Indice
Introducción
El narcotráfico: un problema social
Algunas preguntas
El narcotráfico como estrategia política
1 Mucho dinero!
2 Una transnacional muy poderosa
3 El botín y sus consecuencias
4 La sociedad controlada
5 Dominación versus resistencia
6 Mesa redonda sobre el narcotráfico
A modo de conclusión: ¿qué hacer?
Entrevistas
1 Un campesino cocalero
2 Un toxicómano
3 Un narcotraficante
Un funcionario del gobierno estadounidense…
Bibliografía
Introducción
Narcotráfico: según el Diccionario de la Real Academia Española, “Comercio de drogas tóxicas en grandes cantidades”. Según la enciclopedia electrónica Wikipedia: “Delito contra la salud pública, consistente en la realización, normalmente con fines lucrativos, de actos que sirvan para promover, favorecer o facilitar el consumo ilegal de drogas naturales o sintéticas, ya sean estupefacientes, psicotrópicos o de cualquier otro tipo. Se trata de acciones que, aunque recogidas y definidas de forma muy diversa, están contempladas en las diferentes legislaciones como hechos ilícitos y son objeto de represión tanto en el ámbito interno como internacional. Todas ellas son englobadas habitualmente bajo la denominación de narcotráfico”.
El tema que vamos a abordar es particularmente complejo. Lo es, como mínimo, en dos sentidos. Por un lado, por la cantidad de aristas que se entrecruzan en su determinación, en su dinámica, en su proyección en el tiempo. Se articulan ahí cuestiones de orden subjetivo tanto como objetivo; hay aspectos psicológicos, sociales, criminales, legales y políticos en juego. En otros términos: estamos ante una verdadera maraña de causas y efectos. Ello, por sí mismo, ya constituye un gran problema para la investigación, pues el fenómeno en su conjunto no admite una lectura única, monocausal, sino que debe ser abordado siempre en esta multitud de facetas. Si se trata de un delito, ello ya nos plantea un enorme reto conceptual.
Justamente por esa amplia diversidad de factores intervinientes es muy complejo el abordaje metodológico. Ahí está, por tanto, el segundo gran problema: ¿qué priorizar?, ¿insistir en lo sociológico sobre lo subjetivo-individual?, ¿tomarlo como un hecho del ámbito policial, o incluso militar? Si el narcotráfico es una estrategia implementada por grandes centros de poder, tal como queremos manifestar: ¿cómo hacerlo evidente? ¿Qué bibliografía de apoyo utilizar? ¿Cómo demostrar eso? Los aspectos políticos presentes en todo esto son algo que, en todo caso, se pueden ir deduciendo, pero que difícilmente figurarán en documentos de acceso público. ¿De qué manera, entonces, demostrar la lógica interna de todo este entramado? ¿Cómo hacer evidente lo que se quiere señalar siendo que estamos ante iniciativas políticas casi secretas? ¿Cómo pasar del hecho delictivo cotidiano a la estrategia global de poderosos centros de decisión mundial? ¿Dónde buscar esa información?
La metodología a seguir para lograr bucear en el tema que queríamos investigar fue el verdadero gran escollo del ensayo que ahora presentamos. Dadas las características más bien periodísticas del trabajo, optamos por darle particular importancia a la entrevista. En otros términos, al circuito de la pregunta y la respuesta, al diálogo. O si se quiere: a plantearse problemas en forma de inquisición –periodística para el caso– que distintos entrevistados fueron contestando.
En algunos casos –concretamente: en muchas decenas de casos– hablamos con actores directamente involucrados en el asunto: vendedores callejeros de drogas, sicarios, usuarios de narcóticos, drogodependientes en procesos de recuperación, familiares de consumidores, campesinos plantadores de hoja de coca, desplazados colombianos producto de la violencia en sus montañas de origen transformadas en campo de cultivo de coca, policías, funcionarios de los gobiernos colombiano y boliviano involucrados en el combate al narcotráfico. No pudo ser posible –huelga decir que por razones más que obvias– entrevistar a algún funcionario del gobierno estadounidense comprometido con la política diseñada por Washington en esta campo. Pero intentamos armar las estrategias que estos poderes alientan a partir de declaraciones periodísticas de algunos de sus funcionarios cuando abordan este tema, declaraciones siempre fragmentarias y que, naturalmente, ocultan los verdaderos proyectos en juego.
Producto de todas estas entrevistas –de las que, en ningún caso, se dan nombres propios–, más una paciente búsqueda bibliográfica de apoyo, surge el trabajo que aquí presentamos. Si bien la investigación pretende echar luz sobre la estrategia global que hay tras el manejo del narcotráfico, la principal fuente de referencia está acotada a Colombia (buena parte de la investigación se hizo desde la vecina Venezuela). Sin embargo, los mecanismos allí encontrados son los mismos que se utilizan con el fenómeno en términos planetarios, los mismos que se repiten en cualquier punto del orbe donde se presenta un circuito similar. Mecanismos, en definitiva, que no son más que lo que popularizara el encargado de la propaganda nazi hace ya largas décadas, el tristemente célebre Joseph Goebbels: “miente, miente, miente, que algo queda”.
Para hacer más vívido todo lo que se presentará en términos de indagación y reflexión teórica, en la última parte del libro se acompaña el trabajo con algunas entrevistas de lo que se ha dado en llamar docu-ficción. Es decir: son construcciones ficcionales de realidades que verdaderamente existen, pero que por cuestiones diversas (la posibilidad de recabar las declaraciones de boca de los implicados directos, la seguridad de los posibles informantes) presentamos como relato casi literario. Ello no invalida, por cierto, la veracidad de lo que está en juego.
“El narcotráfico: un arma del imperio” pretende ser, por tanto, un aporte a la en un campo donde hay demasiada mentira.
El narcotráfico: un problema social
Las drogas son algo tan viejo como la civilización humana. La vida de los seres humanos no es precisamente un paraíso. Más aún, como se ha dicho acertadamente: “el único paraíso es el perdido”. Es por eso que siempre, en todo momento histórico, ha existido la evasión de la realidad como un modo de eludir la crudeza de la vida. Y para ello el consumo de determinadas sustancias (alcohol etílico, alucinógenos, tranquilizantes) ha jugado un papel de gran importancia, tanto a nivel de uso individual como práctica de índole colectiva, ligada en mayor o menor medida a la espiritualidad en sentido amplio.
Hoy, sin embargo, el consumo de estas sustancias –es decir, las que caen bajo la denominación de “drogas ilegales”– ha ido tomando características tan peculiares que lo transforman en un verdadero problema a escala planetaria. Problema con numerosas aristas: de salud pública, cultural, político, social; en definitiva, un asunto que hace a la calidad de vida de toda la población mundial en un sentido amplio. Y tan grande es la magnitud del problema que ello ha desembocado en un asunto de estrategia militar. En otros términos: tiene que ver con el manejo global de todos los habitantes del mundo desde la óptica de los grandes poderes actuantes.
El consumo de sustancias prohibidas se viene incrementando durante todo el siglo XX, pero las últimas tres décadas lo presentan ya con una magnitud alarmante. La cantidad de muertos que produce ese consumo, las discapacidades que trae aparejadas, los circuitos de criminalidad conexos, la pérdida de recursos y el fomento de una cultura no sostenible en términos ni económicos ni sociales, hacen del consumo de drogas un cortocircuito con el que todos, Estado y sociedad civil, desde distintos niveles y con grados de responsabilidad diversos, están implicados.
Que todo esto constituye un problema, se sabe. Ahora bien: si disponemos de todo este conocimiento sobre los diversos factores implicados, tanto de la demanda como de la oferta, ¿por qué no vemos una tendencia a la baja en la problemática? La situación lleva a pensar que hay grandes poderes que no desean que esto termine.
Se puede decir que, pese a que el tema está siempre en la agenda mediática en todas partes y en todo momento, se sabe relativamente muy poco sobre el asunto. Hay una versión oficial, manejada incansablemente por los medios de comunicación social –verdaderos hacedores de la opinión pública– y hay una realidad no dicha.
La imagen oficial presenta el asunto como “flagelo” social manejado por unas cuantas mafias tenebrosas con capacidad de acción internacional. De alguna manera se tiene una versión policial del asunto, mientras que el énfasis de la solución no está puesto en la prevención del consumo y en los aspectos sanitarios de la recuperación de los drogodependientes.
Es importante decir que el campo de las drogas muestra un complejísimo entrecruzamiento de discursos y prácticas sociales de las más variadas; por tanto admite diversos abordajes. Es, sin dudas –en eso todos coincidimos– una herida abierta. La cuestión estriba en cómo y por dónde actuar: ¿prevención, represión? ¿Se debe poner el acento en la oferta o en la demanda?
Si se observa la magnitud descomunal del negocio de las drogas ilícitas, se comienza a tener una dimensión distinta del problema. Todo el circuito de los estupefacientes mueve unos 800 mil millones de dólares anuales –uno de los negocios más redituables de las actividades humanas, casi tanto como el de las armas, más que el del petróleo–. Obviamente eso es más, mucho más que un problema sanitario. Sabemos que esa monumental cifra de dinero se traduce en poder; y por tanto en influencia política, lo que implica niveles de corrupción y se asocia inexorablemente con violencia. Las secuelas físicas y psicológicas del consumo de tóxicos empalidecen así ante las consecuencias de esta faceta mercantil del fenómeno con implicancias sociopolíticas tan profundas.
¿Qué pasaría si se despenalizara el consumo de estas sustancias? El hecho de vetar el acceso legal a las sustancias psicoactivas en vez de promover su rechazo alienta un mayor consumo (irrefutable verdad de la psicología humana: lo prohibido atrae, fascina).
Hoy día mucho se hace en torno al combate del consumo de drogas ilícitas; pero curiosamente el consumo propiamente dicho no baja. ¿No puede esto llevar a pensar, quizá con cierta malicia pero tratando de entender en definitiva el por qué de esta tendencia, que hay “cosas raras” en todo esto? A los factores de poder, ¿realmente les interesa la desaparición de este flagelo? ¿Por qué no se despenaliza entonces el consumo? Esto, sin dudas, traería aparejado el fin de innumerables penurias que se dan en torno a este ámbito: bajaría la criminalidad, la violencia que acompaña a cualquier actividad prohibida; incluso hasta podría bajar el volumen mismo de consumo, al dejar de presentar el atractivo de lo vedado, de la fruta inalcanzable. Pero contrariando las tendencias más racionales, estamos lejos de ver una despenalización. Por el contrario, cada vez más crece el perfil de lo punitivo: el combate al narcotráfico pasó a ser prioridad de las agendas políticas de los Estados. Eso se anota hoy como uno de los grandes problemas de la humanidad; y ahí están a la orden ejércitos completos para intervenir en su contra.
No podemos menos que abrir algunas dudas ante esto. ¿No será que la anterior Guerra Fría se ha trocado ahora en persecución a estos nuevos demonios? Definitivamente el interés de los poderes hegemónicos, liderados por Washington, ha encontrado en este nuevo campo de batalla un terreno fértil para prolongar/readecuar su estrategia de control universal. Como lo ha encontrando también con el llamado “terrorismo”, nueva “plaga bíblica” que ha posibilitado la nueva estrategia imperial de dominación militar unipolar con su iniciativa de guerras preventivas.
El mundo de las drogas ilegales es un fenómeno tan particular que tiene una lógica propia inhallable en otros ámbitos: por un lado se mantiene y perpetúa como negocio del que se benefician muchos; por otro se sostiene de fabulosas fuerzas políticas que no pueden ni quieren prescindir de él en tanto coartada y espacio que facilita el ejercicio del poder. Al mismo tiempo existen dinámicas psicosociales (consumismo, modas, valores de la sociedad competitiva y materialista, la angustia de sociedades basadas en el primado de lo individual sobre lo colectivo) que llevan a enormes cantidades de individuos, jóvenes fundamentalmente, a la búsqueda de identidades y reafirmaciones personales a través del acceso a los tóxicos prohibidos, lo cual se enlaza y articula con los factores anteriores.
Este negocio es, en otros términos, un síntoma de los tiempos actuales: el capitalismo hiperconsumista centrado en la adoración de la máquina y en el fetiche de la mercancía, que ha dejado de lado lo humano en tanto tal, no puede dar otro resultado que un negocio sucio pero tolerado –¿alentado?– que, bajo cierto control, sigue haciendo mover el aparato de la sociedad. El costo: algunos sujetos quedan en el camino, pero eso no desestabiliza tanto el orden instituido; y ahí están las comunidades de rehabilitación para dar algunas respuestas.
Pero lo peor del caso es que son esos mismos factores de poder que mueven la maquinaria social del capitalismo global los que han puesto en marcha el mecanismo: crearon la oferta, generaron la demanda, y sobre la base de ese circuito tejieron el mito de unas maléficas mafias superpoderosas enfrentadas con la humanidad, causa de las angustias y zozobras de los honestos ciudadanos, motivo por el que está justificado una intervención policíaco-militar a escala planetaria.
El problema es más complejo, por supuesto. Dado el carácter de investigación periodística con el que desarrollamos el presente estudio, nos permitiremos conducirnos entonces con preguntas. Preguntas teórico-conceptuales, para tratar de entender el campo en que estamos parados. Preguntas concretas a diversos agentes relacionados con todo este asunto.
Algunas preguntas
¿Quién se favorece con el tráfico de drogas ilegales?
Evidentemente, la población no. A la población de a pie, a los ciudadanos comunes y corrientes –la gran mayoría de los habitantes del mundo– el tema o bien le es indiferente, o les perjudica en forma indirecta (mayoritariamente) o directa (un pequeño porcentaje). Se calcula que hasta un 10% de la población mundial en algún momento de su vida ha consumido sustancias psicoactivas prohibidas; de esa cantidad, una buena parte queda fijada en ese consumo en forma crónica, pasando a ser drogodependiente. Ingresar en ese mundo es relativamente fácil; salir, es una odisea (no más de un 10% de toxicómanos logra recuperarse, y siempre en un equilibrio inestable que puede romperse aún después de muchos años de abstinencia). Por otro lado, en forma indirecta, los familiares de los drogodependientes llevan una carga agobiante, pues esta psicopatología envenena de modo fatal la normal convivencia, haciendo que los afectados por el circuito de la droga vayan mucho más allá del consumidor directo. ¿Cómo se convive con un drogadicto? No es fácil, grato ni edificante. La cantidad de muertos que produce este consumo, las discapacidades que trae aparejadas, la conexión directa que guarda con el VIH/SIDA, los circuitos de criminalidad conexos –los consumidores inexorablemente terminan delinquiendo para comprar su tóxico–, la pérdida de recursos y el fomento de una cultura no sostenible en términos ni económicos ni sociales, hacen de este ámbito un verdadero infierno. Obviamente, entonces, para las grandes mayorías no hay beneficios con las drogas.
Pero lo curioso es que, si bien es cierto que el consumo de drogas ilegales produce todo este malestar, hay quien se beneficia. El negocio a que da lugar, ya dijimos, es fabuloso: ronda los 800.000 millones de dólares anuales. De hecho, es el segundo gran negocio de la humanidad, por detrás de las armas y por arriba del petróleo. Curioso: las dos actividades más dinámicas de la sociedad están dedicadas a la muerte. Un freudiano ortodoxo podría satisfacerse constatando lo acertado de la formulación de Freud: alguna fuerza autodestructiva (Thanatos, pulsión de muerte dirá el maestro vienés ya en sus reflexiones de senectud) nos determina, y la búsqueda perpetua de la aniquilación –individual y colectiva– sería su elocuente presencia. Guerra, violencia, autodestrucción: ¿es realmente ese nuestro destino, nuestra esencia?
¿Son sólo mafias de narcotraficantes las beneficiadas?
Con cierta ingenuidad se podría estar tentado a decir que sí. Y en sentido eminentemente económico, así pareciera en principio. Pero esa masa enorme de dinero que mueve el negocio –que, por cierto, se traduce en poder, mucho poder político, poder social– también llega a otras esferas de acción: ese dinero es “lavado” e ingresa a circuitos socialmente aceptados (según se denunció, puede llegar incluso hasta a obras de beneficencia). No es ninguna novedad que existe toda una economía “limpia” producto de las operaciones de blanqueo de los capitales del narcotráfico. Y son bancos “limpios” y honorables los que proceden a hacer esas operaciones, los mismos que manejan el capital financiero transnacional que hoy controla la economía mundial y a los que el Sur pobre y dependiente adeuda cifras astronómicas en calidad de deuda externa.
Por otro lado, esas enormes sumas de dinero que mueve el negocio de las drogas ilegales se intrometen por todos los circuitos sociales, y no son raras las ocasiones en que terminan financiando a políticos profesionales, con lo que la incidencia del narcotráfico en los circuitos de los poderes formales de Estado no deja de hacerse sentir en todos los países del mundo.
Según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC, del inglés United Nations Office on Drugs and Crime) el mayor porcentaje de los beneficios obtenidos con el tráfico de estupefacientes en todo el mundo se queda en los países del Norte y no en los productores básicos de esas sustancias. Si bien es muy difícil establecer con precisión, se calcula que a los agricultores que cultivan la materia prima en los países del Sur sólo llega un 1% de los beneficios totales del negocio.
Pero la cuestión va más allá aún. No es tanto el beneficio económico en juego, sino el horizonte sociopolítico en el que se da todo el mundo del consumo de drogas prohibidas. ¿Quién más se beneficia de ello? El problema del consumo de drogas ilegales es un verdadero problema de salud pública, tanto como el VIH/SIDA, o más aún (200 muertos diarios a nivel global por sobredosis, sin contar con todos los estragos monumentales que deja su uso y abuso). De todos modos, con todas las tecnologías en salud que nos posibilita el mundo actual, el consumo de estupefacientes no baja. Por el contrario, día a día se acrecienta. Y no puede decirse que no se hagan esfuerzos en su contra.
¿Están mal planteadas las estrategias contra las drogas prohibidas, o hay intereses en que su consumo no termine?
Aunque se reconoce que la toxicomanía es un poderoso factor de inestabilidad mundial, en todo sentido, la magnitud del problema en vez de ir aminorando, por el contrario, crece. El uso y abuso de narcóticos es una de las pocas cosas que está expandida como problema (epidemiológico, por tanto: psicológico, social, político, legal) por todos los estratos sociales, golpeando con similar fuerza a niños de la calle y a multimillonarios, en países pobres y en países ricos, a varones y a mujeres. Todo esto se sabe, se conoce en profundidad, hay claras razones de su por qué; entonces, casi espontáneamente, surge la pregunta: si disponemos de tanto conocimiento sobre estos factores, tanto de la demanda como de la oferta, ¿por qué no vemos una tendencia a la baja en la problemática? Si se pudo aminorar o terminar con otros problemas sanitarios igualmente letales (tuberculosis, hepatitis, mortalidad materno-infantil), ¿por qué no disminuyen las tasas de drogodependencia? ¿Prevención o represión? Pero, ¿a quién reprimir: al consumidor, al productor, al distribuidor? ¿Debe ponerse el acento en la oferta o en la demanda? ¿Será que están mal enfocadas las metodologías para abordar el problema, o hay grandes poderes que no desean que esto termine? Si así fuera, ¿cuáles son esos poderes y de qué manera se benefician?
A Estados Unidos, principal país consumidor del mundo, con los monumentales controles que hoy día presenta, ingresa diariamente una tonelada de drogas proveniente del Sur. ¿Cómo es ello posible?
Si se analizan las perspectivas en que se da todo el negocio de las drogas ilícitas, son más los interrogantes que se abren que los que quedan resueltos. Si es cierto que es un problema de salud pública, ¿por qué no se lo aborda como tal? Por lo que se ve, la estrategia fundamental para su combate está puesta –esto es una tendencia creciente– en la militarización del problema. Sofisticados ejércitos completos se preparan cada vez más para intervenir en su contra; esto, por supuesto, abre dudas. ¿Por qué no son ejércitos de profesionales de la salud los que se movilizan? ¿Por qué no se pone todo el esfuerzo en la atención primaria? ¿O por qué los medios masivos de comunicación no son parte de las soluciones globales? Como hipótesis podemos plantearnos la pregunta: ¿no será que la anterior Guerra Fría se ha trocado ahora en persecución a estos nuevos demonios del narcotráfico internacional? Definitivamente, el interés de los poderes hegemónicos, liderados por Washington, ha encontrado en este nuevo campo de batalla un campo fértil para prolongar/readecuar su estrategia de control universal. Como lo está encontrando también ahora en el llamado “terrorismo”. ¿Por qué un problema sanitario pasa a ser un problema militar, de seguridad nacional? En nombre de la persecución del narcotráfico se pueden invadir países, montar bases militares o aumentar sideralmente los presupuestos de defensa. Y lo peor es que pese a todo eso, el consumo no baja.
¿Por qué no se despenaliza el consumo de estas sustancias?
Irrefutable verdad de la psicología humana: lo prohibido atrae, fascina. Si los tóxicos actúan como atractivo por su estatus de “fruta prohibida”, de cosa vedada, sería más lógico probar su despenalización como tal. Cuando hubo ley seca, en cualquier parte del mundo, aumentó exponencialmente la búsqueda de alcohol, no importando a qué precio. Si estas verdades elementales de nuestra condición se saben: ¿por qué no se despenaliza entonces el consumo de las drogas hoy prohibidas? Esto, sin dudas, traería aparejado el fin de innumerables penurias que se dan en torno a este ámbito: bajaría la criminalidad así como todos los circuitos de violencia que acompañan a cualquier actividad ilegal; incluso, hasta podría bajar el volumen mismo de consumo, al dejar de presentar el atractivo de lo vedado, de la cosa inalcanzable que embelesa en tanto prohibida. Pero contrariando las tendencias más racionales, estamos lejos de ver una despenalización. Por el contrario, cada vez más crece el perfil de lo punitivo: el combate al narcotráfico pasó a ser prioridad de las agendas políticas de los Estados, pero no de los Ministerios de Salud precisamente. A los factores de poder, ¿realmente les interesa la desaparición de este flagelo? Todo indicaría que, más allá de ampulosas declaraciones y escenificaciones para los medios de comunicación, no.
¿Por qué la droga aparece masivamente en algunos lugares en un momento dado? ¿Hay poderes que así lo deciden?
En los países socialistas durante el siglo XX había muy poca, casi nula, relación con los estupefacientes. Pero, para decirlo con un ejemplo, desde el desmoronamiento de la Unión Soviética en la década de 1990, la producción y tráfico de amapola y heroína han aumentado vertiginosamente en el Asia Central. Enormes extensiones de tierra anteriormente dedicadas a cultivos legales hoy se ven invadidas por nuevos sembradíos de amapola, como es el caso de Kirguistán, con uno de los porcentajes de tierra puesta al servicio de la producción de drogas ilegales más alto del mundo. Por otro lado los estados centro-asiáticos, anteriormente repúblicas socialistas, han pasado a ser importantes vías de tránsito; las mafias de narcotraficantes de Afganistán y el Asia Central dominan el comercio de opiáceos en Europa con cuantiosos envíos de heroína afgana que pasa por territorios anteriormente soviéticos. Los esfuerzos por controlar ese tráfico se ven obstaculizados por la escasez de recursos y equipos, así como por la falta de entrenamiento y coordinación de las fuerzas antinarcóticos regionales. ¿Qué pasó que cambió tan radicalmente la situación allí? ¿Hay poderes interesados en que suceda eso?
Valga como caso arquetípico lo sucedido en Nicaragua. Durante los años de revolución sandinista, pese a las incontables penurias que debió soportar su pueblo, prácticamente no había drogas ilícitas en circulación. Cayó el gobierno sandinista e inmediatamente, como por arte de magia, aparecieron. ¿Casualidad? ¿Por qué aparece la droga en los colectivos más pobres, más marginados? ¿Por qué los sectores más problemáticos de las sociedades –“problemáticos” desde la óptica de los poderes conservadores, por ejemplo: sectores juveniles en general, o población negra dentro de Estados Unidos– están siempre ligados o al consumo o al tráfico de sustancias ilícitas? Es evidente que a los sectores “potencialmente molestos” se los maneja tanto con represión como con sedativos. Estos últimos, además, tienen ventajas comparativas sobre la “mano dura”: no son violatorios de ningún derecho humano, y por el contrario, el combate contra el narcotráfico es moralmente presentable.
Hay drogas para ricos y drogas para pobres, y el hecho de que cada vez crezca más su presencia en las sociedades modernas habla de fuerzas que están operando. ¿O las poblaciones están cada vez más enfermas? Si fue posible barrer las guerrillas marxistas en Latinoamérica, ¿no es posible –pensándolo en términos militares– erradicar las mafias del narcotráfico? ¿Cómo es posible que continuamente se denuncie la participación de estructuras del gobierno de Estados Unidos en “negocios sucios” con el narcotráfico? (caso Irán-contras, establecimientos para procesar opio en Afganistán y Pakistán, etc.) Todo indicaría que no es tanto el negocio económico en juego, sino los factores de control social que todo esto conlleva.
El mundo de las drogas es un fenómeno tan especial que tiene una lógica propia: por un lado se automantiene y se autoperpetúa como negocio; por otro es sostenido por fabulosas fuerzas económico-políticas que no pueden ni quieren prescindir de él, en tanto coartada y ámbito que facilita el ejercicio del poder. Al mismo tiempo existen dinámicas psicosociales (cultura del consumismo banal, modas, valores de la sociedad competitiva y materialista, angustia individual que se expresa a través de la compulsión al consumo y las adicciones) que llevan a enormes cantidades de personas, jóvenes fundamentalmente, a la búsqueda de identidades y reafirmaciones personales a través del acceso a los tóxicos prohibidos, lo cual se enlaza y articula con los factores anteriores. Es, en otros términos, síntoma de los tiempos: el capitalismo hiper consumista centrado en la máquina y en el fetiche de la mercancía, que ha dejado de lado lo humano en tanto tal, no puede dar otro resultado que un negocio sucio pero tolerado (¿alentado?) que, bajo cierto control, sigue haciendo mover el aparato de la sociedad. El costo: algunos sujetos quedan en el camino, pero eso no desestabiliza tanto el orden instituido; y ahí están las comunidades de rehabilitación para dar algunas respuestas. El poder siempre necesita algunos fantasmas con que asustar (narcotráfico, terrorismo); de su correcta manipulación depende su continuidad.
Ante esta perspectiva las posibilidades reales de cambiar la situación no se ven fáciles: como sociedad civil que padece todo esto, y al mismo tiempo, dada nuestra existencial angustia que nos puede llevar a consumir drogas, no podemos plantearnos como objetivo sino el luchar por la despenalización de ese consumo (quizá siempre, inexorablemente, los humanos apelaremos a paliativos para paliar la ansiedad; pero otra cosa es el consumo masivo como nueva mercadería que se ha impuesto con el capitalismo, al igual que tantos productos prescindibles pero establecidos gracias a las técnicas de mercadeo). Si se legaliza, a muchos se les terminará el negocio (no sólo a las bandas de narcotraficantes, por cierto: bancos lavadores, fabricantes de armas, partidos políticos que reciben recursos de dudosa procedencia, incluso, honestos civiles que son empleados legales de toda esta economía), pero no hay otra alternativa para solucionar un problema que hoy ya es flagelo, y sigue creciendo. Definitivamente quemar sembradíos en el Sur no está solucionando nada. Eso sólo sirve para una estrategia de militarización del globo terráqueo que no es precisamente lo que más necesitan los habitantes de la aldea global.
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