Un representante de alguna cultura no-occidental (mal llamado “primitivo” o “salvaje” por la cosmovisión eurocéntrica) no podrá entender cómo es posible que la naturaleza, la tierra, el agua –y como van las cosas, próximamente también el aire, o los cromosomas del ADN– tengan dueños, propietarios. De hecho, la noción de “propiedad privada” es algo muy nuevo en la historia de la Humanidad, y no todos los pueblos la tienen. Podría fecharse en no más allá de 8,000 años, con el surgimiento de la producción excedente a partir de la agricultura. Por dos millones y medio de años ese concepto no existió, y hoy día muchos pueblos recolectores, pre-industriales (unos 100 grupos diseminados por el mundo, en selvas tropicales fundamentalmente) no lo tienen. ¡Y pueden vivir!
Pero menos aún, ese exponente de una civilización sin idea de propiedad privada podrá entender que esos recursos, propiedad de todos, tengan “marcas registradas”. ¿Cómo es posible plantearse, desde su visión, que el petróleo se llame “Texaco”, o que el maíz se llame “Monsanto”? ¿Cómo poder entender, no siendo un representante de la cultura capitalista, que una flor esté patentada como “Johnson & Johnson” o que una mariposa sea “marca Bayer”? ¿Y que un clon humano sea “marca Mitsubishi”?
El pensamiento occidental y capitalista de la modernidad se impuso ya largamente por todo el globo, y quien no entra en sus parámetros es un “primitivo” (o un comunista, claro). Pero estas nociones son construcciones históricas, no naturales, no son eternas y –esto es lo más importante– ¿quién dice que sean las “mejores”?
Con el aluvión del crecimiento capitalista en estos últimos siglos, el mundo completo se transformó en forma dramática (de aquí que sean muy pocos grupos, considerados “marginales”, los que no entran en esa globalización modernizante casi obligada). Sin dudas, a lo largo de la historia, muchos fabricantes de diversos productos pusieron sus nombres a las cosas que producían; así se fueron inventando símbolos o ilustraciones para identificar y distinguir las obras elaboradas. Cerámica china, espadas o vinos durante el medioevo europeo, tapices persas, tejidos asiáticos, por ejemplo, han sido marcados con símbolos de identificación para que la persona que los comprara pudiera trazar el origen y determinar la calidad de esos objetos.
Antes del siglo XIX, las “marcas registradas” eran usualmente símbolos o ilustraciones y no palabras, ya que la mayoría de la población era analfabeta. Pero con el constante aumento del comercio capitalista desde siglo XVIII, y la consecuente modernización civilizatoria, se comenzaron a reconocer los derechos legales de los dueños de las “marcas registradas”, estableciéndose leyes que previnieran el uso indiscriminado de las mismas desde una óptica de defensa de la propiedad privada. Surge así la idea moderna de “marca registrada” –idea que, por supuesto, no entra en la óptica de un habitante de un mundo no-capitalista–. Esa misma legalidad muestra, tal como lo dijera el sofista Trasímaco de Calcedonia en la Grecia clásica del siglo IV a.C., que “la ley es lo que conviene al más fuerte”. Es decir: es un ordenamiento caprichoso, hecho desde el ejercicio de un poder.
Las primeras leyes que intentan regular este campo de la propiedad privada en la producción aparecen en Estados Unidos hacia 1790 para “fomentar el progreso de la Ciencia y las Artes útiles, asegurando a los autores e inventores, por un tiempo limitado, el derecho exclusivo sobre sus respectivos escritos y descubrimientos” (Artículo I, Sección 8 de la Constitución de ese país).
Más tarde, en 1883, un grupo de naciones industrializadas, todas occidentales, creó la Convención de París, organización de tratados internacionales que requería que los países miembros reconocieran los derechos de marca registrada de los productores extranjeros. La noción de propiedad privada en la producción –llámese “marca registrada”, “patentes” o “derechos de autor”– había llegado para quedarse en el mundo moderno.
Según la ley federal de Estados Unidos, se estipula que “una patente puede ser otorgada a cualquier persona para la invención o el descubrimiento de cualquier arte, máquina, fabricación o composición de materia útil o para cualquier mejoramiento nuevo y útil al mismo; para la invención de la reproducción asexual de cualquier variedad nueva y distinta de planta, menos las plantas propagada por tubérculos; o para un diseño cualquiera ornamental nuevo y original para un artículo de fabricación”. En 1980 dicha cobertura también se extendió a “productos de la ingeniería genética, incluyendo semillas, plantas y cultivos como a los mismos métodos nuevos de ingeniería genética”.
Es importante remarcar lo que fija la ley respecto a las marcas registradas. Véase, por ejemplo, la ley española (Ley 17/2001, del 7 de diciembre, de Marcas): “Se entiende por marca todo signo susceptible de representación gráfica que sirva para distinguir en el mercado los productos o servicios de una empresa de los de otras. Tales signos podrán ser, en particular: Las palabras o combinaciones de palabras, incluidas las que sirven para identificar a las personas. Las imágenes, figuras, símbolos y dibujos. Las letras, las cifras y sus combinaciones. Las formas tridimensionales entre las que se incluyen los envoltorios, los envases y la forma del producto o de su presentación. Los símbolos sonoros. Cualquier combinación de los signos que, con carácter enunciativo, se mencionan en los apartados anteriores”.
Según enseñan las escuelas de mercadotecnia –el gran invento de las modernas tecnologías de manipulación social de las sociedades de masa para promover el consumo–, la marca constituye el nexo central de comunicación entre la empresa y los consumidores. De lo que se trata en las estrategias comerciales es de “posicionar la marca”; es decir: lograr imponer en la mentalidad de los consumidores un esquema que relacione automáticamente un emblema con el producto ofrecido (léase: reflejo condicionado, según el ya clásico esquema de los perros de experimentación de Pavlov). No importa qué se ofrece, si es un producto prescindible, si llena una necesidad creada artificialmente, si es dañino incluso; la cuestión del mercadeo es lograr hacer que la gente compre. Las “marcas registradas” –con toda la parafernalia que le acompaña: “mezcla de elementos tangibles e intangibles: el nombre, el diseño, el logotipo, la presentación comercial, el concepto, la imagen y la reputación que transmiten esos elementos respecto de los productos o servicios ofrecidos”– están para eso. Y por cierto, ¡lo logran!
Hoy día ya estamos totalmente acostumbrados, invadidos, naturalizados por las “marcas registradas”. No pedimos una bebida gaseosa sino una Coca-Cola, no usamos hojas de afeitar sino Gillette, y pasaron a ser parte de nuestra vida cotidiana tanto Nestlé como Nike, Toyota o Shell, Apple, Windows o Sony. A nadie sorprende ver los símbolos ® o © en cualquier producto: un libro o un televisor, un vibromasajeador o un bisturí. Las marcas que se impusieron en el mercado hacen parte fundamental de nuestra vida, por lo que todo está preparado para que nadie reaccione el día que las encontremos en el agua potable de cualquier grifo público, la carne que comamos o el aire que respiremos, así como hoy la frase “Me encanta” (en los idiomas más hablados)… es propiedad de McDonald’s. El mundo del capitalismo desarrollado es el mundo de las marcas comerciales que manejan a la humanidad.
Pero son posibles otras opciones. El software libre, por ejemplo, es una indicación respecto a que otro mundo, basado en criterios de solidaridad que va más allá de una patente comercial, sin dudas es posible. El reto es empezar a construirlo puesto que, tal como dijo un dirigente indígena de las selvas ecuatorianas –que, por cierto, no es ningún “primitivo” ni “salvaje”–: “no entiendo por qué nos matan a nosotros y destruyen nuestros bosques sacando petróleo para alimentar carros y más carros en una ciudad ya atestada de carros como Nueva York”. Ir contra el imperio de las marcas registradas y lo que el mismo implica (el sistema capitalista) no sólo es posible: es imprescindible.
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