«Por una camisa marca GAP un consumidor canadiense
paga 34 dólares, mientras en El Salvador una obrera gana 27 centavos de dólar
por confeccionarla en una planta maquiladora.»
Organización Internacional del Trabajo
Permítasenos comenzar con esta cita escuchada a dos obreras de maquila en El Salvador (Centroamérica): "Con estas condiciones de trabajo parece que volvemos al tiempo de la esclavitud", afirma una de ellas, respondiendo la otra: "¿Volvemos? Pero… ¿cuándo nos habíamos ido?".
Entre los años 60 y 70 del siglo pasado comienza el proceso de traslado de parte de la industria de ensamblaje desde Estados Unidos hacia América Latina. Para los 90, con el gran impulso a la liberalización del comercio internacional y la absoluta globalización de la economía, el fenómeno ya se había expandido por todo el mundo, siendo el capital invertido no sólo estadounidense sino también europeo y japonés. En Latinoamérica, esas industrias son actual y comúnmente conocidas como "maquilas" (maquila es un término que procede del árabe y significa "porción de grano, harina o aceite que corresponde al molinero por la molienda, con lo que se describe un sistema de moler el trigo en molino ajeno, pagando al molinero con parte de la harina obtenida"). Esta noción de maquila que se ha venido imponiendo desde algunos años invariablemente se asocia a precariedad laboral, falta de libertad sindical y de negociación, salarios de hambre, largas y agotadoras jornadas de trabajo y –nota muy importante– primacía de la contratación de mujeres. Esto último, por cuanto la cultura machista dominante permite explotar más aún a las mujeres, a quienes se paga menos por igual trabajo que los varones, y a quienes se manipula y atemoriza con mayor facilidad (un embarazo, por ejemplo, puede ser motivo de despido).
Estas industrias, en realidad, no representan ningún
beneficio para los países donde se instalan. Lo son, en todo caso, para los
capitales que las impulsan, en tanto se favorecen de las ventajas ofrecidas por
los países receptores (mano de obra barata y no sindicalizada, exención de
impuestos, falta de controles medioambientales). En los países que las reciben,
nada queda. A lo que debe agregarse que es tan grande la pobreza general, tan
precarias las condiciones de vida de estos países, que la llegada de estas
iniciativas más que verse como un atentado a la soberanía, como una agresión
artera a derechos mínimos, se vive como un logro: para los trabajadores, porque
es una fuente de trabajo, aunque precaria, pero fuente de trabajo al fin. Y
para los gobiernos, porque representan válvulas de escape a las ollas de
presión que resultan sociedades cada vez más empobrecidas y donde la
conflictividad crece y está siempre a punto de estallar. Dato curioso (u
observación patética): algunas décadas atrás en la región se pedía la salida de
capitales extranjeros y era ya todo un símbolo la quema de una bandera
estadounidense; hoy, la llegada de una maquila se festeja como un elemento
"modernizador".
La relocalización (eufemismo en boga por decir
"ubicación en lugares más convenientes para los capitales") de la
actividad productiva transnacional es un fenómeno mundial y se ha efectuado
desde Estados Unidos hacia México, América Central y Asia, pero también desde
Taiwán, Japón y Corea del Sur hacia el sudeste asiático y hacia Latinoamérica,
con miras a abastecer al mercado estadounidense, en principio, y luego el
mercado global, tal como va siendo la tendencia sin marcha atrás del
capitalismo actual. En el caso de Europa, las empresas italianas, alemanas y
francesas primero trasladaron sus actividades productivas hacia los países de
menores salarios como Grecia, Turquía y Portugal, y luego de la caída del muro
de Berlín a Europa del Este. Actualmente se han instalado también en América
Latina y en el África.

En el subcontinente latinoamericano, dada la pobreza
estructural y la desindustrialización histórica, más aún con el auge neoliberal
que ha barrido esta región estas tres últimas décadas, los gobiernos y muchos
sectores de la sociedad civil claman a gritos por su instalación con el
supuesto de que así llega inversión, se genera ocupación y la economía nacional
crece. Lamentablemente, nada de ello sucede.
En realidad las empresas
transnacionales buscan rebajar al máximo los costos de producción trasladando
algunas actividades de los países industrializados a los países periféricos con
bajos salarios, sobre todo en aquellas ramas en las que se requiere un uso
intensivo de mano de obra (textil, montaje de productos eléctricos y
electrónicos, de juguetes, de muebles). Si esas condiciones de acogida cambian,
inmediatamente las empresas levantan vuelo sin que nada las ate al sitio donde
circunstancialmente estaban desarrollando operaciones. Qué quede tras su
partida, no les importa. En definitiva: su llegada no se inscribe –ni
remotamente– en un proyecto de industrialización, de modernización productiva,
más allá de un engañoso discurso que las pueda presentar como tal.
Toda esta reestructuración empresarial se produce en
medio de no pocos conflictos sociales en los países del Norte, pues cientos de
fábricas cierran y dejan desocupados a miles de trabajadores. Por ejemplo, en
la década del 90 del pasado siglo más de 900.000 empleos se perdieron en
Estados Unidos en la rama textil y 200.000 en el sector electrónico. El proceso
continúa aceleradamente, y hoy día las grandes transnacionales buscan maquilar
prácticamente todo en el Sur, incluso ya no sólo bienes industriales sino
también partes de los negocios de servicios. De ahí que, para sorpresa de
nosotros, latinoamericanos, se vea un crecimiento exponencial de los llamados call
centers en nuestros países: super explotación de la mano de obra local calificada
que domina el idioma inglés, siempre jóvenes. En definitiva: otra maquila más.
Todo esto permite ver que en el
capitalismo actual, llamado eufemísticamente "neoliberal"
(capitalismo salvaje, sin anestesia, para ser más precisos), las grandes
corporaciones actúan con una visión global: no les preocupa ya el mercado
interno de los países donde nacieron y crecieron, sino que pueden cerrar
operaciones allí despidiendo infinidad de trabajadores –que, obviamente, ya no
serán compradores de sus productos en ese mercado local– pues trasladan las
maquilas a lugares más baratos pensando en un mercado ampliado de extensión
mundial: venden menos, o no venden, en su país de origen, porque sus
asalariados ya no tienen poder de compra, pero venden en un mercado global,
habiendo producido a precios infinitamente más bajos.
El fenómeno parece no detenerse sino, al contrario,
acrecentarse. La firma de tratados comerciales como los actuales TLC’s (Tratado
de Libre Comercio) entre Washington y determinados países latinoamericanos, no
son sino el escenario donde toda la región apunta a convertirse en una gran
maquila. Las consecuencias son más que previsibles, y por supuesto no son las
mejores para Latinoamérica: en el trazado del mapa geoestratégico de las
potencias, y fundamentalmente de los capitales representados por la Casa
Blanca, nuestros países quedan como agro-exportadores netos (productos
agrícolas primarios, recursos minerales, agua dulce, biodiversidad) y
facilitadores de mano de obra semi-esclava para las maquilas.

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