Próximamente aparecerá el libro que lleva por
título “¿Fin del capitalismo? Nuevas formas de explotación, nuevas ideas para
la lucha. Sembrando utopía”. Se trata de un conjunto de 14 ensayos de 10
autores diversos, de distintos países (Cuba, Venezuela, Argentina, España,
Costa Rica, México, Estados Unidos), los cuales tienen un hilo conductor: son
preguntas sobre la situación actual del capitalismo (¿está en crisis, agoniza,
o está más fuerte que nunca?) y reflexiones sobre las nuevas ideas que se
plantean para la lucha revolucionaria, haciendo un análisis crítico de lo que
ha sido el socialismo hasta la fecha.
A modo de adelanto, presentamos aquí su
Introducción y sus Conclusiones.
Introducción
Algunos años
atrás, no muchos, parecía -o, al menos, muchos queríamos creerlo así- que el
triunfo de la revolución socialista era inexorable. El mundo vivía un clima de
ebullición social, política y cultural que permitía pensar en grandes
transformaciones.
Entre las
décadas del 60 y del 70 del siglo pasado, más allá de diferencias en sus proyectos
a largo plazo, en sus aspiraciones e incluso en sus metodologías de acción, un amplio
arco de protestas ante lo conocido y de ideas innovadoras y contestatarias
barría en buena medida la sociedad global: radicalización de las luchas
sindicales, profundización de las luchas anticoloniales y del movimiento
tercermundista, estudiantes radicalizados por distintos lugares con el Mayo
Francés de 1968 como bandera, aparición y radicalización de propuestas
revolucionarias de vía armada, movimiento hippie anticonsumismo y antibélico,
incluso dentro de la iglesia católica una Teología de la Liberación
consustanciada con las causas de los oprimidos. Es decir, reivindicaciones de
distinta índole y calibre (por los derechos de las mujeres, por la liberación
sexual, por las minorías históricamente postergadas, por la defensa del
medioambiente, etc.) que permitían entrever un panorama de profundas
transformaciones a la vista.
Para los
años 80 del siglo pasado, al menos un 25% de la población mundial vivía en sistemas
que, salvando las diferencias históricas y culturales existentes entre sí,
podían ser catalogados como socialistas. La esperanza en un nuevo mundo, en un
despertar de mayor justicia, no era quimérico: se estaba comenzando a realizar.
Hoy, tres o cuatro décadas después, el mundo
presenta un panorama radicalmente distinto: la utopía de una sociedad más justa
es denigrada por los poderes dominantes y presentada como rémora de un pasado
que ya no podrá volver jamás. “El
Socialismo solo funciona en dos lugares: en el Cielo, donde no lo necesitan, y
en el Infierno donde ya lo tienen”, es la expresión triunfante de ese
capitalismo que, en estos momentos, pareciera sentirse intocable. Lo que se
pensaba como un triunfo inminente algunos años atrás, parece que deberá seguir
esperando por ahora. El sistema capitalista no está moribundo. Para decirlo con
una frase más que pertinente en este contexto: “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, anónimo
equivocadamente atribuido a José Zorrilla.
Las represiones brutales que siguieron a
aquellos años de crecimiento de las propuestas contestatarias, los miles y
miles de muertos, desaparecidos y torturados que se sucedieron en cataratas
durante las últimas décadas del siglo XX en los países del Sur con la declaración
de la emblemática Margaret Tatcher “no
hay alternativas” como telón de fondo cuando se imponían los planes de
capitalismo salvaje eufemísticamente conocido como neoliberalismo, el miedo que
todo ello dejó impregnado, son los elementos que configuran nuestro actual
estado de cosas, que sin ninguna duda es de desmovilización, de parálisis, de
desorganización en términos de lucha de clases. Lo cual no quiere decir que la
historia está terminada. La historia continúa, y la reacción ante el estado de
injusticia de base (que por cierto no ha cambiado) sigue presente.
Ahí están nuevas protestas y movilizaciones
sociales recorriendo el mundo, quizá no con idénticos referentes a los que se
levantaban décadas atrás, pero siempre en pie de lucha reaccionando a las
mismas injusticias históricas, con la aparición incluso de nuevos frentes y
nuevos sujetos: las reivindicaciones étnicas, de género, de identidad sexual,
las luchas por territorios ancestrales de los pueblos originarios, el
movimiento ecologista, los empobrecidos del sistema de toda laya (el
“pobretariado”, como lo llamara Frei Betto). Hoy día, según estimaciones
fidedignas, aproximadamente el 60% de la población económicamente activa del
mundo labora en condiciones de informalidad, en la calle, por su cuenta (que no
es lo mismo que “microempresario”, para utilizar ese engañoso eufemismo actualmente
a la moda), sin protecciones, sin sindicalización, sin seguro de salud, sin
aporte jubilatorio, peor de lo que se estaba décadas atrás, ganando menos y
dedicando más tiempo y/o esfuerzo a su jornada laboral.
“El amo
tiembla aterrorizado delante del esclavo porque sabe que, inexorablemente,
tiene sus días contados”, podría decirse con una frase de cuño hegeliano. Eso es
cierto, al menos en términos teóricos: el sistema sabe que conlleva en sus
entrañas el germen de su propia destrucción. La lucha de clases está ahí, y la
posibilidad que las masas oprimidas alguna vez despierten, abran los ojos y
revolucionen todo (¡como ya lo han hecho varias veces en la historia!), está
presente día a día, minuto a minuto. Por eso y no por otra cosa los mecanismos
de control del sistema están perpetuamente activados, mejorándose de continuo.
Pero hay que reconocer que hoy, en este momento, este combate (combate que es
sólo un momento de una larga guerra) no lo viene ganando el campo popular. Hoy,
caído el muro de Berlín y tras él el sueño de un mundo más justo, el gran
capital sale fortalecido. El capitalismo como sistema, aunque le tenga terror a
la posibilidad de estas “explosiones” de los desposeídos, sabe cada vez más
cómo controlar. ¡Y sin lugar a dudas, controla muy bien! La esencia misma del
capitalismo actual (al menos el por así decir “tradicional”: el estadounidense,
el europeo, el japonés, el capitalismo pobre del Tercer Mundo; algo distinto
quizá es el caso chino) se inclina cada vez más a controlar lo logrado, a
prever y evitar posibles desestabilizaciones. En otros términos: es cada vez
más sumamente conservador. De ahí que
buena parte de su energía la dedica al mantenimiento del orden establecido, al
control social. El neoliberalismo, que es una estrategia económica sin dudas,
puede entenderse en ese sentido como una gran jugada política, que retrotrae
las cosas a décadas atrás y sienta bases para varias generaciones: hoy día
aterroriza tanto la posibilidad de ser desaparecido y torturado como la de perder
el trabajo. La cultura light
dominante es la expresión de esa re-ideologización: “no piense y sea feliz”.
No otra cosa que control social es todo el
inmenso aparataje superestructural que cada vez más viene perfilándose en el
sistema: un sistema-mundo basado en forma creciente en la industria militar, en
las tecnologías de avanzada ligadas a las comunicaciones -sutil forma de
control; de hecho hoy día transitamos lo que los estrategas de la primera potencia
mundial llaman “guerra de cuarta
generación” (Lind, 1989)-; control basado en el manejo planetario de las
masas, en las industrias de la muerte (los principales rubros del quehacer
humano actual están ligados a las mafias del ámbito financiero-especulativo
(¿por qué no llamarlo usura?), a la producción y venta de armas así como de los
narcóticos, al control social en su más amplio sentido.
El capitalismo actual, si bien en su raíz
continúa siendo el mismo que estudiaron los clásicos de la economía política en
la Inglaterra del siglo XVIII o XIX (Adam Smith, David Ricardo, Thomas Maltus,
John Stuart Mill), así como también Marx, es decir: un sistema basado
exclusivamente en la obtención de lucro, ha ido sufriendo importantes
mutaciones en su dinámica. El actual modelo tampoco es el que pudo estudiar Lenin
a principios del siglo XX, cuando ya se perfilaba la importancia creciente del
capital financiero, pero aún con potencias imperiales enfrentadas mortalmente
entre sí. El capitalismo actual se basa crecientemente en la especulación
(mundo de las finanzas como nunca antes en la historia), en el primado absoluto
de capitales de orden global que ya han dejado atrás el Estado-nación moderno,
en la destrucción como negocio (industria de la guerra, consumismo voraz que
lleva a la incontenible catástrofe medioambiental, sistema que excluye cada vez
más población en vez de integrarla), en la concentración de riquezas en forma
inversamente proporcional al volumen de lo producido y del crecimiento
poblacional. Si hoy alguien dijera que los grandes capitales pueden tener
hipótesis de mediano plazo en donde se elimina buena parte de las grandes masas
planetarias, donde el trabajo va siendo casi totalmente automatizado, y donde
el planeta Tierra puede comenzar a ser prescindible (con vida en islas
interplanetarias para grupos “escogidos”), ello no parecería de vuelo
especulativo, pura ciencia-ficción. Por el contrario, los escenarios que se van
dibujando en el sistema-mundo, más que pensar en un acercamiento de los
beneficios del desarrollo científico-técnico para el grueso de la población
mundial dejan ver un retroceso ético fenomenal: vale más la propiedad privada
que la vida humana, vale más el lucro que cualquier valor “espiritual”. ¿Cómo,
si no, entre los negocios más dinámicos de la actualidad podrían encontrarse
las guerras y las drogas ilegales?
El
capitalismo chino, segunda economía a escala planetaria y siempre en ascenso,
aún en plena crisis financiera de los grandes centros capitalistas históricos,
de momento no muestra abiertamente estas características mafiosas. No
abiertamente, valga aclarar, pero sí las tiene también. Hay diversos grupos
mafiosos que desde las reformas de Deng Xiaoping, con el oxígeno capitalista
gozan de buena salud, como: las triadas chinas (de gran importancia en los
talleres de textil de las Zonas Económicas Especiales, donde hacen tratos con
los capitalistas no chinos y tienden a meter su negocio mediante ellos en
Europa, por ejemplo). Seríamos quizá algo ilusos si pensamos que ello se debe a
una ética socialista que aún perduraría en el dominante Partido Comunista que
sigue manejando los hilos políticos del país. En todo caso responde a momentos
históricos: la revolución industrial inglesa de los siglos XVIII y XIX, China
recién ahora la está pasando, al modo chino por supuesto, con sus
peculiaridades tan propias (la sabiduría y la prudencia ante todo). Queda
entonces el interrogante de hacia dónde se dirigirá ese proyecto. Pero lo que
es descarnadamente evidente es que el capitalismo ya envejecido se mueve cada
vez más como un capo mafioso, como un
“viejo mañoso”, pleno de ardides y
tretas sucias. Las guerras y las drogas ilegales son hoy una savia vital, y los
dineros que todo eso genera alimentan las respetables bolsas de comercio que
marcan el rumbo de la economía mundial al tiempo que se esconden en mafiosos
paraísos fiscales intocables. En ese sentido, la enfermedad estructural define
al capitalismo actual y no hay diferencias con el de siempre.
Si el negocio de la muerte
se ha entronizado de esa manera, si lo que duplica fortunas inconmensurables a
velocidad de nanotecnología es la constante en los circuitos financieros
internacionales, si en una simple operación bursátil se fabrican cantidades
astronómicas de dinero que no tienen luego un sustento material real, si el
capitalismo en su fase de hiper-desarrollo del siglo XXI se representa con
paraísos fiscales donde lo único que cuenta son números en una cuenta de banco
sin correspondencia con una producción tangible, si destruir países para
posteriormente reconstruirlos está pasando a ser uno de los grandes negocios,
si lo que más se encuentra a la vuelta de cada esquina son drogas ilegales como
un nuevo producto de consumo masivo mercadeado con los mismos criterios y
tecnologías con que se ofrece cualquier otra mercadería legal, todo esto
demuestra que como sistema el capitalismo no tiene salida.
Pero el capitalismo no está
en crisis terminal. Convive estructuralmente con crisis de superproducción,
desde siempre, y hasta ahora ha podido sortearlas todas; así surgió el
keynesianismo (hoy, quizá, con un keynesianismo latinoamericano, como los
diversos proyectos de “capitalismo con rostro humano” de la región); o incluso
ahí están las guerras como válvulas de escape, siempre listas para servir a la
estabilidad del sistema. Estos nuevos negocios de la muerte son una buena
salida para darle más aire fresco. Lo trágico, lo terriblemente patético es que
el sistema cada vez más se independiza de la gente y cobra vida propia,
terminando por premiar el que las cuentas cierren, sin importar para ello la
vida de millones y millones de “prescindibles”, de “población sobrante”, población
“no viable”. Ello es lo que autoriza, una vez más, a ver en el capitalismo el
principal problema para la humanidad. Esto es definitorio: si un sistema puede
llegar a eliminar gente porque “no son negocio”, porque consumen demasiados
recursos naturales (comida y agua dulce, por ejemplo) y no así bienes
industriales (es lo que sucede con toda la población del Sur), si es concebible
que se haya inventado el virus de inmunodeficiencia humana VIH -tal como se ha
denunciado insistentemente- como un modo de “limpiar” el continente africano
para dejar el campo expedito a las grandes compañías que necesitan los recursos
naturales allí existentes (minerales estratégicos, petróleo, biodiversidad,
agua dulce), si un sistema puede necesitar siempre una cantidad de guerras y de
consumidores cautivos de tóxicos innecesarios, ello no hace sino reforzar la
lucha contra ese sistema mismo, por injusto, por atroz y sanguinario. Porque,
lisa y llanamente, ese sistema es el gran problema de la humanidad, pues no
permite solucionar cuestiones básicas que hoy día sí son posibles de solucionar
con la tecnología que disponemos, tales como el hambre, la salud, la educación
básica.
Quizá podría pensarse que el sistema actual se
volvió “loco”…, pero es ése el sistema con el que tenemos que vérnosla. Y en
realidad, sopesadamente vistas las cosas, no hay ninguna “locura” en juego.
Hay, eso sí, límites infranqueables. El sistema se retroalimenta a sí mismo de
su mismo combustible: lo que lo pone en marcha y alienta es el afán de lucro, y
eso puede terminar siendo su tumba; pero no puede cambiar. Si se modifica, deja
de ser capitalista. Un capitalismo de rostro humano, atemperado en su voracidad
y en su frenética busca de ganancia a toda costa, es posible limitadamente,
sólo en algunas islas perdidas, suponiendo siempre la explotación inmisericorde
de los más. El sistema, en tanto sistema-mundo de alcance planetario y
absolutamente interconectado, no admite cambios reales sino sólo parches
cosméticos (la socialdemocracia, por ejemplo). Por eso, en tanto sistema
-estando más allá de voluntades subjetivas- no puede detenerse, y como máquina
desbocada sigue tragando seres humanos y destrozando la naturaleza para optimizar
su tasa de ganancia, aunque eso elimine en forma creciente seres humanos y se
enfrente en forma autodestructiva a la casa común de todos, el mismo planeta.
Por eso mismo, también, se hace imprescindible
conocerlo en su más mínimo detalle, analizarlo, desmenuzarlo. Eso es lo que
pretenden los materiales que conforman el presente texto: un análisis profundo
de las actuales características del sistema como un todo.
Los textos aquí presentados no
son -ni lo pretenden, en modo alguno- análisis económicos en sentido estricto;
por supuesto, presuponen una lectura del fenómeno económico como trasfondo
(léase: lucha de clases como motor de la historia, ley del valor, plusvalía),
pero pretenden ser, ante todo, análisis políticos. En otros términos: ¿cómo se
mueve el sistema capitalista actual? ¿Cuáles son sus notas distintivas? ¿Se
alteró algo de lo denunciado en El
Capital decimonónico? ¿Cómo y en qué sentido cambió? ¿Por qué el actual
capitalismo se apoya en el parasitismo de los monumentales capitales
financieros globales que se desplazan por toda la faz de la Tierra con
velocidad vertiginosa? ¿Por qué la producción y tráfico de drogas ilegales, por
ejemplo, ocupa un lugar de tanta preeminencia actualmente? El “imperio”, como
categoría aislada (Hardt, Negri, 2001), no termina de explicar, y mucho menos
de otorgar herramientas válidas, para plantear vías reales de acción en pos de
la transformación. ¿Hay imperios o hay capitales globales? ¿Es posible hoy una
nueva guerra de proporciones mundiales, quizá con armamento nuclear? ¿Está el
mundo globalizado por los capitales supranacionales, o sigue habiendo
rivalidades inter-imperialistas? ¿Cómo pararse ante los escenarios de nuevas
guerras planetarias desde el campo popular?
Todo esto, retomando las primeras
experiencias socialistas del siglo XX, e incluso el llamado “socialismo del
Siglo XXI” -concepto muy discutible, por cierto- nos debe llevar a plantear
críticamente la posibilidad (o imposibilidad) de socialismo en un solo país.
En definitiva, preguntas todas
que nos apuntan a la cuestión de fondo: ante estas nuevas caras de la
explotación, ¿cómo proponer alternativas? Ante el dominio fenomenal de los
capitales globales, las bombas inteligentes, los mecanismos de detección
satelital y las neurociencias al servicio de los poderes, ¿cómo es posible
seguir pensando en la utopía de un mundo de mayor justicia? En ese caso,
entonces: -pregunta fundamental de lo que pretende ser nuestro aporte- ¿qué
hacer?
Hace
ya más de un siglo, en 1902, Vladimir Lenin se preguntaba cómo enfocar la lucha
revolucionaria; de esa manera, parafraseando el título de la novela del ruso
Nikolai Chernishevski, de 1862, igualmente se interrogaba ¿qué hacer? La pregunta quedó como título de la que sería una de
las más connotadas obras del conductor de la revolución bolchevique. Hoy, 110
años después, la misma pregunta sigue vigente: ¿qué hacer? Es decir: qué hacer
para cambiar el actual estado de cosas.
Si
vemos el mundo desde el 20% de los que comen todos los días, tienen seguridad social
y una cierta perspectiva de futuro, las cosas no van tan mal. Si lo miramos
desde el otro lado, no el de los “ganadores”, la situación es patética. Un
mundo en el que se produce aproximadamente un 40% de comida más de la necesaria
para alimentar a toda la humanidad sigue teniendo al hambre como una de sus
principales causas de muerte; mundo en el que el negocio más redituable es la
fabricación y venta de armamentos y donde un perrito hogareño de cualquier casa
de ese 20% de la humanidad que mencionábamos come más carne roja al año que un
habitante de los países del Sur. Mundo en el que es más importante seguir
acumulando ese fetiche llamado dinero, aunque el planeta se torne inhabitable
por la contaminación ambiental que esa misma acumulación conlleva. Mundo,
entonces, que sin ningún lugar a dudas debe ser cambiado, transformado, porque
así, no va más.
Entonces,
una vez más surge la pregunta: ¿qué se hace para cambiarlo? ¿Por dónde
comenzar? Las propuestas que empezaron a tomar forma desde mediados del siglo
XIX con las primeras reacciones al sistema capitalista dieron como resultado,
ya en el siglo XX, algunas interesantes experiencias socialistas. Si las
miramos históricamente, fueron experiencias balbuceantes, primeros pasos. No
podemos decir que fracasaron; fueron primeros pasos, no más que eso. Nadie dijo
que la historia del socialismo quedó sepultada, más allá del aire triunfalista
con que la derecha actual, post Guerra Fría, presenta las cosas. Quizá habría
que considerarlas como la Liga Hanseática, allá por los siglos XII y XIII en el
norte de Europa, en relación al capitalismo: primeras semillas que germinarían
siglos después. Los procesos históricos son insufriblemente lentos. Alguna vez,
en plena revolución china, se le preguntó al líder Lin Piao sobre el
significado de la Revolución Francesa, y el dirigente revolucionario contestó
que… aún era muy prematuro para opinar. Fuera de la posible humorada, que
seguramente sólo un chino con 5.000 años de historia a sus espaldas puede
hacer, hay ahí una verdad incontrastable: los procesos sociales van lento,
exasperantemente lentos. De la Liga Hanseática al capitalismo globalizado del
presente pasaron varias, muchas centurias; hoy, terminada la Guerra Fría, se puede
decir que el capitalismo ha ganado en todo el mundo, dando la sensación de no
tener rival. Para eso fue necesaria una acumulación de fuerzas fabulosas. Las
primeras experiencias socialistas -la rusa, la china, la cubana- son apenas
pequeños movimientos en la historia. No ha pasado aún un siglo de la Revolución
Bolchevique, pero la semilla plantada no ha muerto. Y si hoy nos podemos seguir
planteando ¿qué hacer? ante el capitalismo, ello significa que la historia
continúa aún.
El
mundo, como decíamos, para la amplia mayoría no sólo no va bien sino que
resulta agobiante. Pero el sistema global tiene demasiado poder, demasiada
experiencia, demasiada riqueza acumulada, y hacerle mella es muy difícil. La
prueba está con lo que acaba de suceder estas últimas décadas: caída la
experiencia de socialismo soviético y revertida la revolución china con su
tránsito al capitalismo (o “socialismo de mercado” al menos), los referentes
para una transformación de las sociedades faltan, se han esfumado. Movimientos
armados que levantaban banderas de lucha y cambios drásticos algunos años atrás
ahora se han amansado, y la participación en comicios “democráticos” pareciera
todo a cuanto se puede aspirar. Lo “políticamente correcto” vino a invadir el
espacio cultural y la idea de lucha de clases fue reemplazándose por nuevos
idearios “no violentos”: de Marx (el fundador del socialismo científico)
pasamos a Marc’s (métodos alternativos de resolución de conflictos).
La
idea de transformación radical, de revolución político-social, no pareciera
estar entre los conceptos actuales. Pero las condiciones reales de vida no
mejoran para las grandes mayorías. Aunque cada vez hay más ingenios
tecnológicos pululando por el mundo que supuestamente deberían hacer la vida
más agradable, las relaciones sociales se tornan más dificultosas, más
agresivas. Las guerras, contrariamente a lo que podía parecer cuando terminó la
Guerra Fría -quizá una esperanza ingenua-, siguen siendo el pan nuestro de cada
día desde la lógica de los grandes poderes que manejan el mundo. La miseria, en
vez de disminuir, crece.
Una
vez más entonces: ¿qué hacer? Hoy, después de la brutal paliza recibida por el
campo popular con la caída del muro de Berlín, símbolo de una caída mucho más
grande, y el retroceso sufrido en las condiciones laborales (pérdidas de
conquistas históricas, desaparición de los sindicatos como arma reivindicativa,
condiciones cada vez más leoninas, sobre-explotación disfrazada de
cuentapropismo) las grandes mayorías, en vez de reaccionar, siguen
anestesiadas. Una vez más también: el sistema capitalista es sabio, muy poderoso,
dispone de infinitos recursos. Varios siglos de acumulación no se revierten tan
fácilmente. Las ideas de transformación que surgen a partir del pensamiento
labrado por Marx, puntal infaltable en el pensamiento revolucionario, hoy día
parecieran “fuera de moda”. Por supuesto que no lo son, pero la ideología
dominante así lo presenta.
Hoy,
producto de ese sofisticado trabajo superestructural del sistema, es más fácil
movilizar a grandes masas por un telepredicador o por un partido de fútbol que
por reivindicaciones sociales. ¡Pero no todo está perdido! Los mil y un
elementos que el sistema tiene para mantener el statu quo no son infalibles. Continuamente surgen reacciones,
protestas, movimientos contestatarios. Lo que sí pareciera faltar es una línea
conductora, un referente que pueda aglutinar toda esa disconformidad y
concentrarla en una fuerza que efectivamente impacte certeramente en el
sistema. ¿Por dónde golpear a ese gran monstruo que es el capitalismo? ¿Cómo
lograr desbalancearlo, ponerlo en jaque, ya no digamos colapsarlo? Los caminos
de la transformación se ven cerrados. Quizá el presente es un período de
búsqueda, de revisiones, de acumulación de fuerzas. Hoy por hoy no se ve nada
que ponga realmente en peligro la globalidad del sistema-mundo capitalista. Las
luchas siguen, sin dudas, y el planeta está atravesado de cabo a rabo por
diversas expresiones de protesta social. Lo que no se percibe es la posibilidad
real de un colapso del capitalismo a partir de fuerzas que lo adversen, que lo
acorralen. El proletariado industrial urbano, que se creyó el germen
transformador por excelencia -de acuerdo a la apreciación absolutamente lógica
de mediados del siglo XIX- hoy está en retirada. Los nuevos sujetos contestatarios
-movimientos sociales varios, campesinos, luchas étnicas, reivindicaciones
puntuales por aquí y por allá- no terminan de hacer mella en el sistema. Y las
guerrillas de corte socialista parecen destinadas hoy a ser piezas de museo,
salvo excepciones puntuales, como el movimiento naxalita en la India. ¿Quién
levantaría la lucha armada en la actualidad como vía para el cambio social
cuando la tendencia es buscar salidas negociadas y deponer las armas?
Sin
embargo, en el medio de esa nebulosa siguen surgiendo protestas, voces
críticas. Es decir: sigue habiendo esperanzas. La historia no ha terminado,
definitivamente. Si eso quiso anunciar el grito victorioso apenas caído el muro
de Berlín con aquellas famosas frases pomposas de “fin de la historia” y “fin
de las ideologías”, el estado actual del mundo nos recuerda que no es así.
Ahora bien: ¿qué hacer para que colapse este sistema y pueda surgir algo
alternativo, más justo, menos pernicioso para nuestra especie?
El solo hecho de seguir
planteándonos todo esto muestra que la utopía no está muerta. Puede estar
golpeada, maltrecha, aturdida. Pero no muerta. Los materiales que aquí ofrecemos
intentan ser un llamado a mantener viva esa esperanza. Si “sembramos utopía”,
tal como quisimos ponerle de sub-título al presente libro, es porque esperamos
que la misma madure, florezca, fructifique y dé como resultado algo menos
injusto que el actual sistema que, aunque quisiera -y por supuesto no quiere-
no puede superar su asimetría estructural.
Es por eso que, aún pasando
este mal momento, el socialismo sigue siendo una esperanza abierta. La utopía
nos sigue esperando.
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A modo de
conclusión
Dicho todo lo anterior (trece exposiciones con
lujo de detalles) resultaría ocioso repetir que el sistema capitalista no
ofrece solución a los grandes problemas históricos de la humanidad. Esto ya es
más que sabido. La cuestión básica estriba en cómo nos planteamos su
transformación.
Ya ha habido varios intentos para llevar
adelante esa monumental empresa en el transcurso del siglo XX. No se puede
decir que los mismos fracasaron estrepitosamente; no, de ningún modo. Con
dificultades, con muchos más problemas de los que hubiera sido deseable, se
consiguieron resultados encomiables. Si se miden con el rasero capitalista
basado en la acumulación del fetiche mercancía y la teoría del valor, por
supuesto que esas sociedades no se “desarrollaron”; pero está claro que los
socialismos realmente existentes se encaminaron a otra cosa y no a repetir el
modelo del capitalismo. Si de medirlas se trata, definitivamente hay que apelar
a otras categorías. Lo que se buscó en esas experiencias tiene que ver
básicamente con la dignificación del ser humano, con desarrollar sus
potencialidades, con la promoción de valores más ricos que la acumulación de
objetos apuntando, por el contrario, hacia la solidaridad, al espíritu
colectivo, al darle vuelo a la creatividad y la inventiva.
Quizá esas primeras experiencias, de las que sin
dudas podemos y debemos formular una sana crítica constructiva, son un primer
paso: con las dificultades del caso quedó demostrado que sí se puede ir más
allá de una sociedad basada en la exclusiva búsqueda de lucro
personal/empresarial. Los logros en ese sentido están a la vista: en esas sociedades,
más allá de la artera publicidad capitalista, no se pasa hambre, la población
se educa, no existe la violencia demencial de los modelos de libre mercado,
existe una nueva idea de la dignidad. Si hoy muchas de esas experiencias se
revirtieron o se pervirtieron, eso debe llamar a una serena reflexión sobre qué
significa hacer una revolución. Pero no hay nada más demostrativo de los logros
obtenidos como el hecho que, por inmensa mayoría, en los países donde
existieron modelos socialistas, al día de hoy, con la llegada del capitalismo
salvaje y luego de pasado el furor de la novedad de las “cuentas de colores” de
los fascinantes shopping centers, las
poblaciones añoran los tiempos idos. Ahora, al igual que en cualquier país
capitalista, allí comer, educarse, tener salud y seguridad social es un lujo;
el socialismo, aún con sus errores, enseñó que la dignidad no tiene precio.
La titánica tarea de revolucionar el sistema
conocido implica un cambio fenomenal: es la construcción de un parteaguas en la
historia, es el inicio de una sociedad que, alcanzado un nivel de productividad
mucho más alto que otros estados históricos de desarrollo anteriores, puede
empezar a pensar realmente en el bien común, en el colectivo, en la especie
humana como un todo. Eso es el socialismo. Obviamente, un proyecto fenomenal.
Haciendo nuestras las palabras de Marx que poníamos en el epígrafe del libro: “No se trata de reformar la propiedad
privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase,
sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino
de establecer una nueva.”
Establecer una nueva sociedad: ahí está la
clave. No es reformar, maquillar, disimular algo viejo dando la sensación de un
superficial cambio cosmético. Estamos hablando de una transformación profunda,
enorme. Por supuesto, eso es algo monumentalmente difícil. Es refundar la
humanidad. Y eso, la experiencia lo mostró, no es algo que se logra por
decreto, en poco tiempo, sólo con buena voluntad a partir de ideas renovadoras,
con una vanguardia que intenta dinamizar un proceso y empuja. Cambiar el curso
de la historia implica transformar de raíz el sujeto que somos. Para el caso:
transformar a millones y millones de seres humanos. Eso no es imposible, pero
sí sumamente complejo. Unas pocas generaciones, tal como efectivamente sucedió
en esas primeras experiencias, sólo pueden servir para comenzar a dimensionar
la magnitud de la empresa con la que nos enfrentamos. ¡Es un reto fenomenal!
Ahora bien: estas reflexiones nos llevan hacia
consideraciones que van más allá de la intención original de esta obra; nos
obligan a repensar el sentido último de lo que significa la revolución
socialista. ¿Por qué no funcionaron como se esperaba las primeras revoluciones
socialistas del silgo XX? ¿Por qué, después de varias décadas, cayeron, o se
revirtieron? ¿Acaso no es posible entonces tomarse en serio lo de transformar
la historia, crear un “hombre nuevo”, dejar atrás la prehistoria apegada a las
luchas en torno a la propiedad privada? Reflexiones, por cierto, que son
imprescindibles para acometer la construcción del cambio en ciernes. La idea de
base es que sí es posible; si no, ni siquiera nos lo estaríamos planteando. La
pasión que nos alienta es que la utopía es posible. De lo que se trata ahora es
cómo darle forma, cómo sembrarla para que germine.
Pero lo que pretendemos con esta colección de
ensayos que aquí presentamos no apunta a reflexionar sobre esto precisamente:
busca, en todo caso, plantear cómo está el capitalismo actual, y qué podemos
hacer para lograr su transformación. Es decir: cómo colapsar el actual sistema,
cómo impactar, cómo vencerle.
Dicho así, pareciera que aquí se dan recetas,
guías de acción, un “manual” para hacer la revolución. ¡Ojalá se pudiera
disponer de eso! Sin embargo, ello es absolutamente imposible; es más: está
reñido con la ética socialista misma, con la idea de una verdadera
transformación. Más allá de poder pensar dificultades comunes e intentar sacar
conclusiones de los errores cometidos y de las luchas libradas, si algo define
la experiencia humana es su complejidad, su alto grado de imprevisibilidad
(pese a que exista una ciencia social -de derecha- que intenta anticiparse y
controlarla), su dosis de irracionalidad incluso. Vista en sentido histórico,
más allá de saber que las guerras son disputas a muerte por el poder: ¿es
racional la guerra en términos de especie humana, o justamente atenta contra
ella? Todos sabemos que fumar puede producir cáncer, pero seguimos fumando.
¿Cómo entender la racionalidad entonces? Se abre ahí una imperiosa necesidad de
reformularnos cuestiones básicas, desde el materialismo histórico y desde las
ciencias sociales que fueron apareciendo en el transcurso del siglo XX, luego
que Marx formulara las líneas fundamentales de este andamiaje conceptual.
Por ejemplo, la cuestión del poder como eje que
dinamiza buena parte de las relaciones interhumanas (las conocidas al menos,
las que se basan y presuponen la propiedad privada), es un tema que desde la
izquierda tradicionalmente no se ha considerado en toda su complejidad, lo cual
no deja de ser una agenda pendiente de gran importancia. ¿Por qué vemos que se
repiten muchas veces similares errores en la construcción de alternativas
anticapitalistas? ¿Estamos en la izquierda inmunizados ante los juegos del
poder, o ello debería replantearse con mayor altura crítica? ¿Por qué un
camarada dirigente de ayer puede transformarse tan fácilmente en un magnate?
Así sea sólo un ejemplo este tema del poder -no
pequeño, por cierto- son muchas las tareas de revisión crítica que nos esperan
para potenciar las estrategias revolucionarias, hoy por hoy bastante alicaídas.
Los materiales aquí ofrecidos no son “manuales”; son preguntas críticas. No
más. Pero tampoco: nada menos. ¿Cómo nos planteamos el tema del poder? ¿Qué hay
de las actuales mezquindades y flaquezas que nos constituyen? (Dicho en otros
términos: ¿por qué es posible revertir revoluciones socialistas victoriosas?)
¿Cómo se construye el “hombre nuevo” del socialismo? Sólo decir esto y ya vemos
la necesidad de la autocrítica: ¿“hombre” como sinónimo de humanidad? ¿No se
nos filtra ahí un arrogante prejuicio machista? Dicho sea de paso: en el
presente libro sólo varones publican; ¿arrogante prejuicio machista de quien
seleccionó los textos? De eso se trata entonces: “no
de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva.” La autocrítica permanente
debe ser una clave vital. Pero en lo humano no se puede establecer aquello de
“borrón y cuenta nueva”: construimos el socialismo con la materia prima que
somos. Ahí estriba una dificultad enorme, y por tanto, el reto es mayúsculo. De
todos modos “dificultad”, nunca, en ningún momento histórico y en ninguna
lengua significa “imposibilidad”.
Sin dudas es mucho más fácil preguntar
críticamente y desarmar lo establecido que proponer cosas nuevas. Esa es una
dialéctica humana: es más fácil destruir que construir. En ese sentido, resulta
más simple constituirnos en críticos implacables del capitalismo (pues
obviamente hay muchísimo por demoler ahí) que proponerle alternativas válidas,
posibles, efectivas, que realmente sirvan para edificar algo nuevo. Si fuera
tan fácil aportar soluciones, el mundo sería distinto. Pero siendo
auténticamente socráticos en nuestro proceder, podríamos decir que en el hecho
de preguntar/criticar lo conocido anida ya el germen de la respuesta, o sea, la
solución al problema planteado. Por tanto, vale (¡y mucho!) preguntarnos acerca
de los límites del capitalismo, del actual y de sus raíces históricas, porque a
partir de ese interrogante se podrán ir construyendo las respuestas, los
caminos alternativos.
Está claro que el libro en su conjunto, que es
eminentemente una colección de reflexiones
políticas, es un ejercicio académico-intelectual y no una propuesta de acción concreta. En verdad, nunca pretendimos esto
último; y por supuesto no creemos haber contribuido mucho en ese sentido. Pero
sí podemos dejar algunas preguntas en el nivel de lo que los autores aquí
reunidos pueden aportar: consideraciones críticas sobre aspectos teóricos que
ojalá permitan iluminar un poco más la práctica concreta. Sin tenerle miedo a
la teoría, podemos repetir con Einstein que
“no hay nada más práctico que una buena teoría en el momento oportuno”.
¿Cómo hacer la revolución socialista entonces?
La publicación, en todo caso, dice más lo que no se debe hacer que los pasos
concretos a seguir. Quizá es poco, pero no deja de ser importante considerarlo:
hablar de los límites y los errores nos da ya un primer marco. Presentémoslo en
forma de preguntas:
·
¿Es posible construir el socialismo en un solo país hoy
día?
Quizá podría ser factible tomar el poder a nivel nacional, desplazar al
gobierno de turno en forma revolucionaria y establecerse como nuevo grupo
gobernante con un planteo de izquierda, pero eso no significa necesariamente
una transformación en términos de relaciones de fuerza como clase de los
trabajadores y oprimidos. Además, dado el grado de complejidad en el proceso de
globalización y la interdependencia de todo el planeta, es imposible construir
una isla de socialismo con posibilidades reales de sostenimiento a largo plazo.
En ese sentido los planteos revolucionarios deben apuntar a pensar en bloques,
espacios regionales. La idea de Estado-nación entró en crisis y hay que
revisarla críticamente desde las propuestas de izquierda. El ejemplo de los
distintos socialismos que se intentaron construir en el transcurso del siglo
XX, o el socialismo bolivariano actual, nos da alguna pista al respecto: se
pueden comenzar procesos muy interesantes, fecundos, imprescindibles incluso;
pero eso es un preámbulo del socialismo. De todos modos, todo ello no debe
inmovilizarnos y hacernos pensar en que hay que abandonar las luchas
nacionales. De momento nuestra unidad de acción son espacios nacionales, y ahí
debemos trabajar, planteándonos todos estos problemas como los nuevos retos.
·
¿Cómo dar luchas globales desde lo micro? No hay más alternativa
que esa: las luchas son siempre en el espacio local, pequeño: en la comunidad,
en el sindicato, en las reivindicaciones sectoriales. Pero toda lucha debe
tener como perspectiva final un nivel más amplio, entendiendo que lo local es
articula, en definitiva, con lo planetario. Hoy día hay que buscar sumar
descontentos, acumular fuerzas de los numerosísimos golpeados/explotados/excluidos
del sistema. Ese trabajo de hormiga de juntar descontentos se hace en el nivel
micro; aprovechando la globalización que impera, el desafío es sumar esos
descontentos puntuales y locales en esfuerzos globales, macros. El Foro Social
Mundial fue (es) un intento en ese sentido. quizá no prosperó como herramienta
real de lucha, pero a partir de ello hay que estudiar el fenómeno y ver cómo
impulsar alternativas realmente viables que consideren el estado actual del
mundo como aldea global.
·
¿Es necesaria una vanguardia? Viejo problema en la
izquierda, no resuelto, y probablemente que no admite “una” solución única.
Vanguardia no debe ser partido único. Sin lugar a dudas que el puro
espontaneísmo tiene límites muy cercanos: es, en todo caso, pura reacción
visceral, más propia de los procesos colectivos de muchedumbres desarticuladas
(pensemos en un linchamiento por ejemplo) que de acciones planificadas, con
direccionalidad política, que buscan motorizar proyectos claros. Por supuesto
que la reacción espontánea existe, y puede jugar un papel muy importante en la
historia; pero la historia tiene líneas maestras que alguien traza, que no son
casuales. Es más: hoy día existe toda una parafernalia de ciencias (¿éticamente
las podremos seguir llamando así?) que tienen como objetivo manejar, controlar,
trazas escenarios a futuro y lograr que grandes masas de población actúen
conforme a lo planificado. Por supuesto, están siempre al servicio de los
poderes de turno. Desde la izquierda no planteamos “manejar” las masas, pero sí
trazar líneas para que se den cambios en el sistema. Eso, en definitiva, es la
política revolucionaria: tener proyectos a futuro en el que las grandes
mayorías jueguen el papel protagónico para transformar el actual estado de explotación
e injusticia. Dejando librado todo al puro voluntarismo, al espontaneísmo
popular, no se irá muy lejos: es preciso tener claro un proyecto. Esa claridad
es la que debe aportar la vanguardia. Ahora bien: es difícil establecer quién
juega ese papel. Los partidos de izquierda tradicionales con su estructura
vertical, militar en algunos casos, son cuestionables. El liderazgo de una sola
persona, más allá de su carisma, puede dar como resultado el nada deseable
culto a la personalidad que ya hemos conocido en más de una ocasión, quitándole
real protagonismo a las clases explotadas. En todo caso hay que pensar en
vanguardias con dirección colegiada, siempre en diálogo permanente con las
masas.
·
¿Quién es hoy el sujeto de la revolución? Las nuevas modalidades
del capitalismo globalizado presentan nuevos paisajes sociales; el proletariado
industrial urbano, considerado como el núcleo revolucionario por excelencia
para la revolución socialista, está hoy diezmado. O vendido por sindicatos
corruptos cooptados por la clase dominante, o desmovilizado por contrataciones
laborales en absoluta precariedad que lo dejan en situación de indefensión, la
clase obrera como tal ha retrocedido en su papel histórico, acorralándosela y
anestesiándola (para eso, además, están las nuevas tecnologías de control:
medios de comunicación masivos, nuevas religiones fundamentalistas, deporte
profesional que inunda la vida cotidiana). Por supuesto sigue siendo la
principal creadora de plusvalor a partir de su trabajo, pero hoy día la arquitectura
del sistema, sin cambiar en su sustancia, ha tenido modificaciones importantes.
Numéricamente, incluso, no está en crecimiento; la desocupación o subocupación
-derivados naturales del capitalismo, más aún en esta fase de hiper
robotización y automatización de los procesos productivos, de deslocalización y
de primado del capital financiero-especulativo- han hecho del proletariado
industrial una minoría entre la masa de explotados. Los explotados/excluidos
del sistema, globalmente considerado, crecen: campesinos sin tierra que en
muchos casos marchan a las ciudades, subocupados y desocupados, poblaciones
originarias cada vez más marginadas o excluidas por un modelo de desarrollo que
no las incluye, migrantes del Sur hacia el Norte, empobrecidos por la crisis
estructural, jóvenes sin futuro, constituyen los sectores más golpeados por el
capitalismo. Los obreros industriales, tanto en el capitalismo central como en
el periférico, en ese mar de desesperación pueden considerarse afortunados,
pues tienen salario fijo (eso, hoy día, ya se presenta como un lujo). Todo
ello, por tanto, cambia el panorama social y político: hoy día el fermento
revolucionario se nutre en muy buena medida de todo ese subproletariado de
trabajadores precarizados e informales, de población “sobrante” en la lógica
del sistema. Y además entran en escena con fuerza creciente otros actores
(otros descontentos, diríamos) como las mujeres, históricamente marginadas y
que ahora levantan reivindicaciones específicas, los pueblos originarios, las
juventudes, que pasan a ser igualmente fermentos de cambio. Por todo ello, el
motor de la revolución socialista hoy ya no es sólo el proletariado industrial:
es la masa de trabajadores y golpeados por el sistema. Los grupos más
beligerantes de estas últimas décadas han sido, justamente, grupos indígenas,
campesinos sin tierra, desocupados urbanos, “marginales” del sistema, en
sentido amplio. Es preciso redefinir con precisión el actual sujeto
revolucionario, pero sin dudas hay ahí otro desafío que debemos asumir con
ética revolucionaria.
·
¿Cuáles deben ser en la actualidad las formas de lucha?
Las
que se pueda, simplemente. Insistamos mucho en esto: ¡no hay manual para hacer
la revolución! La Comuna de París, allá por el lejano 1871, fue una fuente inspiradora,
y de allí Marx y Engels tomaron importantísimas enseñanzas. Es a partir de esa
experiencia que surge la idea de “dictadura del proletariado”, en tanto
gobierno revolucionario de los trabajadores como constructores de un nuevo
orden. Después de los socialismos realmente existentes y de todas las luchas
del pasado siglo se abren interrogantes para plantearnos esa noble y titánica
tarea de hacer parir una nueva sociedad: ¿cómo hacerlo en concreto? Pregunta
válida no sólo para ver cómo empezar a construir esa sociedad nueva a partir
del día en que se toma la casa de gobierno sino también para ver cómo llegar a
esa toma, punto de arranque primario. Ya hemos dicho que la tarea de construir
la sociedad nueva es complejísima y necesita de la autocrítica como una herramienta
toral. Ahora bien: la pregunta -quizá más pedestre, más limitada y puntual- que
se pretende el hilo conductor del presente libro es ¿qué hacer para estar en
condiciones de comenzar esa construcción? Dicho en otros términos: ¿cómo se desaloja
a la actual clase dominante y se toma su Estado (el Estado nunca es de todos,
es el mecanismo de dominación de la clase dominante) para comenzar a construir
algo nuevo? ¿Se puede repetir hoy -metafóricamente hablando- la toma del
Palacio de Invierno de la Rusia de 1917? ¿O hay que pensar en una movilización
popular con palos y machetes que, acompañando a su vanguardia armada, pueda
desalojar al gobernante de turno como sucedió en la Nicaragua de 1979?
¿Constituyen los procesos democráticos -dentro de los límites infranqueables de
las democracias burguesas- de Chile con Allende, o la actual Revolución
Bolivariana en Venezuela, con Chávez a la cabeza, modelos de transiciones al
socialismo? ¿Cuáles son sus límites? ¿Se puede apostar hoy por movimientos armados,
cuando vemos, por ejemplo, que todas las guerrillas en Latinoamérica o ya han
depuesto las armas, o están próximas a hacerlo? ¿Se puede revolucionar la
sociedad y construir el socialismo con el “mandar desobedeciendo”, como
pretende el movimiento zapatista? ¿Hay que participar en los marcos de la
democracia representativa para ganar espacios desde allí? Dado que no hay
manual para esto, la respuesta debería ser amplia y ver como válidas todas esas
alternativas. “Válidas” no significa ni infalibles ni seguras; son, en todo
caso, pasos a seguir. ¿Hoy es pertinente levantar la lucha armada? Pertinente,
quizá sí, como de hecho puede suceder en algunos puntos del planeta (el
movimiento naxalita en la India, por ejemplo), pero no está clara su real
posibilidad de triunfo, dadas las tecnologías militares sofisticadas con que el
sistema cuenta para defenderse. En definitiva, golpeado como está hoy el campo
popular, desarticulado y sin propuestas claras, muchos pueden ser los caminos
para comenzar a construir alternativas. Queda claro que no hay “una” vía;
distintas formas pueden ser pertinentes. Quizá los movimientos populares
amplios, los frentes, la unión de descontentos y la potenciación de rebeldías
comunes pueden ser útiles en un momento. La presunta pureza doctrinaria de las
vanguardias quizá hoy no nos sirva.
En realidad estas no son conclusiones en sentido
estricto. Todo el libro, a través de sus diferentes textos, es una invitación a
profundizar estos debates, a enriquecerlos y darles vida. Si algún valor puede
tener todo este esfuerzo es aportar un modesto grano de arena más en una
búsqueda interminable. De lo que sí podemos estar absolutamente seguros es que
esa utopía vale la pena. El mundo de ninguna manera puede ser una suma de
“triunfadores” y “desechables”, por lo que esa búsqueda está abierta,
invitándonos a zambullirnos en ella. Cerremos con una frase del poeta Antonio
Machado totalmente oportuna para el caso: “Caminante,
no hay camino. Se hace camino al andar”.
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