bebé muerto
es todo un símbolo: si no muere de hambre (Guatemala es el sexto país en
desnutrición a escala mundial, y segundo en Latinoamérica, luego de Haití,
según datos de UNICEF, 2012), muere porque se le cae encima el techo de un
centro hospitalario público. Por supuesto que un desastre natural es una
catástrofe y se puede caer un techo (¡por eso es un desastre, obviamente!), pero
¿qué nos dice ese accidente? Habla del estado de la salud pública, de la
desatención del Estado, de la falta de mantenimiento. No es hacer leña del
árbol caído sino tratar de mostrar cómo un movimiento telúrico se transforma
siempre en catástrofe en los países del Sur, porque allí la vida de las grandes
mayorías implica una catástrofe oculta cotidiana. Si no se muere de hambre, se
muere porque el Estado, desmantelado por las políticas de recorte
presupuestario de los planes neoliberales, no puede dar servicios. Y si se
protesta por las condiciones de vida, se muere por la represión de ese mismo
Estado. Círculo vicioso difícil de romper.
Definitivamente: no nos
mata Madre Natura. ¡Nos mata las condiciones precarias e injustas de vida a que
nos vemos sometidos las grandes mayorías!
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